Texas

Texas


4

Página 7 de 30

4

Uno de los peores trenes del mundo —rotundamente el peor en la creencia de mucha gente— va de la ciudad de Oklahoma a Memphis. No dan de comer. Los vagones son de la hornada anterior a la Primera Guerra Mundial, sin aire acondicionado u otras comodidades normales. Su horario es probablemente producto de un guionista de cómic. Los muchos y prolongados retrasos se atribuyen aleatoriamente a causas tales como atracos a mano armada por Jesse James, partidas improvisadas de caza y de pesca por parte del personal, y funerales de pasajeros que se han adelantado y han muerto en ruta, de vejez.

La mayoría de la gente que toma ese tren lo hace porque está obligada a hacerlo. Las excepciones ocasionales son generalmente víctimas de demencia semántica, que interpretan lo incómodo como pintoresco y lo insufrible como interesante. Mitch había subido a ese tren porque era la forma más rápida de salir de Oklahoma, y necesitaba salir rápidamente de esa ciudad.

Andaba en esa época muy desanimado, y acababa de echar a su ayudanta. Le daba miedo que si se quedaba merodeando alrededor de ella, pudiera debilitarse y volverla a contratar. Lo que sería un mal asunto para ambos.

Era una buena chica. Una antigua modelo y algo actriz, tenía suficiente clase y era muy mujer. De hecho, tenía casi todo lo que hacía falta excepto por un detalle: le gustaba empinar el codo. Su debilidad no había aparecido hasta bastante tiempo después; probablemente debido a la tensión. Pero ahí estaba y cada vez era peor.

Mitch habló con ella como un padre. Le regañó. Desafortunadamente, le dio una zurra, y le señaló que era una vergüenza que a su edad necesitara aún un castigo como ese. Nada de todo eso sirvió. Continuó echándolo todo a perder, emborrachándose justo cuando él más la necesitaba.

Finalmente comprendió que ella no podía hacer nada por evitarlo y que si alguna vez conseguía mejorar, no iba a ser nunca cerca de él.

Así que ella lloró con el corazón destrozado, y a él mismo se le enturbiaron un poco los ojos. Pero era lo único que se podía hacer, lo hizo y salió de la ciudad en lo primero que pudo agarrar.

Debía de estar muy cansado, pues había pasado dos noches sin dormir con su exayudante. O quizá sencillamente se había dormido para escapar de la pesadilla del tren. De cualquier forma, era casi el anochecer cuando volvió a estar despejado y encontró a esta nena pelirroja sentada a su lado. Sus trapos eran con toda evidencia el desecho de un mercadillo de beneficencia y comía algo horrible que sobresalía de una bolsa de papel.

Se giró con brusquedad y le miró con los ojos más tranquilos y la mirada más firme que había visto en su vida. Y, de repente, juntó aquellos ojos, el pelo y su complexión, y vio todas las posibilidades que tenía. Al mismo tiempo, se dio cuenta del aspecto que él mismo ofrecía: sin afeitar, con los ojos enrojecidos, el traje arrugado, la camisa sudada y manchada de hollín.

Ella le miró de arriba a abajo, y una expresión de simpatía apareció en el rostro.

—¿Quiere comer algo? —dijo, ofreciéndole la bolsa de porquería—. Se sentirá mejor.

Mitch dijo que no, que estaba bien; pero Red supo que no era así. Papá había estado así muchas veces, y siempre se sentía mejor cuando mamá le daba un boniato frío y un poco de pan de maíz.

Mitch mordisqueó un poco. Pasó el revisor tomando pedidos de comidas preparadas para telegrafiar a la próxima estación. Pero la chica sujetó la mano de Mitch cuando fue a sacar la billetera.

—¡Cobran un dólar de más por cada cosa! ¡No deje que le saquen el dinero!

—Pero, es que…

—¡Vaya idea! ¡Usted tira el dinero y casi sin nada que ponerse!

Ella evidentemente ignoraba que se podía facturar el equipaje con el billete. Nacida y criada en un pueblecito perdido, a punto de morir con las tierras sin cultivar que le circundaban, no había podido aprender mucho. Pero sabía, y bien que lo sabía, reconocer a un borracho sin empleo y sin propiedades cuando lo veía.

—Se sentirá mejor por la mañana. —Le dio una palmadita en la mano—. A papá le pasa siempre.

Continuó hablando, aparentemente trataba de animarle con las incesantes miserias de papá y los problemas concomitantes de la familia. Las cosas habían ido bastante bien durante un tiempo, con sus dos hermanos mayores alistados en el ejército, quienes mandaban a casa parte del sueldo. Pero parecieron tener el talento de papá para meterse en líos, y pronto estuvieron tan metidos que murieron como resultado de su propia mala conducta. De forma que ya no recibieron más dinero, no solo del sueldo, sino tampoco de los emolumentos asociados a la muerte en servicio.

—Por supuesto, todo el mundo en casa trabajaba cuando podía, cortábamos leña, ayudábamos a recoger la cosecha de los vecinos tanto como la propia. Pero cuando la tierra no da ni un cuarto de bala por acre, bueno, ¿qué se puede hacer? En especial, ¿dónde vas cuando tienes una familia del tamaño de la de papá?

»Trabajé en la biblioteca hasta que la cerraron, después en el colmado hasta que cerró, y después en la central telefónica hasta que cerró. No encontraba ninguna razón para seguir allí. Todo el que podía se iba. Pero papá estaba enfermo de nuevo, y mamá estaba otra vez embarazada —explicó con tono de amargura, ¿o quizás era de indignación?— y por lo menos allí tienen una casa, y…

Ella, Red, había sido elegida para ir a Memphis. A conseguir un trabajo inmediatamente y enviar dinero a casa con prontitud.

—Eh, ¿qué tipo de trabajo hace usted?

—Mitch, Mitch de Mitchell. ¿Le importa que la llame Red?

—¿Por qué me iba a importar? Eh, ¿qué tipo de trabajo dice que hace, Mitch?

Decidió ponerse a la altura de ella; parecía el tipo de persona con el que se puede hacer.

—Soy jugador profesional.

—Ah. Me parece que no es usted muy bueno, ¿no es así?

—¿Qué te parecería si te dijera que sí, que soy muy bueno, que tengo formas de ganar casi siempre?

—Me parece que puede ser —dijo con firmeza—. Si no pudiera ganar, no jugaría. Pero si es usted tan bueno, ¿por qué…?

Se lo explicó brevemente y le dejó entrever su fajo de billetes a modo de documentación. La reacción no fue la que él esperaba.

—¡Así que me ha estado engañando! —Sus ojos lanzaban destellos de fuego—. Se sienta usted aquí y me dice que se emborrachó y perdió el trabajo, y que ni siquiera tiene…

—Eh, no, yo no lo he dicho. Yo no he dicho nada.

—¡Sí que lo hizo! ¡Yo he intentado ser amable con usted y usted me toma el pelo!

Mitch le preguntó si quería que se buscara otro asiento, y ella movió la cabeza con un despreciativo bufido, que era su forma de tratar a los mentirosos, según dijo. Primero te mienten y después echan a correr.

—Yo te podría dar un trabajo, Red —insistió—. Conseguirías un montón de dinero, y…

—¡Cállese! ¡Ya sé la clase de trabajo que me daría usted!

—De verdad que no…

—¡Cállese!

Mitch se calló. Con la llegada de la noche, empezó a hacer mucho frío, él cerró las ventanas más cercanas. Después, encogiéndose en su asiento, trató de tirar de su abrigo hacia el pecho.

Red abrió su maleta con remilgos. Haciendo de ello una representación, sacó algo muy voluminoso y comenzó a arroparse con ello. Por fin, ya cómodamente instalada, lanzó una mirada arrogante a Mitch.

—Ya ve —dijo—. Podría estar usted también caliente si no me hubiera mentido.

—Está bien —terció Mitch—. Necesitas la manta para ti.

—¿Manta? ¡Es mi abrigo, mierda!

Se movió en el asiento y le dio la espalda. Hubo un largo tiempo de ofendido silencio, y después volvió a encarársele, riendo.

—Creo que sí, que parece una manta, ¿verdad? Venga, acérquese y métase dentro.

Por necesidad, tuvieron que acercarse el uno al otro, casi cara a cara. Las luces se oscurecieron y se apagaron, y solo quedó brillando la pálida luz de la luna a través de las ventanas. Red dijo que casi era como estar en la cama, ¿verdad?

—Bueno, sí y no —dijo Mitch.

Y Red le dio un pellizco reprobatorio.

—Mitch… ¿es verdad lo del trabajo?

—Sí.

—Es, es, algo deshonesto, ¿no es así?

Él se encogió de hombros.

—Depende de tu punto de vista, me parece.

—Y… ¿De verdad piensa que yo puedo hacerlo?

—Creo que sí. —Titubeó con cuidado—. Podría equivocarme, pero una gran parte de mi negocio es calibrar a la gente, y tú pareces encajar a la perfección. De cualquier manera, conmigo tendrías que trabajar muy duro y hacer un gran entrenamiento antes de empezar.

—Es natural —asintió ella—. Hay que trabajar duro si uno quiere tener un lugar en este mundo. Eh… ¿Alrededor de cuánto dinero ganaría, Mitch?

—El veinticinco por ciento de lo que consigamos, descontando los gastos. Eso podría significar mil o más a la semana, pero hay un montón de semanas que no se trabaja.

Ella tenía una pregunta más, pero anduvo dando rodeos. Temía, dijo, que se hiciera una idea equivocada de ella.

—Me parece que sé lo que tienes en la cabeza —dijo Mitch—. La respuesta es no, no en lo que a mí concierne. Esas relaciones quizá puedan producirse, pero…

—¡Calla! —dijo ella, extrañamente contrariada—. ¡Tengo diecinueve años, por amor de Dios! No necesitas deletrearlo todo como si fuera una niña.

—Lo siento. ¿Qué era lo que querías preguntar?

Ella se lo dijo, pero añadió que probablemente pensaría que eso no era asunto suyo. Mitch dijo que no pensaba tal cosa. Ella tenía todo el derecho de saberlo si iban a trabajar juntos, y él estaba más que satisfecho de explicárselo todo.

Por detrás de las palabras, su mente hacía carreras. Quería contarle la verdad… pero ¿cuál era la verdad? Él no sabía nada de Teddy desde hacía años. Probablemente se había divorciado de él, o quizás algún ciudadano con espíritu cívico la había matado. Hasta ahora no le había importado. Ahora le importaba muchísimo.

Si quería conseguir esta cabeza pelirroja, y por mucho que dijera lo contrario, sí quería conseguirla, del todo, para trabajar y para jugar, solo podía darle una respuesta. Supo cuál era —lo sintió— igual que supo el tesoro potencial de su cuerpo, su rostro y su cabeza.

—No —dijo— no estoy casado. Lo estuve y tengo un hijo pequeño en un internado, pero mi esposa murió.

—Bueno, entonces, de acuerdo —concluyó Red—. Venga, abrázame… ¡No, así no, tonto!… así estaremos muy bien y muy calentitos.

—¿Como si estuviéramos en la cama?

—Calla, ya te lo haré saber cuando quiera que te hagas el fresco conmigo.

… En su dormitorio del ático, Red alzó los brazos para permitir que le quitara la bata, inclinó la cabeza con sumisión, con los ojos casi cerrados, fue hacia la cama y se tumbó.

Mitch comenzó a quitarse la ropa. Ya se había quitado los zapatos, un calcetín y la corbata, cuando sonó el timbre de la puerta.

Ir a la siguiente página

Report Page