Tiger

Tiger


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L guardián tibetano se llevó la mano a los ojos, poniéndosela delante de éstos, a modo de visera. Allá a lo lejos, sobre la nieve, veía reverberar algo, algo que se movía. Llevaba toda la mañana en aquella especie de atalaya, pero sus ojos no se irritaban fácilmente por el resplandor blanco de la refracción. Se veían algunos puntos brillantes al otro lado de la cañada, pasada la meseta, y en la falda de la vertiente opuesta. Lo que fuese, había salido de los pinares.

Entonces se llevó a los labios la boquilla de la gigantesca trompeta que yacía a su lado, sujeta por dos trozos de madera, y sopló con suavidad. Un sonido, parecido al mugido de un becerro joven, entrecortado, salió del instrumento. Al instante, allá, cerca de la Casa de los Vientos, otro le contestó. La señal estaba dada.

Desde el montón de troncos tras lo que estaba escondido, Fuh-Tsé, un Fuh-Tsé horrorosamente hambriento —sólo había comido un trozo de carne cocida que pudo robar la noche anterior—, helado y casi demente, a causa de las privaciones y de la idea de venganza, se alzó, con el revólver en la mano.

Tres días... Le parecía imposible. Noche tras noche, había intentado salir de la leñera; pero todas las veces encontró su camino cerrado por los tibetanos. Aquellos altos demonios parecían no dormir nunca. Creía que había, por lo menos, diez en la casa. Y no podía matarlos a todos. Antes, mucho antes, lo habrían despachado a él.

Llegó hasta la puerta y la abrió lentamente, con gran cuidado. El pasillo estaba vacío. Lo siguió, a tientas, guiado por la lejana luz de las habitaciones interiores, dedicadas a cocina, despensa y demás. El estómago de la Casa de los Vientos.

No había ningún guardián tampoco en la cocina. La luz procedía de un hachón impregnado de parafina, que ardía en un hueco de la pared de piedra. Sobre la mesa había un enorme trozo de cordero frío, que Fuh-Tsé, con los ojos brillando de hambre, se guardó bajo el guateado traje. Luego prosiguió su camino.

La tos lejana del tigre, a la que ya se había acostumbrado, le produjo, sin embargo, un leve estremecimiento. Aún ignoraba dónde podría encontrarse el gran animal, pero no le cabían dudas acerca de su identidad.

La cocina se abría a un pasillo, el cual conducía ya a las habitaciones exteriores, las habitaciones de los amos. Eso sí lo sabía Fuh-Tsé, porque hasta allí había llegado en sus exploraciones. Ahora tenía que pasar, llegar más adelante, hasta el corazón mismo de la casa. La mujer que ordenó matar a su hermano.

A la puerta de la primera habitación exterior había un hombre de guardia. Lo sintió toser y revolverse, y el acre olor del humo de un cigarrillo llegó a él. Fuh-Tsé cogió el revólver con más fuerza y se apoyó en la puerta. El humo le llegó más acuciante. Tenía una ventaja: se encontraba en la oscuridad del corredor, mientras que el centinela no, porque ardían varios hachones en la pieza.

El guardián estaba vuelto de espaldas a él, y movía los pies sobre las losas del suelo, con un cierto ritmo, como si estuviese cantando para sí. El corto pelo de su gabán brillaba con destellos rojizos a la luz de los hachones. Luego, de pronto, se quedó quieto, como si hubiese oído alguna cosa. “Tiger” volvió a gruñir, seguramente en sueños.

La pistola de Fuh-Tsé se desplomó sobre la cabeza del tibetano. Éste dio media vuelta, con los ojos muy abiertos, y cayó hacia delante, sin ver siquiera quién le había golpeado.

Fuh-Tsé no perdió tiempo. Había pensado cientos de veces en lo que haría si, de pronto, se viese en semejante situación. En un momento, le quitó la gran hopalanda al tibetano, y se la puso él. Lo mismo hizo con el gorro y con las botas. Luego arrastró el cuerpo inerte hasta la misma carbonera en la que había estado encerrado todos aquellos días. Ya para entonces, se dio cuenta de que su golpe había sido demasiado brutal. Bueno; quizá no hubiera sido demasiado, al fin y al cabo. El que el guardián hubiese muerto era algo que a él, personalmente, le tenía sin cuidado.

Antes de volver, famélicamente, como un animal, royó la carne hasta acabar con ella. Más satisfecho, se enfrentó de nuevo con su tarea.

No sabía, como es natural, cuál sería la habitación de la mujer. Y tampoco sería cosa de ir abriendo una por una, para averiguarlo. Había un medio mejor: escuchar en la puerta de cada una de ellas.

Al amplio “hall” daban tres habitaciones. La de la sala y otras dos. Luego, en el piso de arriba, había cinco o seis más. Fuh-Tsé se decidió por las de abajo. En la semioscuridad, que sólo rompía el ya mortecino y diminuto incendio de los hachones, apoyó la oreja sucesivamente en cada una de ellas. No oyó nada. Entonces empezó a subir la escalera lentamente.

Al llegar al pasillo de arriba oyó el sonido de una voz. Un hombre hablaba, y a él llegó la palabra “States”. Era el americano, el hombre que había alquilado a Fuh-Luan.

Estaba el fin de su misión.

Con infinito cuidado, se fue acercando a la puerta, basta que sólo estuvo separado de ella por cuatro o cinco pulgadas. Como en muchos lugares de China, la puerta no tenía tirador. El de dentro se encerraba con cerrojo, y si no, la dejaba abierta. Todo consistía en que no hubiesen echado el cerrojo.

Murmuró una corta oración, dedicada a sus antepasados, y cayó sobre la puerta.

Ésta se abrió, y Fuh-Tsé, tambaleándose, llegó casi al centro de la habitación, antes de darse cuenta de quién había en la pieza. Cuando pudo mantenerse en equilibrio sobre sus piernas, alzó el revólver y miró a su alrededor. Allí estaba la mujer. Y allí el americano.

Vladek le pegó un golpe con el canto de la mano en el antebrazo, y Fuh-Tsé, con desesperación, vio cómo la pistola, al no poder ser sostenida por sus músculos, se deslizaba al suelo. Inmediatamente, Julius se apoderó de ella.

La mujer lanzó una breve y áspera carcajada al mirarle a la cara.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó. Vladek miraba a la pistola, con aire meditabundo—. ¿Me has oído? ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Creo que no hablará —dijo Vladek, levantando los ojos y clavándolos en el chino—. Eres pariente de Fuh-Luan, ¿no es cierto? —se volvió hacia la mujer—. He aprendido un poco a distinguir las caras. Este hombre es pariente del guía que me trajo aquí. No creo que necesites saber más. De alguna manera ha trascendido la cosa —había una especie de rictus cruel en su boca—. Por ahí saben que aún estoy vivo.

La mujer se acercó a la puerta, sin responder.

—Supongo que no pretenderás también matar a este pobre diablo, Elya. Ya ha corrido demasiada sangre. Parece que un crimen conduce a otro.

—Querrás que lo deje en libertad, ¿no es eso? —preguntó ella, odiosamente—. Y a ti también. Volveríais a la civilización, y olvidaríais la Casa de los Vientos, donde la tempestad ruge siempre. Sería facilísimo. Como si todo hubiese sido un sueño, un sueño de pesadilla.

—¡Elya!

—No volveréis ninguno de los dos. Tú —miró al chino— morirás mañana mismo. Y tú..., tú...

—Yo..., yo... —remedó Vladek, sin hacer caso de la mirada asesina de aquellas verdes pupilas—. ¿Qué puedo perder? Elya: yo ya estaba muerto cuando traspasé estos muros. Yo..., yo... Si sigues luchando así contigo misma, vas a acabar destrozada.

Fuh-Tsé miraba a uno y otro atentamente. De pronto abrió la boca.

—¿Qué daño le había hecho mi hermano? —preguntó—. Era un buen hombre, que empleó todos sus ahorros para darme una carrera. Tropezó con el demonio, pero ¿por qué tenía que morir?

Elya se revolvió. Estaba enfrente de ambos, con las manos crispadas, y las uñas rojas dirigidas hacia delante. Sus ojos llameaban, y parecía que iba a saltar de un momento a otro. Vladek la miraba especulativamente. Aquello era como estar manipulando la espoleta de una granada. Hay que tener mucho cuidado en no cometer un error.

Aquella tensión insoportable la quebró un guardián tibetano, golpeando la puerta al oír ruido. Elya dio la orden de pasar.

—Coged a ese hombre —ordenó, señalando al chino— y encerradlo con argollas. Mañana os diré lo que habéis de hacer con él.

Fuh-Tsé salió de la habitación, andando lentamente, bien sujeto por el guardián. Vladek se volvió, para salir también, pero ella lo contuvo con una palabra.

—No juegues conmigo, Julius —dijo, cuando él se paró—. No juegues conmigo, porque podría serte fatal. ¡Te lo juro!

—Lo que menos esperabas, mientras tendías tu trampa —dijo Vladek, revolviendo el puñal en la herida—, es que esa misma trampa se cerraría sobre ti. Claro que podrías matarme. Podrías, y en casi todos tus minutos piensas en ello; pero ¿qué ocurriría después? ¿Podrías vivir, falta ya del aliciente de la venganza y... de mí? ¿Podrías, Elya Ivanovna?

—Te mataré —afirmó ella, jadeando, como si hubiese estado corriendo durante mucho tiempo.

—Es posible. Pero ello no impedirá que te hayas enamorado de mí.

Probablemente, los escritores que han adquirido fama de conocer a las mujeres, esos seres babosos a los que una gran masa femenina mima, admira y escucha con la boca abierta, puedan decir por qué a una mujer le enoja horriblemente que le digan que se ha enamorado, si antes el hombre no ha confesado estarlo también. Y si el que se lo dice es el mismo hombre..., pues las reacciones son imprevisibles. Son raras las mujeres que confiesan su amor o su capricho, sin antes haber obtenido una especie de garantía de que sus sentimientos serán correspondidos. Completamente gratis es difícil que ninguna declare su cariño.

Elya se irguió. Vladek no sabría jamás cuáles eran los pensamientos que la poseían, porque Vladek no se había preocupado nunca de conocer a las mujeres. Se comportaba con ellas de una manera completamente personal, no existiendo para él más sentimientos que los propios. Esto hacía, naturalmente, que las mujeres lo buscasen. Ellas no pueden permitir que se las ignore, y si es necesario, se atraviesan a la fuerza en el camino del hombre que no se ha dado cuenta de que existen. Alguien dijo una vez que si los hombres no persiguiesen a las mujeres, tendrían que subir a los árboles para librarse de ellas. Vladek podría servir de ejemplo de ello.

—¿Quieres irte? —preguntó—. ¿Quieres volver a los Estados Unidos?

—Sí —respondió Jul—. Quiero volver allá. El motivo que me trajo no existe ya como tal. Y el único obstáculo eres tú.

—Entonces volverás allá —respondió Elya—. Y ahora vete.

Cuando él hubo atravesado la puerta, Elya se acercó al sillón y se dejó caer en él. El fuego se amortiguaba en la chimenea, y los hachones iban quemando sus últimas reservas. La penumbra se agazapaba en los rincones, y a cada movimiento de las llamas parecía como si hubiese seres vivos en ellos. Seres provistos de pseudópodos oscuros que tanteasen a su alrededor un posible camino.

En la ventana, la nieve se arremolinaba incansable, girando, danzando de una manera demente a impulsos del viento. Lejos, allá abajo, se oía el bronco toser y gruñir de “Tiger”, como un abrupto contrapunto a los ruidos de la tempestad. Los demonios del Kuen-Lun, del Tibet, del Pamir rugían en lo alto de los picos cubiertos de nieve. En aquellas noches, los conjuradores demoníacos soplaban en sus largas trompetas y bailaban las danzas de exorcismo.

La Casa de los Vientos, donde la tempestad... Elya se revolvió en el sillón. Quien siembra vientos..., sólo vientos puede cosechar. El odio engendra el odio; el rencor, sólo rencor engendra. Cuando soplan los vientos en los desfiladeros, se podría orar, puesto de rodillas, en vez de alzar la cabeza y desafiar. Al encontrar un cachorrillo, cuya madre ha muerto para poder alimentarlo, buscando carne con la que engendrar leche, se podría acercarlo a sí, evitando las garras, sin que resultase necesario lastimarle la cabeza contra una piedra. Al recibir una herencia de odio, se podría buscar los sitios claros, en los que el cielo es azul suave, la hierba verde, el mar tranquilo y las personas alegres, en lugar de agazaparse entre los riscos gigantes, nevados, horros de vida casi por completo, donde la hierba es amarillenta y todo parece enfermo, hasta el cielo.

Era como una segunda voz que se alzaba dentro de ella. Muchas veces, dormida, había soñado que su corazón se vaciaba de todo aquel peso de odio, para llenarse de sensaciones nuevas, extrañas, pero deliciosamente calientes. Al despertarse y encender un cigarrillo, con un simple movimiento de la mano, había desechado el sueño. Pero con extraña persistencia aquél volvía al cabo de una o dos semanas. Esta voz parecía ser el mismo sueño, pero que la acorralaba despierta ahora.

Engarabitó las manos en los brazos del sillón, abriendo mucho los ojos. Ella no había podido hacer otra cosa, se dijo. Su madre sería capaz de levantarse de la tumba. Y ¿quién sabe si no lo estaba haciendo en este momento? ¿Quién sabe si los besos que había recibido del hijo del hombre que condenó a muerte al “atamán” Tjarek no habían sido otras tantas espadas clavadas en el seno de la que le dio el ser? Horrorizada, Elya se cogió la cabeza con las manos. Había estado, mientras vivió, tan supeditada a su madre, que la idea de que ésta pudiera sufrir allá, por algo que ella hiciese, que aquella sola idea la volvía loca. Pero la voz “que se erguía” dentro de sí misma no había callado.

Había sido besada por un hombre, por el hombre al que odiaba con todas sus fuerzas, sobre cual había cargado las culpas de la muerte de su padre, el gigantesco “atamán” de cosacos. Había sido besada por aquel hombre..., y había correspondido a sus besos. Sentía un burbujeo especial en la boca cuando recordaba los labios de él, una especie de comezón que le cruzaba turbadora por los labios.

“Enamorada de él.” Julius lo había dicho así, brutalmente. Enamorada ella. Se retorció las manos, a punto de empezar a gritar. ¿Qué sabía ella si estaba enamorada o no? Nunca había conocido el amor. O al menos lo que se llamaba amor. ¿Qué era el amor? ¿La parodia que le había dado su marido? ¿O... esto? Si Vladek se perdía, si Vladek moría, ella habría cumplido la promesa que le hizo a su madre. Podría entonces levantar la cabeza ante su sepultura. Luego..., luego no sabía lo que pasaría. Pero si Vladek no moría, sino que se marchaba, volvía a su tierra, aquello no podría soportarlo. Antes cualquier otra cosa.

Se puso en pie, con un movimiento reflejo, y cogió la “nagaika”. La miró fijamente, estudiando cada centímetro del cuero retorcido, y luego la tiró. No, tampoco podría utilizarla ya. Entonces cayó de rodillas y puso la cabeza sobre el borde de la cama, mientras sus hombros se estremecían convulsivamente. Los hachones vacilaron más todavía, y uno de ellos se apagó. Los seres sombríos de los rincones avanzaron más, cada vez más, hasta que la oscuridad se posesionó de toda la habitación.

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