Texas

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HOUSTON.

La tierra más negra, la gente más blanca.

Donde nunca te encontrarás con un extranjero…

Dicen que a medida que Texas avanzó hacia el Sur, la crema de su población fue empujada hacia Houston. Dicen que Houston hace lo que otras ciudades hablan de hacer… y nunca, nunca habla sobre ello. Aquí no se hace ostentación de la riqueza. Se hacen regalos multimillonarios a universidades y a fundaciones filantrópicas —si se tiene, se supone que se hará— y se huye de la publicidad que acompaña a veces a tales larguezas.

Houston es el Sur, sabes, y abriga todo lo mejor del sur. Galantería, generosidad, hospitalidad. Fort Worth es el Oeste, Dallas es el Este y Houston es el Sur. ¡No te olvides nunca de que es el Sur!

La gente más blanca (dicen aquí). Donde nunca encontrarás un extranjero (dicen aquí). Pero no olvides nunca esa palabra: blanco, particularmente si el adjetivo no se te adapta…

… A la mañana siguiente, Red todavía mantenía el aire glacial mientras bajaban del tren en Houston, dejando tras ellos una ola de miradas de admiración envidiosa. El hombre, apuesto y vestido con elegancia, desenvuelto y distinguido, con un toque de gris en sus sienes. La mujer, vestida impecablemente, regia con su erguida cabeza pelirroja, y sus pequeños hombros cuadrados, arrastrando la difícil longitud de un zorro plateado.

Su mano enguantada descansaba en el brazo de Mitch con naturalidad, detestaba las contravenciones públicas de la etiqueta. Pero era por pura formalidad. Su sonrisa ocasional no iba más allá de sus labios; era un rasgo de simple educación, la respuesta a los comentarios de él.

Mitch supo que había llegado el momento de las medidas drásticas. De otra manera, su enfado arraigaría en profundidad, y Red podía tomar una decisión inconveniente.

Cuando llegaron al interior de la estación, se excusó e indicó al mozo del equipaje que se parara y esperara. Después entró en una cabina, y abrió la guía telefónica. Estuvo un rato largo dentro de la cabina. Red estaba visiblemente desconcertada e irritada por el retraso, pero, por supuesto, no dijo nada.

Hasta que llevaron unos cuantos minutos en el taxi y se dio cuenta de la dirección que tomaban, no se volvió hacia él.

—¿Qué es esto? Pensaba que teníamos reservada habitación en el centro.

—Las he cancelado. Vamos a un aparta-hotel durante un mes. —Mitch bajó la voz y dirigió al conductor una mirada de complicidad—. Necesitamos estar juntos durante un tiempo, Red. Algún sitio en el que podamos estar juntos sin que nos sitúen fuera de las reglas.

—La última noche estábamos juntos. ¿Te acuerdas?

—Lo sé y lo siento, cariño. Lo siento muchísimo. Te pido perdón por ello. ¿Podrás perdonarme?

—Me lo pensaré. Pregúntamelo de nuevo dentro de unos días.

Mitch cogió su mano. Ella la retiró, pero solo después de un momento. Eso quería decir que se estaba enterneciendo un poco. Continuó hablándole, intentando sacar más provecho de su ventaja.

—Ya sé que un mes es demasiado tiempo en un mismo sitio. Pero podemos tomarnos un descanso los dos. La exhibición Fat Stock de Fort Worth justo después de la convención de Mineral Wells…

—Puedo soportarlo. No soy yo la que se sale de las casillas continuamente.

—Ya lo sé. Pero, de todas formas, pensé que podríamos alquilar un coche mientras estemos aquí. Solo hay ciento cincuenta millas desde aquí hasta el colegio y podríamos acércanos a ver al chico.

—¡Qué gran proyecto! Tengo que preocuparme por ver a tu hijo.

Mitch reprimió una sonrisa. A ella le importaba un pito su hijo. Hubo un momento de silencio, en el que Red se acercó un poco más a él. Después, con indiferencia, le preguntó si irían pronto a ver al chico.

—Quiero decir… —corrigió con precipitación—. ¿Cuándo tenemos que ir?

Mitch se echó a reír con cariño. Le dijo que podían hacer y tenían que hacer lo que quisieran en el momento que quisieran, y que no iban a hacer nada que no quisieran hacer.

—Red dijo que en ese caso podían ir mañana. —Después añadió, con un susurro casi inaudible y un rubor que rompía su palidez—: Sospecho que hoy vamos a estar bastante ocupados.

Le agarró la mano de forma compulsiva.

Llegaron a su destino cogidos de la mano.

Mitch hizo por ambos el registro de la manera habitual, señores Corley: Una vez has comenzado una cosa como esa debes seguir con ella hasta el final. Ya que iban a ocupar el lugar durante un mes, la estancia se pagaba por adelantado. Mitch pagó, y añadió otros cien dólares como crédito, suma que estaba seguro de utilizar en cargos extras mucho antes de que concluyera el mes. Aunque ligeramente preocupado, se alejó de la recepción y se unió a Red en el ascensor.

Desde luego, aún les quedaban unos cuantos billetes depositados en la caja de seguridad; algo más de tres de los grandes, probablemente. Pero incluso así, estaba corto de dinero, casi peligrosamente bajo para el nivel de puta de alto standing. Incluso sin faroles como el presente, los gastos generales de Red y suyos —viajes, pagos y todo lo demás— eran, tirando por lo bajo, cincuenta mil al año.

Y él tenía otros gastos, su hijo entre otros, aparte de los que pudiera tener Red.

Con toda esa cantidad de dinero de salida, con la necesidad de poder apostar fuerte y absorber las escasas pero inevitables pérdidas, la sensatez exigía un fajo de billetes de al menos veinte mil dólares. Ahora, incluyendo la pasta del depósito, tenía escasamente la mitad de eso. Algo tenía que ocurrir pronto. Houston era un infierno de ciudad. Aquí estaba todo el dinero del mundo… bueno, la mayor parte de él… y la gente era maravillosa.

Seguro de sí mismo, con el increíble cuerpo de Red rozando el suyo, salió del ascensor y se dirigió al apartamento.

Red contuvo un grito de asombro cuando lo vio. Los botones no habían cerrado la puerta del todo, cuando le rodeó con los brazos y le abrazó con fuerza, con deleite casi terrible.

—¡Oh, cielos, cariño! Pero ¿qué has hecho?

—¿Te gusta?

—¡Gustarme! Pe… pero… me da miedo pensar en lo que habrá costado.

—No. No lo hagas a no ser que quieras ser llamada Red, la de una sola mejilla.

—¿Mmmm?

—Lo que digo es que, si lo haces, te daré un gran mordisco jugoso.

Red se echó a reír, y le dio un beso febril. Le cogió la mano y comenzó a arrastrarla por el lugar. Era un ático con vistas a la ciudad por tres lados. En el inmenso salón, junto a una chimenea magnífica, había un gran piano de cola de color marfil, que combinaba con la nívea moqueta.

Había dos dormitorios y uno para el servicio, tres cuartos de baño y un aseo. En el dormitorio principal, Red giró en redondo y le puso los brazos en la cintura, con los senos temblando por la excitación.

—No me lo digas —le rogó—. No quiero saber cuánto cuesta. Pero… ¿No me das una pequeña pista?

—Ni la mitad de lo que vale verte contenta.

—¡Pero, cariño! Hoy lo voy a dejar bajo tu responsabilidad… pero, por última vez, vaya.

—¿No podrías ser un poco más concreta?

—¡Nada! ¿Sabes? —Su cuerpo parecía arder—. ¡Nada!

—Gran categoría —señaló Mitch—, chiquita.

—Verás, ¿qué te parece si me das una pista…?

—Bue… no, dicen que una figura pública muy bien conocida estuvo aquí.

—¿Muy bien conocida?

—El más conocido de todos. El máximo.

De golpe ella entendió el significado.

—¡Quieres decir el presidente! —Apoyó las manos contra el pecho de él y le apartó con fuerza—. ¡Fuera! ¡Fuera de aquí ahora mismo! Quiero ir a algún sitio cómodo antes de desmayarme.

Mitch se sentó en el salón y cogió un teléfono. Comenzó a llegar un desfile de sirvientes: una doncella (estaba incluida con el apartamento y se podía llamar en cualquier momento en que se necesitara); botones con periódicos matinales, capullos para los jarrones, un surtido de licores para el bar y un camarero con el desayuno.

La firma de varios cheques, con sus correspondientes propinas, supuso, según la estimación de Mitch, un total de ciento cincuenta dólares. Suspiró de forma inconsciente. Llamó a Red, vestida ahora con una bata ajustada, y salieron ambos a la terraza a desayunar.

Su pelo resplandecía a la luz del sol matinal. Su piel parecía tan delicadamente transparente como la taza de porcelana que se llevaba a los labios. Comió con delicadeza pero con entusiasmo, reaccionó ante la comida como ante un tónico. La comida le afectaba como a otra gente le afecta la bebida. Sus ojos castaños chispearon con alegría; la cara de elevados pómulos parecía arrebolarse de contento.

Mitch sonrió al contemplarla. Ella le devolvió la sonrisa, un poco a la defensiva.

—Por eso soy tan glotona. Cuando era pequeña no había mucha comida a mi alrededor.

—¿Te acuerdas de nuestra primera comida juntos?

Red se señaló la boca: en ese momento le era imposible hablar. Masticó, tragó, y se estremeció en éxtasis. Después dijo que por supuesto que se acordaba, cómo iba a poder olvidarse de algo semejante… pero añadió de paso que hacía unos cinco años, ¿verdad?

Mitch se echó a reír.

—Deja de intentar tenderme una trampa. Sabes condenadamente bien que hace más de seis años.

—Seis años, tres meses y doce días —asintió ella y sonrió como si estuviera soñando—. ¿No fue curiosa la forma de encontrarnos, cariño? Extraña, quiero decir.

—¿Qué es lo que te parece extraño? —dijo Mitch—. Yo te estaba buscando.

—Quieres decir que andabas buscando alguien con quien trabajar.

—Quiero decir que te andaba buscando a ti —concluyó Mitch.

Y era verdad.

Pero él no lo supo hasta que no la hubo visto.

Red se puso en pie con brusquedad, y en silencio le tendió las manos. Mitch las tomó y se las besó, después la cogió y la llevó en brazos a la habitación.

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