¡¡Torpedo!!

¡¡Torpedo!!


Capítulo VII

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CAPÍTULO VII

—Los aliados invadirán Europa en cualquier momento.

—Esto lo vengo oyendo desde hace más de un año.

—Pero ahora, desgraciadamente, no se trata de un rumor. Me lo han comunicado oficialmente, Helga.

—¿Para cuándo se espera?

—Eso no lo sé yo ni lo sabe el Alto Mando. Qué más quisiéramos. Pero será durante el verano, eso es seguro. Si no ocurre esta misma primavera…

—Erwin, hoy es 16 de mayo, si los aliados piensan invadir en primavera, tendrán que darse prisa.

Los dos rieron. Estaban en la Isla de los Cisnes, en el maravilloso marco del Grünewald, pulmón de Berlín. Los dos niños correteaban sobre la hierba, mientras ellos paseaban lentamente a la vera del agua. La temperatura era inusualmente calurosa para la época y allí nada hacía recordar la guerra. Sólo niños jugando y parejas paseándose bajo los brillantes rayos del sol de ese domingo feliz.

Pero en Berlín sí se recordaba a cada paso la guerra. Las jactancias más o menos ingeniosas que Goebbels seguía lanzando por la radio, ya no eran creídas por los habitantes de una ciudad sometida casi a diario a apocalípticos bombardeos.

—Helga, quiero que tú y los niños os vayáis de Berlín.

Ella se detuvo y le miró sorprendida.

—¿Irnos? ¿Quieres decir dejar nuestra casa?

—Sí, eso quiero decir. Hasta por egoísmo te lo pido. No puedo estar a miles de kilómetros, en medio del mar, con la constante tortura de pensar que un día no llegaréis a tiempo al refugio o que los aviones lleguen antes de lo previsto… Helga, sabes demasiado bien que tú y los niños son lo único que tengo en la vida. Si…

Ella le puso suavemente su mano en la boca y, alzándose en puntas de pie, le besó en la mejilla.

—¿Dónde quieres que vayamos? —dijo después.

Erwin se distendió en una sonrisa. «Qué guapo es», pensaba su mujer, mirándolo sonriente.

—¿Por qué me miras así?

—Porque te encuentro guapo.

—¿Después de cuatro años de casados?

—¿Cuatro años o cuatro meses?

Se miraron a los ojos. No habían estado cuatro meses juntos en esos cuatro años.

—La guerra terminará algún día —dijo él.

—Sí, supongo que sí —concedió ella, siguiendo después en tono más convencional—: ¿Dónde quieres que vayamos?

—He pensado en mi tía Bertha.

—¿Tan lejos?

—Heidelberg no está tan lejos. Y es una hermosa ciudad.

—Lo sé. La conozco. Pero la tía Bertha y el tío Gerhart viven muy tranquilos; nuestra invasión…

—He hablado con ellos. Os esperan con los brazos abiertos.

Helga hizo un gesto de cómica indignación.

—¡Habías hablado con ellos antes de hablar conmigo!

—Sabía que estarías de acuerdo, porque me quieres. Y porque es lo mejor para todos.

—¿Cuándo deberemos irnos?

—Aún me quedan tres días de permiso, ¿por qué no mañana mismo?

Ella se escandalizó.

—¿Hablas en serio? ¿Hacer una mudanza en un día?

—El Gobierno se encarga de ayudar en estos casos. Enviarán unos hombres y se ocuparán del traslado de lo que haga falta. De todos modos, no vamos a llevarnos los muebles, sólo lo imprescindible. Cuando la guerra haya terminado, volveremos a nuestra casa.

—Si aún sigue en pie.

—Seguirá en pie, igual que nosotros.

Las tareas de traslado no resultaron tan engorrosas, después de todo; gracias, en primer lugar, a la nunca desmentida eficiencia germana, de la que participaban no sólo los hombres enviados por el Gobierno, sino también Helga y Erwin.

Tres días después, en una tarde gris y lluviosa, la muchacha despedía a su marido en un andén de la estación de Heidelberg.

—Adiós, Helga.

—No me digas adiós…

—Perdóname. Hasta pronto.

Se besaron largamente, con una pasión que tenía mucho de desesperanza.

—La próxima vez nos reuniremos en nuestra casa, en Berlín.

—Sí, querido.

—Será muy pronto, te lo prometo.

—Sí, sí, querido…

Los dos sabían que estaban mintiendo. Que lo que se prometían nunca iba a suceder.

* * *

—¡Media hora para entrar en contacto con el enemigo, comandante!

—Gracias, Oskar. Que todo esté preparado.

—Ya lo está.

El contramaestre saludó con un gesto y cerró la puerta tras de sí. Como tantas otras veces, durante años, Erwin y Wili quedaron solos, en la cabina del comandante.

—¿No te arrepientes de haber rechazado el mando que te ofrecieron, Wili?

—¿Por qué me preguntas esto ahora?

—No lo sé… Se me ocurrió —Erwin sabía muy bien el motivo de la pregunta, pero no quería confesarlo. Porque tenía que ver con una sensación de final y de muerte.

—No, nunca me he arrepentido. Hicimos la guerra juntos y quiero que la acabemos juntos. Cosa que ocurrirá muy pronto…

Erwin sirvió coñac en los jarros que usualmente se utilizaban para el café. Ya no había café.

—Si —concedió—, la guerra terminará muy pronto. Si es que logran desembarcar.

—¿Crees que no lo lograrán?

—El último parte que he oído decía que habíamos rechazado todas las tentativas y que el enemigo se había replegado a sus naves, tras haber sufrido tremendas pérdidas.

—Eso dice nuestra radio —comentó Wili, tras beber un largo sorbo de su jarra—. ¿Qué dice la BBC?

—Que aunque las pérdidas son elevadas, el desembarco ha sido un éxito. Que rebasaron en algunos puntos el «Muro» y avanzan hacia el interior.

—¿A cuál de las radios crees tú?

—A ninguna de las dos.

—Lo mismo digo. Sólo que me temo que esta vez sean los ingleses los que tengan mayor porcentaje de verdad.

—¿Crees que han conseguido desembarcar?

Wili hizo un gesto evasivo.

—Puede que sea fatalista —dijo—. De hecho, creo que todos los alemanes lo somos o no nos hubiéramos metido en esta guerra. Los rusos nos arrollan en el este, hace ya tiempo que nos han borrado de África y, aunque lentamente, los ingleses siguen «subiendo» en Italia, ¿por qué no van a lograr desembarcar en Normandía? Y si lo logran, perderemos nuestras bases en Francia…

—Perderemos mucho más que eso. Perderemos la guerra.

* * *

—¡Que venga el capitán Waser!

Wili llegó a la carrera, desde las profundidades del submarino.

—¿Qué ocurre, Erwin?

El comandante se apartó del periscopio.

—Te he llamado para que veas esto. Sólo se ve una vez en la vida.

Wili aplicó sus ojos al aparato. En un primer instante pensó que los cristales estaban sucios, pero de inmediato salió de su error. El gris continuo que llenaba sin fisuras el amplio campo de visión no era suciedad, sino barcos. Barcos grandes y pequeños, de guerra y mercante, de apoyo y de transporte, barcos de todos los tipos y tamaños, de muchas banderas distintas… La más grande flota que el mundo viera nunca.

Con una sensación de frío interior que nunca había sentido y que pensó podía ser el tan mentado miedo, Wili se apartó del periscopio.

—Son… Son todos los barcos del mundo… —comentó a su amigo.

Erwin se limitó a asentir con la cabeza, mientras Wili marchaba a su puesto en las máquinas. De nuevo al periscopio, el comandante pensaba en una escena similar que contemplara cinco años antes: la flota británica en Scapa Flow.

¡Qué distinto era todo ahora!

Volvió al desgraciado presente, porque una fragata —«De los miles de fragatas que deben haber ahí», pensó con amargura— apuntaba su afilada proa hacia ellos.

—¡Preparados torpedos!

—¡Torpedos preparados, señor!

«Podremos torpedear un barco; dos, si nos acompaña una inmensa suerte. ¿Qué daño les hará perder un par de barcos, si tienen todos los del mundo?».

Superó el momentáneo bache recordando que no estaba solo en su lucha. Aún quedaban muchos submarinos alemanes. ¿Muchos? «Los suficientes como para golpear fuerte».

Bien, en ese caso todo se limitaba a elegir bien su primera víctima, ya que podía ser la única. La última…

Antes de nada, saber si la fragata les había descubierto.

No. Viraba de borda y se dirigía a husmear por otras aguas. La banda de estribor de la fragata era una tentación para Erwin, pero pudo resistirla. Los transportes de tropas, los inmensos transportes de tropas, ésos tenían que ser sus objetivos. Que el enemigo perdiera la mayor cantidad posible de hombres.

Llegó a sonreír mentalmente de sí mismo. «No has estado muy brillante, Erwin. Lograr que el enemigo pierda la mayor cantidad posible de hombres es el objetivo de todos los combatientes desde que el mundo es mundo».

Desde la primera guerra. Desde que Caín mató a Abel. «¿Estaremos condenados a matarnos siempre?». Pero su sentido de la justicia lo obligó a confesarse «No eres justo. No pensabas estas cosas años atrás, cuando hundir barcos enemigos era un deporte». «¿Cuántas toneladas has hundido tú?». «Veintidós mil». «Yo, veintiocho mil; te gané». Un juego. Entonces se hablaba de toneladas, no de vidas humanas. Eso, claro, está, establece una gran diferencia. Y disculpa muchas cosas.

Un gordo y grande transporte de tropas apareció ante sus ojos.

—¡Listos torpedos uno y dos!

—¡Listos, señor!

Esperó unos segundos más, quería estar seguro, porque podía ser el último.

—¡Disparen torpedos uno y dos!

Después de unos pocos segundos más.

—¡Disparen torpedos tres y cuatro!

Los cuatro fueron blancos directos. No podían dejar de serlo, pensó Erwin, porque si no le daban a éste le hubieran dado al que le sigue o al que le precede. Algo exagerado el pensamiento, pero no tanto. El transporte se escoró de estribor un minuto después de las explosiones. «Se hundirá en pocos minutos más». Ya saltaban al agua centenares de soldados. «Ahora, a elegir un nuevo blanco».

Dos fragatas convergían hacia él. ¿Sumergirse o intentar un nuevo hundimiento? La prudencia y hasta las ordenanzas disponían inmersión en esos casos, pero Erwin sabía que los próximos sí serían los últimos disparos que iba a efectuar en su vida.

—¡Cincuenta grados a babor! ¡A toda máquina, manteniendo profundidad de periscopio!

Al completarse la maniobra, perdió de vista por un momento a las fragatas, aunque estaba seguro que ellas no le habían perdido de vista a él.

No había tiempo de elegir. Encontrar otro gordo transporte habría sido excesiva suerte. Ante sus ojos apareció un carguero. Se consoló pensando que sus bodegas y hasta su cubierta estarían abarrotadas de carros de combate y cañones.

—¡Cuarenta grados a estribor! ¡Máquinas al mínimo! ¡Listos torpedos!

Tampoco había tiempo para tomar exquisitamente puntería.

Por la derecha del periscopio las aguas se abrieron en chorros de espuma, cortados por la proa de la fragata que, desde el punto de mira de Erwin, parecía más alta que las torres de Radio Berlín. Con un escalofrío, el alemán comprendió: «¡Va a embestirnos!».

—¡Avante a toda máquina! ¡Preparados para evacuar la nave!

Sonó de inmediato el timbre de alarma y todos los del submarino supieron que su destino les esperaba al minuto siguiente. No sabían cómo les llegaría la muerte, pero el timbre les aseguraba que estaba al llegar.

La proa, como escatológico espolón, les embistió por popa.

De inmediato, todo fue oscuridad y agua alrededor.

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