Texas

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Había tres hombres de pie a su alrededor. Tres jóvenes enjutos, pavoneándose de su rudeza. Con un ligero olor a tiza de billar. Si supieras de alguien que supiera de alguien que conociera a alguien, podrías contratarlos por un par de billetes a cada uno. Pero tendrías que hacerlo rápidamente, ya que el hombre de la guadaña les está dando alcance.

Uno de ellos, al menos uno de los tres, estaba destinado a la celda de la muerte: el tipo de la cabeza pequeña y los ojos juntos era el candidato más probable. ¿El segundo? A ese, lo que le pasara, sería devuelto más de cien veces. Así que, golpéale en la cabeza —de todas formas no la utiliza nunca— y déjale en un callejón oscuro con los sesos desparramados a su alrededor. Y en cuanto al tercero (llamémosle guapito), aquí tenemos con seguridad una víctima del pecado de los cinco dólares, ya que nunca se gastaría cinco dólares en visitar a un doctor. De forma que él también era un proyecto seguro para una lesión cerebral. Acércate un poco más, mira hacia el futuro desde una distancia corta, y observa. Toma nota de los pantalones bajados y de las manchas rojizas de sus calzoncillos. Fíjate en la pistola de dosificación de goma dura, llena de ese viejo remedio. (Vea nuestros anuncios en los váteres de su barrio). Del empuje hacia abajo del émbolo, el grito estridente, repentinamente ahogado cuando eso llega a su cerebro y lo golpea. Ese objeto de aspecto hepático que se desploma pesadamente hasta el suelo es su lengua. ¡Es que esos chavales siempre tienen que partirse la lengua en dos! Bueno, media lengua es mejor que dos, ¿no? Ja, ja. De todas formas, ¿para qué necesita un tipo la lengua cuando se está ahogando en su propia sangre?

Zearsdale hizo un gesto y los tres se retiraron detrás de Mitch; tensos, dispuestos a saltar al primer gesto. Red se estaba recuperando rápidamente de su miedo, y respondió con una mirada glacial a la sonrisa de disculpa que el magnate le dirigió.

—Le ruego que me perdone si he sido un poco duro hace un momento, miss Red. Esas películas que les iba a enseñar, bueno, pensaba que debían verlas. Pero si a ustedes les parece que…

—Quizá sería preferible que ella no las viera —dijo Mitch—. Son películas de la partida de dados que nuestro anfitrión y yo jugamos la otra noche, Red. Creo que piensa que hubo algo raro en el juego.

—¿Eso piensa? —dijo Red—. ¿Y qué va a hacer al respecto?

Evidentemente, a Zearsdale no le gustó su tono. Pero, con un esfuerzo patente, consiguió sonreírle paternalmente.

—Comprendo sus sentimientos. Este hombre le ha engañado a usted más que a mí. Desde luego, ya sé que no es usted su hermana.

—Así que usted sabe que no soy su hermana —dijo Red—. ¿Y qué?

—Criatura, criatura… —Sacudió la cabeza con gravedad—. Te ha hecho creer que va a casarse contigo, ¿verdad? Ha prometido que se casará contigo. Pero lo que tú no sabes es que ya está casado. Me ha costado mucho trabajo descubrir algo sobre este hombre y…

—¿Por qué?

—¿Por qué? Pues, yo, er…

—¿Por qué? —repitió Red—. ¿Quién le ha pedido que lo hiciera? ¿Qué le importa a usted? ¿Quién se ha creído usted que es, de todas formas?

—Cree que es Dios —dijo Mitch—. Así me lo dijo él mismo.

Zearsdale se ruborizó con enfado. Les dijo que harían mejor en callarse, y Red le dijo que se callara él primero.

—¡Lo estoy diciendo en serio, caray! Sé que Mitch está casado pero también sé que ha empezado a tramitar el divorcio, y tan pronto como se divorcie se casará conmigo. ¡Ah, sí, ya lo sé, cariño! —Le lanzó una deslumbrante sonrisa—. Cuando lo descubrí estaba lo suficientemente enfadada como para matarte. He ido al aeropuerto esta noche jurando que te mataría. Pero tu avión se retrasó y yo empecé a preocuparme y a asustarme por ti, y…, y…

Se volvió hacia Zearsdale, con los ojos brillantes de lágrimas.

—¡No hace falta que me diga nada sobre Mitch! Cuando nos conocimos, él mismo no sabía que estaba casado. Cuando lo descubrió, no pudo decírmelo, porque me hubiera herido y me amaba y quería protegerme, y…, y… No importa. N-no importa. ¡No es asunto suyo, grandísimo bufón!

Rompió a llorar y sorbió las lágrimas. Mitch tragó saliva y resistió el incontenible impulso de estrecharla entre sus brazos. Todo estaba en su lugar, ahora sabía por qué había estado tan tensa y difícil con él, por qué había querido estar rodeada de gente antes de encararse con él a solas. La crisis en su relación le había abierto una nueva y madura perspectiva, y había necesitado tiempo para adaptarse a las profundidades inesperadas que había encontrado dentro de sí misma. También, sin duda, había querido disponer de…

—Me parece que estaba equivocado sobre usted —dijo Zearsdale mirándola ceñudo—. No me parece mejor que Corley.

—¡Oh, cállese! ¡Haga el favor de callarse! —dijo Red.

—Sí, igual que Corley —asintió Zearsdale ferozmente—. Así que tendrá que sufrir como él…, ¡pero ya, Corley! ¡No se burle cuando estoy hablando!

—Necesito fuego. —Mitch mostró un cigarrillo—. Dígale a uno de sus apóstoles que me dé fuego.

Zearsdale hizo un breve movimiento, y uno de los rufianes le dio fuego.

Mitch le agarró por la muñeca, le dio un empujón hacia adelante y se aprovechó del impulso para hacerlo caer hacia atrás, al mismo tiempo propinó una patada sobre la silla mientras se lanzaba a sus pies.

El chico al que había lanzado y otro cayeron enmarañados. El tercero se acercó balanceándose. Mitch se zambulló entre sus brazos enclenques, y levantó la cabeza con rapidez. Se oyó un crujido y la barbilla del tipo casi alcanzó la nariz; cayó al suelo amontonado. Pero ahora los otros dos se habían recuperado y estaban preparándose con los ojos inyectados en sangre. Mitch saltó directamente entre ellos con los brazos abiertos.

Los brazos se situaron alrededor de sus cuellos. Se cerraron. Se contrajeron. Sus cabezas chocaron y los dos hombres se tambalearon atontados, después cayeron súbitamente sentados cuando les dio un buen par de patadas en las espinillas.

—¡Mitch! Toma, cariño… —Red le estaba tendiendo una pequeña pistola, la pistola con la que había pensado que iba a dispararle.

Mitch la cogió, y apuntó fríamente hacia Zearsdale.

—De acuerdo —dijo con rapidez—. Usted piensa que yo hice trampas. No hay condiciones, ni peros, ni preguntas sobre ello; yo le estafé, así que usted trae aquí a esos anormales para hacernos pasar a Red y a mí un mal rato. Ahora quiero saber por qué cree que le timé.

El petrolero estaba mirando a los tres matones apaleados. Se volvió a Mitch, con una curiosa expresión en sus profundos ojos.

—¿Dónde aprendió a luchar así, Corley? Creía que yo era la única persona que sabía hacerlo.

—En los vestuarios de los hoteles. Era botones.

—Eso es muy interesante. Apuesto a que era un buen botones.

Mitch volvió a sentir que el enfado le surgía. Hacía tres minutos este personaje iba a hacer que le dieran una buena paliza, y ahora quería conversación.

—Vayamos directamente al grano —dijo muy secamente—. Usted piensa que soy un tramposo. Yo digo que gané porque soy bueno, porque voy al juego con una gran ventaja; una ventaja que conseguí a base de entrenamiento y experiencia. Cualquiera que quiera ser influyente tiene que tenerlo. Usted lo tiene, evidentemente. ¿Cuándo fue la última vez que se metió en un negocio sin contar algo mejor que la mera oportunidad de ganar?

—¿Qué? —Los ojos de Zearsdale se extraviaron hacia los rufianes otra vez—. Ah, venga, Corley. Usted es un jugador profesional. Usted puede hacer con los dados lo que quiera.

—¿Ah, sí? ¿Puedo hacerlo siempre? Entonces, ¿por qué estuvo a punto de desplumarme la noche en que jugamos?

—Bueno… Pero usted acabó ganando.

—Sí, pero usted me estaba desplumando —insistió Mitch—. Usted me cogió y me llevó hasta el límite, y yo estaba dispuesto a decirle buenas noches y marcharme. Eso es lo que quería hacer, lo que he hecho muchas veces cuando me han desplumado. Pero usted no lo quería así. Usted me forzó a un préstamo para que el juego continuara. ¿Es cierto o no? Usted ganó y no puede culpar a nadie más que a sí mismo de no haber continuado siendo el campeón.

—Pero —Zearsdale se humedeció los labios dubitativo—. Esa fue puramente la entrada. Usted perdió deliberadamente.

—¡Oh, por todos los diablos! ¡Intentaba ganar por todos los medios, y esas películas deben mostrar que esto es verdad! ¡Por qué iba a regalarle el juego deliberadamente! ¿Para meterle en otro juego? ¿Y cómo sabía que podía hacerlo? ¿Qué probabilidad había? ¿Por qué no iba a hacerlo en el juego que ya tenía?

Esperó con el ceño fruncido. Zearsdale se encogió de hombros.

—Diga lo que diga, estoy en una difícil posición para discutir sobre ello.

—¿Por qué? —Mitch dirigió una mirada a la pistola—. ¿Lo dice por esto? Pues lo arreglaremos ahora mismo. —Se adelantó hacia el petrolero, dejó caer la pistola en su mano y volvió hacia atrás—. Ahora, discútame todo lo que le salga de las narices. ¿O es que quiere que estos anormales se me sienten encima antes de que empiece?

Zearsdale le miró un poco aturdido. Titubeó y después movió la cabeza a los tres.

—Está bien. Ya no les necesito.

—Avanzaron furtivamente hacia la puerta, sin perder de vista a Mitch, y él movió la cabeza perplejo.

—Corley… mister Corley, yo…, yo casi no sé qué decir. Raramente me equivoco con alguien, pero…

—Si no sabe qué decir, quizá sea mejor que no diga nada —repuso Mitch—. Quizá solo con escucharme pueda aprender algo.

—Quizás —asintió Zearsdale—. ¿Por qué no lo probamos?

—De acuerdo —aprobó Mitch—. Usted me ha preguntado si yo fui un buen botones. La verdad es que no. Era un joven del montón, de los que quieren muchas cosas, pero que no están dispuestos a esforzarse por conseguirlas. Supongo que por eso escogí los dados. Porque parecía una manera fácil de llegar lejos. Continué jugando, pensaba siempre que en algún momento sería fácil destacar en algo. Y cuando descubrí que no había una forma fácil de ser bueno en nada, era demasiado tarde para dejarlo.

Pero ser solamente bueno con los dados no era suficiente, por supuesto. No si querías moverte en los círculos superiores. Tenías que estar bien informado, leído, educado. Tenías que conseguir un punto de vista sobre la vida, una cierta forma de tratar a la gente, esa cosa indefinible llamada clase que nunca se puede imitar. Así que había llevado a cabo todo aquello, y en este proceso, se había convertido en mucho más que el mejor hombre del país con un par de dados.

—El problema con usted, Zearsdale, es que usted ha olvidado todo lo bueno que un hombre puede adquirir con su propio esfuerzo. Si es bueno, tan bueno como yo, entonces no puede ser verdad. Si le gana, tiene que haber hecho trampas. Bueno, es cierto que soy un intruso, pero soy el jugador más limpio con el que ha jugado. No soy más tramposo que el lanzador de béisbol que consigue nueve golpes de cada diez. O el tirador de primera que da siempre en blanco. Además, soy bueno en muchas otras cosas aparte de los dados. Jugaré contra usted una de preguntas y respuestas sobre cualquier materia que usted sugiera. Puedo jugar contra usted al póker, distribuyendo usted todas las cartas. Jugaré contra usted al golf y le dejaré escoger mis hoyos. Jugaré contra usted a cualquier cosa, Zearsdale, y le sacaré hasta los calcetines, porque ¡hace demasiado tiempo que no se enfrenta usted a un buen hombre dispuesto a perder y a gritarle lo que piensa de usted antes de haber empezado!

Red aplaudió con entusiasmo. Zearsdale continuó sentado, violento y un poco encogido. No estaba acostumbrado a que le hablaran de esa manera. Realmente, no sabía cómo tomárselo. Le gustaban los hombres con orgullo, desde luego. ¡Hostias, cómo le gustaba que un hombre tuviera orgullo y las agallas necesarias para levantarse y expresarse! Pero…

Su boca ancha se dobló en una mueca. Después lanzó hacia atrás la cabeza y se echó a reír, y rio hasta que le brotaron lágrimas de los ojos. Al fin, después de inflar vigorosamente la nariz, se controló.

—¡Corley, no me hubiera perdido esto por nada del mundo! Sinceramente. Yo… —De repente se dio cuenta de que todavía estaba empuñando la pistola—. Joder, ¿qué estoy haciendo con esto? Déjeme que se lo devuelva.

—Quédese con ella —contestó Mitch—. Ni Red ni yo necesitamos pistolas.

—Ni yo tampoco —añadió Zearsdale—. Me desharé de ella por los tres.

Pidió disculpas, y se fue de la habitación. Volvió sin la pistola y traía ante él un pequeño bar portátil.

—Creo que todos necesitamos una copa —declaró abiertamente—. O quizá sea mejor dos, ¿quién sabe? ¿Qué quiere tomar, señorita, er, Red?

—Nada —dijo Red, mirándole con mucha severidad—. Nada hasta que usted pida disculpas.

—Desde luego. Lo siento.

—Con dulzura —insistió Red—. Eso es lo que hay que hacer cuando algo se siente sinceramente.

Zearsdale se encogió de hombros y miró a Mitch, suplicante. Mitch le dijo que debería ceder y decirlo. Red no cejaría hasta que lo hiciera. De forma que el magnate del petróleo dijo muy deprisa que lo sentía, y lo dijo con dulzura.

—Bueno, entonces está bien —dijo Red, y le lanzó una de sus mejores sonrisas, una sonrisa que le alcanzó de lleno y le llegó al corazón—. Creo que no es usted realmente tan malo cuando se le conoce.

—¿Quién? —preguntó Mitch.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Zearsdale.

Y todos se tomaron juntos una copa.

O quizá dos, ¿quién sabe…?

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