Top secret

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Capítulo IV

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CAPÍTULO IV

La buhardilla en que vivía Joyce se ubicaba en un edificio viejo de ocho plantas, situado al norte de la ciudad, cerca de la carretera de San Francisco.

El ascensor sólo subía hasta el piso octavo. Después, unos peldaños que se diferenciaban en cuanto a la calidad del resto de la escalera, subían hasta un pequeño rellano en el que se abrían tres puertas. Una salía al tejado para casos de reparación; la otra daba al cuarto de maquinaria del ascensor y la tercera a la buhardilla que, en un día ya lejano, pudo ser trastero comunitario de los vecinos o algo por el estilo.

El lugar era feo, algo sucio y escaso de luz, aunque podía leerse bien el letrero que colgaba en la puerta y que resultaba bastante explícito:

«Si quieres entrar, mete un dólar de plata en la ranura que hay en el lugar del timbre. Si no tienes un dólar, echa dos monedas de a medio dólar y si estoy dentro, la puerta se abrirá.

»Joyce».

Jo Alan sonrió. Aquel cartelito era bastante identificativo de la personalidad de aquella mujer de la que hablara She-Mouse.

Hurgó en su bolsillo, sacó dos monedas de a medio dólar y las introdujo en la ranura. Escuchó el ruido del dinero al caer en algún lugar metálico al otro lado de la puerta.

Automáticamente, un resorte le franqueó la entrada. Sólo tuvo que empujar y la puerta cedió. Después, un muelle neumático volvió a cerrarla.

La luz era escasa, tenue, pero Jo Alan vio la caja metálica adosada a la puerta; allí recogería el dinero de sus visitantes aquella mujer.

La buhardilla consistía básicamente en una gran pieza, pero dos biombos espectacularmente pintados con alegorías cabalísticas mordían un pedazo de la misma formando un pequeño recibidor.

Jo Alan cruzó por entre los dos biombos. Las luces predominantes eran verdes y rojas y en muchos lugares había oscuridad, ya que la potencia lumínica era escasa.

Tras rebasar aquellos biombos se encontró con más biombos, de diferentes formas, pero ninguno de ellos habría sido comprado por un anticuario del siglo veinte, por supuesto.

—¿Es eso un laberinto? —inquirió en voz alta.

—Camine hasta el biombo de las calaveras con flores en la boca, detrás estoy yo.

Tras la respuesta dada por una voz femenina, Jo Alan halló rápidamente el biombo mencionado. Lo rodeó y descubrió a una mujer frente a un espejo.

Tenía una larga y espesa cabellera negra y de cintura hacia abajo vestía un par de retales púrpura de un palmo y medio de largo como máximo, uniéndose las piezas frontal y posterior con simples nudos a los lados.

Los sujetadores eran dos conglomerados de abejitas hechas de tela y sostenidos en los hombros y espalda por delgadas cintas de nylon color carne.

Artificialmente, aquella mujer mostraba unos labios muy rojos y su mirada resultaba turbia. Era difícil, casi imposible, calcular su edad, pero rondaría los cuarenta. En cuanto a esbeltez, podía estar orgullosa, pues sabía conservarse bien.

—Hola, encanto. No te he visto nunca antes de ahora. No te habrás gastado un dólar sólo para decirme que vendes aspiradoras o que haces seguros de vida, ¿verdad? Oh, no, tú no tienes cara de eso.

—Por suerte —respondió Jo Alan.

Sacó un paquete de cigarrillos y lo tendió a la mujer. Ésta tomó el paquete y extrajo un pitillo. Con un mechero que era la representación del perro de Anubis, le prendió fuego. Tras expulsar la primera bocanada de humo, entregó el cigarrillo al hombre sin devolverle el paquete de tabaco que tiró encima de la larga mesa tocador en la que, además de cosméticos y fetiches de los más diversos tipos, se hallaba un teléfono al que alguien se había entretenido en pintarle florecillas amarillas sobre la ebonita negra.

Joyce se levantó y caminó ondulante como una pantera que desea ser admirada.

Apartó uno de aquellos biombos, Jo Alan calculó que habría una veintena de ellas en la extraña buhardilla decorada por una pseudobruja, y tras el biombo apareció una cama circular de ocho pies de diámetro.

Estaba cubierta por una especie de sábana o colcha blanca que aparecía ligeramente violeta debido a una luz especial que partía de una lámpara con varios focos.

La tela tenía impresa, o quizá dibujada por un ignorado artista, una tela de araña.

Joyce se sentó sobre la cama y gateó hasta colocarse en su centro. Jo Alan, a un par de yardas de distancia, la observó a través del humo del cigarrillo que estaba fumando.

La mujer, en el centro de aquella artificial tela de araña y en postura muy provocativa, flexionó la cama con su mano.

—Ni muy dura ni muy blanda, como a mí me gusta —comentó.

—¿Y todo por un dólar de plata?

—No me subestimarás hasta tal punto, ¿verdad? —preguntó sonriendo maliciosa.

—Sería estúpido de mi parte que lo hiciera. Sé quién eres, Joyce.

—Pues estás en ventaja, porque yo no sé quién eres tú.

—Me llamo Jo Alan.

—¿El piloto de carreras?

—Hay poca luz aquí, pero si leyeras algunas revistas me habrías reconocido.

—Es cierto, he debido reconocerte. Eres muy atractivo, ¿cómo diría? Muy masculino.

—Joyce, no he venido a mariposear entre las flores, aunque reconozco que tienes un habitáculo muy particular.

—Algunos no lo olvidan jamás —advirtió con voz ronca, moviéndose ahora lentamente como lo haría una bella serpiente.

Era una mujer extraña, de movimientos cambiantes, pero a Jo Alan no se le escapaba que era altamente peligrosa. Su dentadura era blanca y sus colmillos podían resultar muy afilados.

Era una predatora nata, posiblemente disfrutaría atrapando a sus víctimas y luego las exprimía hasta dejarlas sin un solo dólar y acaso su sadismo llegara a hundirlos moral y físicamente.

—Sé que te mueves y mucho entre los hippys.

—Sí, aquí lo mismo viene un melenudo que un gentleman de la High Life y también hombres como tú, aunque he de reconocer que estos últimos escasean y, ya ves, cuando la ocasión es especial, hasta me conformo con el dólar de la puerta. A ti te ha tocado esa suerte, Jo Alan.

—Gracias, encanto, pero ya te he dicho que no he venido a libar flores.

—¿Eres tan gélido como aparentas o es que esta noche ya te has mirado en los ojos de otra mujer?

—Joyce, háblame de los Landon.

—¿Landon?

La mirada femenina cambió rápidamente. Acusó sorpresa primero y luego un vivo interés. El blanco de sus ojos resultaba también extrañamente violeta bajo aquella luz. Jo Alan supuso que allí había un juego de rayos ultravioleta para dorar la piel y otro de infrarrojos para proporcionar calor.

—Sí. —Chupó fuerte del cigarrillo y sin sacárselo de la boca, expulsó el humo por las fosas nasales—. Estoy seguro de que tú puedes decirme algo.

—¿Yo? Tonterías. Hay una manía psicopática en la sociedad burguesa de que todos los crímenes repugnantes los cometen los hippys.

—¿Tú te consideras hippy?

—Me considero ni más ni menos que Joyce, que no es poco, pero los hippys son amigos míos y también algunos ejecutivos de la High Life. A los que no soporto son a esos burguesillos que están hasta el cuello con letras de electrodomésticos y casitas en las afueras con albercas que sólo sirven para bañarse los pies.

—A mí me interesa encontrar a quien o a quienes se cargaron a la familia Landon, e insisto en que tú puedes ayudarme, por eso estoy aquí y podría ser generoso contigo si me informaras. Nadie tendría por qué saberlo.

—¿Generoso? Sólo por curiosidad, ¿hasta cuánto serías generoso?

Los ojos femeninos adquirieron un brillo muy especial. Jo Alan comprendió que la codicia la estaba punzando por dentro.

—Podría llegar hasta los cinco mil dólares —dijo casi con indiferencia.

—¿Cinco mil? Es mucho dinero, pero también puede ser poco. —Saltó súbitamente hacia delante para llegar al final del lecho circular. Quedó allí arrodillada y puso sus brazos desnudos sobre el cuerpo del hombre—. Seguro que hasta llegarías a los diez mil.

Jo Alan tenía los ojos de la mujer mucho más cerca, podía verse retratado en ellos pero no se dejó encantar.

—Quizá, si todo llegara a resultar satisfactorio para mí.

—¿Y qué entiendes tú por satisfactorio, entregar el asesino a la policía?

—No, eso sería estúpido de mi parte. A mí me interesa otra cosa.

—¿El qué?

Jo Alan se encogió de hombros.

—¿Para qué decírtelo? Ya me has dicho que no sabes nada de los asesinos de los Landon.

Hizo ademán de apartarse de ella para alejarse, pero Joyce lo agarró por la nuca, casi le clavó las uñas entre el cabello. Jo Alan notó la tención de la mujer que trataba de disimular su vivo interés sonriendo con picardía.

—Pudiera ser que yo llegara a averiguar lo que te interesa, ya te he dicho que conozco a mucha gente. Sé de muchas chicas de la buena sociedad que yo tengo en un álbum y acuden al teléfono cuando las llamo. Sí, sé muchas cosas.

—¿Sucias?

—Interesantes es menos feo de decir.

—Correcto. Si sabes algo de lo que busco, me buscas tú a mí y me lo cuentas.

Joyce hubo de saltar de la cama para retener a Jo Alan que ya se marchaba.

—No me has dicho dónde puedo encontrarte.

—Si eres tan lista y sabes tanto, me encontrarás.

—Tampoco me has dicho lo que realmente buscas y así es difícil ayudarte. A estas horas hay mucha pero que mucha policía tras los asesinos de Landon y hasta resulta peligroso meter las narices en un asunto como éste. Se puede acabar en el banquillo de los acusados como cómplice y, francamente, no me gustaría terminar mis días en la cárcel, claro que si merece la pena, se puede correr un poco de riesgo.

—La esposa de Landon era amiga mía.

—Conque es eso, ¿eh? ¿Eres su amante?

—Yo no he dicho tanto, sólo que algo que ella tenía ha desaparecido y quiero recuperarlo.

—¿Tan importante es que puedes pagar diez mil dólares?

—He ofrecido cinco mil. Sólo en caso muy satisfactorio podría ser doblemente generoso.

—¿Y si lo que buscas lo tiene la policía?

—No, sé que no lo tiene, por eso no me buscan a mí también —dijo muy despacio, remarcando las sílabas.

—¿Algo que te compromete?

—Tú me vas a comprometer si sigues preguntando. Ahora, lo siento, Joyce, tengo que ir buscando otras fuentes de información.

Caminó con paso rápido hacia el largo tocador, pero ella le alcanzó allí, reteniéndolo.

—No seas tan brusco, Jo Alan. Puedo ser tu amiga y ayudarte a recuperar lo que deseas, pero tendrías que ser más explícito. ¿Qué buscas, una fotografía, una carta, un documento?

Con su izquierda, el hombre rodeó el cuerpo femenino y la atrajo hacia sí. La estrechó con fuerza y la besó en los labios con profundidad mientras su diestra se hundió en su bolsillo y sacaba un micro aparato electrónico.

Levantó con sigilo el teléfono y debajo le colocó el ingenio que se adhirió por llevar una pequeña pieza de potente magnetita. Cuando hubo terminado la operación, concluyó también la caricia.

Joyce respiró hondo, agitando su opulento pecho.

—Estaba segura de que eras de los que saben besar y dominar.

—Bien, Joyce, ya te he hablado y quizá demasiado. Si averiguas algo antes que otro, avísame, sólo tendrás que buscarme en el autódromo o por ahí. Tú eres lista y gata de noche, no te costará localizarme.

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