Top secret

Top secret


Capítulo primero

Página 3 de 19

CAPÍTULO PRIMERO

El «Porsche 911-S» rugía materialmente y sus ruedas giraban a una velocidad endiablada. Las esferas del salpicadero parecían alocadas y casi todas las agujas entraban en zona roja. El velocímetro llegaba a los trescientos kilómetros hora.

Jo Alan mantenía en el cambio de marchas la velocidad más larga. Aquel automóvil no era un vulgar «Ford» o «Mercedes» en el que sólo había que pisar el freno o el acelerador por ser el cambio de marchas automático. Dentro de aquel bólido deportivo jugaba y mucho la destreza del piloto con el cambio de marchas mientras el pie derecho hundía el pedal del gas.

Jo Alan vigilaba el asfalto que semejaba engullido por el motor del «Porche 911-S», pues a los lados apenas podía verse nada a causa de la velocidad a que rodaba.

El casco le protegía la cabeza en su totalidad, con una mirilla transparente para los ojos. El resto del cuerpo se hallaba ajustado por un traje de piel y unos guantes para impedir que el sudor le hiciera cometer algún error por deslizamiento.

Una de las curvas se le vino encima súbitamente y quitando el pie del acelerador, hundió el freno. Los neumáticos chirriaron de forma espeluznante y la pastilla quedó impresa en el suelo.

Jo Alan jugó peligrosamente con las marchas y la aguja bajó a los cien kilómetros hora. El coche semejó ir a salir de costado fuera del asfalto, pero el pie derecho del piloto se hundió de nuevo en el acelerador mientras subía otra marcha. En medio de un ruido bronco, el «Porsche» saltó hacia delante.

Sólo un hombre con los reflejos que poseía Jo Alan podía salir indemne de aquella situación. Cualquier otro habría tenido que ser sacado del interior del coche, a no dudar destrozado, con alicates y cizallas de mano.

En las rectas había puesto el automóvil al tope. En algunas curvas, incluso se había salido del asfalto, pero consiguió lo que quería, por lo menos así lo creyó cuando la bandera ajedrezada cayó a su paso por la línea de meta.

Jo Alan disminuyó la velocidad. Dio otra vuelta al circuito y se dirigió a boxes. Apenas había nadie en el autódromo, sólo los cuidadores, algunos pilotos, fabricantes o representantes de escuderías y varios periodistas.

Jo Alan detuvo el coche. Abrió la portezuela y, como una exhalación, saltó del vehículo exigiendo:

—¡Rápido, un extintor!

Le fue entregado un extintor de mano en el preciso momento en que el automóvil se inflamaba, convirtiéndose en una gran llamarada.

Los que estaban en boxes saltaron asustados, con el pánico reflejado en sus rostros, temiendo que el coche estallara quemándolos vivos a todos.

El arrojo y la temeridad de Jo Alan consiguió dominar la situación, apagando el fuego en menos de cinco segundos. Vomitó el chorro de polvo y gas extintor sobre todo el coche hasta tener la completa seguridad de que ya nada volvería a pasar.

Varios reporteros le hicieron fotografías mientras se hallaba frente al auto incendiado. Después, al coche nada parecía haberle pasado.

El juez de pista le preguntó:

—¿Qué ha ocurrido, Jo Alan?

—Perdía algo de carburante en estado gaseoso. Lo he notado por el control del salpicadero, pues no podía verse. Corría peligro de inflamarse dentro del coche, pero he querido llegar hasta el final.

Un periodista preguntó:

—Si sabía lo que estaba pasando, ¿por qué ha continuado?

—El peligro no estaba corriendo, si no en detenerse. A esa velocidad, la gasolina gasificada que escapaba por algún manguito mal ajustado o con fisuras, se la llevaba el fuerte viento, pero al pararme sabía que se acumularía y debido al gran recalentamiento del motor se inflamaría de inmediato, y así ha sido. —Miró al mecánico e indicó—: Tendrás que ajustar todo el circuito de conducción de carburante, por poco llego asado.

—¿Cuándo le veremos corriendo en fórmula uno? Inquirió uno de los periodistas.

—De momento me conformo con los prototipos deportivos —respondió Jo Alan con el casco en la mano.

Se notaba en su rostro el sudor y el ligero cansancio. Era alto y delgado, de ojos verde oscuro y cabello negro. Tenía una constante en su rostro: parecía estar siempre sonriendo y ello le granjeaba muchas amistades femeninas, de las cuales, tres o cuatro merodeaban por allí cerca, todavía fascinadas por su valor ante el peligro.

—Por lo menos, usted se ha salvado, Jo Alan —dijo Sony, una esbelta, bella y astuta periodista.

—¿Se refiere a que alguien sí ha tenido un tropiezo? Creí que corría sólo en el autódromo.

—Y así ha sido, Jo Alan. Además, ha batido el récord del circuito, lástima que los jueces internacionales no estaban aquí para homologarlo —dijo el juez de pista.

—Bueno, si lo he batido hoy, otro día también podré hacerlo, ¿verdad, Bob?

El mecánico sonrió mientras dejaba el motor al descubierto para que se enfriara cuanto antes y pudiera buscar la avería. El ayudante del mecánico insufló aire a presión con una manguera para acelerar el enfriamiento.

La periodista dijo:

—Una familia entera, con tres hijos, ha aparecido muerta esta mañana en su casa de las afueras de la ciudad.

—Vaya, ¿un crimen?

—Sí y al estilo de Manson —respondió Sony—. En los periódicos de esta tarde saldrán los reportajes. Me temo que algunas de las fotografías tendrán que censurarlas, me han dicho que son escalofriantes, casi repugnantes.

—Sí, esa clase de crímenes siempre son repugnantes. ¿Algo ritual?

—Eso parece.

—Supongo que estarán interrogando a todos los hippys del condado de Los Angeles.

—Sí, eso deberá estar haciendo la policía estatal, claro que a los hippys se les carga todo. Hace algún tiempo, unos alemanes, padre e hijo, hicieron también un crimen ritual asesinando a madre e hija, es decir, a la esposa e hija del padre y a la madre y hermana del hijo.

—Sí, algo sucio, ya oí hablar de ello.

—Y no eran hippys —recalcó Sony.

Jo Alan sonrió.

—¿Partidaria de los hippys?

—Sólo trato de ser justa y objetiva, por eso soy periodista.

—Eso está bien.

—¡Jo, Alan, Jo Alan!

—¿Qué ocurre? —respondió volviéndose hacia el vigilante del autódromo, un hombre de color y de gran corpulencia.

—Le llaman al teléfono.

—Está bien, ahora voy.

—¿Alguna admiradora? —preguntó Sony, mordaz.

—No soy un cantante de moda; yo no tengo admiradoras sino amigas.

—¿Amigas simples o amigas íntimas? —insistió sin abandonar su picardía. De pronto, levantó su cámara, provista de flash electrónico.

Jo Alan aguantó el relámpago artificial sin pestañear y luego, antes de alejarse y sin esperar respuesta, preguntó:

—¿Es para el periódico o para su mesita de noche?

—¡Fanfarrón! —exclamó la joven.

Se volvió hacia el veloz «Porche 911-S» y le tomó otra fotografía, quizá por hacer algo.

Jo Alan cogió el auricular del teléfono de la pequeña oficina y sentándose ante la mesa, dijo:

—Aquí Jo Alan, ¿quién llama?

—Hace falta una niñera a las cuatro —respondió una voz grave y profunda al otro lado del hilo.

—Correcto. ¿Dónde?

—Donde los ojos están abiertos cuando debieron estar cerrados.

—Entendido. ¿De qué se trata?

—El caso Landon, es de vital interés.

Jo Alan colgó y frunció el ceño.

Aquella llamada urgente y en clave, le preocupó, no porque posiblemente tuviera que jugarse la vida, sino por los problemas que podían haber surgido.

A través de los cristales vio a Sony y observó que guardaba algo precipitadamente en su bolso. Pensó que le agradaría salir con ella, pero al mirar su reloj de pulsera se percató de que no le quedaba mucho tiempo para acudir a la cita.

Sony tenía una nariz ligeramente respingona y sus piernas, que podía ver casi hasta las ingles, eran estéticamente perfectas.

El vestido combinado con mini-shorts, para ambientes deportivos, era rabiosamente tentador y Sony no ignoraba qué elementos ponía en juego para hacerse atractiva y hallar vulnerabilidad en los hombres, quizá por instinto femenino, quizá por instinto profesional.

Jo Alan movió la cabeza, contrariado, y se dirigió al vestuario; la cita era lo primero.

Ir a la siguiente página

Report Page