Texas

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Mitch retiró el auricular del oído. Lo miró y volvió a acercárselo; permaneció sin habla, aturdido durante un momento por la irrupción de sus fuertes emociones, moviendo la cabeza una y otra vez.

—Frank… —Recuperó de nuevo la voz, al fin—. Se supone que deberías hacer un ruido metálico antes de clavarle el colmillo a nadie.

—Lo siento tremendamente, chico. Solo intentaba ayudar.

—¿Ayudar? —Mitch le hubiera pegado un porrazo—. ¿Ayudar cómo? ¿Pateando a una mujer? ¿Haciendo algo que el primer cavernícola de pelo en el culo hubiera hecho cien veces mejor? ¿Qué diablos eres, un hombre o una mula? ¡Y no hace falta que me lo digas!

—Eh —dijo Downing con humildad—. Ya es toda una promoción. Antes era una serpiente.

—¡Mierda, Frank…! —Mitch casi gritaba—. ¿Por qué has tenido que hacerme esta? ¡Sabías que no quería una de fuerza! ¡Sabes que siempre me he mantenido apartado de ella! ¡Joder, tengo una cabeza y tengo fe en su utilización, y si me dejaste seguir solo, déjame manejar mis problemas a mi manera en vez de actuar como una niñera municipal…!

—Mitch —le imploró Downing—, ven y mátame, ¿vale? En cualquier momento. No necesitas una cita.

—Creo que esperaré a tener una lanza —protestó Mitch con amargura—. Con un tipo como tú alrededor, deberíamos volver a utilizarlas dentro de una semana.

Colgó el teléfono.

Salió disparado de la cabina, y dio unos cuantos pasos furioso alejándose; después, por supuesto, volvió a ella, y contactó de nuevo con el jugador. Porque Downing había intentado ayudar, se había disculpado, y, después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer sino aceptarlo? Además, también había una posibilidad de que…

—Disculpa, se me fue la cabeza, Frank. En cuanto a Frankie y a Johnnie… ¿Supones que puede haber alguna posibilidad de que no obligaran a Teddy a llevar eso?

—No —dijo Downing, lamentándolo, pero con firmeza—. Esos chicos hacen el trabajo al pie de la letra. La han vuelto tarumba y ha hecho exactamente lo que le han ordenado.

—Mierda. ¿Por qué no se guardarían la pasta para ellos?

—Hombre, eso hubiera sido robar —señaló Downing de manera razonable—. De todas formas, sabían que lo descubriría.

—Sí, claro, claro.

—No está tan mal, chaval, ¿no es así? Conseguirás el divorcio y no volverás a ver a esa puta. Algo es algo.

Mitch admitió que así era, pero que no importaba nada porque había perdido a Red. Estaba tan seguro de ello como de que ayer no era hoy. Y con ese comentario desgraciado acabó la conversación.

El avión parecía no haber acabado de salir del aeropuerto de Dallas, cuando ya estaba en los inicios del aterrizaje en Houston. Mitch se abrochó el cinturón, mientras comprobaba la oscuridad desesperanzada de su problema.

Aparentemente, Red no había terminado con él, no todavía. De ser así, se lo hubiera dicho por teléfono. Querría acabar con él en persona, lo que significaba que…

Su voz le llegó del pasado, del principio y a través de los años. No me mientas. ¡No lo hagas nunca, nunca me mientas! Recordaba su actitud ante el dinero, cuando pensó que le había mentido sobre el dinero depositado en la caja de seguridad; su mortecina frialdad, su rechazo a dejarse influenciar o persuadir. Recordaba su furia sobre naderías nominales, porque le había hablado de forma dura o impensada; los puños en alto, en un enfado que le duraría un día o dos, y durante el cual era poco responsable de sus actos.

Le había dicho mil mentiras, había amontonado cada una sobre la otra en su intento de cubrirlas. Le había hecho miles de promesas, aunque sabía a ciencia cierta que apenas había una posibilidad en el mundo de poder mantenerlas. Él…

—Bueno, de acuerdo, entonces. Como no estás casado, entonces es lo mismo que si lo estuviéramos. No tengo de qué avergonzarme… Pero será mejor que sea verdad, ¿me oyes? ¡Si me mintieras…!

Salió del avión y se encaminó hacia la rampa. Cuando llegó a la sala de espera, se encontró a sí mismo buscando en el directorio público. Se quedó asustado de muerte, pero aun así fue hacia el mostrador de información, con el corazón dándole botes.

Había un mensaje de Red. Uno completamente inocente. Miss Corley le esperaba en el aparcamiento.

Mitch recogió su equipaje y fue hacia allí.

Estaba de pie al lado del coche. Llevaba puesto un traje negro semiformal, corto. Sus guantes eran largos y blancos, y tenía sobre los hombros una estola blanca de visón. También llevaba un pequeño bolsito de fiesta.

Se paró un par de pasos antes de llegar a ella. No sabía muy bien qué decir, notaba la tensa expresión de ella. Después, hizo una tentativa de abrazarla.

—¡No lo hagas! —protestó ella, dando un rápido paso hacia atrás—. Yo, ¡quiero decir que me despeinarás!

—Red —dijo él—. Deja que te lo explique, ¿quieres? Yo…

—No. —Su cabeza se sacudió con un movimiento—. No hay nada que… Ahora mismo no tenemos tiempo de hablar.

—A causa de Zearsdale, ¿quieres decir? ¡Pero no podemos ir a una fiesta, tal como están las cosas!

—¡Pues, sí, vamos! Prometimos ir e iremos. Si una persona no mantiene sus promesas, entonces…, entonces… —Se hundió, alejándose de él—. Acabemos de una vez con esto, Mitch.

Abrió la puerta de coche y saltó dentro, con el vestido subido sobre sus piernas. Mitch puso el equipaje en la parte trasera y se deslizó tras el volante. No sabía cuál era la forma correcta de manejar todo aquello, si había una forma correcta, pero sabía que lo que estaba haciendo era totalmente erróneo. Debía de estar llevando el asunto, en vez de dejarse llevar por ella. No debía, por todos los diablos, llevarla a una fiesta cuando estaba a punto de dejarlo caer todo sobre él.

Vio el bolsito de fiesta sobre sus rodillas, y comenzó a alargar la mano hacia él. Ella se lo quitó.

—¡No! ¡No toques eso!

—Pero… pero si lo que iba a hacer era guardártelo en mi bolsillo.

—¡No quiero que lo hagas! ¡Quiero llevarlo yo misma!

—Ya veo —contestó. Y veía. Muchísimo.

Sabía por qué quería ella mantener la posesión del bolso.

Arrancó el coche. Lo condujo a la salida del aparcamiento y se dirigió velozmente hacia la casa de Zearsdale. Ninguno de los dos hablaba. Red pareció estar a punto de hacerlo un par de veces; él pudo notar las miradas que le lanzaba, oyó el titubeo de la respiración que precede al discurso. Pero no podía ni debía ayudarla, ahora que sabía lo que sabía. Así que ella también se mantuvo en silencio.

Giró hacia la entrada del hogar del magnate del petróleo, sintiéndose interiormente muerto, y profundamente confuso, aunque ya nada le importaba.

¿Por qué iba ella a hacer eso? ¿Qué sentido tenía ir a una fiesta cuando planeaba una cosa como esa?

Aparcó el coche y la ayudó a salir. Subieron juntos las escalinatas. Red se mantenía un poco alejada de él. Con los labios ligeramente apretados en una sonrisa nerviosa. Con las mejillas de un rojo subido.

El mismo Zearsdale abrió la puerta, como lo había hecho el día de la visita de Mitch. Los condujo a una salita de recepción, charlando amigablemente, y les ofreció unas copas. Red movió negativamente la cabeza, con un ligero fruncimiento de ceño.

—Ahora no, gracias. ¿Somos los primeros?

—¿Primeros? —dijo Zearsdale.

—Sus primeros invitados —explicó Mitch, y él también estaba un poco ceñudo—. No parece que haya nadie más aquí.

Zearsdale dijo, sin darle importancia, que había otros por ahí.

—Es una casa grande, ya sabe. ¿Y usted, qué? ¿Qué bebe?

—No, gracias. Las tomaremos con los otros, si no le importa.

—Será mejor que tome algo —insistió Zearsdale, y entonces, cuando Mitch volvió a declinar la invitación con firmeza, dijo—: Bueno, vamos, entonces. Tengo algunas películas que quiero mostrarles.

De alguna manera, consiguió situarse entre los dos cuando dejaban la habitación. Aún estaban a ambos lados de él cuando entraron en una habitación algo más grande que la primera. Había una pantalla de cine que colgaba desde una plataforma que ocupaba la mitad inferior de la habitación. Cerca de la puerta por la que habían entrado había un proyector de 16 mm.

—Venga, siéntese allí, Corley. ¡Así es, allí! —señaló Zearsdale—. Y usted, señorita, ¿puedo llamarla Red? Siéntese aquí, señorita Red. Los otros ya han visto estas películas, así que… ¡Siéntese, Corley!

—No —dijo Mitch—. No, no me voy a sentar, Zearsdale. Me voy a ir de aquí, y Red se va a venir conmigo, y no trate de retenernos.

La habitación se quedó en silencio. La expresión de Zearsdale se congeló entre la jovialidad y el enfado, por un momento pareció tonto, mientras intentaba adaptarse a la situación. Mitch se maldijo en silencio.

El techo con espejos sobre la mesa de dados… el súbito estruendo desde la habitación superior mientras él y Zearsdale apostaban. Y ahora lo de hoy, la forma en que Zearsdale había lanzado su peso con Gidge Lord. Utilizando la fuerza de todos sus millones para asegurarse de que él, Mitch, asistiría a su «fiesta».

¿Cómo no lo había adivinado, por todo lo más sagrado? ¿Cómo iba a dejar que cayera Red en la trampa?

Red. Miró hacia ella, tan pequeña e indefensa, casi perdida en el gran sillón. La miró, y su irracional enfado, la mortal evidencia de sus intenciones, desapareció. Y nada tuvo importancia aparte de sacarla de allí sin peligro.

Le sonrió, y le habló con gran aplomo.

—No te asustes, cariño. Ahora nos vamos.

Ella le devolvió la sonrisa, tremulosa. Comenzó a levantarse. La fuerte mano de Zearsdale cayó sobre su hombro y la empujó de nuevo hacia el sillón.

—Ella se queda —dijo—. Ambos se van a quedar.

—Zearsdale… —Mitch se adelantó hacia él—. Está usted muy equivocado.

Zearsdale se quedó donde estaba. Red soltó un gritito…, un aviso. Mitch comenzó a darse la vuelta, un puño explotó en la parte de atrás de su cuello y un fuerte golpe en los riñones lanzó fuego por todo su cuerpo. Entonces recibió un tirón desde atrás, y cayó sentado al sillón, con tanta fuerza que sintió crujir su columna.

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