Tiger

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O resulta nada fácil poner en marcha un ejército cuando éste está desorganizado, y con la moral en franca baja; pero lo que para otros hubiera sido imposible, para Jung era perfectamente posible. Aquel hombre, uno de los más corrompidos de todo el ejército, un verdadero sátiro y una moderna versión de Gargantúa en los apetitos, demostraba el valor, la audacia y el tesón de un tigre, cuando quería. Hacía ya mucho tiempo que el generalísimo Chang-Kai-Tchek lo hubiera degradado, de no haber sido porque sabía que, pese a sus defectos, podía pelear, si ello le venía bien.

Cuando llegó a su cuartel general de Nguluko empezó a dar órdenes rápidamente. La artillería partiría la primera (los pocos cañones que le quedaban), la seguiría la mitad de la caballería (la otra mitad se quedaría para hacer reconocimientos), y, por fin, partirían los cazadores de a pie, seguidos de la impedimenta. En un parte llegado mientras él estaba en la Casa de las Tempestades, se le anunciaba la llegada a la ciudad de Yünnan de un grupo de cinco cazas. Cinco sólo. Pero la aviación le tenía, de momento, sin cuidado al general Jung.

Sus órdenes fueron cumplidas al momento. Destacamentos de infantes empezaron a echar de las carreteras y de las calles de la ciudad de Likiang a los hambrientos y cansados paisanos para permitir el paso de los camiones y de la artillería. La muchedumbre contempló con paciencia semejantes preparativos, y, por costumbre, conocieron que la soldadesca se retiraba. Y se pusieron en marcha, pues no deseaban quedarse solos. Ya iban apareciendo en las toperas y en el barrio de Fu caras patibularias, los buitres que empezarían el saqueo apenas se retirasen las tropas. Cuando los soldados comunistas de Chu-Teh llegasen allí, la población habría sido arrasada ya por los gusanos que en ella vivieran hasta entonces. El bandolerismo, no hace falta decirlo, ha sido siempre endémico en China, tan endémico como el cólera morbo.

Jung cogió una botella de aguardiente de arroz y sin necesidad de vaso empezó a beber. Cuando acabó la tiró por la ventana sin fijarse si daba a alguien o no. En los labios sentía aún el gusto de lápiz rojo con que la mujer se maquillaba. Se los chupó.

—La llevaré a Formosa —dijo en voz alta, paseando por la habitación como una fiera—. Esa mujer no se separará de mi lado, porque hemos nacido el uno para el otro. ¡Qué tigresa! Una hembra así necesita un hombre como yo —se rió a carcajadas, palpándose los músculos de los brazos—, que la domine. ¡Qué mujer! Elya Ivanovna Tjarek... —rumió.

La conocía hacía dos años. Le había sido presentada en Chungking, en una fiesta. Y desde el primer momento lo fascinó. Para Jung, la fascinación no era, no podía nunca ser, de origen espiritual. Para Jung, la fascinación era puramente material. Pero notó que en aquella mujer había algo más que materia. La animalidad del mogol hallaba un atractivo oscuro al asomarse a aquellas pupilas verdes. A veces le parecía que podía ver la composición íntima, esencial, de aquella mujer, pero la mayor parte de las veces se le revelaba como una incógnita. Y él odiaba las incógnitas, porque era un hombre de acción. Inmediatamente, intentó la conquista.

La siguió hasta aquella casa que se había construido en el Nashi. La persiguió por todas partes, abandonando sus deberes militares, obsesionado por la única mujer con la cual no habían dado resultado ni la brutalidad ni la sumisión.

Jung se rió sordamente. El Destino se ponía a su lado. Jamás hubiera podido sacar a Elya Tjarek de su casa de la montaña, a no ser por la inminente llegada de las tropas comunistas. Pero ahora, lejos de aquel paisaje, lejos de aquel horroroso “Tiger” no tendría más remedio que supeditarse a él. Era cuestión de un poco más de paciencia.

Y así, el alba de la mañana siguiente vio salir de Likiang las densas y desharrapadas masas de infantería. Solamente un batallón de la guardia especial que Jung había formado, escogiendo los mejores y más fieles soldados, se quedaba para proteger la impedimenta del general. Impedimenta que estaba compuesta de media docena de camiones japoneses cargados hasta los topes con toda la rapiña acumulada por el mogol en aquellos provechosos años de guerra.

Y así, a mediodía, acompañado solamente de su sargento, emprendió la subida hacia la “Casa de los Vientos, Donde la Tempestad Ruge Siempre”.

Julius Vladek despertó de una pesada modorra y contempló el cielo a través del alto ventanillo. Como siempre, cubierto de nubes. De cualquiera de aquellas acumulaciones, grises y blancuzcas, podía partir el relámpago a cada momento. Y entonces en los ojos verdes aparecía otro relámpago. Y la “nagaika” volvería a lamer su espalda.

Cerró los ojos. Sentía una quemazón constante en la espalda y en los hombros, allí donde el látigo había mordido más cruelmente, y notaba que sus fuerzas estaban llegando al límite. Vladek era un hombre fuerte, procedente de una raza muy fuerte, y no era por su cuerpo por lo que temía en ese momento: era por su razón. Se pasaba horas y horas encadenado, y salía de sus cadenas para ver delante de él los verdes y ligeramente rasgados ojos, lanzando llamaradas. Todo, por algo que él no había cometido.

Jul recordaba bien a su padre. Era un hombre de mediana estatura, de hombros muy anchos y de cabellos rubios. Le había oído contar, una vez en la que se excedió en la bebida, durante una fiesta, cómo se pasó con su regimiento entero, soldados y oficiales, a las tropas del zar Nicolás, una tarde de 1916, en el frente de la Galitzia. No querían seguir luchando por los austríacos ni por los húngaros, y los rusos eran sus hermanos de raza. Luego, contaba Vladek padre, llegó la revolución, y los checos se dieron cuenta de que no les interesaba ni un partido ni otro. Querían volver a Checoslovaquia lo antes posible. Y aunque nominalmente estaban al lado de los rusos blancos, en contra de los rojos, no lucharon, salvo en raras ocasiones. Le había oído también hablar del general que mandaba los checos, el misterioso Gayda. Pero nunca le oyó el caso de que la mujer le había hablado. Jamás.

No se imaginaba a su padre abandonando a un hombre. Algo debió ocurrir en aquella ocasión; pero fuese lo que fuera, él pagaba ahora por una supuesta falta. Tenía la espalda desollada casi hasta el hueso, y un feroz tigre de las nieves esperaba que él le sirviese de alimento, para probar la carne humana.

Reuniendo sus últimas fuerzas rompió a cantar una canción americana con la voz ronca. Los centinelas que montaban la guardia, fuera, en el corredor, se asomaron al ventanillo enrejado y lo miraron con curiosidad. Vladek les hizo una mueca y continuó cantando hasta que la voz se le fue apagando. Las últimas palabras, “O, my darling Clementine”, apenas se entendieron ya. Luego dejó caer la cabeza sobre el pecho, agotado. Cuando la levantó, al oír ruido, la mujer estaba delante de él.

—¿Hoy no me toca “nagaika”? —preguntó Vladek, roncamente.

A una seña de ella, le quitaron la argolla, y entre los dos hombres lo sacaron fuera. Su celda estaba al final de un corredor lateral, que se unía al vestíbulo. En la chimenea del salón-comedor había un fuego de gruesos maderos de pinos, y alguien había echado una sustancia aromática en él, porque olía agradablemente.

Pero no fue al salón donde lo llevaron, sino fuera de la casa y del jardín. De cuando en cuando, un menudo copo de nieve se posaba sobre su cara. Como sólo llevaba la camisa, tembló de frío. Porque de las cumbres descendía un viento helado, cortante como una navaja barbera. La mujer llevaba un abrigo de piel, ajustado al talle, y un gorro cosaco en la cabeza, con un brillante raso verde en la parte superior.

Vladek miró un poco atontado a su alrededor. Había muchos tibetanos, con sus fusiles al brazo, paseando entre el jardín y la casa, y allá, en las terrazas rocosas, vio otros varios, quietos, mirando a lo lejos. En un momento pudo contar hasta dieciséis.

—¿Tiene frío? —preguntó ella, mirándolo.

Vladek afirmó con la cabeza. Luego, dijo:

—Si lo que quiere es que yo enferme de pulmonía sería mejor que me tuviese todo el tiempo en el salón, caliente, y me sacase de pronto aquí, a este aire.

—No quiero que usted enferme de pulmonía. No quiero que usted enferme de nada —dio una orden y un hombre trajo un abrigo de piel.

Vladek entró en reacción en cuanto se lo puso.

—Gracias —dijo—. Alguien dijo una vez que la guerra era una sucesión de penalidades y fatigas, mezclada a veces con peligros reales. Le puedo decir que el dolor de los latigazos no es nada si se compara con el frío. Pero sigo sin entender. No crea que quiero ponerme pesado, pero no entiendo nada.

“Tiger” gruñó y tosió debajo de ellos. Elya se arrebujó más aún en el gabán y movió la cabeza como si estuviese escuchando. En efecto, dominando el ruido del viento en los desfiladeros, oyeron el sonido de herraduras contra la roca. Uno de los hombres que estaban en las terrazas agitó el brazo derecho. Inmediatamente, otros varios tibetanos se metieron en la casa.

El general Jung, acompañado de un sargento, apareció en el recodo, montado sobre el caballo. Al llegar hasta ellos se apeó. Luego contempló un poco asombrado a Vladek.

—¿Aún no ha probado “Tiger” la carne humana? —preguntó. Luego, súbitamente, su mano derecha golpeó a Jul en la cara, y el zoólogo cayó de rodillas—. ¿Has preparado todo, Elya Ivanovna? No veo a tus criados por aquí.

—Todo está casi preparado, excelencia —repuso Elya, sonriendo—. Vamos dentro.

Jung le dio una patada a Vladek, y éste se le agarró a la pierna, con los ojos brillantes de odio y de insania. Tung alzó al cielo la cara para reírse, y de un nuevo revés tendió a Vladek sobre la roca. Aun en el caso de que el zoólogo hubiera estado en plena posesión de sus facultades físicas, el mogol hubiera salido vencedor en una pelea, porque le llevaba veinte centímetros de estatura y casi otros tantos kilogramos de peso. Ahora, Vladek, consumido por las privaciones y los latigazos, sería como un niño en sus manos.

—No me deje sin juguete, excelencia —dijo Elya con amplia sonrisa—. No sabe usted lo que me costó el conseguir traerlo aquí.

—Así como así —dijo el gigante contemplando el caído cuerpo—, dentro de unos minutos va a ser pasto de “Tiger”. No podemos perder un minuto, Elya Ivanovna. Casi todos mis hombres han salido ya, y en este momento están a varias millas de Likiang. Tengo dos camiones preparados para sus cosas, pero creo que debe usted dejar todo lo que pese aquí. Llévese solamente sus joyas.

—Mis joyas, sí —reconoció ella—. Venga, excelencia —dio otra orden en tibetano y los guardianes cogieron a Vladek y lo llevaron dentro. En el salón-comedor hacía calor, y el sahumerio, cualquiera que fuese, lo impregnaba todo con su olor agradable—. Está todo preparado, excelencia. Sólo falta...

—La comida de “Tiger” —agregó Jung, mirando a Vladek—. A veces creo que eres demasiado complicada para mí, Elya, a pesar de que no soy un modelo de sencillez. De la misma manera que le hiciste venir aquí desde tan lejos, podías haberlo asesinado allá, en los Estados Unidos. Cualquiera lo hubiera hecho por cien dólares. ¿No es ésa la tarifa, despojo? —preguntó, dándole de nuevo con el pie.

Vladek se iba incorporando lentamente, con les ojos fijos en los del general. Pero no se dirigía a él cuando dijo:

—Por lo visto acabó la función. No me he quejado de la “nagaika”, Elya, pero hay cosas peores que la flagelación o el ser regalado a un tigre. Esas cosas son el roce y el contacto de una basura como... “ésta”. En el país de donde vengo... Bien, no creo que sea necesario hablar de discriminaciones raciales cuando un blanco y un amarillo están juntos. Y más si el amarillo no es más que un traidorzuelo de opereta y un ladrón que ni siquiera se expone a ir a la cárcel. Sé que parecerá tonto pedírselo, Elya; pero si la cosa ha de acabar, cuanto antes, mejor.

Jung Atai lo miraba como si fuera una rara variedad de insecto. Cuando acabó dio dos pasos hacia delante, mientras Elya, que miraba a Vladek, retrocedía hasta la pared.

—Si no fuera porque eso sería robarme un placer, el de ver cómo “Tiger” lo despedaza, lo mataba aquí mismo, con mis propias manos. Sean o no las de un ladrón, no me ofende la palabra, por otra parte, acabarían con su vida en pocos segundos —en los ojos oblicuos del mogol había odio—. Y en cuanto a lo otro..., contémplese y contémpleme a mí. Dígame cuál de nosotros es mejor exponente de su raza.

—Probablemente, entre sus antepasados hubo algún blanco de la estepa siberiana. Quizá alguno de los penados de las minas de sal. Esas orejas separadas del cráneo... —Vladek sabía que si excitaba lo suficiente a Jung, éste le mataría partiéndole la cabeza, porque él no podría apenas defenderse. Aquello era preferible a ser devorado por un tigre. Pero Jung se echó atrás, riéndose.

—No siga, no le haré el juego. Quiero ver cómo “Tiger” lo mata. Elya Ivanovna: ¿está preparada?

—Lo estoy, excelencia —respondió ella con voz suave—. “Tiger” va a probar por fin la carne humana.

Y puso la mano sobre la pared.

Jung estaba en ese momento en el centro de la habitación. Vladek vio cómo el general parecía tropezar y se tambaleaba.

Pero no es que hubiese tropezado, sino que el suelo acababa de abrirse bajo sus pies. Una losa se había desplazado casi un metro, movida por algún resorte, y el corpachón de Jung cayó a plomo en la abertura.

Jung lanzó un ronco aullido y se aferró con ambas manos al borde del suelo, justo en el momento preciso en que su cabeza desaparecía también. Los dedos, enormes, largos y fuertes, se engarabitaron sobre el borde de la piedra, y nuevamente su rapada cabeza apareció al nivel del suelo. Los oblicuos ojos eran como dos ascuas.

—Perra —dijo en mogol—. Perra, esto te costará más de lo que pensaste nunca. Te voy a matar... Te voy a estrangular con mis propias manos...

Había ido flexionando los brazos, y el cuello y el hombro derecho surgieron también. Sus ojos continuaban fijos sobre Elya, que a su vez lo contemplaba como hipnotizada. Luego, de pronto, se echó a reír. La risa, en aquella ocasión, estremeció a Vladek. Era algo demoníaco.

—¿No quería ver comer a “Tiger”, excelencia? —preguntó Elya—. Va a hacer algo mejor: va a sentirse comido. Una nueva experiencia, general Jung. Una nueva experiencia.

Los dos hombros habían salido casi por la abertura. Aquel gigante, dotado de músculos animalmente fuertes, saldría de la abertura él solo. Vladek se inclinó hacia delante, sintiendo el sonido de su propio jadear.

Y entonces, Elya, sin dejar de reírse, volvió colocar la palanca en su lugar.

La piedra se movió de nuevo, con más lentitud, desplazando a los hombros del general mogol. Éste se aferró más tenazmente al borde, pero el sillar era más fuerte que él mismo. Con un último aullido desapareció, y el suelo volvió a quedar como estaba antes. Elya dejó de reír y se enfrentó a Vladek.

—Vamos —dijo— a ver comer a “Tiger”.

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