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3. Ruta hacia la Casa Blanca » Pimpinela en vez de Sex Pistols

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PIMPINELA EN VEZ DE SEX PISTOLS

A esas alturas del discurso, con la frase bien estudiada para no equivocarse al decirla, ni en más ni en menos, el candidato había cambiado su posición corporal. Ya no mostraba la palma de una mano prometiendo decir verdad, sino el índice enhiesto de la otra para apuntalar su alocución y convertir en creíble lo que resultaba increíble. Hizo una leve pausa acompañada de una leve sonrisa y de un leve parpadeo de ojos, apenas perceptible, para darse tiempo a observar la reacción del público. La reacción se coció a fuego lento. Como aquellos entusiastas no podían imaginar que Donald no fuera Trump, tuvieron problemas para asumir lo que acababan de oír. Tardaron un par de segundos en empezar a dar su respuesta. Primero, con susurros de incredulidad, y después con algún grito de consternación. Un Trump blandito no es lo que ellos querían votar. Cantaba Pimpinela, cuando habían pagado entradas para ver a los Sex Pistols.

Ante el amago de protesta popular, Trump movió la cabeza arriba y abajo mientras ponía un gesto facial mussoliniano, como queriendo asentir y darse la razón a sí mismo. Y como aquello no podía estar pasando, Donald volvió a elevar al cielo su índice derecho para rematar la lidia: «Lo creáis o no, me arrepiento». Regret. Oops! Trump había pronunciado la palabra regret, cuando apenas cinco meses atrás había sido categórico cuando se le preguntó si se arrepentía de alguna de las cosas que decía en público: «Yo no me arrepiento», dijo entonces. Más oops!

El término «arrepentimiento» es como el término «perdón» que, como dice Elton John en una de sus maravillosas canciones, es la palabra más difícil. Pero, de hecho, nadie oyó de su boca la palabra «perdón». Sorry is too much. Richard Nixon consideraba que pedir perdón en política es un signo de debilidad que regalas a tus enemigos. Él nunca pidió perdón por Watergate. Aunque el gran virtuoso del arrepentimiento sin arrepentirse, pareciendo que sí se arrepiente pero sin que lo parezca del todo es Bill Clinton.

En julio de 2016, protagonizó en Filadelfia un mitin de apoyo a Hillary que fue interrumpido por dos jóvenes del movimiento «Las vidas de los negros importan». Ese grupo se había organizado como fruto de la indignación provocada por las repetidas muertes de negros (casi siempre pacíficos y desarmados) por disparos de la policía en varias ciudades del país. El gatillo fácil de algunos agentes estaba provocando problemas muy intensos a la primera administración americana presidida por un hombre de raza negra. Pero también derivó en protestas contra la ley contra el crimen aprobada en tiempos de Bill Clinton (1994), a la que se acusaba de favorecer la impunidad de los policías.

Aquellos dos jóvenes que quisieron reventar el acto de Bill consiguieron que el expresidente se pusiera a discutir con ellos durante un buen rato. Clinton sonreía de esa manera tan especial que lo hace cuando está furioso. Porque estaba furioso. Y lo demostró tratando de desacreditar a aquellos dos activistas que le querían estropear al mitin. Bill Clinton debió de ver después la grabación, o alguien le dijo que el tono se le había ido de las manos, y podía ser contraproducente si lo que se pretendía era que Hillary consiguiera el voto casi unánime de los negros. Quizá echaba de menos los debates políticos con sus rivales republicanos y confundió a dos jóvenes activistas con aquellos que eran su oposición en los noventa. Por eso, al día siguiente, en otro mitin cogió el micrófono con su mano derecha y, dando paseos por el limitado escenario del que disponía, dio vueltas lentamente a un argumento de autodefensa que derivó en una frase fantástica, para guardar en el libro de citas de la política moderna: «Casi quiero pedir disculpas». Casi.

Ni siquiera el rey Juan Carlos se atrevió a quedarse a medias al solicitar las disculpas de su pueblo, cuando en abril de 2012 se plantó delante de una cámara y dijo la frase más recordada de su largo reinado: «Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir». Su amigo Bill Clinton no iba a llegar tan lejos. En eso, Clinton y Nixon no estaban tan distantes. Incluso Hillary había sido más directa un año antes, cuando se vio impelida a reconocer su error con el uso de un servidor privado de correo electrónico, cuando como secretaria de Estado disponía de uno de la Administración. «Incluso aunque estuviera permitido, aquello fue un error. Lo siento. Asumo la responsabilidad». En aquel momento, septiembre de 2015, Hillary estaba lanzando su campaña para las primarias que empezarían cuatro meses después, y las encuestas mostraban que más de la mitad de los americanos tenían una impresión desfavorable sobre ella.

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