Texas

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BIG SPRING.

La metrópolis de ningún lugar. El principio del lejano oeste de Texas.

Big Spring. Pozos de petróleo, refinerías, herramientas y troquelados, tiendas de maquinaria, casas abastecedoras para pozos petrolíferos, grandes hoteles, grandes bancos, grandes almacenes, gente grande en todos los sentidos de la palabra.

Camina suavemente aquí, extranjero. Pórtate bien. Lleva tiempo ponerse al corriente. Lo que aparenta ser una actitud de orgullo es simple franqueza y economía de palabras.

Un comerciante puede decirte que te vayas a cualquier otro lugar si no te gustan sus precios. Pero es una sugerencia amistosa, no un insulto. Un vecino puede quedarse mirándote fijamente mucho tiempo antes de contestar una pregunta, y también puede que simplemente sacuda la cabeza y no responda en absoluto nada. Pero no lo hace por mala educación. Solo quiere pensarse la contestación cuidadosamente, y como es natural, sería poco educado no mostrar interés por ti, y si por último decide que no tiene nada que decir, ¿cómo va a decir algo?

Es una actitud nacida de las plegarias, de la soledad, de la infrecuente necesidad de hablar, ya que hay tan pocos a quien poder hablar. Nació de la industria del ganado, de los distantes ranchos, la necesidad de hechos más que de palabras, la sabiduría de la mirada cuidadosa sobre los extraños.

Ya ves, Big Spring era una ciudad ganadera no hace muchos años. Era solo otro sitio ancho en una carretera polvorienta. Una ciudad como cualquier otra, construida alrededor del tradicional palacio de justicia, con las calles llenas de polvo, sus edificios con marquesinas de hierro horneándose bajo el increíble calor del verano y pintado de hielo con la ráfaga del Polo Norte en invierno.

Así es como les pareció a los dos técnicos de sondeo cuando lo vieron por primera vez: como el culo del mundo. La ciudad no pareció ofrecerles muchos más favores. La ciudad ya había visto antes técnicos de sondeo, exploradores de prospecciones petrolíferas, y este par no se ajustaba al retrato.

Lo primero que llamó la atención fue su equipo de perforación; una herramienta con cable, ya que el sistema giratorio no se había perfeccionado aún. Era una de esas grandes máquinas Star-30, una llamada «portátil» que ocupaba dos bateas ferroviarias con su equipo de accesorios. Ninguno de los atolondrados perforadores de la zona había tenido nunca tal maquinaria, un equipo que debía valer una fortuna. Y estos dos parecían los últimos tipos del mundo que pudieran tenerlo.

Eran un hombre de mediana edad, más bien viejo, y su hijo. El padre tenía el inconfundible sello del fracaso, un hombre que había perforado en seco muchísimas veces. El chico parecía malo, triste y muy enfermo, y era las tres cosas y algo más.

Entre el equipo y el trabajo que había tenido que hacer, el hombre había enterrado su casa, sus muebles y sus pólizas de seguros; cada centavo que había conseguido o que le habían prestado. Esto daba una inmensa carga que soportar, con un equipo y un trabajo como este, así que el chico había tenido que espabilarse. El chico era un solitario, lo había sido casi desde que tuvo capacidad para caminar. Ya entonces le habían pasado algunas cosas que no acostumbraban ocurrirles a los niños y que quizás hubieran podido evitarse, pero quizá no. Pero a él le daba lo mismo. No pedía disculpas, tampoco ofrecía ninguna excusa. Por lo que a él se refería, el mundo era un orinal lleno de mierda con un asa de alambre de espino, y cuanto antes pudiera pegarle una patada, mejor estaría. Pensaba que a él se le debía muchísimo. Cobrar, era sencillísimo para él.

Tenía diecinueve años. Padecía tuberculosis, úlceras sangrantes y alcoholismo.

La única compañía del viejo y su hijo eran manivelas, perforadoras y la maquinaria. Lo habían amarrado a grandes tractores y lo transportaron dieciocho millas desde la ciudad hasta el lugar de la perforación. Desde luego, no había carretera para transportarlo. Se tuvo que hacer en línea recta a través de la reseca llanura, sobre colinas y atravesando riachuelos, a través del lodo y de la arena.

Costó un montón de dinero. Siempre estaban hasta el cuello antes de empezar un negocio. Comenzaron a perforar, el agujero llegó a los ciento veinticinco pies, y cada pulgada representaba un elevadísimo gasto de dinero. Como el perforador no conocía bien su oficio, había hecho un agujero torcido. Cuando utilizas un perforador de cable, no puedes bajar muy rápido ni demasiado lejos sin que el taladro muerda y se enganche en los costados.

Los exploradores de perforaciones petrolíferas son siempre como Jonás. Estás en territorios inexplorados, y nunca sabes en qué te vas a meter hasta que ya estás dentro y es endiabladamente tarde. Este explorador en particular había tenido especial mala suerte en cientos de pozos.

La caldera estalló, el equipo se incendió, la torre se partió de golpe. Los taladradores se perdieron en el agujero una docena de veces. Los cables se soltaron dando sacudidas y latigazos, rebanándole la cabeza a un ayudante de perforación.

El chico anunció que había llegado al límite; no le quedaba nada más que su culo y sus pantalones y las dos cosas tenían agujeros. El padre dijo que se las arreglarían de alguna manera, y a partir de entonces se hizo cargo de la financiación.

El pozo al fin quedó perforado. No era un gran surtidor, pero era un productor de petróleo muy respetable. El viejo le preguntó a su hijo con timidez los planes que tenía para el futuro.

—¿Me quieres decir qué querré ser cuando crezca? —respondió el chico con sarcasmo—. ¿Y a ti qué te importa, de todas formas? ¿Cuándo te ha interesado lo que yo quisiera hacer?

—Hijo, hijo… —El viejo sacudió la cabeza con tristeza—. ¿He sido, de verdad, tan malo?

—Ah, mierda, supongo que no. Pero a mí no me gusta hablar mucho sobre las cosas. Tú hablas sobre lo que vas a hacer, y luego nunca lo haces.

El padre supuso que probablemente era una dura crítica contra él. Era posible que se hubiera permitido el lujo de hablar siempre demasiado.

—Supongo —dijo tímidamente— que consideras la posibilidad de llegar a tener montones de dinero.

El chico dijo, ¿por qué no? Habían conseguido un buen pozo, y tenían cientos de acres bajo arrendamiento. Tirando por lo bajo, ambos tenían ahora mismo varios millones de dólares.

—Pero me contentaré con ciento ochenta y dos mil. No viviré lo suficiente como para gastar más de eso.

—Ciento ochenta y dos… ¡Qué cifra más particular, hijo!

—He estado llevando un librito negro desde que tenía siete años. Hay ciento ochenta y dos nombres en él, uno por cada uno de los cerdos hijos de puta que me lo hicieron pasar mal. Me he estado informando, y puedo hacer que se los carguen por un precio medio de mil dólares.

—Hijo… —El padre sacudió la cabeza horrorizado—. ¿Qué te ha pasado? ¿Cómo has podido llegar a pensar tales cosas?

—Pensar en eso es lo que me ha mantenido vivo —respondió el chico—. Puedo morir feliz si sé que me llevo conmigo al infierno a todos esos hijos de puta.

El padre decidió que ya era momento de decirle a su hijo unas palabras. El chico escuchó con una especie de satisfacción tenebrosa, como alguien acostumbrado a ver cómo el váter se lleva sus sueños.

—Así es que no tenemos un centavo, ¿no es eso? Te lo puliste todo en perforar el pozo.

—Lo siento mucho, pero así es.

—¿Y la maquinaria y los taladros?

—Todo se fue. Los camiones, nuestro coche, todo.

—Maldita sea. ¡Por lo que vale este pozo, todos esos ciento ochenta y dos hijos de puta podían estar ya muertos!

Tenía razón más que suficiente para sentirse pero que muy molesto, creía, pero de alguna manera no conseguía estarlo. De alguna manera quería reírse a carcajadas, porque cuando lo pensó, era terriblemente divertido.

Empezó a tomarse un trago, y luego decidió que no quería tomárselo. Encendió un cigarrillo, notando con sorpresa que ya no tenía dolores de úlcera. Tosió y escupió en su pañuelo, y no había sangre en el esputo.

—¡Dios mío! —dijo a su padre, y había un gran pavor en su voz—. ¡Me temo que voy a vivir!

Él y el viejo salieron caminando de la ciudad; no podían permitirse más gasto que el de sus zapatos. Con el descubrimiento del petróleo, Big Springs se estaba convirtiendo en una ciudad. El viejo se volvió, miró hacia atrás desde los alrededores y hubo orgullo en su mirada fracasada.

—Nosotros hicimos eso, hijo —dijo—. Tú y yo hemos causado el surgimiento de una ciudad en el desierto. Hemos hecho historia.

—Debiéramos habernos quedado en la cama —contestó el chico. Pero después se echó a reír y le dio al viejo una afectuosa palmada en la espalda. No solo la salud había mejorado en él en los dos últimos años.

Allá, en las llanuras donde el tiempo había permanecido invariable durante eones infinitos, allá donde la naturaleza surgía amenazadoramente grande y el hombre era tan pequeño, había conseguido una nueva perspectiva de sí mismo. Y los problemas que en un tiempo le consumían se habían encogido, y él había crecido de forma proporcionada, de la única manera en que crece la materia. Además, había descubierto que un hombre podía ser mucho más y mucho menos que la suma de sus momentos, y que lo que se había hecho se podía deshacer con perseverancia.

Cogidos del brazo, él y el anciano fueron juntos por la carretera, no hacia la puesta de sol, ya que la tenían atrás, si no hacia el amanecer, o donde se produciría el amanecer si fuera ese momento del día. Fueron juntos por la carretera, el viejo y su chico, el chico se había convertido en un hombre, se había deshecho del libro con los ciento ochenta y dos nombres, y con ello se había deshecho de mucho más. Y fue la última lista de este tipo que recopiló.

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