Texas

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Al haber pasado los cuarenta, Teddy estaba a punto de tener que dejar el negocio. No necesitaba el dinero ya que para sus terribles gastos no iba a deshacerse del chantaje que ejercía sobre Mitch. Por otra parte, más bien quería recobrar el entusiasmo que los excesos del cuerpo le habían producido en otro tiempo. Pero siempre exigía que el comprador de sus favores fuera muy joven y muy guapo. Por desgracia, los hombres jóvenes y guapos que andaban por el mercado de la carne prostituida elegían invariablemente comprar a las jóvenes y guapas. Lo cual, fuera lo que fuese lo que se pudiera decir de ella, no era su caso.

Aún tenía una buena figura; no tan atractivamente extravagante como lo había sido, pero buena. Aún tenía un rostro de aspecto bien conservado. Pero los cuarenta son los cuarenta, incluso son mucho más que cuarenta para una puta, y para los jóvenes eso es la ancianidad. Para su propia generación de machos, o para las precedentes, Teddy aún resultaba una mujer bastante deseable. Pero, al igual que los jóvenes la rechazaban, ella también rechazaba a los viejos, y había que considerar que cualquier hombre que no fuera mucho más joven que ella le parecía un viejo. Esos «viejos» le habían resultado siempre repugnantes. Pero lo que entonces era desagrado, se había convertido al final en una fobia. La llenaban de un terror enfermizo, de un sentimiento de violación incestuosa, y casi se ahogaba de repulsión si uno de ellos se le acercaba.

Las mujeres alcanzan normalmente su apogeo de deseo sexual una vez alcanzados los cuarenta, así que Teddy aún deseaba y necesitaba a los hombres. Pero tenían que ser jóvenes. Eso era todo lo que les pedía, juventud, no dinero. Estaba dispuesta a darles dinero además de su propia entrega, si eran jóvenes y guapos.

Su necesidad la había conducido hacia algunas experiencias extrañas.

Una vez había cazado a un tipo en la calle, un joven de buen aspecto, aunque remilgado, que vestía calcetines blancos con zapatos negros, se lo llevó a casa con ella, y allí, ¡por todos los diablos!, le había rogado que se arrodillara con él y rezara por su alma.

Otra vez había recogido en un bar a un posible cliente, se lo llevó al apartamento, y durante un rato le pareció que todo iba a funcionar bien. Hablaba como un antiguo, y la charla resultaba muy apasionante. Encargó dos jarras de buena cerveza, y eso también pareció estar muy bien; el apetito de Teddy por la bebida había ido incrementándose con los años. Pero las horas pasaban, comenzó a picarle el deseo, y él todavía no iba al asunto. Finalmente, cuando estaba a punto de ser ella la que se lanzara, le dio su tarjeta —incluso Teddy reconoció el nombre de la clínica psiquiátrica— y también le dio cincuenta dólares. Y dijo que habría cincuenta más, dos veces a la semana, cuando fuera a verle a la clínica.

Teddy se sintió ultrajada. ¿Qué era ella, un caso clínico sorprendente? ¡Un tesoro sin explotar, fuente de material sexual! ¡Pero… vamos!

—Esta es una oportunidad maravillosa para usted, mistress Corley. Todavía es usted una mujer atractiva, y le quedan muchos años por vivir. Colabore conmigo, y esos años pueden ser muy buenos.

—¡Tú, soplón hijo de perra! ¡TUUUÚ, HIJO DE PERRA!

Después de eso, Teddy había dejado de buscar fuera. Nunca se podía saber en qué iba a caer una. Se quedaba en el apartamento, y de vez en cuando aparecían algunos antiguos clientes, algunos que habían sido muy jóvenes al comienzo, y que eran aún lo suficientemente jóvenes como para ser aceptados. A veces, cuando los intervalos entre los clientes se hacían demasiado grandes, encontraba alivio en un mensajero o en un chico de recados, o en un cobrador, o algún jovencito que pasara por casualidad cerca de su puerta. Una vez había tratado de forzar a un chico de catorce años que entregaba periódicos, el pequeño hijo de perra había chillado y se había ido corriendo a casa de sus padres. Eso pudo haberle causado muchos problemas, pero, por fortuna para ella, nadie tenía en cuenta las quejas de los negros.

Hoy, estaba desnuda delante del espejo de cuerpo entero del cuarto de estar, fresca de su reciente baño, admirando críticamente su cuerpo, mientras se secaba a golpes cortos con una toalla, cuando oyó la llamada a la puerta. Era una de esas cortas llamadas de complicidad que le hacían los tipos, un golpe que a Teddy le sugería todo tipo de cosas excitantes. Se colocó una bata con rapidez, su carne comenzó a sentir el placer con anticipación. Abrió la puerta una sola pulgada, miró hacia fuera, y después abrió de par en par. El placer surgió desde dentro de ella hasta el punto de hacerla casi reír a carcajadas.

¡Dos! ¡No uno, sino dos! ¡Y vaya dos!

¡Con el pelo negro, la piel olivácea, y tan maravillosos, jóvenes y bellos! Vaya, apenas aparentaban los veinte y ya se estaban riendo y siguiéndola como escolares. Sus chaquetas de lino blanco transmitían frescura, sus zapatos brillaban de betún y sus pantalones estaban espléndidamente limpios y con la raya bien hecha. Tenían un aspecto fresco, alegre y juvenil, y además, era evidente, muy hombres. Eran con certeza lo que Teddy hubiera encargado, si la masculinidad se pudiera pedir por encargo.

No sabía quién podía haberlos enviado. La palabra surgiría en algún momento, y además, ¡qué diablos! ¿A quién le interesaba cómo habían llegado hasta aquí? Lo único importante es que aquí estaban, y haciendo su estancia deliciosa a cada momento.

Frankie cerró el pestillo de la puerta. Le lanzó a Johnnie una risita disimulada y un guiño, y Johnnie le guiñó un ojo y se rio con él. Después saludaron a Teddy al unísono.

—Hola —dijeron.

—Hola —repuso Teddy.

—Hola —repitieron todos otra vez. Y los tres se echaron a reír por la gracia.

Teddy dejó que se le deslizara la bata. Probó una mirada provocativa con ellos, y preguntó a quién le gustaría ser el primero en ir con ella al dormitorio. Ellos dijeron que generalmente lo hacían todo juntos, pero Teddy hizo a eso un ligero puchero. Ella dijo que creía que sería mucho más agradable, si fueran buenos papitos con su buena mamita y se lo arreglaran por turnos.

—Claro, lo echaremos a suertes —dijo Johnnie—. ¿Qué prefieres, cara o culo?

—Culo —dijo Frankie.

—Yo cogeré culo también.

—Eh, esperad un momento —protestó Teddy, riendo felizmente—. No podéis coger culo los dos.

Ellos dijeron que claro que podían; culo era exactamente lo que habían venido a buscar. Y Teddy volvió a reír.

—Ya sé, pero…, pero tenéis que coger diferente cosa cada uno, queridos. Veis…

Habían ido avanzando de forma distraída, mientras hacían la broma. Se habían desplazado hacia adelante y hacia los lados, de forma que ahora había varios metros entre ellos, y ella se veía obligada a girarse del uno al otro. De esa manera, estaba mirando a Johnnie cuando Frankie le habló.

—¿Cómo es —preguntó entre risitas— que tienes el ojete bajo la nariz?

—¿Qué? —dijo Teddy, con voz entrecortada—. ¿Qué has…?

—Te ha preguntado si eres un botón con tetas —dijo Johnnie con una risita ahogada, y ella se giró en esa dirección.

—¡Venga, escuchad los dos! No…

De repente, Frankie le aporreó las tripas. Ella se puso pálida, de un blanco verdoso. El aire salió de ella con un ruido precipitado, se dobló despacio y se deslizó hasta caer al suelo de cara. Se sintió paralizada, incapaz hasta de gruñir. Aún no hacía ningún ruido cuando Johnnie le dio una patada vigorosa en el culo.

—¿Ves? —dijo desternillándose de risa—. Ha salido culo. Hemos ganado los dos.

—Ella es todo trasero —terció Frankie—. ¿Cómo puedes distinguir la cara del culo?

Le agarró por el pelo y tiró de ella hacia arriba. Adelantando su cara hacia la de ella, le ordenó que jugara limpio con él.

—Tú no eres una dama de verdad, ¿no? ¿Eh? Tú eres una de esas zorritas, ¿verdad?

—Claro que es una dama —dijo Frankie—. Mírale los bucles.

Johnnie dijo que eso no significaba nada; las zorritas se estaban siempre comprando rulos para poder pasar por damas.

—Mira. ¿Ves lo que digo? —Movió la mano, vicioso, yendo a toda prisa hacia arriba y hacia abajo por los pechos de Teddy. Ella gimió (solo la falta de aire le impidió gritar), pero Johnnie pareció no escucharla.

—No ha sentido nada, ¿ves? Porque no son de verdad. Sus tetas son postizas.

—¿Tú crees? Bueno, quizá…

De golpe, Frankie la agarró por los pechos, y giró. Ella volvió a intentar gritar, pero quedó paralizada por otro puñetazo en la barriga. Se desmayó, y cuando recuperó la consciencia, estaba sentada sobre un quemador de la cocina. Le estaban sujetando las manos…, sujetándolas con los dedos doblados hacia la muñeca. Hablaron con ella con aire conspirador, como si la hicieran partícipe de un delicioso secreto.

—Ahora vamos a cocinarlo un poco, ¿sabes a lo que me refiero, dulzura? Así, si no eres una zorra, podrás decirlo bien alto, y nosotros lo sabremos de verdad.

—Noo, será mejor que no grites. Será mejor que no grites, me cazas, ¿eh? Nosotros haremos nuestro guisito, y ella nos dirá luego si le ha dolido.

Hubo un «clic» de un quemador que se encendía. No era el quemador que había debajo de Teddy, pero ella estuvo convencida de que lo era. Se encendía y se apagaba, y cada vez que pasaba, sentía cómo la llama le lamía los bajos. Podía sentir cómo le alcanzaba el interior, y oler la carne quemada, y oír el crepitar de las llamas mientras la consumían. No podía gritar, allí estaban siempre esos torturantes dedos combados, los brazos echados hacia atrás para golpearle en los senos.

No podía hacer otra cosa que soportar, con lágrimas silenciosas que rodaban por sus mejillas, con los músculos de su costado convulsionándose, con su mismísima feminidad ardiendo, ardiendo, ardiendo…

—Porque no eres una dama, ¿verdad? Una dama no putea a su marido, ¿no? No le hace la vida difícil a su propio hijo.

—Oh, no, no, no, no no no no no no nononono…

—Es buena con su marido, ¿verdad que sí? Va a conseguir un bonito y silencioso divorcio y no volverá a darle más problemas.

—Oh, sí, sí, sí, sí, sí sí sí sí sisisisí.

—¿Qué quieres ser, una mujer o una zorra?

—Una mujer, una mujer mujer mujer mujer mujer mujer mujer…

Junto a la respuesta última hay otra, una que engloba toda la verdad y la gloria, que justifica la vida que está a punto de transformarse en la muerte. Uno debe verlo al instante, como las cortinas se cierran sobre el escenario de interés inmediato. Uno lo valora inmediatamente por lo que es, aunque aparezca bajo muchos aspectos. En realidad, no es la vida ni es la muerte, sino algo a medio camino entre las dos, mientras ambas se funden en una.

Ahí están la verdad y la gloria: en el espacio que separa el cuerpo que desciende apresuradamente y el pavimento que se alza con estrépito, en el puente que une la última cápsula amarilla y el siguiente al último, en la millonésima de pulgada entre bala y cerebro, en todos esos caminos oscuros en que el hombre levanta el pie de la vida y adelanta unos pasos hacia la muerte.

Debe ser ahí. ¿En qué otro sitio podía ser, si uno no lo ha encontrado en ningún otro sitio? ¿Por qué si no iban a verlo ahí tantos?

Así que Teddy, al haber casi-muerto, conoció una felicidad y una paz que no había conocido antes. Era como si la hubieran vaciado de su porquería, tal como el miedo había hecho salir la orina caliente de su cuerpo. Había desaparecido su poco recomendable forma de ser y todas sus urgencias viciosas y degeneradas, se sentía limpia y renovada.

Tumbada en la cama, con las sábanas modestamente puestas a su alrededor, levantó la vista amorosamente hacia Frankie y Johnnie, y ellos le sonrieron. Ellos también se sentían muy bien, tan cómodamente satisfechos como si la hubieran utilizado en la forma en que era utilizada habitualmente. También estaban satisfechos por haber hecho tan bien su trabajo.

—Entonces, ¿qué hay de ese divorcio, dulzura?

—¡Ah, voy a conseguirlo enseguida! ¡Oh, casi no puedo esperar a hacerlo! Ah, yo…

—Sí, claro, claro que lo vas a hacer, nena. ¿Pero qué hay del dinero? ¿Tienes pasta para el divorcio?

Teddy balbuceó felizmente que tenía montones y montones de dinero, y mencionó la cantidad. Las sonrisas de Frankie y de Johnnie desaparecieron, y se convirtieron en amargas miradas. Desde luego, la posibilidad de coger la pasta estaba fuera de su alcance. Downing lo descubriría, tenía un talento increíble para descubrir los secretos más ocultos de sus favoritos, y ya que no les había pedido explícitamente que robaran a Teddy, serían castigados por mala conducta, ¿cómo arreglar eso?

Downing les había insistido en que solo debían asustarla a base de bien, para conseguir que nunca más volviera a crearle problemas a Mitch. Eso era todo, así que eso era todo lo que ellos podían hacer. Pero vaya una situación, ¿no? Aquí estaba una cerda asquerosa con un colchón lleno de pasta, y ellos…

Espera un momento. ¡Espera solo un escaso minuto!

No podían arrebatarle el botín, pero ¿quería eso decir que no pudieran llevar a cabo un acto de sencilla justicia? ¿Quería eso decir que tenían que dejar a la cerda rellena, mientras ellos, jóvenes educados como eran, pasaban relativa necesidad?

Frankie y Johnnie intercambiaron otra mirada, sus ojos brillaron con malicia. Después se giraron hacia Teddy, y su sonrisa desapareció súbitamente, a la vez que comenzaba a temblar con terror.

—Esa no es tu pasta —dijo Frankie con frialdad—. Se la exprimiste a Mitch.

—P… p… pero…

—Eres una zorra —dijo Johnnie—. Una fulana no roba a su propio marido.

—P… p… pero…

—Se lo vas a devolver a él —explicó Frankie—. Es suya y se la vas a devolver.

—Será mejor que se la devuelva —dijo Johnnie—. Será mejor que se mueva bien rápido para devolvérsela.

Los dos pensamientos, el consciente y el inconsciente, le daban órdenes contradictorias a la boca. No debía crearle más problemas a Mitch, ese pensamiento se había implantado en ella. Pero, lo que ellos le exigían seguramente iba a causarle problemas.

Hacerlo. No hacerlo. Mantenerse alejada de Mitch. Acercarse a Mitch. Qué…, qué…

Los chicos se cernían sobre ella amenazadoramente, ejemplos clásicos del peligro de la ignorancia. Trataba de explicar, incoherente por el miedo, que sus dos pensamientos chocaban el uno contra el otro. Y Frankie y Johnnie permanecían sordos a sus palabras.

—¿Qué estás intentando, cerda? Por supuesto que no vas a causarle más problemas a Mitch. ¿Qué tiene que ver devolverle la pasta con darle problemas?

—Yo…, yo…, yo…

Era incorrecto. Era correctamente incorrecto. Dijeran lo que…

—Le gustan las llamas —dijo Frankie—. A todas estas zorras les gustan las llamas.

Encendió la de su mechero y lo movió rápidamente hacia ella. Ella comenzó a gritar y Johnnie le pegó un golpe rudo en los senos.

—¿Qué te parece, cerda? ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a devolver esa pasta o no?

Teddy dijo, oh, sí sí sí sí sí sí sí.

Esa misma tarde se fue a Houston. Mitch estaba fuera de la ciudad, por supuesto, así que le dio el dinero a Red.

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