Top secret

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Capítulo VI

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CAPÍTULO VI

Jo Alan se hallaba ante un local en el que habían rótulos en varios idiomas, todos ellos hablando de la paz y de la libertad. El lugar era sucio y oscuro. De vez en cuando, entraba o salía alguien con aspecto abúlico.

No era difícil deducir que aquellos seres carecían de trabajo y vivían como mejor les venía en gana, pero el dinero no abundaba y eso se notaba en todo. Paredes desconchadas, en la puerta faltaba un cristal y el otro estaba rajado.

Había averiguado que el teléfono marcado por Joyce pertenecía a aquella comuna de hippys o pseudohippys ubicada al sur del área urbana de Los Angeles, una comuna en la que predominaban los individuos filipinos y mexicanos. También había caucásicos, algunos orientales y algún que otro negro.

Sabía que introducirse en aquella maloliente comuna con las ropas que llevaba habría sido como si en un gallinero irrumpiera el lobo; todo se alborotaría.

Se había adelantado a Joyce y debía seguir su plan antes de que aquella extraña y turbia mujer le espantara la presa.

Vio salir a un tipo con una guitarra en bandolera y los hombros hundidos. Sus manos profundizaban hasta lo más hondo de los bolsillos de sus pantalones.

Jo Alan salió a su encuentro. Aquel sujeto trató de sortearlo, pero Jo Alan le puso delante de los ojos un billete de diez dólares y aquel tipo sonrió bajo su espeso bigote.

—¿Qué es lo que quiere, amigo? ¿Acaso es un vicioso de algo? Yo no vendo drogas, pero ahí dentro quizá haya alguien que se las venda salvo que sea de la «bofia».

—No soy policía, sólo quiero saber si ese antro tiene otra salida.

—¿Por qué?

—La hija de un amigo mío se ha metido ahí y, bueno, no hace falta explicar más.

—Ah, es un detective particular que pretende salvar a la hija de un cliente. ¿Y cree que la va a salvar sacándola de ahí?

—Eso es cuenta mía —replicó Jo Alan que le había explicado el cuento para no decir lo que realmente le interesaba.

—Está bien. —Tomó los diez dólares de un zarpazo y los metió en el agujero de la guitarra tras inclinar ésta hacia delante—. Hay una salida en el callejón de la derecha, junto a la puerta que dice «lápidas».

—¿Es la única salida?

—Aparte de esa que ve ahí delante, sí. ¿Satisfecho?

—Sí, es suficiente.

—Que tenga suerte, pero luego, al salvarla de ahí, no se la lleve a la cama como victorioso salvador; sería demasiado sucio. —Y se alejó riendo.

Jo Alan se acercó a la puerta de la maloliente comuna. Se escuchaba el rasgueo de una guitarra y unas voces que canturreaban casi somnolientas.

—¿Qué busca aquí? —le preguntó un sujeto de color, tan alto como él pero con unas cuantas libras más de peso.

—No tengo ganas de estropearme la nariz metiéndola ahí. Dile a Pies Planos que le espero aquí afuera.

—¿Pies Planos? Oiga, no sé de qué habla.

—Dígale que es un amigo suyo de la estación de policía. Si entro será peor para él.

—Está bien, ya se lo digo —gruñó el hombre de color.

Apenas hubo desaparecido el miembro de aquella comuna, Jo Alan se alejó de la entrada, internándose en el callejón.

Encontró el almacén de lápidas que tenía unas endebles puertas de madera. Su propietario no debía de temer que le robasen la mercancía a juzgar por la escasa protección que había puesto a su negocio.

Aguardó pegado a la entrada del almacén. La puerta que había junto a él era muy angosta y oscura. Tenía deseos de fumarse un cigarrillo, mas no lo hizo, aquél no era el momento apropiado.

No tardó en escuchar unos ligeros pasos. Al fin, la puerta se abrió y apareció un individuo flaco que miró a un lado y a otro del callejón.

Jo Alan estiró su mano agarrándolo por el largo cabello y lo arrancó materialmente de la puerta. Aquel sujeto chilló como un puerco, pero Jo Alan no lo soltó.

—Tú eres Pies Planos, ¿verdad?

—¡Suélteme, hijo de perra! —chilló de nuevo.

—No hará falta que te haga caminar para saber si tienes los pies planos, ¿verdad?

El sujeto sacó una navaja. Accionó el resorte automático y una afilada hoja quedó al descubierto.

Jo Alan estuvo a punto de encontrarse con el acero hurgando entre sus costillas, pero golpeó con dureza la muñeca armada y la navaja saltó al suelo.

—Estúpido, será mejor que te de un poco de calmante para que vayas entrando en razón.

Tiró de nuevo de su cabello, se lo puso delante y le propinó un «uno-dos» seguido al mentón en gancho corto. Pies Planos se tambaleó antes de rebotar contra la puerta del almacén de lápidas que se abrió de par en par.

El sexto sentido de Jo Alan le advirtió inmediatamente de que la situación se había puesto fea. No estaba solo. Tres melenudos de distintas razas le salieron por la espalda. Al parecer, habían querido asegurarse de que su compañero de comuna se alejaba bien por el callejón. Uno de aquellos tipos era el negro con el que hablara con anterioridad.

—Conque pasándose de listo, ¿eh, amigo? —preguntó éste con sorna.

—¿Es de la «bofia»? —inquirió otro, más alto y delgado.

Estaba cercado en el almacén de lápidas. Pies Planos continuaba inconsciente en el suelo sobre el polvo de mármol. Jo Alan pegaba duro, Sony podía constatarlo personalmente.

La lucha iba a ser feroz y sorda. Jo Alan sabía que si aquellos tipos se salían con la suya lo golpearían hasta dejarlo hecho un pingajo y luego lo dejarían tirado en cualquier callejón lejos de allí por haber pretendido turbar la paz de la comuna y atentar contra uno de sus miembros.

El negro fue el primero en atacar. Jo Alan le sacudió una patada que le alcanzó en la rodilla y lo hizo trastabillar.

Al de la derecha, que se le abalanzó, lo volteó por encima de su cabeza, lanzándolo contra el negro que terminó por derrumbarse.

Con tres zancadas hubiera podido saltar por encima de los caídos y burlar al tercero para escapar, pero no había llegado hasta allí para huir. No, no era aquél su plan.

El de la izquierda, un filipino bajo de estatura pero muy fornido, le atacó al estilo oriental, sin emplear los puños.

Aquel tipo conocía bien las luchas del Este de Asia, posiblemente aprendidas en la propia Los Angeles.

Esquivar y sortear al filipino le hizo perder unos segundos que resultaron preciosos, porque los otros dos se repusieron y se encontró en inferioridad numérica.

Tomó un pedazo de mármol y lo lanzó con fuerza contra el estómago del negro que encajó el golpe inciinándose hacia delante. Un gancho largo que le alcanzó en pleno rostro lo tumbó definitivamente.

Otro de los atacantes había tomado una lápida entre sus manos, dispuesto a partirle el cráneo a Jo Alan, sorprendiéndole por la espalda, pero éste brincó de costado y con el impulso y el peso de la lápida, su adversario se vino al suelo.

Jo Alan le propinó una patada al mentón que lo cazó limpiamente y el tercer hippy, al ver eliminados a sus compinches, optó por salir corriendo.

Antes de que aparecieran con más refuerzos, Jo Alan tomó el cuerpo de Pies Planos que seguía inconsciente y se lo cargó sobre los hombros.

Salió de aquel almacén de lápidas de escaso o nulo valor artístico y se alejó corriendo por el callejón.

Cuando llegó a su coche, vio salir a varios melenudos más. Pensó que aquellos tipos estaban muy lejos de seguir los verdaderos principios de la doctrina hippy y que tras el movimiento ocultaban su catadura moral, su espíritu de vagos y maleantes.

Corrieron hacia él, pero Jo Alan consiguió poner el «Lancia-Fulvia» en marcha y cuando ya se le echaban encima, arrancó deslumbrando a unos y haciendo saltar a otros para evitar ser arrollados.

Junto a él yacía inconsciente su presa, que no tenía la menor duda sabía y mucho acerca de lo ocurrido a la familia Landon, asesinada brutalmente en una especie de crimen ritual.

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