Tiger

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A provincia china del Zetschwan tiene en su centro, a todo lo largo, en dirección noreste-sudoeste, una serie de valles, que son los cauces de los afluentes del gigantesco Yantsé. Todos ellos, separados por alturas relativamente pequeñas, forman una especie de gran valle, que va a morir en el territorio Moso. Fue en la principal, en la mayor de las ciudades de esta provincia, en Tchungking, donde el mariscal Chang-Kai-Tchek se hizo fuerte contra las tropas japonesas, que solamente a costa de ímprobos trabajos podían llegar hasta las escarpaduras de lo que podríamos considerar, muy liberalmente, como el Tibet oriental, uno de los parajes más agrestes del mundo.

Por el valle del Yantsé llegaban a Likiang, procedente de todo el Zetschwan, caravanas interminables de mujeres, viejos y niños, con su impedimenta a la espalda, arrastrando carros de bueyes, “riksaws”, carrillos de mano e incluso con largas pértigas, de las puntas de las cuales colgaban todos sus enseres.

Grupos de soldados regulares nacionalistas encauzaban la corriente a palos y culatazos, cuando no veían otra manera de hacerse entender. En menos de diez días, la población de Likiang se había decuplicado, en uno de esos éxodos asiáticos en los que centenares de miles de personas se ponen en marcha, huyendo de algo desconocido o conocido. Nadie puede detener esa avalancha, que cubre carreteras, caminos, campos, ríos, como una marea interminable. En un tiempo huyeron de los bandidos; luego, de los japoneses, y ahora, de los comunistas; pero cada cierta cantidad de años, aquellos castigados campesinos, cogían sus aperos y sus ropas miserables y echaban a andar.

En Likiang no había sitio. Incluso durmiendo familias de doce personas en una sola habitación, las casas, de uno o dos pisos, de Likiang, no daban abasto, y con juncos de las orillas del arroyo se habían hecho unas especies de tenderetes, y arropándose luego del frío de la noche montañesa con pieles de cordero.

Pero el principal y más perjudicial de todo aquel amontonamiento no fue la falta de habitaciones ni el frío. Ambas cosas eran sobradamente conocidas por los miserables campesinos que habían llegado de fuera. No; era muy otra: el hambre. No había arroz ni té. Es decir, sí lo había; pero en los almacenes del Ejército, y allí estaba perfectamente guardado por los soldados. Estos sabían que si repartían suministros especiales, llegaría un momento en que ellos apenas tendrían alimentos para la retirada inevitable ante las tropas comunistas, que iban subiendo, poco a poco, desde el bajo valle del Yangtsé.

Y, por tanto, lo defendían a toda costa. Aquellos que habían podido, antes del éxodo, reunir algunas miserables vituallas, los vendían a precios prohibitivos, que sólo algunos de los fugitivos podían pagar. Algunos, muy pocos. Era una de las inevitables hambres chinas.

En todos los caminos que llegan hasta Likiang, incluso en la carretera que la une con Yünnan y que luego va a unirse a la ruta de Birmania, se apretujaban miles y miles de personas, asentadas en sus tenderetes, con las caras inexpresivas dirigidas hacia delante, esperando no sabían qué. Nadie sería capaz de comprender el ensueño de un campesino chino cuando lo ha perdido todo. De cuando en cuando, uno de ellos, que había reservado cuidadosamente un poco de opio, fumaba una pipa, mientras los demás zascandileaban a su alrededor. Cualquiera de aquellas manos que se tendían suplicantes hacia él, hubiérale arrebatado la pipa, de no haber sabido que la muerte hubiera sido el resultado inmediato de aquella acción. Se puede pasar sin comida, pero no sin opio.

Los soldados del general Jung Atai caminaban en patrullas, en un simulacro de conservación del orden. Demasiado bien sabían, no obstante, que apenas ellos emprendieran la retirada, aquello herviría de robos, saqueos, violaciones y crímenes de todas clases. Únicamente el respeto secular del campesino hacia los militares contenía ahora las pasiones de aquellos desgraciados.

No solamente Likiang se veía llena de fugitivos, sino que otros muchos procedentes de Suifu, pasaban de largo, esperando encontrar mejor suerte en Yünnan. Para ellos, mejor suerte era poder comer arroz una sola vez al día. Y también, otros muchos llenaban los alrededores, llegando hasta el lago Lashipa, y pensando que en las Altas Aguas podrían pescar y encontrar raíces de bambú. La paz había huido de Likiang, aquel pacífico rincón del valle del Yangtsé.

A cuarenta “li” de Likiang, al Norte, está la pequeña población de Nguluko, en la falda del Satseto, que eleva su pico a nueve mil quinientos pies de altura. Allí, huyendo de las posibles enfermedades contagiosas que hubieran podido llevar consigo los fugitivos, había instalado el general Jung Atai su cuartel general. Éste estaba justamente al lado de una especie de sucursal de la misión holandesa de Likiang.

Aquella mañana, el general Jung estaba ya resoplando a las ocho y media. Habían llegado noticias del cuartel general de Chang-Kai-Tchek. En ellas se le comunicaba que las tropas comunistas habían forzado los pasos de los montes en Futschou y habían cruzado el río Wu-kiang. El cuerpo de ejército del que formaba parte el general Jung debía ponerse en marcha, al cabo de dos días, con dirección sudeste, cuando recibiera nuevas indicaciones. Lo de los pasos forzados por los comunistas no pasaba de ser una mera metáfora: la verdad es que una división entera nacionalista se había pasado a los rojos, esperando comer mejor. Si consiguieron o no su pretensión, era algo que nadie sabía.

Jung se cercioró de que los dos desertores habían sido fusilados, y se sentó a su mesa, para resolver algunos de los asuntos pendientes. El general Jung Atai había sido siempre una especie de espina clavada en el costado del Alto Mando nacionalista del mariscal. Sabían que no podían fiarse de él, pero sabían también que si un día decidía luchar, sus hombres luchaban mejor que los de cualquier otra unidad, porque todos ellos, sin excepción, le tenían mucho más miedo a su jefe que a cualquier enemigo que les pusieran delante.

Efectivamente, habían sido fusilados. Sólo había habido un pequeño contratiempo: se había presentado un individuo afirmando ser hermano de Fuh-Luan. Los soldados que lo recibieron no habían sido lo suficientemente listos como para prenderlo también, pero Jung no pensaba que eso pudiera constituir un peligro. Efectivamente, el rastro de Vladek se perdería en Hong-Kong.

Jung destapó una botella de aguardiente y bebió a tragos de su contenido. Dos días nada más. Muy poco, demasiado poco tiempo de libertad, ya que sabía que en Formosa, las cosas no podrían continuar como hasta ahora. Allí estaría perfectamente vigilado por otros generales y por los mariscales de Chang-Kai-Tchek. Ahogando una maldición, tiró la botella contra la pared, manchando ésta, y se asomó a la ventana, desde la que podía contemplar los cambios de guardia y los rítmicos pasos de sus soldados.

—Perros comunistas —dijo, sordamente; luego, como si estuviese ante sus ojos, apareció la delgada figura de la mujer de los ojos verdes y resopló de satisfacción. Alzó la voz, y gritó—: ¡Mi caballo, perro!

Su ordenanza, un sargento, especializado en sostenerlo cuando estaba demasiado borracho, se cuadró ante él y anunció que el caballo estaba dispuesto. Jung, entonces, escribió algo en un papel y se lo entregó al sargento.

—Dale esto al teniente coronel Bo-lo —ordenó—. Volveré a mediodía.

Su ayudante estaba cobrando impuestos en Likiang, unos impuestos recientemente inventados por el general Jung, por lo cual el sargento le entregó el papel a un comandante. Éste, un hombre joven, prematuramente calvo, lo leyó, y se volvió hacia dos capitanes que estaban con él.

—Ahí lo tienen ustedes —dijo, con desprecio—. Nos dan orden de partir dentro de dos días, y uno de ellos está con una mujer, y el otro llenándose los bolsillos. Señores: ¿hasta cuándo va a durar esto?

Los capitanes se encogieron de hombros. Todos ellos, oficiales forjados en la lucha patriótica contra los japoneses, eran fundamentalmente honestos, pero a su alrededor no veían más que corrupción, y lo peor era que empezaban a comprenderlo, en cierto modo, y a no asombrarse demasiado.

—El coronel Ho... —empezó a decir uno de ellos.

El comandante agitó el brazo con energía, casi ferozmente.

—El coronel Ho tiene tanto miedo al general, que no moverá una mano.

—Bien; de todas maneras, no podemos hacer sino esperar —respondió el otro capitán—. Esperar, y tener los camiones dispuestos.

—Los camiones..., ese desecho japonés, cuyas piezas parecen pegadas con barro...

El comandante tiró el papel encima de la mesa, con violencia, y salió del cuarto.

El general Jung, subido sobre el resistente caballo mogol, había tomado la senda que conducía a la cara oeste del Satseto. La senda zigzagueaba por el amplio valle, e iba ascendiendo poco a poco hasta terminar en el precipicio. Desde el cuartel general de Jung Atai hasta la Casa de los Vientos, sólo había una hora de cabalgada, pero no todo el mundo conocía exactamente el emplazamiento de la casa de Elya Ivanovna Tjarek.

Uno de los criados tibetanos le sostuvo el caballo, mientras desmontaba. El general le preguntó dónde estaba la señora, y el criado señaló hacia las escarpaduras. Un momento después, el general trepaba entre las rocas, con dirección a las terrazas que dominaban el precipicio sobre el arroyo.

Un paisaje rocoso, bajo el cielo gris. Unas miserables matas de hierba en los intersticios de las rocas. Ruibarbos gigantes lanzando a su alrededor las carnosas hojas palminervias, en las que brillaba el rocío por la mañana, escarchándolas de blanco. Unas cuantas ovejas, masticando pacíficas, y de vez en vez el vuelo de pequeños pájaros buscadores de insectos. Jung enarcó el pecho y respiró profundamente el aire helado que llegaba desde las cumbres y que soplaba continuamente.

Elya estaba en pie, sobre una roca, inmóvil, con la cabellera flotando a su espalda, como una pequeña capa pluvial. El viento ceñía al cuerpo sus vestiduras y parecía que habría de arrebatarla en cualquier momento. Jung avanzó hacia ella, por detrás, sin que lo oyese hasta que estuvo a su lado y los brazos del coloso la rodearen.

—Déjeme, excelencia —dijo ella, sin volverse.

Jung la volvió, sin que ella ofreciese resistencia; la acercó a sí y la besó en la boca. Tampoco respondió ella al gesto. Jung la empujó hacia atrás.

—¡Bah! —dijo, despreciativo—. Yo, Jung Atai, el único hombre que podría detener a los comunistas en el Zetschwan, estoy perdiendo el tiempo con una cosaca.

Ella sonrió, burlonamente. Jung se le quedó mirando los labios, como si estuviese hipnotizado.

—¡Bah!, repito yo, excelencia. Habéis llegado a creeros el mismísimo Gautama. No concebís que os haya cosas vedadas. ¿Oís cómo sopla el viento? Las tempestades llegan. Dentro de pocos días vendrán las nieves, y los lobos bajarán hacia las ciudades.

—Dentro de pocos días —respondió, con brutalidad, Jung— estarán aquí los comunistas, al mismo tiempo que la nieve. Y dentro de dos, me marcho yo, con mis tropas. Supongo que no pensarás quedarte aquí.

Ella miró, pensativa, a las montañas.

—Dos días... Y ¿por qué no? Nadie sabe quién soy. Nadie más que tú. Siempre habrá entre los comunistas alguno como... —ligera reverencia burlona— su excelencia el general Jung Atai. Puedo quedarme. Después de todo, tengo aquí un trabajo que acabar.

Jung la miró, con la mandíbula apretada.

—Echa a ese hombre al tigre, suelta al animal y prepárate. No pensarás que voy a dejarte aquí para cuando lleguen ellos.

Los verdes ojos seguían brillando burlonamente.

—General Jung —dijo ella, de pronto—: ¿podréis robar en Formosa como habéis hecho aquí? O bien..., ¿os tendréis que atener a un sueldo, a vuestro sueldo de general? ¿Creéis de veras que yo iba a seguiros a Formosa? No quiero estar al lado de un hombre como vos en ningún paraje civilizado o semicivilizado. Sois... un peligro.

En alguna parte tosió “Tiger” broncamente. Los oscuros ojos del gigante miraron torcidamente hacia el sitio de donde partía el ruido. Luego dio un paso hacia la mujer, y la cogió de nuevo en sus brazos. Elya lanzó una carcajada burlona.

—Soltadme —dijo—. No pensaréis que voy a seguiros a la fuerza.

—Lo harás —respondió él, tensamente—. Vas a bajar conmigo a Likiang, después de que hayas terminado con ese despojo. Y luego me acompañarás a todas partes, aun cuando tenga que atarte.

La risa de ella rebotó de nuevo entre las rocas.

—Si no me sueltas —dijo—, te mataré.

Jung sintió en su costado izquierdo algo que pinchaba. Había un cuchillo pegado a sus costillas. Él rió ahora.

—Te haría pedazos con una sola mano.

—Y entonces me perderías para siempre. Suéltame.

Jung la tiró contra la roca y se la quedó mirando, erguido y con la cabeza inclinada. Así, destacado contra el cielo plomizo, parecía más grande, más gigantesco, un verdadero hijo de las montañas.

—Si me voy —dijo, contenidamente—, vendrás conmigo. No te dejaré, porque eres mía, y de nadie más. Ahora, ya lo sabes. No se puede jugar con un hombre como tú has querido hacerlo conmigo. Eso queda bien para ese pobre imbécil que tienes amarrado allá abajo. No con Jung, recuérdalo —se rió malignamente—. Antes que dejarte aquí, te haría pedazos con mis propias manos.

Elya no apartaba de él sus ojos. Sabía que el mogol estaba diciendo la verdad. La mataría.

—Está bien —dijo, volviendo la vista a otro lado—. Está bien.

Jung alzó la cara al cielo, y rió largamente. La espléndida, animal vitalidad de aquel hombre escapaba de él, y formaba como una especie de aura a su alrededor. Una vitalidad así debió sostener y animar a los primeros hombres, en lucha contra un medio horrorosamente duro, y contra animales enormes.

—Tengo que marcharme —dijo—. Me necesitan en el cuartel general. Pero dentro de dos días estaré aquí. Tus criados pueden ir bajando tus cosas a la ciudad. Tienes un camión a tu disposición.

—Y me llevarán a la grupa de tu caballo, como un centauro... —dijo Elya, poniéndose en pie—. Bien; hágase tu voluntad.

Escoltado por los dos tibetanos armados, Julius Vladek acababa de salir de la casa. Desde donde estaban ellos, le vieron perfectamente.

—¡Qué flaco está! —dijo Jung—. Debías haberlo alimentado mejor. “Tiger” come mucho.

Elya se había acercado a una roca, y apartó el ramaje que la cubría. Hasta ellos llegó el hondo rugido de “Tiger”. Aquel orificio era precisamente por donde le entraba aire libre al animal. En la sombra, vieron refulgir las amarillas pupilas y nuevamente tosió el animal.

—Me horroriza la idea de la esclavitud —dijo Jung, mirándolas—. Sólo la comprendo en los demás. Pensar que yo podía estar amarrado a una argolla, o metido en una jaula... —se estremeció—. ¿Por qué no acabas de una vez?

—Quiero probar la “nagaika” otra vez —respondió Elya, pensativa—. ¿Cómo puedes comprender tú que no me proporcione todo el placer que esperaba?

—La costumbre. Le has pegado demasiado, y te has acostumbrado a ello; pero piensa en el momento en que lo lances entre las patas de “Tiger”, y éste le ponga una zarpa encima. Si “Tiger” tuviese sentido del humor, no lo mataría en seguida, sino que se entretendría con él. Una vez vi a un gato sacándole la piel a tiras a un ratón. Dos horas tardó en matarlo.

Uno de los tibetanos le había quitado la camisa a Vladek. Elya y Jung, que se acercaban, vieron temblar de frío al zoólogo. Pero la cara que se volvió hacia ellos estaba tranquila.

—Hola —dijo Jung—. Déjeme ver esos lomos.

No había en la espalda de Julius Vladek trozo alguno de piel que no hubiera recibido el beso de la “nagaika”. Pero los golpes habían sido sabiamente administrados. El padre de Elya Tjarek recibió todos los golpes en media hora. Vladek los había recibido en varios días. No se le quería matar, sino solamente atormentar. La sal que impregnaba la herida le era retirada al ser lavada aquélla. El yodo lo desinfectaba, y luego, vuelta a empezar.

—Sí —dijo Jung, examinándole con despreciativo interés—. De todas maneras, cualquier mogol puede resistir mucho más que eso. Puede resistir el que le metan arena en la herida y se la restrieguen. Te brindo la idea, Elya Ivanovna.

—Gracias —respondió ella, sin dejar de mirar a su prisionero. Éste intentó sonreír—. Monsieur Vladek, ¿quiere usted una manta?

—Una pregunta —dijo Jung—. Vladek: si usted supiese que cayendo de rodillas y pidiendo perdón, y arrastrándose por el suelo iba a cesar el castigo, ¿lo haría?

Vladek lo miró.

—No —respondió—. A no ser que supiera que esa postura le iba a infundir confianza a la tigresa. Entonces le saltaría al cuello.

—Exacto —dijo Jung—. Usted y yo tenemos algunos puntos de contacto, Vladek. ¿Qué dices a eso, Elya Ivanovna?

Elya cogió el cuchillo con el cual repeliera a Jung, se acercó al desnudo torso de Vladek, y, con gran habilidad, le hizo dos cortes, de los que inmediatamente empezó a brotar la sangre.

—Digo —dijo, volviéndose hacia Jung— que pronto tendremos tempestad.

“Tiger” gruñó sordamente.

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