Texas

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Finalmente, Red se había quedado dormida.

Mitch se retiró despacio de su lado, la cubrió con las sábanas y se encaminó hacia la habitación delantera. Se sirvió una bebida. Se acercó con el vaso a una ventana y se quedó allí de pie, mirando la ciudad. Preocupado, con la mirada fija en la invisible metrópolis dormida, pasó revista a los sucesos de la noche.

Desde luego, no había tenido más salida que dejar el club en silencio. Ya le habían estafado tres mil dólares, una pérdida seria particularmente en ese momento, y no pudo hacer otra cosa que dejarlo, y esperar fuera el final del asunto. Que, según Frank Downing, no lo sería. El hombre del pelo gris, le contó Downing, era un amigo desde hacía mucho tiempo y un asociado en los negocios de Zearsdale. Y Zearsdale era un hombre que cuidaba a los amigos y utilizaba medidas enérgicas con los enemigos.

Red y Downing le estaban esperando a la puerta del club, cuando salió aquella noche. El jugador se divirtió cínicamente con lo que había sucedido.

—Quizá debiéramos asociarnos, Mitch. Debe de dar mucho dinero contratarte de majadero.

—Venga, basta ya de eso, Frank —gritó Red—. ¡Mitch ha hecho exactamente lo que debía!

—¿Sí? Entonces, ¿por qué trae esa cara? A no ser que quiera contagiármela a mí.

—Lo siento —dijo Mitch—. Espero no haberte echado nada a perder, Frank.

Downing dijo que sería la última vez que hablaba de ello. Si el club tenía socios que utilizaban dados seis-cuatro-ocho, él ya no estaba seguro de querer ser miembro.

Mitch aseguró que ese hombre los había estado utilizando. Downing se encogió de hombros y asintió.

—Si tú lo dices… Probablemente vio la señal de majadero que llevas en la frente.

Red le dio un puñetazo en el brazo. Mitch dijo:

—Está bien, Frank, ¿qué debiera haber hecho? ¿Qué habrías hecho tú?

—Yo hubiera estado observando los dados un rato, antes de hacer ningún movimiento, no hubiera sido tan tonto como para empeñarme en un juego como ese en la primera ocasión.

—¿Quieres decir que debería haber estado buscando a un tramposo entre aquella gente?

—Bueno, quizá no —admitió Downing—. Pero deberías haber cerrado la boca después de que te desplumaran. ¿Qué esperabas que hiciera este Johnny Birdwell?, ¿confesar que era un tramposo? ¿Creías que sus amigos se iban a volver contra él y se iban a poner de tu lado?

Mitch no podía rebatir ese punto de vista. Tal y como estaban las cosas, era evidente que se había equivocado al levantar la voz. Junto con la pérdida de sus tres billetes grandes, había perdido también la potencial oportunidad lucrativa de volver al club. Y en cambio había conseguido un enemigo poderoso.

—Así que, vale, soy un tonto —suspiró—. ¿Qué puedo hacer?

—Lárgate. ¿Qué otra cosa puedes hacer? —dijo Downing riendo y extendió la mano—. Tomáoslo con calma, los dos. Y venid a verme cuando paséis por Dallas.

Lo decía de verdad. El jugador no se habría mostrado amistoso de no haberlo sentido así. Al menos, pensó Mitch, había un comienzo. Downing se había molestado con él por encima de todo lo demás; la escasez de dinero, la falta de proyectos inmediatos…

Bueno, existía un proyecto. Winfield Lord, Jr. Y parecía que había una forma de cobrar los inútiles cheques nominales de Lord.

Mitch volvió a la cama, ligeramente animado. Pero solo muy ligeramente. Le roía un vago sentimiento de incomodidad, una premonición de que la desventura de esta noche presagiaba problemas ulteriores. ¿Zearsdale…? Bueno, de todas formas, ¿qué podía hacer Zearsdale? El hombre del petróleo iba a encontrar a Corley muy, pero que muy limpio. Mucho más limpio, sin duda, que a un ciudadano ordinario. Los Mitch Corley del mundo no se podían permitir pequeñas maldades, pequeñeces que generalmente se minimizan con la norma de lo-hace-todo-el-mundo. Ellos, los Corley del mundo, no podían permitirse el lujo de robar toallas de los hoteles, traicionar la confianza, o pasar el rato con la mujer de un amigo.

Siempre había un riesgo en esos engaños, y el jugador profesional ya corría suficientes riesgos. Desde luego, si Zearsdale se decidía a buscarle problemas, lo iba a tener difícil para encontrar un punto vulnerable.

Pero, en definitiva, Mitch era vulnerable por el hecho de ser quien era. Por vivir como él y Red vivían…

Ella rodó por la cama, y le rodeó con sus brazos.

—No te preocupes más, querido —le dijo en un susurro—. Todo irá bien.

—Claro que sí —dio una palmadita en la tersura sedosa del trasero de ella—. Siento haberte despertado, cariño.

—Está bien. ¿Quieres que te dé algo que te haga dormir?

Él lo hizo, ella lo hizo, se hizo. Pero el sueño pareció tan breve como el tratamiento que lo había atraído. Dormitó un minuto y al siguiente —o así le pareció— Red lo estaba sacudiendo, y le decía que debería apresurarse porque ya estaban subiendo el desayuno.

Se levantó con prontitud y se encaminó al cuarto de baño. Se preguntaba, de mal humor, por qué le habría llamado tan temprano, pero reconocía que Red debía tener sus razones. Como un marido, había aprendido, hacía ya tiempo, que si Red pensaba que él debía saber algo o recordar algo, era mejor aparentar que lo hacía; de otra manera, se sentiría culpable posiblemente del peor crimen de toda su vida de casada: la ignorancia de algo de gran importancia para ella, que por consiguiente tenía que ser de igual importancia para él.

Se había afeitado y estaba en la ducha cuando Red asomó la cabeza por la puerta. ¿Estaba ya listo? El desayuno acababa de llegar. Él dijo que estaría allí en un periquete, esperando que ella le refrescara la memoria con una pista. Cuando vio que no lo hacía, al oír que volvía a cerrar la puerta del cuarto de baño, la volvió a llamar.

—Eh, más o menos, ¿cuánto tiempo tenemos, cariño?

—Pues… ¿no pensábamos llegar allí por la tarde?

¿Llegar allí? ¿Llegar a dónde?

—Como tú quieras. —Cerró la ducha y empezó a secarse—. Eh, ¿y dónde comeremos?

—Pues… ¡Ah, ya sé! Lo llevaremos con nosotros. Haré que nos preparen una gran cesta en el comedor.

—Bien, ah, muy bien —dijo Mitch, buscando desesperadamente en su memoria.

—Quizá debería llamar antes, ¿verdad? Así nos esperarán.

—Ah, sí, hazlo —dijo Mitch.

Se cerró la puerta. Salió de la ducha, y alcanzó su albornoz. Y de golpe recordó. ¡Pero, por supuesto! Hoy era el día en que iban a ir a visitar a su hijo a la escuela. Este era el día en que iban a ver a su hijo Sam, su hijo… ¡y él lo había olvidado! Se apresuró a salir del cuarto de baño para desayunar, sintiendo una sacudida en la conciencia. De todas formas, ¿andaba tan mal como para olvidar la visita a su propio hijo?

Desayunaron y se vistieron. Mitch con un traje de tweed y una camisa de sport oscura, Red con un traje de viaje beige con un pañuelo a la cabeza de seda color marfil. Mientras bajaban en el ascensor, Mitch le pidió que le recordara que estaba a punto de acabar el plazo de pago de los impuestos trimestrales. Red dijo que se lo recordaría y que no había que volver a hablar de nada desagradable durante el resto del día.

El mismo Turkelson se estaba ocupando del coche, revisando si habían metido un termo en la cesta. Mitch se dirigió a él como a un chico, y le alargó una propina de diez centavos. El director la aceptó con la mayor inclinación que le permitió su corpulencia, después explotó en risas mientras salían por el camino.

Les llevó cerca de una hora salir de Houston y del espeso tráfico de la ciudad. A continuación, una vez hubieron alcanzado la autopista, ajustó el Jaguar a una velocidad regular de unas setenta millas por hora. Era un día caluroso, pero algo fresco dentro del coche, que se movía velozmente. Red acercó su pequeño hombro bronceado al de Mitch. Con una ojeada al retrovisor, sorprendió en ella una mirada de tal amor y devoción que se le hizo, de golpe, un nudo en la garganta.

—Mitch —dijo ella con suavidad—, eres el hombre más agradable, más encantador y más adorable que haya nacido nunca.

—¿Cómo es que has tardado tanto en darte cuenta? —contestó Mitch con una sonrisa.

—Lo supe desde el principio. A veces se me olvida, me parece, y entonces ocurre algo como lo de esta mañana… Se te había olvidado el venir a ver a Sam, ¿no es así?

Mitch asintió con aire culpable.

—Debiera haber recibido una patada en el culo.

—Has sido un amor —insistió Red—. Has fingido recordarlo porque yo esperaba que lo hicieras. Para que no me ofendiera o me desilusionara.

Mitch dijo que así era… perfecto. Apareció en su cabeza un pensamiento, no altamente original, de que cuanto más diferentes eran las mujeres, tanto más se parecían. ¿Cuántas veces, por ejemplo, tanto Teddy, como su madre, como Red habían hecho justo lo contrario de lo que se suponía que iban a hacer? Teddy le lanzaba una sonrisa cuando él esperaba una bofetada. Su madre le daba una bofetada cuando la lógica profetizaba una sonrisa. Red… bueno, Red acababa de premiarle el olvido con ternura. Como prueba de su amor hacia él. Todo esto, desde luego, no era como decir que una mujer haría siempre lo contrario de las expectativas del hombre. ¡No, una mujer no podía comprenderse tan fácilmente! La sutil afinidad que la unía a su sexo tenía tanto una mítica dulzura como una cualidad contradictoria. Ella tenía esa deliciosa e impertinente pertinencia de ojos abiertos de par en par, inocente y exasperante, qué asociaba los conejitos de Pascua con los huevos de gallina pintados.

Salió de estas ensoñaciones abstractas cuando, pocas millas antes de llegar a la escuela de su hijo, pararon en una estación de servicio. Fue responsable de ello el emblema Z (de Zearsdale) de las bombas de la gasolinera. Ya había visto estas señales antes, claro, pero antes carecían de sentido para él. Ahora, después de la pasada noche, lo tenían, y mucho. Ya que un hombre necesita algo muy, pero que muy especial en el negocio del petróleo para convertirse en un importante refinador y distribuidor.

En el intento de llegar a serlo, invariablemente se verá enfrentado a los gigantes-con-muchos-nombres que tienen unos beneficios de novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve veces de un millón, que pueden mandarle al otro barrio. El gigante ha situado carteles de «Prohibida la Entrada» alrededor de su campo de refinería y distribución. Cubren ese campo los huesos blanqueados de los intrusos que lo hicieron todo para atravesar la distancia… pero que no llegaron a conseguirlo.

Estaban Gidsen, por ejemplo, un hombre con gran ingenio y encanto, y el respaldo de algunas de las familias más ricas del Este. Nada más. Estaba Harlund, que era tan importante como Gidsen, pero además con mucho poder político. Nada menos. Y así, hasta un etcétera sin fin.

Para luchar con los gigantes de muchos nombres, tienes que hacerlo a su manera. Y eso no era algo que pudiera aprenderse. Tenía que ser como una segunda naturaleza. Un instinto que pasara por la yugular. El convencimiento de que la destrucción de un enemigo era tan necesaria como defecar. Un punto de vista social que era tan intestinal como inmoral; en el que los vecinos eran vistos como algo que había que engullir, y un cuchillo en la espalda como la mejor manera para llegar al corazón de un hombre.

Desde luego, no todos los rivales que habían vencido a los gigantes eran así. Siempre hay excepciones. Pero Mitch dudaba que Zearsdale fuera una de ellas.

¡Qué diablos!, se dijo a sí mismo. No soy tan importante. En realidad no hice nada para que se lance sobre mí.

Su hijo, Sam, estaba esperándoles a la entrada de la escuela. El corazón de Mitch se aceleró mientras el chico se les acercaba, con el pelo negro, los ojos grises, con su uniforme de cadete muy cuidado. La imagen de hacía mucho tiempo de un Mitchell Corley, jugador de lujo, de dados.

Sam le dio la mano, besó a Red y le hizo cumplidos por su vestido. Después, lanzó un vistazo persistente e intenso a los mandos del coche, y levantó una ceja hacia su padre.

—De acuerdo —dijo Mitch, riéndose—. Para tu tía Red también está bien.

—Por supuesto que está bien —dijo Red, sonriendo—. Me sentaré sobre tus rodillas, Mitch.

Mitch se deslizó al asiento lateral, y Sam se sentó al volante. ¿Cuántos años tenía ahora, trece, catorce? Hizo pruebas con la palanca de cambio durante un momento, después condujo con suavidad hacia la entrada y hacia una zona de picnic cercana. Mitch le felicitó por la forma en que había conducido mientras sacaban las cosas de la cesta. Ya no faltaba mucho, dijo, para que Sam condujera su propio coche.

El chico encogió los hombros sin darle importancia.

—No tendría mucho sentido tener un coche en un sitio como este, papá.

—Bueno, desde luego, no estarás aquí cuando tengas la edad suficiente para votar.

—Por supuesto.

Las palabras del chico le parecieron a Mitch un eco de su propia voz; algo que él había dicho hace mucho, con el mismo tono en que Sam lo había dicho ahora. Lanzó una mirada a Red y se encontró con una de ella cargada de significado.

—Creo que antes de que pase mucho tiempo habrás terminado con el internado, Sam —se oyó decir a sí mismo—. Red… tu tía Red y yo, esperamos poder llevar nuestro negocio sin viajar dentro de un año o dos, y entonces nos instalaremos todos juntos.

—Bueno —dijo Sam—. A mí no me preocupa especialmente instalarme. Me gustaría más viajar.

Mitch pasó un plato de papel con asado, y murmuró que era imprescindible conseguir una educación antes de comenzar a viajar. Sam dijo que Mitch pareció habérselas arreglado para combinar ambas cosas.

—No, en realidad yo no conseguí una educación —dijo Mitch con seriedad—. Mis viejos no pudieron meterme en un internado, y te aseguro que lo hubieran hecho.

—¿Y tía Red?

—¿Qué? Ah, claro. Tía Red era solo una nena mientras andábamos dando vueltas. Cuando tenía edad escolar, la familia estaba asentada en un lugar.

El chico pasó la mirada con gravedad de su padre hacia Red. Asintió como para sí mismo, y comenzó a ponerle mantequilla al panecillo.

—¡Qué comida más rica! —dijo—. ¿La has hecho tú, Red… digo, tía Red?

—Pues, no, no la he hecho yo. No permiten que se cocine en el apartamento donde estamos.

—Pero estoy seguro de que cocinarías muy bien, ¿a que sí? Estoy seguro de que puedes hacerlo todo mejor que lo haría una esposa.

—¿Q-qué? —dijo tartamudeando Red—. Yo, er, ¿por qué dices eso?

—Porque papá nunca se ha casado. Otra vez, quiero decir. Le cuidas tan bien, que no quiere otra esposa.

Un intenso rubor apareció en la cara de Red. Se mordió el labio, y tembló mientras alcanzaba una fruta. En medio del pesado silencio, Sam miró con inocencia (¿con demasiada inocencia?) a su padre.

—Tengo la tarde libre, papá. ¿Quieres que te enseñe los alrededores o alguna otra cosa?

—¿Por qué no llevas a tu tía Red por ahí y dejas que yo me reúna con vosotros más tarde? —dijo Mitch—. Me parece que sería mejor que me fuera ahora mismo a hacer una visita de cortesía al coronel.

—Ha estado en la enfermería toda la semana —le dijo Sam—. Me parece que irás a parar al ayudante. Es quien sustituye al coronel.

—Bien. Me ocuparé de ello ahora mismo —dijo Mitch.

Les dejó el coche, y se encaminó hacia el edificio cubierto de hiedra de la administración. Al llegar a la explanada de los desfiles, reseca por el sol, la cruzó rodeando un pequeño grupo de cadetes en formación, custodiados por un hombre de cara roja con uniforme de sargento. Aparentemente, formaban un pelotón de castigo. O, quizás, un pelotón difícil. El sudor les corría por las caras, tensas por el esfuerzo, y goteaba hasta oscurecer el gris de sus uniformes. A Mitch le parecieron autómatas que se movían como una máquina, al unísono. Aun así no le dieron satisfacción al sargento. Con un alarido áspero e ininteligible, les dio el alto, los moldeó dándoles la forma de una docena, más o menos, de estatuas sudorosas. Después, marchando a un lado y otro ante ellos, adelantando la nariz una pulgada de vez en cuando hacia algún supuesto bellaco, vomitó una diatriba tan amenazadora e insultante, que incluso Mitch quedó un poco sorprendido.

Pero este era un buen colegio. Uno de los mejores, pensó, mientras subía las escaleras del edificio de la administración. Aquí estaban matriculados los hijos de la elite del sudoeste, y él solo había conseguido meter a Sam con la ayuda de los amigos de los hoteles mejor situados. Era bueno… así que, ¿cómo iba a criticarlo? ¿Cómo iba a objetar la disciplina de uno de los mejores colegios, después de su paso por los vestuarios sin edad de los botones?

Desde luego, Sam nunca lo criticaba. En realidad, Sam nunca criticaba nada.

Al ayudante del coronel, mayor Dillingham, le debió crear un Cruikshank o un Hogarth borracho, utilizando como modelo el sargento del campo de entrenamiento. Con la cara hinchada y de color remolacha, se levantó tambaleándose tras su mesa de despacho, y consiguió ponerse a flote con el globo que tenía por barriga. Ofreció una mano hinchada que pareció comprimir de forma interminable el apretón de Mitch. Después fue balanceándose hacia la puerta y la cerró, con sus piernas flacas como palillos, tan delgadas que parecía que sus polainas no envolvían nada, excepto una especie de invisibilidad embrionaria.

Volvió a sentarse. Le dirigió a Mitch lo que desde todos los aspectos hubiera sido una mirada de penetrante severidad, si se exceptúa la ausencia de ojos, que, según cabía suponer, estaban escondidos en los hoyos hinchados de sus párpados.

—Mister Corley —dijo con una pesada respiración sibilante—. Mister Corley. Mister Mitchell Corley.

Mitch esperó, mirándole en silencio. Se podía oler algo, algo más allá del débil aroma a polvos de talco y emanaciones osmóticas de riñones defectuosos.

—Ha llegado algo, mister Corley. Algo que, er, se debería explicar, pero a lo que no encuentro una explicación satisfactoria. Iba a llevárselo al coronel, y desde luego tendré que hacerlo. No hay otra alternativa. Pero, al saber que iba a visitar hoy a Samuel…, un joven muy bueno, mister Corley. Es uno de nuestros mejores jóvenes…

—Ya lo sé —dijo Mitch—. Lo que no sé, mayor, es lo que está usted intentando, y cuándo o cómo lo va a soltar.

La declaración pareció aturdir al ayudante. Esa era su finalidad. Mitch había creído siempre que el ataque era la mejor defensa. Se recostó en el respaldo con descuido, mientras el mayor se recomponía a sí mismo.

—Ha, er, llegado en el correo de hoy, mister Corley. Desde luego, dirigido al coronel, pero como yo estoy temporalmente en su cargo, yo… lo encuentro difícil de comprender. Imposible de entender…

—Continúe —dijo Mitch con frialdad. Pero, ahora ya sabía cuál era el problema—. Soy un hombre ocupado. ¿Usted no?

El mayor experimentó otro momento de conmoción. Después, con un débil destello de malicia en sus escondidos ojos, cogió un sobre de un cajón cerrado con llave y lo lanzó sobre la mesa. Mitch lo abrió.

Había dentro una foto, una copia ampliada. Una fotografía de fichero de delincuentes, de una mujer de frente y de perfil; en la parte de atrás estaba su ficha policial. Dieciséis arrestos, dieciséis veces convicta, todas ellas por el mismo delito.

No había alias. La mujer había utilizado siempre su nombre legal.

Mistress Mitchell Corley.

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