¡¡Torpedo!!

¡¡Torpedo!!


Capítulo I

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CAPÍTULO I

—Si esta misión tiene éxito puedo prometerles un largo permiso de Navidad.

—Comandante…

—Hable, Schmidt.

—¿Puedo preguntarle en qué consiste la misión, señor?

—No.

Un coro de risas acogió la negativa del comandante. Que el viejo y por todos querido cabo Schmidt hiciera preguntas y el comandante se negara a contestarlas era parte de la fiesta. «Y hay mucho de fiesta en este U-47», pensaba el teniente de Corbeta Erwin Heisler, riendo con los demás.

Un momento después estaba sentado frente al comandante, en el pequeñísimo y sin embargo por todos envidiado camarote de éste.

—La misión es tan secreta, que ni a usted he podido decírsela, Heisler.

—Lo comprendo, señor.

—No, no lo comprende porque no sabe de qué se trata. Lo comprenderá cuando lo sepa. Usted y el jefe de máquinas tendrán el privilegio de enterarse quince minutos antes del resto de la tripulación.

—Gracias, señor.

—No debe dármelas. Lo haré porque es mi obligación informar antes a mis oficiales.

—Entiendo, señor.

—Bien, Heisler —el comandante miró su reloj—. Puede ocurrir que duerma un poco. Preséntese usted y el jefe de máquinas aquí, exactamente dentro de una hora.

—Sí, señor.

—El submarino queda bajo su mando, señor Heisler.

—Descanse tranquilo, señor.

Erwin se trasladó hasta las máquinas, para trasmitir al teniente Waser las órdenes del comandante. Lo encontró discutiendo con Oskar Larker, el contramaestre. Esas discusiones, como las divergencias entre el comandante y Schmidt, formaban parte del U-47 tanto como su estructura, sus acumuladores o sus torpedos. El joven teniente Heisler pensó con optimismo que si la guerra iba a ser siempre así no sería tan mala, después de todo. Desde que comenzara, un mes y medio antes, tenían chuletas y mantequilla a discreción. Y las discusiones de los amigos y el acordeón del marinero Hesselrich. No, no estaba nada mal la guerra, al menos de momento.

—¡No puedo asignar un hombre más a las máquinas! —argumentaba por enésima vez el contramaestre.

—¡Pues tendrá que hacerlo, aunque no pueda! —se exaltaba por enésima vez el teniente.

Erwin, con sus manos en alto en señal de paz, pasó ante Larker y se enfrentó a Waser.

—El comandante quiere vernos a ti y a mí dentro de… —consultó su reloj— cincuenta y siete minutos.

—Será para anunciarnos que va a desembarcar a este rebelde en el medio del mar —rugió el maquinista, señalando a su contrincante.

—Solicito del señor jefe de máquinas permiso para retirarme —dijo éste, cuadrándose como no lo hubiera hecho ni ante el mismo almirante Doenitz.

—¡Permiso con toda alegría concedido! —se apresuró el otro.

El contramaestre, a quien todos en el submarino llamaban «el abuelo», porque había nacido en 1905, tenía 34 años y era, por lo tanto, el más viejo del U-47, marchó hacia popa, tras hacer una exagerado saludo, contestado por Waser con un gesto soez.

—Algún día ahorcaré a Larker con mis propias manos —dijo el teniente; cuando el otro hubo desaparecido.

—No lo harás. Le echarías demasiado de menos, si lo hicieras.

Waser se echó a reír con esa risa que hacía que todos los que la escucharan supieran que era de Múnich. El comandante solía decir que la risa de su jefe de máquinas olía a rubia cerveza y a rubia cabellera de muchacha. Larker murmuraba por lo bajo que, en realidad, olía a rubia meada.

—¿Por qué crees que el comandante está tan misterioso? —indagó Erwin, que, por ser el más nuevo en el U-47, era el menos informado.

—Muchacho, no hay que ser demasiado listo para imaginar que porque tenemos algo gordo entre manos.

—¿Cómo de gordo?

El gesto obsceno con que el otro contestó a su pregunta no podía sorprender a Erwin. En realidad, se confesó a sí mismo que se lo había buscado, con su ingenua forma de hacer preguntas.

Un poco avergonzado, amagó un puñetazo al otro y se marchó. Tenía 24 años, lo que en una guerra son bastantes años, pero eso, él, aún no lo sabía. Cuatro años antes había salido de la Escuela Naval, aún no del todo convencido de que la marina de guerra fuera su auténtica vocación. En realidad, desde muy pequeño, cuando le preguntaban qué querría ser, de mayor respondía: «Escribir libros», por lo que sus maestros imaginaban estar formando a un filósofo o, al menos, a un escritor. Y así pudo haber sido, de tener hermanas mayores. Pero no los tenía porque él era el mayor. Y eso lo explicaba todo. Desde tiempo inmemorial, desde «siempre», el mayor de los varones de los Heisler había sido marino.

Al pasar junto a su litera, echó una mirada al reloj. Aún le quedaban más de cuarenta minutos hasta su cita con el comandante. La litera era una tentación, pero el submarino estaba bajo su entera y directa responsabilidad. Marchó a la sala de mando.

* * *

—Toda la tripulación, excepto los servicios esenciales, está presente, señor.

—Gracias, teniente Heisler. Señores, estamos a punto de iniciar una acción que será timbre de honor para el arma de submarinos y para nuestra patria. No exagero si afirmo que el U-47 pasará a la historia de la guerra por esta acción que se nos ha conferido el insigne honor de realizar. Tras la victoria, que juzgo no muy lejana, puede que nuestro submarino ocupe un lugar privilegiado en el Museo Naval de Alemania. De todos modos, si los dioses de la guerra quieren que el U-47 no regrese a la patria, todos podremos descansar en paz porque habremos cumplido con nuestro deber. Señores, dentro de… —La pausa para mirar el reloj sirvió para acentuar el suspenso— doce minutos, estaremos entrando en Scapa Flow. La base de la Flota británica, que los orgullosos ingleses creen inexpugnable.

* * *

—¡Periscopio arriba!

El comandante se colgó de los brazos del periscopio y comenzó a observar en todas direcciones. Tras un minuto que pareció una hora a los que aguardaban junto a él, se retiró del aparato e hizo un gesto, como ofreciéndoselo a su segundo. Con el corazón martillándole el pecho, Erwin puso sus ojos en la lente. A pesar de la noche y la oscuridad, el espectáculo que se ofreció a sus ojos fue uno de esos que muy pocos oficiales de submarino pudo ver nunca. Un bosque de mástiles se alzaba ante su vista. Los mejores barcos de la Home Fleet parecían ofrecerse a sus torpedos con la misma generosidad con que se ofrecían a sus ojos.

Se volvió a su comandante.

—Si tuviéramos torpedos suficientes para todos…

—Pero no los tenemos. Habrá que elegir. ¡Máquinas al mínimo!

—¡Máquinas al mínimo, señor!

—Daremos un «paseo» antes de elegir nuestros objetivos —informó el comandante a Erwin. Éste asintió en silencio, mientras su superior volvía al periscopio.

Los minutos que siguieron fueron alucinantes para todos los que escuchaban a su jefe.

—Un destructor… ¡Vaya, un crucero! Barcos de escolta… Un transporte… Una corbeta… Otra corbeta… Parece que corbetas es lo que más tienen los ingleses… ¡Un acorazado! Es el «Royal Oak»… ¡Paren las máquinas!

—¡Máquinas paradas, señor!

El comandante se volvió a Erwin.

—Ya que tenemos que elegir, elegiremos el acorazado.

—Si, señor.

—Usted dirigirá personalmente los disparos.

—Sí, señor —Erwin, temblando de excitación, era consciente del papel y la responsabilidad que se le asignaba. Un acorazado… Y de él dependía que se hundiera o no.

—Completaremos nuestro «paseo» hasta el fondo de la bahía. Después regresaremos siguiendo esta misma derrota y atacaremos al «Royal Oak».

—Sí, señor.

—Máquinas al mínimo.

—Máquinas al mínimo, señor.

Siguieron «paseando» por las profundidades de Scapa Flow, la base que los británicos consideraban inexpugnable, como si de la Unter den Linden se tratara. Con los ojos pegados al periscopio, el comandante siguió buscando presas, pero no encontró ninguna mejor que la ya elegida.

—¡Virar por estribor ciento ochenta grados!

—¡Por estribor ciento ochenta grados, señor!

Un par de minutos más tarde, el comandante dio la señal.

—¡Preparados para torpedos!

Esta vez fue Erwin el que respondió.

—¡Torpedos preparados, señor!

—¡Listos…!

Unos segundos más de extrema tensión.

—¡Disparen el torpedo número uno!

—¡Torpedo número uno disparado, señor!

—¡Disparen torpedo número dos!

—¡Número dos disparado, señor!

—¡Número tres!

—¡Número tres disparado, señor!

Y, de inmediato, la voz exultante del comandante:

—¡El número uno, impacto directo!

Comenzaron los gritos de júbilo entre la tripulación.

Volvió a gritar el comandante:

—¡También el dos… y el tres! —Tras unos segundos—: ¡El «Royal Oak» se hunde!

Los gritos de alegría eran tan fuertes, que parecía imposible que no fueran oídos por los ingleses de arriba.

—Lo felicito, señor Heisler.

—Gracias, señor; pero, si me lo permite, creo que es usted quien se merece las felicitaciones.

El comandante sonrió.

—Ahora tenemos que pensar en salir de aquí…

—Si usted ha conseguido entrar, conseguirá salir, señor.

—Eso es lo que espero. De todos modos…

Una violenta sacudida le cortó la palabra, obligándolo a aferrarse al tubo del periscopio. Erwin cayó contra su superior.

—Comienzan las cargas de profundidad —comentó el comandante, como quien constata un hecho esperado e irrelevante, agregando—: Lo que iba a decir, señor Heisler, es que aún nos queda un tubo cargado.

—¡Sí, señor!

—¡Máquinas al mínimo!

—¡Máquinas al mínimo, señor!

De improviso el comandante se apartó del periscopio e hizo un gesto a su segundo como ofreciéndoselo.

—Elija usted nuestra siguiente presa, señor Heisler. Creo que se lo ha ganado.

El orgullo del joven teniente no cabía en su ajustado uniforme.

—Señor…

—De prisa, Heisler, o tendrá que conformarse con un arenque…

Erwin no se hizo repetir la orden. Literalmente abrazado al tubo, lanzó ávidas ojeadas al exterior. Por supuesto, vio luces que barrían las negras aguas, pero de eso nada dijo. Dejó pasar una corbeta y después…

—¡El crucero, señor!

—Dirija el tiro, teniente.

—¡Sí, señor! Listo torpedo número cuatro…

—¡Torpedo número cuatro listo, señor!

—¡Disparen!

—¡Disparado, señor!

Una carga de profundidad explosionó mucho más cerca que la anterior.

—¡Periscopio abajo, señor Heisler!

—Sí, señor…

No hubo entusiasmo en su aceptación. Hubiera querido ver los efectos de «su» torpedo. Pero muy por encima de sus deseos estaba la seguridad de la tripulación y de la nave.

Su marcha hacia mar abierto, hacia Alemania y las condecoraciones, se vio amenazada por las explosiones más o menos próximas de las cargas de profundidad, que sólo consiguieron derramar el contenido de algunas botellas de cerveza de las que se estaban consumiendo en el festejo.

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