¡¡Torpedo!!

¡¡Torpedo!!


Capítulo VIII

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CAPÍTULO VIII

«Estoy vivo», fue lo primero que pensó Erwin al volver en sí. La sensación inmediata fue de frió agudo y entonces su mente se aclaró lo suficiente como para descubrir que estaba flotando sobre las aguas y que estaba vivo gracias al chaleco salvavidas que, como toda la tripulación, llevaba puesto siempre que se entraba en contacto con el enemigo.

Miró a su alrededor, en busca de otros sobrevivientes, pero, de momento, no vio seres humanos. Sólo restos del naufragio. La popa de la fragata estaba ya lejos y la velocidad de su marcha hacía pensar en un nuevo submarino detectado por ella.

Muy a su izquierda —«a babor», pensó Erwin— seguía pasando el interminable convoy. «¿Habremos hundido el carguero?». Imposible saberlo. Había restos de muchos naufragios sobrenadando las aguas a su alrededor. Se subió a un largo madero, sobre el que podía descansar acostado boca abajo y abrazado a él, para no caer al agua.

Tal vez veinte minutos más tarde, cuando ya las sombras caían sobre el Canal, vio al bote. Más por intuición que por agudeza visual, supo que era uno de los botes neumáticos del submarino. De su submarino. Se sentó a horcajadas sobre el madero y comenzó a agitar los brazos. De inmediato el bote enfiló hacia él, impulsado por los remos de sus ocupantes.

Cuatro de sus antiguos tripulantes estaban en la pequeña embarcación.

—¿Cómo pudieron hacerse con el bote? —Fue la primera y admirada pregunta de Erwin.

Un cabo señaló a uno de los marineros.

—Cuéntalo, Hans. Es el marinero de segunda Hans Litter, señor.

—Cuando comenzó a sonar el timbre de alarma yo no estaba cumpliendo ninguna misión especial, señor, por lo que me hice con el bote… desinflado, claro… y me lo até alrededor de la cintura, como si de un cinturón se tratara.

—Lo felicito, Litter. Pediré una condecoración para usted.

Mentía, por supuesto. Nunca llegarían a su base. Nunca podía pedir a nadie esa condecoración, como no fuera a los aliados. Pero era una forma de levantar la moral de esos hombres. Hacerles sentir que aún había esperanzas.

—¿No han visto sobrevivientes?

—Nos pareció ver algunos, señor, pero no pudimos llegar hasta ellos, pese a que lo intentamos.

—Seguiremos buscando. De todos modos, se hace de noche y eso nos favorece.

Sabía que sin alimentos y, especialmente, sin agua, no muchas horas podrían resistir, pero había que intentarlo todo. Lo primero y principal, buscar sobrevivientes. Después, intentar alcanzar la costa francesa, de la que los separaba pocas millas. Más fácil habría sido remar en dirección al convoy y agitar las manos hasta ser descubiertos. Pero eso era rendirse, lo que estaba fuera de cuestión.

A los pocos minutos, vieron un cuerpo flotando. Se acercaron a golpe de remo, para reconocer al encargado del pañol de municiones, muerto. Vieron varios cadáveres más, hasta que uno de los marineros señaló un punto a proa, en la oscuridad.

—¡Allá, me pareció haber visto algo!

Era Oskar, estaba vivo y aferraba a un jovencísimo marinero, desfallecido. El comandante olvidó por un momento las normas y abrazó al contramaestre, una vez que los dos hubieron sido izados a bordo. Después, tuteándolo, hizo la pregunta que pugnaba por salir de su boca:

—¿Has… Has sabido algo del capitán Waser?

Oskar entrecerró los ojos.

—No, no he sabido nada. Pero estaba en las máquinas, no pudo haber salido.

Era lo que Erwin imaginaba. «Murió por mi culpa. Si hubiera aceptado el destino que le ofrecían, comandando su propio submarino…». Pero su razón le decía que no, que ni era su culpa lo que había sucedido, ni sería fácil que viviera de haber aceptado el otro destino. En todos los destinos morían los submarinistas alemanes.

Todos los submarinistas morían.

Volvió una vez más, en ese fatídico anochecer del 6 de junio de 1944, se obligó a volver a la realidad. Aún en esa birria de bote neumático, seguía siendo el comandante. Y las vidas de sus subordinados seguían estando a su cargo.

—¿Cómo está ese chico? —preguntó a Oskar, que estaba inclinado sobre el muchacho todavía inconsciente.

—Se pondrá bien. No tiene heridas, sólo el shock.

—Haremos una última incursión en busca de sobrevivientes.

Estuvieron una hora más por la zona, sin ver más que cadáveres flotando. Entonces ordenó Erwin, tras consultar su brújula de bolsillo:

—En aquella dirección —un poco a estribor de la que llevaban—. Vamos a la costa francesa.

* * *

Tomaron contacto con la playa antes del amanecer, que era lo que Erwin quería. La playa estaba solitaria, aunque se veían en ella señales de haberse librado un duro combate. Restos de equipo, una ametralladora destrozada, mucha munición abandonada. Todo americano, claro.

—Me temo que esto está en manos de los aliados —dijo Erwin—. Pero intentaremos llegar hasta nuestras líneas, que no pueden estar muy lejos.

Sus hombres asintieron en silencio. Eran seis espectros chorreando agua y desarmados —excepto el cuchillo que Oskar nunca abandonaba—, pero decididos a seguir peleando porque seguían estando vivos y la guerra aún no había terminado.

—Ocúltense entre los arbustos. Iré a reconocer el terreno —dijo Erwin.

Tras una decena de metros de arena, comenzaba la rala vegetación. Después, el terreno ascendía abruptamente. Trepó la cuesta con la precaución de quien no sabe tras qué risco le está esperando la muerte.

Pero no vio ningún signo de vida hasta llegar arriba, tras un ascenso de unos quince metros. Se volvió junto al borde y emitió un corto y sordo silbido. Oskar entendió el significado y ordenó el ascenso a su pequeña tropa.

No se veía ninguna luz, por lo que decidieron seguir avanzando hacia el interior. Uno de los marineros descubrió, a un centenar de metros a la derecha del grupo, la masa oscura de una construcción y fue comisionado por Erwin para ver de qué se trataba. Pronto hizo señales para que todos fueran a verlo.

Era una de las miles de casamatas de cemento del «Muro del Atlántico». En su interior, entre una ametralladora destrozada y restos de una mesa, sillas y un fogón portátil, los cadáveres de dos soldados y un cabo.

—Parece que los aliados no tienen tiempo para enterrar los cadáveres enemigos —comentó Oskar.

—Lamentablemente, tampoco nosotros, Oskar —la mirada de Erwin fue junto a uno de los cadáveres. Una metralleta…

La cogió en sus manos y se aseguró que estaba en condiciones de funcionar. En el correaje de los muertos había gran cantidad de munición para ella, con la que se llenó los bolsillos.

—La prisa de los aliados también les impidió llevarse la metralleta —dijo, tras dar la orden de marcha.

Atravesaron terrenos incultos y después tierras de labor. La esperanza de llegar a las propias líneas crecía en todos los miembros del grupo. Habían andado un kilómetro desde la playa, los aliados no podían haber avanzado tanto en un día. Por supuesto, más de una vez se habían echado al suelo ante el ruido de pesados vehículos avanzando en columna por algún camino próximo. Pero los temores no habían pasado de eso.

Tras las tierras de labor llegaron a un bosquecillo. Muy lejos, al frente, se oía el retumbar de la artillería, contestada por más artillería y fuego de ametralladoras pesadas. La noche no interrumpía la lucha.

—Ésa es nuestra artillería —señaló Erwin, al sonar los cañonazos más lejanos.

—¿A qué distancia, comandante?

No iba a engañar a gente tan experimentada como él.

—Unos cuantos kilómetros. Evidentemente, hemos dado con el punto de mayor penetración del enemigo. Sin embargo, llegaremos hasta nuestras líneas.

Avanzaron en fila india, Oskar a la cabeza, seguido por Erwin, a través del bosquecillo.

Salían de él cuando dos soldados americanos toparon con Oskar.

—¡Eh, tú! ¿Es que no miras donde…? —comenzó uno de ellos, interrumpiéndose de repente, sin poder dar crédito a lo que su mente le aseguraba que estaba viendo.

Oskar echó mano a su cuchillo, pero el segundo soldado huyó a la carrera, gritando hacia la noche: «¡Alemanes, nos atacan!».

Erwin empujó violentamente a un lado a Oskar para que no entorpeciera su campo de tiro y descargó sendas ráfagas de su metralleta sobre los dos enemigos, que cayeron sin poder hacer nada por evitarlo, ya que sus propias metralletas colgaban de sus hombros.

Oskar corrió hasta el cadáver más alejado y se apoderó del arma, Erwin cogió la del caído ante él y la entregó a uno de sus marineros.

—También tienen pistolas —informó a otros dos, que se hicieron con ellas.

A unos cincuenta metros, una luz apareció fugazmente en una ventana, apagándose de inmediato. Desde allí comenzó a dispararles una ametralladora ligera.

—¡Al suelo! ¡Avanzaremos hacia la luz!

Reptaron hacia ella, mientras las balas silbaban inocuas sobre sus cabezas. Era demasiado oscura la noche para que los descubrieran. Pronto Erwin delineó en las sombras el contorno de una pequeña casa de granjeros. Desde otros ángulos, comenzaron a disparar hacia el lugar donde el enemigo suponía que ellos se encontraban.

Por fin, Erwin llegó a pocos metros de la ventana con la ametralladora.

—Intentaré entrar —susurró a Oskar.

—Te acompaño —respondió el contramaestre, tuteando a su superior por primera y última vez en su vida.

—Comiencen a disparar contra la ventana —ordenó el comandante a los otros y, acompañado por Oskar, rodeó la casa.

Un soldado protegía una vieja puerta posterior. Les fue muy fácil abatirlo. Disparando salvajemente, patearon la puerta y entraron en la vivienda. Cocina vacía, corredor y la habitación de la ametralladora. Un teniente disparó su pistola contra ellos, pero las metralletas dieron cuenta de él y de los dos sirvientes de la ametralladora.

Aparentemente, eran dueños del terreno. Pero entonces ocurrió lo inesperado. Una luz potentísima, que a Erwin y a Oskar hicieron recordar los «copos de nieve» de los británicos en el mar, iluminaron todo el perímetro, penetrando hasta el interior de la casa. Los dos se disponían a disparar la ametralladora contra los focos, cuando una voz, valiéndose de un megáfono y en perfecto alemán, comenzó a hablar: «¡Tenemos a sus compañeros, ríndanse o los mataremos a ellos y a ustedes!».

—¡Mienten…! —empezó a decir Oskar.

La voz pareció escucharle, porque dijo: «¡Si no nos creen, pueden asomarse a la ventana, no dispararemos!».

Con las imprescindibles precauciones, Erwin se acercó a la ventana y miró al exterior. Sus hombres estaban en el centro de un cono de luz, con las manos en alto. Erwin se volvió a Oskar.

—No mienten, Oskar. Y yo puedo jugar con mi vida, pero no condenar a mis hombres a una muerte innecesaria. Podríamos matar a unos cuantos, pero nada más. Eso no es valentía, sino estupidez. Mi orden, mi última orden, es que nos rendimos.

Salieron con las manos en alto hacia la luz.

La guerra había terminado para ellos.

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