Trump

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EL TRUMP KEYNESIANO

Entonces fue cuando te pusiste keynesiano (a los empresarios de la construcción les encanta Keynes: que las administraciones públicas les den el dinero de los contribuyentes y ya construirán ellos) y prometiste a tus compatriotas darles trabajo con la recuperación de las ciudades del interior del país, con la reconstrucción de autopistas, puentes, túneles, aeropuertos, escuelas y hospitales. «Vamos a reconstruir nuestras infraestructuras, y pondremos a millones de personas a trabajar».

Prometiste doblar el crecimiento económico, porque «ningún sueño ni ningún desafío es demasiado grande; nada que deseemos para el futuro está más allá de nuestras posibilidades. América ya no se conformará con nada que esté por debajo de lo mejor».

Y antes de despedirte lo dejaste claro, Donald: «Aunque la campaña ha terminado, nuestro trabajo en este movimiento acaba de empezar». Y a ello te pusiste, mientras Hillary, no muy lejos de allí, seguía oculta en su habitación.

Sí, Hillary, aquella noche te echamos de menos. Solo cuatro años antes, en 2012, Mitt Romney asumió la derrota frente a Obama con altura de miras y responsabilidad hacia su país, y apareció ante sus seguidores sereno, sonriente y sabiendo del papel constitucional no escrito que tienen los perdedores. Porque solo hay presidente si alguien pierde las elecciones. Y habías perdido tú. Es la democracia.

Y reconocerás que Donald fue gentil, por una vez. Mientras te mantenías enclaustrada, él, en su primer discurso como presidente electo, habló bien de ti y de tu familia, de tu intensa campaña (Trump la calificó como «dura», un eufemismo poco habitual en alguien que presume de llamar a las cosas por su nombre). Y cuando pasaron unos días te salvó de nuevas humillaciones. Al menos pudiste relajar las tensiones provocadas por tu inesperada derrota gracias a que Donald dijo en The New York Times que no te llevaría ante los tribunales de justicia. ¡Qué descanso! El presidente electo se puso presidencial y magnánimo. Sí, es verdad que había sido el primer candidato de la historia que había amenazado a su rival durante la campaña con meterla en la cárcel. Y es igual de cierto que los seguidores de Donald se rompían la voz gritando en los mítines que te encerraran. Se quedaba corto Donald cuando decía que la campaña había sido dura. Pero te absolvió. Y no es esa una competencia presidencial, porque reside en los tribunales. Aunque el presidente manda mucho. Lo sabes por Bill. Ya no lo sabrás por ti misma.

Pero aquella madrugada del 9 de noviembre te echamos en falta, Hillary. Solo a la mañana siguiente, y después de varios retrasos sobre la hora que había anunciado tu equipo de colaboradores, por fin te hiciste presente ante nosotros. Te aplaudieron. Durante largo rato. Habían perdido, pero no habían dejado de quererte. Reconociste la victoria de Donald, al que deseaste «éxito como presidente de todos los americanos». Y reconociste también la tristeza de todos, y la tuya. En la derrota te negaste a abandonar eso que quizá te hizo mucho daño electoral: la corrección política.

Fue el motivo por el que quisiste enumerar a «las personas de todas las razas, religiones, hombres y mujeres, inmigrantes, LGBT (lesbianas, gais, bisexuales y personas transgénero) y personas con discapacidad». Firme hasta el final. El principio del respeto por todos no cambia. Y era la forma de reivindicar que ellos, todos esos sectores sociales, estaban de tu parte, aunque no fuera en número suficiente. Tu discurso duró diez minutos más que el de Donald. Explicar las derrotas puede ser, a veces, más complicado que celebrar las victorias.

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