Texas

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—Vaya historia, Art —dijo Mitch riéndose—. ¿Es así cómo la pequeña Big Spring se convirtió en la gran Big Spring?

—¿Insinúas que soy un mentiroso? —inquirió su amigo bruscamente. Y después también él se echó a reír—. Bueno, se parece bastante a la manera en que ocurrió. Es una verdad a medias. No hay una sola historia que pueda ser la única verdad hasta que cuentas con todos los hechos y el tiempo para contarlos, que son dos cosas que yo no poseo. ¿Te imaginas que vas a escamotearme esa botella, o la vas a pasar como un caballero?

Mitch se echó a reír y pasó la botella de aquel brebaje amargo. Su amigo le dio un inmenso trago hasta vaciarla, sin el más ligero cambio de expresión, y comenzó a enrollar un cigarrillo de papel marrón. Tenía ochenta años, Mitch lo sabía, pero aparentaba sesenta bien llevados. Era un exvaquero, exjugador, exranchero y exbanquero. Describía su vocación presente como cazador de chicas y degustador de alcohol.

Estaban sentados en la habitación de Mitch en el hotel más importante de la ciudad. El viejo podía haber hecho un cheque por el precio total del hotel, y de la manzana en la que estaba. Aún así, quitó la ceniza de su cigarrillo y se guardó la colilla en el bolsillo de su raída camisa.

Mitch había visto a muchos viejos hacer lo mismo en estas ciudades del lejano oeste. Hombres con piernas permanentemente arqueadas, caras tan curtidas como el cuero y fortunas tan grandes que no podían gastarse ni los intereses que les proporcionaban. Estaban sentados en las recepciones de los hoteles en Big Spring, Midland y Sant Angelo, leyendo periódicos que se había dejado alguien, dándole dos o tres caladas al viejo cigarrillo de papel marrón. Pero no era porque fueran mezquinos. Sencillamente, habían nacido en una época y en una zona en que había muy poco que comprar y muy pocas oportunidades para hacerlo. El mismo periódico podía recorrer un barracón durante meses, porque un periódico era una cosa rara, algo valioso. De la misma manera, un hombre debía ser cuidadoso con su tabaco, porque podía pasar mucho tiempo hasta que pudiera renovar sus existencias.

Por eso los viejos eran como eran, porque llevaban el mismo tipo de vida de cuando eran jóvenes. Porque habían invertido el orden habitual, aprendiendo el valor de cada cosa sin considerar importante su precio efímero y sin contenido.

—Veamos, entonces —dijo Art Savage, el amigo de Mitch—. ¿De qué estábamos hablando antes de que me escondieras el whisky y me pusieras nervioso?

—De la señora Lord —contestó Mitch sonriendo—. ¿Y desde cuándo se te puede esconder a ti el whisky?

—No te pongas tonto conmigo, ¿eh? Pero sobre Gidge Lord, Gidge Parton, siempre me acuerdo de ella. Estuve rondándola mucho antes de que se casara con Win Lord. Era un poco demasiado pequeño para ella, pero no parecía importarle en lo más mínimo. No sé qué hubiera pasado si no hubiera aparecido Win, porque esa Gidge era mucha mujer…

Savage hizo una pausa, con sus marchitos ojos azules contemplando el pasado y sus podía-haber-sido. Mitch le sacó del ensimismamiento pasándole por delante la botella de whisky.

—¿Así es que no la has visto en los últimos años? —sugirió.

—¿Quién diablos dice que no la he visto? —protestó Savage—. Claro que la he visto. Dos o tres meses después de que se casara empezamos a vernos de nuevo. No me parecía muy bien todo aquello; siempre hay un remordimiento de conciencia por ser la mujer de otro hombre, ya sabes, nunca ha sido bien visto en Texas. Pero Gidge lo quería, y con Win siempre borracho y aficionado a las putas, no me parecía tan mal. Finalmente lo cortamos cuando se quedó embarazada. Reconozco que yo ya lo habría roto antes, si hubiera estado en mis cabales, porque mucha de la maldad de Win se le estaba pegando a ella, y podía seguirle bien de cerca en vileza. ¿De qué te ríes tú, eh?

—¿Yo? —dijo Mitch con inocencia—. No, en realidad de nada. Solo, se me había ocurrido que quizá tú fueras…

—¡No lo digas! —explicó Savage con ferocidad—. ¡No te atrevas a decirlo! Siempre que veo que algo como Winnie Lord, Jr. sale de un sitio en el que he estado, le arrancaría la cabeza. Es el engendro de Win, ¡y no se te ocurra nunca pensar que no lo es! Es el vivo retrato de él. Si los hubieras visto a los dos a la misma edad no podrías haber dicho otra cosa.

Mitch murmuró algo, tranquilizador. Declaró que nunca había pensado seriamente que un hombre bueno como Savage pudiera ser el padre de tal canalla.

—En cuanto a esos cheques, Art. ¿Cuál te parece que sería la mejor manera de entrar en contacto?

—Entablar una acción judicial. A la larga tendrían que pagarlo todo con buen dinero.

Mitch explicó que la acción judicial estaba fuera de lugar. Savage dio un golpe en el tobillo con la punta de la bota al intentar alcanzar el whisky de nuevo. Era sencillamente posible, dijo, que ni siquiera sirviera la acción judicial; ya que si ejercía acción judicial posiblemente tendría que destapar muchas cuestiones.

—Se me ocurre pensar que quizás es por esa razón por la que no han pagado los cheques, Mitch. Como Gidge se ve muy apurada, solo paga aquello de lo que no podría liberarse.

—¿Sí? —dijo Mitch—. Creo que no te sigo bien del todo, Art.

—¿Qué es lo que es tan difícil de entender? El rancho está causando problemas, el dinero también, y no podía pasarle a un grupo mejor.

—Pero, por todos los diablos, ¿cómo puede ser eso? Más de un millón de acres de tierra, doscientos o trescientos con pozos de petróleo en producción, y…

Savage le explicó cómo podía ser. Porque el rancho no terminaba en el millón de acres. Continuaba extendiéndose hacia Nueva York y hacia el sur, hacia Sudamérica, e incluso más allá, hacia Irán y el lejano este. El holding del rancho incluía cadenas de almacenes, casas de apartamentos, compañías navieras y de industria fabril, y muchísimas otras cosas que ni siquiera Gidge Lord debía conocer.

—Ah, desde luego que tiene gente que ya conoce todo el asunto por ella. Un edificio completo de oficinas en Nueva York, creo. Pero ni la mejor gente del mundo puede ayudarte si no le escuchas, y por supuesto que no puede conseguir que un dólar esté en varios sitios a la vez. —Savage paró de hablar y rio con lúgubre satisfacción—. Hace mucho tiempo le dije que estaba siendo poco cuidadosa, solo intentaba ser amistoso, ya sabes. ¿Y sabes lo que me dijo?

—Algo desagradable, seguro.

—Ah, fue del todo desagradable, desde luego. Sin mencionar las palabras sucias. Tuve en mente repetírselo la semana pasada cuando me llamó, pero a mí no me gusta hablar de esa manera delante de las damas, incluso aunque no lo sean.

Savage le reveló que Gidge Lord había intentado que le prestara dinero (¡sin éxito, naturalmente!). Los bancos estaban inundados de papel suyo, y no iban a aceptar más, y andaba como loca buscando dinero privado. Necesitaba veinte millones —o eso es lo que le dijo a Savage— y le faltaba más de la mitad.

—Le dije que si estaba pasando por un momento tan apurado, sería mejor que reprimiera a Winnie, pero desde luego, yo ya sabía que no lo haría nunca. Podía incluso llegar a matarle, y aún así me parece que contando con lo que malgasta, no llegaría ni a la mitad de lo que en este momento necesita.

—Supongo que no —dijo Mitch—. Sobre todo cuando puede divertirse todo lo que quiere sin tener que pagar un centavo por ello.

—Ah, seguro. Están realmente orgullosos de ello.

Acabaron la botella, el viejo se había tomado gran parte de ella. Mitch le acompañó hasta la puerta y se dieron la mano.

—Bueno, gracias por dejarte ver, Art. Espero que volvamos a vernos cuando yo haya salido de esta.

—En cualquier momento —dijo Savage—. No tienes más que silbar y yo vendré corriendo. ¿Te ha servido de algo lo que te he dicho?

—¿Servido de algo?

—Sí. Para cuando vayas mañana al rancho.

—Pues, no estoy seguro, pero…

—Entonces deja que te diga algo ahora. No vayas.

Movió la cabeza con firmeza en un gesto de asentimiento y fue por el vestíbulo hacia el ascensor, muy tieso, oscilando con el balanceo de sus botas.

A la mañana siguiente, a las ocho en punto, Mitch se puso en camino hacia el rancho.

Hizo los primeros cuarenta minutos, más o menos, por autopista y con facilidad. Después, tomó una carretera comarcal, que giraba fuerte y continuamente según los términos municipales y terminaba de manera abrupta, después de unas veinte millas, junto a una colina.

Una valla de alambre trenzado de tres cables recorría la base de la montaña. Del alambre superior colgaba un cartel oxidado de hojalata que se movía incesantemente con el viento continuo del oeste de Texas:

LORD

Prohibido el paso

La valla seguía un camino rodado que conducía a través de los pastos en dirección al sudoeste. Mitch se dirigió al camino, y realizó una mueca de dolor cuando el cárter del coche se llevó por delante la porquería. Condujo con mucho cuidado, rodando a baja velocidad la mayor parte del tiempo. El coche saltaba y se ladeaba, y de debajo del capó salía un chorro de vapor.

Los Lord no se interesaban mucho por las carreteras. Viajaban en avión o en helicóptero. Desde el otro lado, un funicular conducía al rancho, llevando lo que compraban y sacando lo que querían vender. Ya que ellos mismos no utilizaban carreteras, tampoco se preocupaban por mantenerlas cuidadas. El municipio y el distrito, por medio de los impuestos, hacía ya mucho tiempo que no lo intentaba.

En menos de una hora, Mitch se vio forzado a parar para dejar que el coche se enfriara. Con el capó levantado, se inclinó hacia un guardabarros y se quitó el polvo de los ojos. Miró hacia la reptante línea de la valla, los carteles de hojalata colgados a intervalos de cincuenta pies con su aviso, Lord-Prohibido el Paso, y él pensó: ¡Vale, os creo! Cada cincuenta o sesenta postes de la valla, había una descolorida calavera de novillo, testimonio espantoso de que ser ranchero no es ninguna ganga. Unos de esos recordatorios sonrió a Mitch desde la distancia de unos pies. Los cuerpos estaban inclinados de manera extraña, y las mandíbulas sin carne colgaban abiertas como si le estuvieran hablando.

Se alejó de allí rápidamente. Y dijo en voz alta:

—¡Dios! ¿Qué estoy haciendo aquí?

Pero no encontró respuesta razonable a la pregunta. Había venido porque no sabía qué otra cosa podía hacer. Porque siempre había una posibilidad, hasta en la situación más aparentemente difícil. Quizá no hubiera otra oportunidad. Quizá la mejor oportunidad fuera que le echaran con una patada en el culo, pero si podía verlo y llevarlo a cabo, por lo menos podría tener la ocasión de seguir en el juego, tener una oportunidad. Podría tener a Red. Y si perdía esa oportunidad entre un millón…

Bueno, entonces nada importaría demasiado.

Volvió al coche y arrancó. Se le encajó la mandíbula, casi de manera desagradable, en su lucha por defenderse de las náuseas insistentes de su estómago. Tenía que hacerlo, tenía que correr ese gran riesgo. Pero todos sus instintos de gran jugador le gritaban en contra, y todos sus años de vida civilizada le disuadían. Habían pasado muchos años desde que se movía en círculos en los que dar una paliza era una práctica aceptada. Se preguntaba si todavía era capaz, e imaginó que lo sabría muy pronto.

El camino iba subiendo suavemente durante más de una milla, después seguía por una tierra llana algo abombada. Habían desaparecido de repente los acantilados bordeados por maleza y los montículos rocosos, así como el vacío alrededor, y la tierra estaba ahora llena de señales de vida.

Había torres de perforación y llaves de bombeo a lo largo de todo el campo. Aparecían de la nada postes de teléfonos pesados, con brazos y cables. Ganado de cara blanca se movía sobre el pasto como una alfombra que se desenrollara despacio, extendiéndose en una formación sin fin de mandíbulas perpetuamente trituradoras, moviendo la cola perezosamente hasta que se perdían en el horizonte. A lo lejos, a la derecha, se veían los blancos y brillantes perfiles de los edificios del rancho. Tras ellos salió lanzado un avión hacia el cielo y desapareció en su brillo.

El camino dio otra curva de ángulo recto. Una milla más allá finalizaba en un paso de ganado y una entrada. Nada más atravesar la puerta, había un jeep que bloqueaba la carretera de gravilla que conducía al rancho. Llevaba la antena gruesa de un radio transmisor. Sentado en él, un joven vaquero, al que le brillaban los dientes blancos cuando reía, estaba hablando por teléfono.

Hizo un gesto de saludo hacia Mitch con el cañón de su rifle, después, mientras Mitch comenzaba a salir del coche, apuntó sacudiendo la cabeza. Mitch se quedó donde estaba. Al cabo de unos minutos, el vaquero colgó el teléfono y se acercó a él.

Llevaba cartuchera y pistola, el primer vaquero que Mitch había visto tan equipado. También trajo consigo el rifle. Metió la cabeza de color panocha por la ventanilla, y su boca dibujó una gran sonrisa cuando preguntó:

—¿Y bien?

Mitch expuso que quería ver a la señora Lord y a su hijo, y la sonrisa, que desde luego no comunicaba alegría, se ensanchó.

—Winnie no está. ¿Para qué quiere ver a su mamá?

—Es un asunto personal.

—¿Tan personal como para no poder decírmelo?

—Me temo que así es.

El vaquero movió su rifle, arañó el costado del coche, y le apuntó.

—Esta es la carretera de vuelta a la ciudad, señor. La misma por la que ha venido.

Mitch le habló de los cheques. Se lo contó con todo lujo de detalles, ya que en otro caso el hombre no iba a quedar satisfecho.

Después, se recostó en el asiento a esperar, con el corazón latiendo con fuerza, mientras el vaquero telefoneaba desde el jeep. La llamada duró mucho, o eso es lo que le pareció a Mitch, y el vaquero rio, aparentemente, la mayor parte del tiempo. Finalmente colgó, retiró el jeep de la carretera y le hizo a Mitch un gesto para que avanzara.

Mitch lo hizo y chocó contra un pequeño muro. El hombre volvió a hacerle señales y él paró junto al jeep.

Le deslumbró con los dientes blancos.

—Siempre recto, señor. No tiene pérdida.

—Gracias. Muchas gracias.

—No intente perderse. Si veo que empieza a desviarse, recibirá un tiro.

Mitch asintió y arrancó. La carretera subía un poco en una pendiente casi imperceptible, y a continuación se encontró mirando hacia el caos ordenado de los edificios del rancho.

Estaban organizados en desiguales plazuelas, con la residencia de adobe blanco del rancho en el centro. Era de dos pisos, con un tejado de pesadas tejas rojas. A lo largo de todo el primer piso se extendía una terraza o «galería» con un tejadillo, donde se apreciaba todo un surtido de mobiliario y sofás a la sombra.

De los edificios salía un zumbido de actividad que se mezclaba de forma ambigua. El rugido de un jeep, el murmullo de una radio, el traqueteo y el estrépito de maquinaria, voces en confusa conversación, un ataque de risa apagada, un fuerte grito (¿Qué diablos está haciendo…?) que acababa con el rugido repentino de un tractor.

Hombres y mujeres salían y entraban por los callejones de entre las casas. Un hombre transportaba una silla de montar sobre sus hombros, dos hombres conducían un jeep, otros dos arrastraban un objeto de metal pesado. Un viejo con un delantal blanco arrojaba agua desde una ventana distante, y un hombre se alzó bajo la ventana y sacudió el puño con enfado.

Mitch aparcó el coche en el patio cubierto de gravilla. Salió y comenzó a atravesar el desigual parque de césped de la casa, a continuación se giró al oír una voz que le llamaba.

—¡Corley!

A distancia, hacia la izquierda, había los restos de una torre de perforación «derrick», nada más acabarse la plazuela de edificios, lugar aparente de un pozo abandonado o fuera de servicio, ya que no tenía ni bomba ni tuberías que salieran de él. Dos rancheros y una chica habían emergido de su envoltura metálica, la chica iba en cabeza. Alzó la mano cuando Mitch se giró, indicando que era ella la que le había llamado. Él devolvió el saludo un poco tímidamente, y comenzó a dirigirse hacia ella.

Debía de ser un miembro de la familia, ya que ninguna mujer trabajadora podría estar afuera, asociada con vaqueros. Aunque no había oído hablar de que hubiera ninguna mujer Lord, aparte de mistress Lord, ni oído hablar de esta chica.

Estaba tan morena que no podía decir qué cara tenía. De hecho, casi no dedicó a su cara ni una mirada. Miró su cuerpo y no pudo retirar la mirada, ya que parecía como si estuviera desnuda. Sí, desnuda a pesar de llevar pantalones de montar y una blusa, por el cuerpo que tenía. Podía haberse envuelto en una docena de abrigos, y aun así hubiera parecido que no llevaba nada, y ella también lo sabía. Porque ella también era de esa forma.

Era una perra calientapollas. Fue hacia él de manera zorruna, moviendo con invitación las esbeltas caderas, agitando y meneando los desorbitados senos. Se podía percibir su calor desde cincuenta pies de distancia.

Retiró con sequedad la mirada de ella, de la terrible obscenidad de su cuerpo. Se frotó los ojos, como para quitarles el sol que los cegaba, y entonces oyó el ruido de los tacones de sus botas que golpeaban en la tierra compacta, y él por fin la miró a la cara.

La miró y casi se puso enfermo.

Porque la que había creído que era una chica era una mujer. Una vieja. Lo que significaba que debía de ser Gidge (Agatha) Lord.

Su pelo no era rubio, sino de un gris sucio. La cara estaba quemada hasta un moreno profundo; seca y apergaminada como si hubiera pasado por las manos de salvajes con rituales de caza cabezas. Sus ojos eran tan pálidos que parecían no tener color, eran de un blanco lechoso. Apenas pudo verle la boca hasta que la abrió, era solo una línea marrón en el marrón profundo de su carne.

Ella alargó la mano. Mitch comenzó a extender la suya, y ella la retiró de forma viciosa.

—¡Los cheques, Corley! ¡Venga!

—Con mucho gusto —dijo Mitch—. A cambio de treinta y tres mil dólares.

—¡Démelos!

Los dos vaqueros se habían adelantado a ambos lados de ella y un poco más adelante, formando los límites de un semicírculo. Permanecieron con los pulgares sujetos a los cinturones, moviendo las mandíbulas perezosamente mientras le lanzaban una fría mirada fija.

Mitch se encogió de hombros ligeramente, arreglándoselas para presentar una sorprendente sonrisa de saludo.

—Bueno… —Le pasó los cheques—. Ya que insiste…

Sacó sus cigarrillos e hizo un gesto de ofrecimiento. Irradiaba confianza y amabilidad a los dos hombres, trataba de llevarlos hacia el dominio de su personalidad luchando con las únicas armas de que disponía. Los hombres se quedaron exactamente donde estaban, con los pulgares apoyados en sus cinturones, mirándole sin pestañear, reconociendo su existencia como algo potencialmente interesante pero poco importante en esencia.

La señora Lord examinó los cheques uno a uno.

Después los hizo trizas, y lanzó los trozos a la cara de Mitch.

—¡Tú, polla apestosa! ¿Sabes qué hacemos con las pollas por aquí?

—Me apuesto algo a que usted me lo va a decir —dijo Mitch.

—¡Te lo voy a mostrar! ¿Qué hacemos con las pollas, Al?

Por detrás de Mitch se oyó una risita ahogada.

—Las metemos en un hoyo, señora.

Mitch se dio la vuelta, pero no fue lo suficientemente rápido. Nadie hubiera podido ser lo suficientemente rápido. No había escape posible. La cuerda saltó y cayó sobre Mitch. Le tiró al suelo de una sacudida por los pies. Su cabeza golpeó con fuerza sobre el polvo endurecido, apareció un millón de estrellas que salían de su cabeza y perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, alguien le alzaba sobre el suelo de los restos de la torre de perforación «derrick». Ahora tenía los pies fuertemente atados, aunque tenía libres las manos y los brazos. Se levantó, y se quitó el polvo de los ojos.

Un par de hombres estaban abriendo con una palanca un cuadrado de tablones del suelo. Otros dos estaban colgando una polea y un cable en la torre de perforación. Otro, un hombre muy joven, estaba de pie, con un brazo rodeaba a mistress Lord y le palmeaba las llamativas nalgas con la mano.

Vieron cómo Mitch les miraba, y se echaron a reír. Pero se retiraron un poco.

Mitch se frotó la dolorida cabeza, y levantó la mirada hacia la instalación. Cuando lo hizo, uno de los hombres se colgó del cable, balanceándose hacia arriba y hacia abajo. Bajó y Mitch repentinamente se alzó, subía boca abajo hacia la torre.

Se levantó unos treinta pies. Después bajó lentamente, hasta que quedó suspendido sobre el agujero recién abierto en el suelo de la torre.

Gidge le sujetó por el pelo, adelantó su cara de bruja hasta acercarla a la de él.

—¿Te atreves a adivinar adónde vas a ir a parar ahora? ¿Te parece que puedes imaginarlo, eh?

Pero Mitch no necesitaba suponer. Lo sabía.

Prácticamente todos los pozos de petróleo modernos están excavados con equipo rotatorio, que perfora con brocas unidas a la tubería. Cuando se profundiza el pozo, se añade más tubería, así se hace un agujero relativamente pequeño que es del mismo tamaño arriba que abajo. Los antiguos pozos de petróleo, sin embargo, cualquiera que esté bien perforado, digamos, antes del 1930, se realizaban por cable, que perforaban el agujero descendiendo un poco de una serie de otros cables. Este método requería el frecuente revestimiento (tubería), para evitar que la herramienta de perforación fallara. Naturalmente, cada tramo de revestimiento tenía que ser más pequeño que el precedente. Esto significaba también que, cuando se contemplaba un pozo profundo, el agujero por la parte superior tenía que ser muy grande.

El agujero sobre el que se balanceaba Mitch era antiguo e inmenso; de los llamados «grandes» en un test de profundidad. Pero no se había perforado el pozo. Doscientos pies más abajo, las brocas habían dado con una inesperada veta de granito, y en un caso así no había otra cosa que hacer que salir y probar otra localización.

Los Lord habían dejado el pozo sin tapar, planeando usos tales como el que ahora mismo ponían en práctica… Siendo su reputación como era, no habían tenido oportunidad de utilizar el pozo desde hacía mucho tiempo.

Introdujeron a Mitch en el agujero. No opuso resistencia. Su única esperanza era hacerlo lo más sencillo e indoloro posible.

Alargó las manos al frente, como un buzo, manteniendo el cuerpo tieso y recto. Podía causarle grandes daños bajar torcido o girando. Se sumergió en la oscuridad uniforme, rozando sin arañarse los costados del agujero. La sangre se agolpaba en su cabeza y el cerebro bullía con ella. Pero mantuvo firmes los nervios.

Esto iba a ser condenadamente malo. Pero nada más que eso. No iba a morir. No iban a matarle.

Continuó manteniendo ese pensamiento todavía bajando más y más profundo por el agujero. Se lo repetía una y otra vez. No me van a matar, no me van a matar

Pero estaba equivocado.

Iban a matarle.

Intencionadamente.

El agua había penetrado por el agujero desde la última vez que lo utilizaron. No lo sabía nadie. No se podía ver desde la superficie. Pero ahora estaba lleno hasta más de la mitad.

Mitch entró de cabeza y después con todo el cuerpo.

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