Top secret

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Capítulo XI

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CAPÍTULO XI

Las olas les empujaban por la espalda haciéndoles avanzar con rapidez. Ambos bracearon con fuerza en dirección a la pequeña caleta recubierta de dorada y gruesa arena.

Jo Alan había advertido a Sony que se situara bien centrada, de lo contrario las olas la empujarían contra las rocas de los acantilados que con sus cantos hirientes la arañarían cuando menos, ya que en día de marejadilla llegarían a matarla.

Jo Alan se daba cuenta de que con el poder de sus brazos ganaría la carrera con facilidad, por ello disminuyó el ritmo y dejó que la joven llegara la primera a la arena mientras reía jadeante y sacudía su rubio cabello hacia la espalda.

Jo Alan llegó justo un par de segundos tras ella y al salir del agua la contempló una vez más, bañada por la luz del sol.

Su piel estaba tostada lo justo, sin exagerar. El bikini que vestía se lo había hecho con un juego de foulards del propio Jo Alan, ya que ella no tenía traje de baño en el cottage del piloto de carreras.

—Sony, eres muy hermosa. ¿No te lo he dicho antes?

—Quieto, quieto —pidió echándose ligeramente hacia atrás mientras reía—. Creí que eras más frío.

—Será que he encontrado la fuente de calor que necesitaba.

—Embustero. Tú eres de los que no se detienen en una sola flor.

—Si quieres, lo probamos.

La sujetó por la cintura y la estrechó besándola en los labios ahora salobres. Ambos juguetearon en la húmeda caricia, ya que los dos chorreaban de agua marina, agua vital.

—Tengo que marcharme, van a despedirme de mi trabajo.

—¿Te importaría?

—Sí, es mi trabajo, y aparte de no presentarme cuando es debido en el periódico, no voy a llevar un miserable reportaje que calme a la fiera del jefe de redacción.

—Si quieres, voy a hablar con tu jefe.

—Oh, no, se pondría más furioso aún. Ya me pidió una vez que me casara con él.

—¿Y continúa con esa esperanza?

—Le dije que no, pero es terco y si te viera y le dijeras…

—Entiendo. Mientras quieras seguir con tu puesto en el periódico es mejor que tu jefe no me vea.

—Eso es.

—Vamos, arriba. Te llevaré a la ciudad si es que eres capaz de prepararme unos buenos huevos fritos con bacon al whisky.

—¿Quieres probar si sirvo como cocinera?

—¿Y por qué no? Siempre he soñado con una mujer que además de una excelente compañía nocturna me prepare el desayuno con lo que más me guste y calentito, aderezado con su mejor sonrisa.

Spanishman, más que spanishman —se rió mientras echaba a correr hacia la escalera de hormigón que ascendía tortuosamente hacia el cottage que semejaba un nido de gaviota en el acantilado.

Jo Alan subió tras ella, observándola con placer. Sony tenía algo especial, casi mítico, subiendo por el escarpado acantilado mientras su dorada cabellera caía mojada. Parecía una sirena escapada del océano, transformada su cola mediante hechizo en dos gráciles y atractivas piernas.

Su risa hallaba ecos entre los más recónditos agujeros donde polluelos de gaviotas piaban esperando la comida marina que habrían de proporcionarles sus respectivas madres que volaban por encima del acantilado y de cuando en cuando descendían en picado hacia las aguas, hundiendo sus garras en ellas, hurgando bajo la superficie y clavándolas en las carnes del pez que un ojo humano, en medio del oleaje, jamás descubriría.

La escalerita terminaba en la terraza suspendida en el aire por obra y gracia de la técnica.

Cruzó la terraza y por la puerta de la misma pasó al saloncito cuando unos brazos poderosos la cogieron por el brazo dándole un fuerte tirón.

Después, otra mano le tapó la boca mientras aparecía un cuchillo que se apoyó en su garganta amenazadoramente.

Cuando Jo Alan entró tras ella, se vio frente a Earthman, al que ya conocía por haberlo visto sobre la embarcación, cerca de la isla solitaria desde la cual asesinara a Pies Planos.

Earthman le encañonaba con una pistola y mostraba sus colmillos al sonreír.

—Hola, Jo Alan. Si no quieres morir tú y que mi amigo degüelle a tu sirena, lo cual sería una lástima porque a la vista está, que es bella, obedece.

Jo Alan, molesto por aquella desagradable sorpresa, miró a Sony. Ella estaba asustada y el cuchillo hería ligeramente su piel.

Había un tercer tipo armado al otro lado del saloncito y sentada en una butaca se hallaba la perversa Joyce, mirándole en el fondo satisfecha al ver que podía sufrir ante el posible daño que hicieran a Sony, mucho más joven que ella.

Sentía celos y deseos de venganza. Le hubiera gustado que aquel hombre la admirara a ella y no a la periodista. Joyce le había dado una oportunidad en su buhardilla y el hombre la había rechazado; eso hería su orgullo de mujer.

—De acuerdo, tú ganas, Earthman, pero lo único que yo quiero es hacer un trato. ¿No te lo ha dicho Joyce?

—Sí, ya se lo he dicho, pero Earthman quiere hacer las cosas a su manera —observó Joyce.

Sentada en la butaca, mostraba sensualmente sus piernas a los ojos masculinos, como si quisiera eclipsar la figura de la joven y culta Sony.

—Siéntate en aquella silla y modosito —ordenó Earthman.

Encañonado por la pistola y ante la dificultad en que se hallaba la muchacha, pues sólo un movimiento del secuaz de Earthman bastaría para degollarla, optó por obedecer.

Ya sentado en la silla, se le acercó Godfrey, uno de los acólitos de Earthman y le puso las manos a la espalda, atándoselas a la silla.

—Parece que tomas muchas precauciones, Earthman —observó Jo Alan.

—Sé lo que me hago. —Miró al tipo que sujetaba a Sony y le dijo—: Puedes soltarle la boca, pero no quites el cuchillo de su bonito cuello. Si se pone histérica, ya sabes cómo callarla.

—Será mejor que se duerma para que no se entere de nada —observó Joyce.

Jo Alan movió la cabeza.

—No es necesario que hablemos de algo importante. Ella no sabe de qué va nada.

—Mejor, con eso acabas de salvarle la vida, aunque Joyce tiene razón. Si duerme, menos peligro correrá.

Joyce abrió su bolso y sacó una cajita negra de plástico. De su interior extrajo una jeringuilla reforzada con acero inoxidable. Le puso una aguja y aspiró hacia el interior de la jeringuilla el contenido de una ampolleta que rompió allí mismo.

Sony temió a la inyección y se agitó queriendo impedirla, pero la sujetaron dolorosamente y sus fuerzas distaban de igualar las del hombre que la aprisionaba.

Joyce se acercó sonriente y sin ningún miramiento le hundió en la nalga la aguja hipodérmica. Sony se movió pero no pudo evitar que el contenido de la ampolleta pasara al interior de su cuerpo.

—¡Canallas, canallas!

Joyce arrancó la aguja del cuerpo que envidió y apartándose un par de pasos, contempló a Sony.

La muchacha comenzó a ver turbio y sus párpados se hicieron pesados, enormemente pesados. Sus piernas se doblaron insuficientes para soportar su peso y se ladearon lánguidas.

—Ponía en el sofá y estate cerca de ella. Si nuestro amigo Jo Alan no sabe lo que le conviene, dejaremos a su amiguita con su hermosa cabeza separada del tronco.

Dormida por la droga, Sony quedó tendida en el sofá y junto a ella se acomodó el tipo de la navaja que mantenía cerca de la garganta femenina.

—Espero que la droga no sea demasiado fuerte —gruñó amenazadoramente Jo Alan que no había podido impedir la inyección.

—¿Temes por la vida de tu hembra? —preguntó Joyce acercándosele y hundiendo sus dedos entre los cabellos masculinos—. No es la única en el mundo.

—Si para mí la única hembra del mundo fueras tú, te aseguro que la humanidad no se reproduciría.

Furiosa por aquellas palabras, Joyce le castigó con una sonora bofetada que el hombre no pudo detener por hallarse con las manos atadas a la espalda.

—Godfrey, pon cómodo a nuestro amigo para que luego pueda charlar con sensatez —ordenó Earthman.

Godfrey, que mascaba un chicle, sacó del bolsillo una pequeña bolsita con arena que encerró en su mano diestra, reforzando su puño que estrelló contra el rostro del maniatado Jo Alan.

Éste replicó con un puntapié que alcanzó a Godfrey en el bajo vientre, lanzándolo al suelo agitándose de dolor y lanzando pequeños aullidos.

—Si vuelves a hacer eso, le corto el cuello a la chica.

La navaja arañó ligeramente la garganta de Sony, dormida a causa del narcótico inyectado por la maligna Joyce.

Con la boca ligeramente sangrante, Jo Alan masculló:

—Creo que no es necesario que me destroce la cara para hablar.

Godfrey se había incorporado, ya amortiguada la intensidad del dolor. Apretó su puño con rabia, dispuesto a machacar el rostro de Jo Alan.

Éste vio los ojos de aquel asesino cargados de odio, de deseos de venganza, pero Earthman le contuvo con una orden.

—¡Tengo que machacarlo! —barbotó.

—Después, si hace falta, te desquitarás.

—Está bien, pero no quiero perderme ese gusto.

—¿Qué te parece, Jo Alan, suelto a mi mastín para que te convierta la cara en pulpa sanguinolenta? —Earthman se rió en la cara del piloto de pruebas, consciente de que dominaba la situación y de que todo funcionaba según sus planes—. Por cierto, hemos tenido el gusto de registrar un poco este nido de amor y no hemos encontrado los diez mil dólares que has prometido.

—No tengo aquí el dinero y no os lo voy a dar estúpidamente.

—Diez mil dólares no es una cantidad excesiva —gruñó Earthman situado frente a Jo Alan, pero a prudente distancia para no tener que encajar una patada como su secuaz—. Tengo lo que buscas.

—¿Ah, sí? —Jo Alan le miró al fondo de los ojos, interrogante—. Me gustaría verlo.

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