¡¡Torpedo!!

¡¡Torpedo!!


Capítulo IX

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CAPÍTULO IX

En la Navidad de 1945, los alemanes no tenían árboles llenos de regalos, no tenían petróleo ni carbón, apenas tenían comida, pero tenían paz. Una paz de tumbas y de ruinas. Una paz de despertar a la realidad, tras el sueño delirante, pero paz al fin.

De Fráncfort, Hamburgo, Dresde, Colonia, Berlín y cien ciudades más, casi nada quedaba, excepto unos seres que con el terror pintado en sus rostros, apenas se atrevían a salir de los sótanos en los que sobrevivían, en busca de comida. Pero otras ciudades habían tenido mucha más suerte.

Heidelberg, entre ellas. Por la romántica decisión de dos señores de la guerra, un general alemán y un general americano, ambos admiradores incondicionales de la vieja Universidad de la ciudad y de todo lo que ella significara y seguía significando para la cultura de Occidente, la ciudad se había salvado de la doble destrucción a la que la habían condenado los fríos jefes de esos dos románticos generales. Pero así es la guerra. Por algo similar hoy se puede visitar el Louvre.

Al descender del tren, con su uniforme de prisionero de guerra y sus papeles de permiso con sellos del Alto Mando Aliado en la mano, Erwin sonrió complacido. No le había mentido Helga en sus cartas. Aunque cubierta de nieve, con escaso humo saliendo de las chimeneas y chiquillos famélicos pidiendo limosna en la estación, Heidelberg seguía tan intacta y tan bonita como lo había estado siempre.

Abrió la puerta Helga porque, aunque él no había anunciado su llegada, temeroso de que los aliados no le concedieran el permiso de Navidad que le habían prometido, ella había intuido su llegada.

No se puede expresar con palabras lo que fue el abrazo de esos seres que se habían despedido casi dos años antes, seguros ambos de que nunca volverían a verse.

Después los niños —«¡Hijos, éste es vuestro padre!»— y el abrazo a los tíos. Y el reparto de tabletas de chocolate para todos y, ¡eh, milagros de América generosa en el triunfo!, un par de medias de ese nuevo maravilloso material que llamaban «nylon». La frugal, pero incomparablemente hermosa cena, y el beso a todos. En el lecho, un encuentro de amor demasiado esperado, demasiado retrasado, para ser asimilado en su totalidad y, de inmediato, las puntas rojas de los cigarrillos en la oscuridad.

—¿Crees que pronto te dejarán en libertad?

—No me acusan de nada. El Mayor Westerngreen me ha asegurado que sólo falta la orden del Alto Estado Mayor. Que estaré libre todo lo más, para primeros de marzo.

—Te he esperado tanto, podré esperar un par de meses más…

—Lo sé. Y no es mi prisión, muy cómoda por cierto, lo que me preocupa.

—¿Qué te preocupa, querido?

—Las muertes…

—Wili y tantos de tus compañeros…

—Su recuerdo me duele, pero no me preocupa.

—¿Qué quieres decir?

—Hablo de los hombres que mis torpedos, los que yo ordené lanzar, mataron. Son muchos muertos sobre mis espaldas, Helga. No sé si podré algún día desembarazarme de tan pesada carga.

—Tú no provocaste esta guerra. Eres un marino alemán y cumpliste con lo que era tu deber. Nadie puede… ni tu conciencia puede… acusarte de nada. Te liberarás de eso que tú llamas carga, porque tienes un futuro por delante. Porque están tus hijos, porque estoy yo, porque tenemos un país… nuestro país… por reconstruir. Y… Y porque es Navidad.

Se abrazaron. Se amaron. Y hubo un futuro para ellos.

FIN

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