¡¡Torpedo!!

¡¡Torpedo!!


Capítulo V

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CAPÍTULO V

En 1941 la guerra no había terminado. Incomprensiblemente para todo el mundo y, muy en especial, para los alemanes, Inglaterra seguía resistiendo. La operación «León Marino», la invasión de las islas, había sido retrasada sine die y ahora la atención de Hitler se fijaba en el Este. En la primera mitad de ese año no hubo lucha terrestre en Europa, excepto en los Balkanes y Grecia y por mucho tiempo. Pero la guerra seguía en los cielos y en los mares. Y por debajo de los mares.

La dotación del U-92 recibió un buen regalo en los primeros meses del año: un nuevo submarino, del tipo VII C; 67 metros de eslora, desplazamiento de 769 toneladas y motores diesel-eléctricos capaces de desarrollar una velocidad de 17 nudos en superficie y 7,5, en inmersión. El armamento consistía en un cañón de 3,5 pulgadas, ametralladoras antiaéreas y cinco de torpedos, cuatro hacia adelante y uno hacia atrás. Cargaba 14 torpedos, podía navegar 6500 millas a una velocidad de 12 nudos en superficie, pero sumergido, sus baterías sólo tenían carga para una navegación de menos de un día, a 4 nudos de velocidad. Su tripulación era de 44 hombres y ofrecía a ellos lo que podía considerarse «comodidades», al menos en relación con los modelos anteriores. En suma, era un gran adelanto y un magnífico barco con el que sus tripulantes pensaban hacer grandes cosas. El de Müller llevaba el número 117.

Coincidiendo con la entrada en acción del U-117, el almirante Doenitz imaginó una nueva estrategia para la guerra submarina que ocasionaría más bajas a la marina inglesa de las que nunca imaginara tener, y que pasaría a la historia con el nombre de «manadas de lobos».

Con la incorporación del territorio francés, los alemanes disponían de insuperables bases para operar sus submarinos, casi frente por frente de los principales puertos ingleses en el Canal. Brest, Lorient y Saint Nazaire se convirtieron en las segurísimas guaridas de esos lobos, siempre prestas a lanzarse sobre las presas que alguno de sus compañeros detectara.

En Saint Nazaire, muy cerca de Nantes, tenía su «guarida» el U-117. Un número que más bien servía para impresionar a los servicios de inteligencia enemigos, ya que por esos días Alemania sólo disponía de 86 submarinos en activo, aunque alrededor de 150 estaban en período de pruebas.

La noche del 20 de octubre de 1941, fría y desapacible, con grandes amenazas de lluvia, Erwin, Wili y el comandante Müller fumaban sus pipas tranquilamente en el casino de oficiales de la base, al calor de una panzuda estufa.

—Se dice que podremos traer nuestras mujeres —se ilusionó Wili.

—¿A la base? —el sorprendido era Erwin.

—No, pero sí a las poblaciones cercanas.

—¿Será conveniente para vuestras mujeres —Müller era soltero— convivir con los franceses, mientras sus maridos alemanes luchan en el mar?

—Será conveniente para nosotros.

Los tres rieron la salida de Wili. Todos soñaban con tener a sus mujeres esperándolos en la rada, al regreso de sus cruceros; pero todos sabían que eso era imposible. Que era imposible la convivencia con los franceses. Pero sí se hablaba de permitir a las esposas visitar a sus maridos durante las estancias de éstos en tierra. Saint Nazaire estaba muy lejos de Berlín y los permisos nunca eran tan largos como para permitir tal viaje.

—¿Cuándo nacerá tu hijo? —preguntó Müller a Erwin.

—Hijo o hija… Nacerá para Navidad.

—Tienes suerte —envidió Wili—. Podrás verlo nacer o apenas nacido. El mío ya hizo los cuatro meses y aún no le conozco.

—Dices que se parece a ti, si eso es cierto ¿por qué tienes tanta prisa por conocerlo?

La broma venía del no demasiado chistoso Erwin, por lo que los otros la festejaron exageradamente, como invitándole a seguir por ese camino. Sin embargo, él se concentró en el cuidado de su pipa y los otros lo imitaron. Hacía tres días que el U-117 entrara en puerta, tras un crucero de dos semanas en el que había logrado hundir dos mercantes, totalizando trece mil toneladas.

Pocos parroquianos tenía el casino esa noche. Las «manadas de lobos» no descansaban en su acecho. Las estancias en la base se reducían al mínimo. Por otra parte, la noche desapacible invitaba al recogimiento en las habitaciones de la base o en los mismos camarotes de las naves. En total, no más de una decena de oficiales estaban en el amplio recinto. Incluido, claro está, el capitán Kalter, médico de la base y fanático jugador de ajedrez, que esa noche se enfrentaba a un joven teniente recién llegado.

Entró de repente un marinero y todos los ojos convergieron hacia él. La irrupción de un marinero a esas horas de la noche sólo podía significar una cosa…

—Capitán Müller —el ascenso le había llegado un mes antes—, el capitán Hesselman quiere verle.

El comandante del U-117 lanzó una significativa mirada a sus subordinados y éstos asintieron, comenzando a incorporarse. La llamada del capitán Hesselman, Jefe de Operaciones, quería decir salida inmediata.

—Te esperamos a bordo —decidió filosóficamente Wili. En tierra, tuteaban a Müller y eran tuteados por él; a bordo, todos se trataban según los reglamentos.

Como era preceptivo, la tripulación no podía abandonar los limites de la base durante el día y tenía obligación de permanecer a bordo —salvo en caso de dique seco o grandes reparaciones interiores— desde acabada la cena hasta el desayuno del día siguiente. Por lo tanto, el U-117 estaba con su dotación completa, exceptuando a su comandante.

—Que se presente el contramaestre Larker en mi camarote —ordenó Erwin al cabo de guardia.

Bebía coñac en compañía de Wili, cuando se presentó el contramaestre medio dormido.

—Puedo hacerle fusilar por esto, Larker —rugió Wili, pero el otro estaba tan dormido que ni se inmutó. Por otra parte, el jefe de máquinas echado sobre la litera de Erwin, ya que el minúsculo recinto no permitía otra posición, no estaba en las mejores condiciones para atemorizar a su subordinado.

—Oskar, parece que nos vamos.

El aludido se despertó como por ensalmo.

—¡Buena noticia! Ya me estaba enmoheciendo en tierra.

Y sólo llevaban tres días en ella…

Erwin escanció coñac en un jarro y lo alargó a Oskar.

—Gracias, mi teniente —dijo éste, cogiendo el jarro y bebiéndose el contenido de un trago—. ¿Despierto a todos?

—No, hasta que llegue el comandante, que está en Operaciones. Sólo queríamos que tú lo supieras.

—Estaba dormido, contramaestre, tendré que dar parte de esto —insistía Wili desde la litera, pero ya Oskar se dirigía a la suya, en busca del resto del uniforme que no había tenido tiempo de ponerse.

Media hora después, un marinero de guardia les anunció que el comandante les esperaba en su cabina. Aunque la cabina del comandante estaba a menos de cinco metros de la de Erwin, había que guardar las formas.

—Como ya lo imaginarán, zarparemos en cuanto acabe de hablarles…

Como uno más de los privilegios de su cargo, los comandantes de los submarinos VII C, disponían de una pequeña mesa con cuatro sillas cuyas patas estaban fijas al piso, en su cabina. Alrededor de ella se sentaron los tres. Había un jarro lleno de fragante café ante cada uno de ellos. Y una carta del Atlántico Norte extendida sobre la mesa.

—Inteligencia ha informado de la salida de un convoy desde el puerto de Nueva York, con dirección a Inglaterra. No importa conocer su puerto de destino, porque no llegará a él. Han salido hace cuatro días y navegan a una velocidad media de once nudos. Ahora están aquí —señaló un lugar en medio del Atlántico— y nosotros nos reuniremos con la manada aquí —señaló un punto al suroeste de las Azores—. Bébanse su café y dispongan lo necesario para zarpar. Navegaremos en superficie mientras sea posible y a una velocidad de 15 nudos.

* * *

Esta vez, los lobos eran seis. Todos acudieron puntualmente a la cita y juntos, a profundidad de periscopio, esperaron las presas. Durante las doce horas anteriores a la prevista para la llegada del convoy se ordenó silencio absoluto, para evitar posibles detecciones del enemigo.

Con sólo tres horas y media de retraso sobre los cálculos alemanes, el horizonte de una tarde gris y tormentosa comenzó a cubrirse por el oeste con el humo de decenas de chimeneas. Se sabía que los mercantes no venían solos, pero la protección se reducía a media docena de corbetas, lo que la hacia muy poco efectiva. En el mejor de los casos, las corbetas podrían dar cuenta de algún «lobo», pero nunca evitar la destrucción de las «ovejas» que guardaban.

Siguiendo la táctica habitual, los submarinos se abrieron en abanico, quedando dos de ellos en el centro. Normalmente, las corbetas rodeaban los convoyes a los que protegían y los alemanes trataban de introducirse entre éstas y los mercantes. Al U-117 le correspondió uno de los puestos centrales. Debía pasar por debajo del convoy y ponerse entre los mercantes más retrasados, mientras sus compañeros daban cuenta de los primeros. Sin contar las corbetas, 21 barcos se ofrecían a la voracidad de los «lobos».

Con el seco golpe que le era característico, Müller cerró el periscopio.

—¡Inmersión a veinte metros!

—¡Inmersión a veinte metros, señor!

Iban a pasar bajo el convoy. Muy pronto los rugidos de las máquinas se convirtieron en infernal concierto para los del submarino. Uno, dos, tres, cuatro… pudieron contar hasta ocho barcos pasando sobre sus cabezas. Después, el silencio.

—¡A profundidad de periscopio!

—¡A profundidad de periscopio, señor!

El comandante aplicaba sus ojos al aparato, cuando una leve sacudida anunció una lejana explosión. Un primer blanco…

Müller ahogó una maldición en su garganta. Sólo olas encrespadas.

—¡Mantengan la velocidad!

—¡Sí, señor!

¿Sería posible que ya hubieran pasado todos los integrantes del convoy? El periscopio daba vuelta tras vuelta sobre sí mismo. Ahora las explosiones se sucedían. No sólo eran torpedos, también cargas de profundidad. Müller se consumía de impaciencia.

Por fin sus ojos encontraron lo que con tantas ansias buscaban. Desde el oeste, rezagados, como ancianos que no pueden seguir el paso de los más jóvenes, uno después de otro tres viejos y panzudos cargueros hicieron su aparición.

—¡Preparados torpedos!

—¡Torpedos preparados, señor!

Con los ojos enrojecidos por el esfuerzo y las uñas clavadas en las palmas de sus manos, el comandante esperaba. De pronto, la oscuridad se tornó luz brillante y blanca hacia el este, donde estaba el grueso del convoy. Eran los famosos «copos de nieve», única arma que los británicos habían imaginado para poder descubrir a los «lobos». Iluminar el océano con luces de bengala… ¡Y no se les ocurría perfeccionar el radar y adaptarlo a los barcos de superficie!

—Atento, Heisler… ¡Paren las máquinas!

—Sí, señor.

—Calcule un minuto para el primer torpedo, aunque yo daré la orden.

—Sí, señor.

—¡Ahora!

—¡Lancen torpedo uno!

—¡Torpedo uno lanzado!

—¡Dos!

—¡Dos lanzado!

Müller hizo señas a Erwin para que suspendiera el lanzamiento. Una explosión lejana se escuchó de inmediato y el comandante hizo un gesto de triunfo.

—¡Un impacto directo, el carguero se hunde!

Los gritos de alegría entre la tripulación.

—Tenga preparados los torpedos tres y cuatro, Heisler.

—Sí, señor.

Oskar no perdía el tiempo. No sólo tenía preparados los tubos tres y cuatro, sino que ya estaba recargando los uno y dos.

Los dos cargueros restantes se habían distanciado el uno del otro, abriéndose hacia babor y estribor, respectivamente. La maniobra no estaba mal pensada, porque obligaba a Müller a elegir. Una elección cuyo resultado seria que unos hombres murieran y otros pudieran sobrevivir. Se decidió por el de más tonelaje de los dos, el que había virado a babor.

—Avante a diez nudos, cuarenta y cinco grados a estribor…

El submarino inició su marcha, que lo llevaría a enfrentarse con el carguero, si éste mantenía el rumbo que había adoptado.

Era un viejo barco que respondía mal a la maniobra, porque el mar estaba encrespado y porque tenía muchos años en sus bielas y en sus pistones. Müller, que era marino hasta la médula de sus huesos, lo contemplaba casi con compasión. Un viejo barco… Seguramente habría recorrido todos los mares del mundo. Algún día habría recibido una botella de champán en su proa. Algún día habría sido un barco nuevo, orgullo de sus armadores. Ahora era sólo un viejo barco, que estaba a punto de irse al fondo del mar. Porque era el enemigo.

—¡Doce nudos!

Era casi el máximo que el U-117 podía avanzar a profundidad de periscopio, pero Müller quería acabar de una vez. El viejo carguero no podía superar los nueve nudos. Pronto estuvo a pocos centenares de metros de su popa, acercándose a él por babor.

—¡Preparados torpedos!

—¡Torpedos preparados, señor!

—¡Reducir a ocho!

—¡Reducir a ocho!

Ya estaban. El torpedo le entraría sesgado, en dirección babor-estribor y popa-proa. Daba igual, el carguero no parecía poder resistir ni el empellón de un forzudo.

—¡Paren las máquinas!

—¡Máquinas paradas!

—¡Disparen torpedo tres!

—¡Torpedo tres disparado!

—¡Disparen torpedo cuatro!

—¡Torpedo cuatro disparado!

Las llamas aparecieron de imprevisto emergiendo desde las profundidades del carguero y se alzaron hacia el cielo como queriendo llegar a él antes que las almas de los tripulantes. Una tremenda explosión marcó el definitivo final.

—El carguero llevaba material inflamable —comentó sorprendido el comandante a su segundo, como si no fuera justo que se le encomendaran cargas tan peligrosas a un barco tan viejo.

En ese preciso instante, el mar que rodeaba al U-117 se tornó blanco y una corbeta hizo su velocísima aparición en el periscopio.

—¡Inmersión!

Las bombas funcionaron a máxima potencia y el submarino buscó la protección de las profundidades. Pero había sido visto, gracias al «copo de nieve», por los de la corbeta. La primera carga de profundidad los echó a unos sobre otros, produciendo varios heridos leves.

—¡Hay que salir de aquí! ¡Avante a toda máquina!

Pero toda máquina no podían ser más que siete nudos. Las cargas seguían explosionando un poco por encima y a babor. No tardarían en afinar la puntería los británicos.

—¿Profundidad?

—Veinticinco metros, señor.

—¡Cincuenta!

—Cincuenta, señor.

Una carga hizo explosión muy por debajo de ellos. Tampoco era solución sumergirse más. Los de arriba intentarían todas las posibilidades. Desde el comandante hasta el último marinero del U-117, podían escuchar con toda nitidez el rugir de las hélices de la corbeta, que parecían transmitir la furia de los que la tripulaban.

Una explosión a proa…

—¿Nos detenemos, señor? —aventuró Erwin.

Müller sacudió la cabeza.

—No hay tiempo de intentar inmersiones que nos pongan a salvo de las cargas. Y quedarnos donde estemos significa ser hundidas muy pronto.

Como confirmación a sus palabras, un nuevo rugido vino a unirse al anterior. Otra corbeta acudía en auxilio de su compañera. Los ingleses de la primera corbeta habían visto al U-117 y no permitirían que escapara. Por eso pidieron ayuda. Porque el U-117 era una victima segura.

Las cargas caían ahora en doble número. Era imposible pensar en escapar de ese cerco mortal.

Pero había que intentarlo…

—¡Mantengan el rumbo! ¡Máxima potencia! Se volvió a Erwin.

—Es una posibilidad —explicó—. Ahora todo depende de que no nos abandone la suerte.

Las explosiones les persiguieron, pero cada vez más a popa.

La suerte no les había abandonado.

Al menos por esta vez.

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