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Capítulo 9

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Instaladas en ese momento en la galería de arte de la planta baja se hallaban las exposiciones «Calcos de radios servias» y «Cuadros pintados con la boca dedicados al jazz: muestra retrospectiva». Me sentía como si la rancidez de ese lugar se hubiera filtrado en mi estudio y en mi cuerpo. Yo no tenía nada que hacer.

Mi estudio ocupaba ya los pisos superiores del edificio. Elegantón dirigía los equipos de pintores casi sin mi ayuda, en tres plantas. Debajo de él, Chupón pasaba el tiempo limpiando pistolas y reparando viejos robots militares (amontonaba armas en el mismo sitio donde antaño el escultor de queso había amontonado fragantes materiales). Otro piso estaba transformándose en despacho no oficial de Un Sueldo Para Los Robots, y otro más se encontraba preparado como sede comercial para cuando mi corporación lo ocupara (suponiendo que ello ocurriera alguna vez). De momento, política y negocios parecían haberse estancado.

Hornby no tenía ninguna fiesta preparada. Intenté pasear hasta el dique para contemplar la agonía de los robovagos, pero el sol quemaba. Fui a la biblioteca pública, pero en ese momento no había nada que yo quisiera leer. Me obligué a jugar una partida de ajedrez con el desagradable viejo de Nixon Park, pero el sol chamuscaba. Regresé al estudio.

—Chupón, vamos a poner en marcha el plan.

—¿Cuál, jefe?

—¿Qué clase de tropas tienes aquí?

Hizo marchar a varios robots y se explicó.

—Material acorazado para asalto, jefe. Buen blindaje, resistencia al calor, pueden correr, escalar, reventar puertas y caer de cabeza sin sufrir daño. Después tengo elementos de seguridad, no tan móviles pero mejores en defensa. Un par de bombas robot, un par de monstruos antipersonas de uso general…

—¿Qué hacen ésos?

—Un poco de todo. Entre los dos pueden arrojar llamas, escupir ácido, disparar dumdums y armamento antidisturbios, llenar una habitación de gas mostaza, desgarrar a una multitud con ganchos o cuchillos, hacer estallar fósforo blanco, lanzar granadas fragmentarias o dardos, provocar explosiones que dañen el cerebro, emitir chillidos amplificados, aparentar que son criminales… Son francamente prácticos, jefe. Vístalos con cuero negro y con adornos de latón y podrán desempeñar una misión en cualquier parte.

—Muy bien, esto es lo que haremos. Vamos a atracar… es decir, vamos a hacer un vídeo del atraco a una joyería. Pero el vídeo tiene que ser muy, muy real. Todas las cámaras estarán escondidas.

—¿En serio?

—Y usaremos armas reales y haremos todo real, ¿entendido?

—Lo que «usted» diga, jefe.

Chupón tenía el irritante hábito de pronunciar la palabra «usted» como entre comillas, para recordarme que mis órdenes procedían de cierto amo invisible. Su presunción era insoportable. Era la presunción de ciertos cristianos con su cristiana certidumbre, la presunción del diácono Cooper.

El diácono Cooper y yo, misioneros rumbo a Marte, embarcamos en el carguero

Granada. El viaje fue como un sueño, empezó y terminó en ninguna parte. En la Agencia de Viajes Darkblaze, un hombrecillo que iba sin afeitar y con dientes dorados explicó que deberíamos estar inconscientes durante el despegue (algo relacionado con la necesidad de adaptarse a la gravedad artificial de la nave, dijo). En las mismas oficinas, el hombrecillo inyectó algo al diácono Cooper para dejarlo dormido. Después desconectó mis sentidos.

El diácono me despertó en el camarote de ambos.

—¡Estamos en marcha! ¡Marte o estrellarnos! ¡Esta es nuestra misión más importante!

Estrellarse parecía una posibilidad, por lo que pude ver del

Granada: luces oscilantes, pintura que caía de las oxidadas mamparas, todas las superficies cubiertas de polvo y suciedad…

El capitán, cuando vino a vernos, tampoco inspiraba confianza precisamente. Era un hombretón que iba sin afeitar (sin dientes dorados) y vestido con un arrugado uniforme. Su sonrisa era recelosa, y no dejaba de mirar hacia atrás por encima del hombro.

—Soy el capitán Reo. Sólo quería comprobar si está cómodo, diácono. Y su robot.

—Estamos muy bien, capitán, muy bien. ¡Estupendamente! Hey, ¿cuándo llegamos a puerto?

—Dentro de ochocientos cincuenta días, aproximadamente.

—¿Hay otros pasajeros a bordo?

—Sí, sí, la familia, em, Jord. Pero pasan, em, mucho tiempo en su camarote. —Miró hacia atrás por encima del hombro—. Creo que son, em, marcianos. Algo así como, em, em, diamantes en bruto, ¿eh, eh?

—Bien, estupendo, bien —dijo Cooper—. Supongo que los veremos durante las comidas, ¿verdad? Quizá en la mesa del capitán.

—¿La mesa del capitán? Bueno, diácono, como ya sabe, la Cruzada del reverendo Flint Orifice pagó la tarifa básica, el transporte de usted y, em —me miró—, y todo el equipaje del camarote. Pero no incluye comida. Así pues, si paga ahora, gustosamente le serviré comida en mi mesa.

El diácono hizo una mueca.

—No tengo un centavo, capitán. Sólo una maleta llena de impresos y un cuello plástico de repuesto.

El capitán respondió también con una mueca.

—¿No tiene dinero? Puede trabajar en la cocina. Tenemos una tripulación hambrienta, y el cocinero se alegrará de contar con ayuda.

Cooper me miró.

—¿No podría trabajar mi ayudante por mí? Tiene experiencia como cocinero.

—¡No! —El capitán miró hacia atrás—. Estamos en una nave del

sindicato. Mis tripulantes pueden parecerle ignorantes lapones, pero exigen respeto a las normas sindicales. Si permito que un solo robot mueva un dedo a bordo, la tripulación entera se declarará en huelga. Y seguramente yo perdería mi licencia. Nanay, ha de ser usted, diácono.

Y así fue. Mientras el diácono Cooper se afanaba largas horas en la cocina, yo tenía permiso para recorrer la nave y ocio suficiente para disfrutar el viaje.

El Granada era en teoría una nave ganadera con matrícula de Liberia, que transportaba un pequeño rebaño de vacas lecheras y recipientes con embriones de ganado vacuno. Estos últimos podían conservarse por tiempo indefinido, para reconstituirlos y criarlos de acuerdo con las necesidades.

Pero había otras partes de la nave que no tenían relación alguna con el ganado. Descubrí un telarañoso salón de baile con doradas sillas cubiertas de polvo, por ejemplo, y un enorme urinario público con paredes y retretes de mármol, dos sillones de barbero y un puesto de limpiabotas. Había una cafetería «Sólo para primera clase» en la que sofás decorados con brocados se pudrían cerca del cadáver de un magnífico piano. Fue allí donde encontré el escritorio de palisandro, y escondido en el cajón un montón de papel para notas con la inscripción

NE Dolly Edison. Esto carecía de significado para mí por entonces.

También había una fantástica biblioteca en la que pasé largas semanas leyendo y viendo vídeos. No había normas fijas en mi lectura. Durante algún tiempo elegí únicamente libros en los que aparecieron robots llamados Robbie. Luego leí únicamente autobiografías de ex monjas. Durante una semana entera clasifiqué títulos de obras escritas en inglés que empezaban con U, títulos que con frecuencia parecían ocultar profanos significados:

Donald Barthelme,

Unspeakable Practices, Unnatural Acts

George Gissing,

The Unclassed

Malcolm Lowry,

Ultramarine

Harriet Beecher Stowe,

Uncle Tom’s Cabin

Thomas Nashe,

The Unfortunate Traveller

Charles Dickens,

The Uncommercial Traveller

Robert Records,

The Urinal of Physick

Vasko Popa,

Unrestfield

Nell Dunn,

Up the Junetion

Iris Murdoch,

Under the Net

Dorothy L. Sayers,

The Unpleasantness at the Bellona Club

Thomas More,

Utopia

De forma inevitable, empecé a estudiar Marte y los marcianos. En sus ratos de ocio, Cooper veía conmigo vídeos de personas de feo aspecto que vivían en cabañas de hojalata tétricamente aferradas al suelo y rodeadas de un paisaje que nadie podría considerar agradable. Marte jamás había tenido mucho que ofrecer en cuanto a petróleo, agua o incluso barro. Cualquier belleza natural que hubiera poseído en tiempos yacía oculta bajo vallas publicitarias, casinos con anuncios luminosos, cementerios de coches, oscuros bosques llenos de pozos, brillantes tajos de minas, hileras de gigantescos pilares que llevaban electricidad a multitud de horribles casitas.

Los marcianos no carecían de religión, según supimos. Existían más de 23. 000 sectas legalizadas en los principales centros habitados, desde las más exóticas (Logia Hermética de las Novenas Afinidades Zoroástricas) hasta las más conocidas (Iglesia del Lavado en Seco: Alteraciones Mientras el uranio Aguarda; Primera Iglesia de la Familia Snodgrass de 112 Oakland Avenue West). Una casa de cada dos parecía ser una especie de templo. Los canales de televisión estaban agobiados con tantos vociferadores, cantores, declamadores y curadores. Seguramente se blandía una Biblia, en algún lugar de Marte, cada dos segundos.

—Todo en vano —dijo Cooper. Su mano (agrietada y enrojecida después de lavar tantos platos) hizo un mecánico gesto como si blandiera la Biblia—. Si esta gente no ha sido salvada por la Cruzada del reverendo Flint Orifice, es que no está salvada en absoluto. Tenemos que derribar y destrozar esos falsos ídolos, a fin de que la buena gente de Marte pueda ver la luz.

Nuestro principal enemigo era un credo popular denominado Darwinismo Reformado, que nació por un accidente histórico. Cuando la colonia estaba estableciéndose, tenía lugar en los Estados Unidos un debate sobre las polémicos postulados de alguien llamado Charles Darwin, un extranjero. Darwin postulaba evidentemente que los animales evolucionaban, que una especie se transformaba en otra. Ello se producía al parecer mediante la «selección natural»; los miembros mejor dotados de una especie sobreviven, los peor dotados perecen. La cuestión se planteaba así: ¿era eso ciencia?

En algunos Estados se descubrió que los verdaderos guardianes de la ciencia y la verdad científica eran líderes religiosos y abogados, que no se dejaban influenciar por los hechos. Los científicos, en general, eran tan dogmáticos y arrogantes como para afirmar que ciertos hechos eran simples hechos y en absoluto asunto de preferencias religiosas.

El debate prosiguió con furia hasta finales de siglo, momento en el que parte de las sectas más anti-Darwin perdieron gran parte de su fuerza. Muchas de tales sectas contaban con el fin del mundo en 1999. Al no producirse, muchos de sus seguidores dejaron de echar dinero en las bandejas de recolecta y se dedicaron a ciertas aficiones: la pesca, el lavado del coche, la crítica de los programas televisivos…

Pero entonces nació una contrasecta, formada por personas que decían creer, y tal vez incluso lo pensaban, en la novedosa teoría de Darwin. En lo que creían realmente era en el Darwinismo Reformado, una teoría sociorreligiosa que combinaba «supervivencia de los más aptos» con «tonto el que se quede el último». Lo importante era ser un superviviente. Cuidar de tu tribu y de tu territorio. Ser egoísta. Dios ayuda a quien se ayuda.

Para los nuevos colonos marcianos, esta teoría venía como anillo al dedo. Vivían en un lugar donde tribalismo y egoísmo tenían verdadera importancia, donde territorio significaba dinero. Muchos ya habían pasado por la cárcel por actos basados en su egoísmo. El Darwinismo Reformado invadió sus corazones y rudimentarias mentes.

—Esto va a ser difícil —dijo el diácono Cooper—. Deberemos presentar muy bien nuestro mensaje ya que va dirigido a personas capaces de matarse unas a otras por una armónica de plástico.

—¿Vamos a explicarles que Jesús dijo, que debemos amar al prójimo y…?

—No, definitivamente no. Eso es lo último que desean oír. Hay que explicarles, no sé, quizá que Jesucristo fue el tipo más duro de cuantos le rodeaban. He repasado algunos datos de los evangelios. Tenemos la historia de cómo él está sentado con su grupo y llega una mujer y lo rocía con una elegante loción para después del afeitado. Y los otros tipos preguntan si no habría que dar el dinero a los pobres en vez de derrocharlo de esa forma. Pero él dice, «Olvidad a los pobres, los pobres siempre os acompañaran, siempre hay alguien con la mano extendida». Y he encontrado otros pasajes que explican que él era el propietario de su casa, que pagaba impuestos y que no era un gorrón. Bien, si pudiéramos relacionar nuestro mensaje con las ideas marcianas sobre el estilo de vida…

—Si pudiéramos hablar con la familia Jord, diácono…

Pero Vilo Jord y su parentela jamás abandonaban el camarote. El diácono y yo nos encontramos, igual que antropólogos en busca de una tribu perdida, tratando de reconstruir a unos desconocidos marcianos con toda la información disponible, incluso literaria. Una antigua novela aseguraba que los marcianos compartían el agua; nosotros sabíamos que no compartían nada. En otra novela aparecían jugando bátbol alemán; descubrimos que su juego preferido era el béisbol con pelota blanda.

—No veo por qué no podemos emplear muchas metáforas de ese juego —comentó el diácono—. Digamos que el montículo del pitcher es el Calvario, los corredores de la primera y tercera bases serán los ladrones buenos, Judas Iscariote el cuarto bateador, la bolsa de resina será hiel y vinagre y así sucesivamente. —Se sentó y examinó un momento sus agrietadas y enrojecidas manos—. Y así sucesivamente.

Llevábamos ya más de un mes a bordo del

Granada, y el diácono estaba agrietándose en otros aspectos. ¿Existía un montículo de pitcher en el béisbol con pelota blanda?

La idea de pasar algún tiempo con los marcianos empezó a perder atractivo cuando continuamos leyendo: eran en general hombres rudos, groseros, sin imaginación, sin ambición, sin dinero. Todos vivían en casitas suburbanas (metal por fuera, recubiertas de papel por dentro) con fachadas «coloniales». Normalmente una vivienda de este tipo tenía un árbol ante la acristalada parte de la fachada principal, un árbol que los marcianos llamaban

godden. Se trataba de un árbol enclenque, pero muy apreciado en Marte. Era un huso de poco más de un metro de altura que producía algunas agujas y grandes vainas amarillas, tan huecas como el resto de la vida marciana.

La casa, denominada

teep, solía tener tres habitaciones: cocina, dormitorio y enfermería. Debido a la manipulación de minerales extraídos, e igualmente por el abuso de bebidas y drogas, era preciso poseer un cuarto fácilmente limpiable, la enfermería o

barfy. Si la vivienda disponía de una cuarta habitación, ésta se destinaba a garaje. Los marcianos dedicaban mucho tiempo a sus coches. Antes de abordar vídeos con charlas de verdaderos marcianos sobre su vida, teníamos que aprender el idioma. Era un dialecto del inglés norteamericano, hablado con acento del norte de Iowa, aunque el vocabulario había sufrido grandes cambios. Marte o marciano era

Marty; un hombre era un

brudda o un

Marty-brudda; una mujer era una

snap. Alimento era

spew; comer era

grabbin the barf-bag; un coche era

goodwheel o

can; whisky,

Budapest; ginebra,

goose; cerveza,

parthenogenesis; todas las drogas afines a la anfetamina se denominaban

monkeybread; los antidepresivos eran

furze; los tranquilizantes,

Circassian chicken; las píldoras para dormir se llamaban

weenies; las bebidas con extracto de cola de cualquier tipo,

fissorn; las cápsulas de veneno (vendidas sin tapujos y casi legalmente en la colonia) eran

SyNesters; un suelo fregado a mano,

murph; salarios,

greengage; darse ínfulas,

purplesnow; un mensaje de la Tierra se denominaba

plywooder. Las llaves inglesas, por cierta razón misteriosa, se llamaban

wurpy.

Un día el diácono llegó jubiloso

(serrated).

—He destrozado realmente esta barrera del lenguaje, ¿sabes? En serio, la he destrozado realmente, sí. Puedo comunicarme, puedo llegar a la cabeza y al corazón de esta gente, ¿entiendes? Conoce a tu enemigo, algo así. Me refiero a que finalmente puedo atravesar el galimatías

(quidge) y hablar con ellos. Eso implica una posibilidad real de convertirlos.

»Escucha, has sido francamente útil aquí. Quiero hacer algo por ti a cambio. Trabajarás para la Cruzada sólo un año a contar desde el momento en que aterricemos, y te dejaré en libertad.

—¿Dejarme en libertad?

—En Marte hay robots libres. El cocinero me lo explicó. Trabajan y ganan un sueldo igual que cualquier ser humano libre. ¡Ah, te lo aseguro, se acerca un día de gloria!

Agitó sus espantosas manos, cubiertas ya de pus y exudantes llagas. Observé que el diácono estaba frenético, probablemente desvariado. Yo había empezado a odiarle, si odiarle es el término correcto. Incluso sufriendo, el diácono tenía que presumir y hacer promesas de imposible incumplimiento. O se equivocaba (no había robots libres en Marte) o moriría antes de liberarme. En cualquier caso, yo acabaría mis días afanándome en el horrible planeta, entre personas que hablaban igual que las del vídeo que en ese momento veíamos.

PRIMER MARCIANO:

Grok, Brudda.

(Hola, amigo marciano.)

SEGUNDO MARCIANO:

Grokola, Marty-brud. My parsnip is fraughter nor a dead skate’s greep, ow you?

(Hola. Me vendría bien un trago, ¿y a ti?)

PRIMER MARCIANO:

Too wry, nuncle. Not schlepped the old barf-bag since the old snap jived earthside, curd shore use a spew and a pinter pipi.

(De acuerdo. No he cenado fuera de casa desde que mi chica me dejó, así que me vendría bien algo de comer y una cerveza.)

SEGUNDO MARCIANO:

Bow-wow. There is no ankle-grine without some wallop a frigstore ending. Me got brakes, let’s seop the joot so snaffle a coupla pinters.

(Estupendo. A cada piedra su pozo. Yo tengo coche, ?? la carretera y vamos por un par de cervezas.)

Mientras intentábamos averiguar el significado de

let’s seop sonó una sirena de alarma en alguna parte de la nave. En el

Granada siempre estaban sonando alarmas, ya que era una nave enorme y vieja, pero en esta ocasión el capitán nos habló por el circuito de altavoces:

—Atención todos los pasajeros y tripulantes. Les habla el capitán. Se ha producido un, cm, secuestro espacial… ¿Se dice así? —Hubo ruido de ametralladoras—. Secuestrados, de acuerdo, estamos secuestrados. Por el, em, Frente de Liberación Vilo Jord y Familia. —Hubo una larga pausa, y por fin el capitán añadió—: Nada más. Gracias.

De vez en cuando oímos disparos en distantes partes de la nave.

Los ojos del diácono cobraron brillo.

—¡Auténticos mártires! ¡Estos de la familia Jord son auténticos mártires! Es nuestra oportunidad para hacer prácticas del idioma. Vamos.

—¿Salir, jefe? —Yo empezaba a sentirme nervioso.

—No los encontraremos si seguimos sentados aquí. Vamos, coge algunos folletos y sígueme.

—Pero ¿no será peligroso?

—Dios se ríe del peligro —dijo, mencionando una frase de los folletos que estaba metiéndose en los bolsillos—. Toma ejemplo.

Yo hubiera preferido no tomarlo, pero no había más remedio que obedecer. Cogí diversos folletos de la Cruzada.

¡Cristo

llevaba el pelo corto!

¿Es suficiente con el Cielo? (La respuesta era No; una vez en el Cielo era preciso conseguir una casa en un buen barrio.)

La historia

del reverendo Flint Orifice. Doble diezmo: ¡La

mejor inversión!

El pez cítara

se burla

de los científicos: ¡Dios se ríe!

Nacimiento por cesárea:

¿Mito o realidad?

Oímos más disparos al llegar a la escalera de camarotes.

—Diácono, ¿está seguro de que esto es prudente? Es posible que estén matando gente. Todos los disparos no pueden ser de advertencia.

—No te preocupes —dijo él—.

¡Nosotros sabemos su idioma!

Mientras decía esto, doblamos una esquina y encontramos el primer cadáver. El carpintero de la nave yacía boca arriba al pie de una escalerilla. Su pecho estaba lleno de balazos y su rostro aparecía extrañamente mutilado.

En la cubierta superior encontramos otros dos cadáveres de tripulantes, de nuevo con mutilaciones faciales. El diácono se inclinó sobre el primero y examinó el cigarrillo que sujetaba su mano.

—Todavía encendido. Nos estamos acercando.

Bajamos corriendo los sucios peldaños de hierro de las bodegas, que eran como un enorme barril con el techo a cuarenta metros de altura en la sebosa penumbra. A lo largo de las curvadas paredes, el ganado estaba colgado en hamacas. Había una docena de estos ejemplares, cada uno en su hamaca con estampados florales, y con otra hamaca de menor tamaño para las ubres. Los cuernos estaban protegidos con globos transparentes de cristal endurecido. Puesto que todo el ganado era de raza Holstein, en la bodega había música de acordeón a todas horas. Cuando entramos, las criaturas se bamboleaban al ritmo de la

Polka Minneapolis.

En el suelo había recipientes cilíndricos de vidrio con embriones. Los recipientes tenían una capacidad de cuarenta y cinco litros, o minivacas suficientes para poblar la Vía Láctea, según sabía yo. Había un total de veintiocho, vibrando con distintos tonos de luz que permitía su identificación: rojo significaba Jersey, anaranjado Guernsey, etc.

Mientras bajábamos en silencio la escalerilla para llegar al nivel del suelo, vimos un grupo de personas armadas que reflejaban el brillo de un tanque rojiazulado (Jer sey-Angus) que los hombres estaban vaciando en jarras de plástico. Resonaban groseras risas que apagaban la música de acordeón.

Tiré de la manga al diácono.

—Quizá no debiéramos molestarlos ahora, jefe —musité—. Si esperamos un poco, es posible que estén de mejor humor.

—¿Esperar? ¡Nunca! —gritó.

Oí el amartilleo de las armas automáticas. Todas las horrendas figuras se volvieron hacia nosotros.

El diácono Cooper avanzó hacia ellos, mostrando un puñado de folletos.

—Grok, Bruddas! Your parsnip must be fraughter nor a dead skate’s greep, so snaffle a coupla pinters, yo?

—Alto ahí. ¡Ni una paso más!

—Pax, Marty-bruddas, Marty-snaps. Got great plywooder of God! —dijo el diácono, sin dejar de avanzar hacia ellos—. ¡Dios

howdys al que se

howdy! Me avalanche ply wooder-kid de la Cruzada del reverendo Flint Orifice, Dios dijo dejad que el

serration

Una de las siluetas disparó contra él, y el diácono cayó en medio de una lluvia de folletos. El asesino se agachó para cortar la nariz del muerto y agregarla a la espantosa colección que llevaba al cinto.

—¿Qué endiablado dialecto hablaba éste?

Uno de los otros me apuntó con su arma.

—Hay alguien más.

—¡No disparen! —dije—. Soy un robot, y podría ser útil.

—Baja muy despacio. —Obedecí—. Muy bien, útil, ¿y si me explicaras por qué esta piña colada sabe a meados de elefante?

—No es para beber —expliqué—. Es una solución de embriones de vaca.

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