Trueno

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Tercera Parte. El Año de la Cobra » 27 El jardín de las delicias de Tenkamenin

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El jardín de las delicias de Tenkamenin

El Spence cruzaba el Atlántico con la segadora Anastasia, directo a la región de Subsáhara, en el continente africano. Era una distancia mucho más corta de lo que solía pensarse, ya que apenas se tardaban tres días en llegar. Arribaron a la ciudad costera de Puerto Memoria mientras los segadores nortemericanos seguían buscando a Anastasia en los confines de Sudmérica.

En los días mortales, Puerto Memoria se llamaba Monrovia, pero el Nimbo decidió que la oscura historia de subyugación y esclavitud de la región, seguida de una repatriación muy mal planificada, exigía un nombre distinto que no ofendiera a nadie. Como es natural, la gente se ofendió. Pero el Nimbo se mantuvo firme en su decisión y, como ocurría con todas sus decisiones, al final resultó ser la correcta.

A la segadora Anastasia la recibió el sumo dalle Tenkamenin de Subsáhara en persona; como el conocido adversario de Goddard que era, se había ofrecido a ofrecerle santuario en secreto.

—¡Cuánto jaleo por una segadora novata! —exclamó con una voz atronadora y afable cuando la saludó. Vestía una colorida túnica que estaba diseñada con esmero para rendir homenaje a todas las culturas históricas de la región—. No te preocupes, pequeña, que aquí estás a salvo y entre amigos.

Aunque a Citra le parecía adorable que Possuelo la llamara meu anjo (ángel mío), que el sumo dalle la llamara «pequeña» no le gustaba en absoluto. Mantuvo la cabeza alta como la segadora Anastasia y, por el bien de la diplomacia, no comentó nada. Pero Jeri sí:

—No tan pequeña.

El sumo dalle miró con desconfianza a Jeri.

—¿Y quién eres tú?

—Jerico Soberanis, capitana de la embarcación gracias a la que puede dar esta efusiva bienvenida a la segadora Anastasia.

—He oído hablar de ti. Una famosa buscadora de tesoros.

—Me dedico al salvamento —lo corrigió Jeri—. Encuentro lo que se ha perdido y reparo lo que no tiene arreglo.

—Tomo nota —repuso Tenkamenin—. Gracias por tu excelente servicio. —A continuación, el sumo dalle echó un brazo por encima de los hombros de Anastasia, con aire paternal, y la condujo a la salida del muelle, junto con su séquito—. Ah, debes de estar cansada y hambrienta, harta de la comida de los barcos. Lo tenemos todo preparado para tu comodidad.

No obstante, Jeri los siguió, colocándose a su misma altura, hasta que Tenkamenin le preguntó:

—¿Es que no te han pagado? Creía que Possuelo se había encargado de ello.

—Lo siento, su excelencia, pero el segador Possuelo me indicó específicamente que me mantuviera junto a la segadora Anastasia en todo momento. Espero que no me esté pidiendo que incumpla esa orden.

El sumo dalle dejó escapar un suspiro teatral.

—Muy bien —dijo, y se volvió hacia su séquito como si fueran todos una misma entidad—. Preparad otro cubierto en la mesa para nuestra maravillosa capitana malgache y preparadle un alojamiento adecuado.

Finalmente, Anastasia habló:

—«Adecuado» no es lo adecuado —le dijo al sumo dalle—. Jerico lo ha arriesgado todo por traerme aquí, así que debería tratarla con la misma cortesía con la que me trata a mí.

El séquito se preparó para una respuesta explosiva, pero, al cabo de unos segundos, el sumo dalle se rio con ganas.

—Aquí valoramos mucho las agallas. ¡Nos llevaremos bien! —Después se volvió hacia Jeri—. Capitana, perdóname, pero me encanta jugar. No lo hago con mala intención. Eres bienvenida como invitada de honor y como tal te trataremos.

Jeri no había recibido tal orden de Possuelo. A Jerico le habían pedido que llevara a Anastasia hasta allí, y ahí se acababa su trabajo. Pero no quería separarse de la segadora turquesa… Y, además, la tripulación del Spence necesitaba desde hacía tiempo unas merecidas vacaciones. Las costas occidentales de Subsáhara serían un buen lugar para disfrutarlas. Así podría vigilar a Anastasia y al sumo dalle, que parecía demasiado zalamero.

—¿Confías en él? —le preguntó Jeri a la segadora antes de meterse en los turismos que los llevarían en secreto al palacio de Tenkamenin.

—Possuelo confía en él. Con eso me basta.

—Possuelo también confiaba en el segador novato que te vendió a Goddard —comentó Jeri, a lo que Anastasia no pudo decir nada—. Seré tu segundo par de ojos.

—Es probable que no lo necesite, pero te lo agradezco.

Para Jeri lo importante solía ser el precio acordado, pero descubrió que la gratitud de Anastasia era pago más que de sobra por sus servicios.

Tenkamenin, al que sus allegados llamaban Tenka, tenía una personalidad encantadora y efusiva, a juego con su voz grave…, una voz que resonaba incluso cuando hablaba en susurros. A Citra le resultaba tan entrañable como intimidante. Decidió dejar a Citra Terranova al margen y ser siempre la segadora Anastasia cuando él estuviera presente.

Se percató de que el índice genético de Tenkamenin tendía ligeramente hacia el áfrico. Era comprensible, dado que se trataba del continente que había contribuido con esos genes a la mezcla biológica de la humanidad. Ella misma tenía un poquito más de áfrica en ella que de panasiática, caucasoide, mesolatina o cualquiera de los otros subíndices que se agrupaban en «otros». Durante su viaje en coche, Tenkamenin se percató de ello y lo comentó:

—Se supone que no debemos fijarnos en esas cosas —dijo—, pero yo lo hago. Sólo significa que estamos un poquito más emparentados.

Su residencia era más que una residencia: Tenkamenin se había construido un majestuoso jardín de las delicias.

—No lo llamo Xanadú, como hacía Kublai Khan —le aclaró a Anastasia—. Además, el segador Khan no tenía gusto. La guadaña mongola hizo bien en demolerlo en cuanto se cribó.

El lugar era, como Tenka, elegante y el paradigma del buen gusto.

—No soy un parásito que echa a la gente de sus propiedades y mansiones para quedárselas —explicó con orgullo—. ¡Este lugar se construyó de cero! Invité a comunidades enteras a que trabajaran en las obras, y así ocupé su tiempo ocioso en una labor provechosa. Y siguen trabajando, todos los años añaden algo nuevo. No porque se lo pida, sino porque lo disfrutan.

Aunque al principio Anastasia dudaba de que lo hicieran por voluntad propia, sus conversaciones con los obreros demostraron que se equivocaba. Era cierto que adoraban a Tenka y que trabajaban en el palacio por decisión propia. Ayudaba que les pagase muchísimo más de lo que recibían con la Garantía de Renta Básica.

El palacio estaba repleto de excentricidades del viejo mundo que resultaban extravagantes y le daban color al lugar. Los uniformes anacrónicos del personal eran todos de distintas épocas históricas. Había una colección de juguetes clásicos con varios cientos de años de antigüedad. Y también estaba el tema de los teléfonos: objetos cuadrados de plástico de distintos colores colocados en mesas o colgados de la pared. Tenían auriculares que se conectaban a sus bases mediante largos cordones rizados que se estiraban como muelles y se enredaban con facilidad.

«Me gusta la idea de que la comunicación te ancle a un lugar concreto —le explicó Tenkamenin a Anastasia—. Eso te obliga a concederle a cada conversación la atención que se merece».

Aunque, como esos teléfonos se reservaban para las llamadas privadas del sumo dalle, nunca sonaban. Anastasia suponía que era porque hacía poco que fuera privado en el día a día de Tenkamenin. Vivía como si estuviera en un escaparate.

La mañana posterior a su llegada, a Anastasia la llamaron para que se reuniera con Tenkamenin y los segadores Baba y Makeda, habituales del séquito del sumo dalle, cuyo propósito en la vida parecía ser servirle de público. Baba tenía un ingenio mordaz y disfrutaba haciendo chistes que nadie entendía, salvo Tenka. A Makeda nada le gustaba más que denigrar a Baba.

—¡Ah! ¡Aquí llega nuestra señora de las profundidades! —exclamó Tenka—. Siéntate, por favor, tenemos mucho que debatir.

Anastasia se sentó, y le ofrecieron unos sándwiches diminutos con la corteza cortada y dispuestos en forma de molinillo sobre la bandeja. El sumo dalle le daba mucha importancia a la presentación.

—Por lo que me cuentan, se está corriendo la voz sobre tu regreso. Aunque los aliados de Goddard intentan mantenerlo en secreto, nuestros amigos de la vieja guardia están informando al respecto. Crearemos expectación para que, cuando te presentes oficialmente, el mundo entero te escuche.

—Si el mundo me va a escuchar, necesitaré algo que contarle.

—Lo tendrás —respondió Tenka, y lo hizo con tal certeza que la joven se preguntó qué estaría preparando—. Hemos dado con una información de lo más incriminatoria.

—Incriminación en un mundo sin delitos ni naciones —comentó Baba—. Quién lo iba a decir.

Tenkamenin se rio y la segadora Makeda puso los ojos en blanco. Entonces, el sumo dalle alargó una mano y colocó un pequeño cisne de origami sobre el plato de pan vacío de Anastasia.

—Secretos escondidos entre los pliegues de otros secretos —dijo, sonriente—. Dime, Anastasia, ¿cómo se te da rebuscar por el cerebro trasero del Nimbo?

—Muy bien.

—Estupendo. Cuando desdobles el cisne, encontrarás una pista para comenzar.

Anastasia le dio vueltas entre las manos a la figurita.

—¿Qué tengo que buscar?

—Debes abrirte camino. No te diré lo que buscar porque, si lo hago, se te escaparán los detalles que encontrarías por pura intuición.

—Los detalles que a nosotros seguramente se nos escaparon —añadió Makeda—. Necesitamos una mirada nueva.

—Además —agregó el segador Baba, uniéndose al equipo de tres—, no basta con que lo sepas: tienes que encontrarlo tú. Así podrás enseñar a los demás cómo encontrarlo a su vez.

—Exacto —apostilló Tenkamenin—. Para que una mentira tenga éxito, no debe alimentarla el mentiroso; la alimenta lo dispuesto que esté el oyente a escucharla. No se puede destapar una mentira sin haber destruido primero la voluntad de su público para creérsela. Por eso es mucho más efectivo conducir a la gente a la verdad que contársela sin más.

Las palabras de Tenkamenin quedaron flotando en el aire, y Anastasia miró de nuevo el cisne sin querer deshacerlo desplegando sus delicadas alas.

—Cuando hayas extraído tus propias conclusiones, te contaremos lo que sabemos —dijo el sumo dalle—. Te garantizo que tu excursión al cerebro trasero será una experiencia muy reveladora.

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