Texas

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FORT WORTH

Ciudad de vacas. Donde comienza el Oeste.

Tómatelo con tranquilidad, y la gente te pagará con la misma moneda. Viste como quieras, nadie te juzgará por tu indumentaria. Ese chico con aspecto de ínfima categoría, en vaqueros y botas, vale cuarenta millones de dólares. Haz lo que quieras. Haz todo aquello que tu edad pueda permitirte. Pero asegúrate de que eres lo suficientemente grande.

La vecina Dallas había lanzado un rumor diabólico sobre su rival. Fort Worth es tan rústico, establecía la difamación, que las panteras rondaban por las calles a altas horas de la madrugada. Enseguida, Fort Worth se apodó a sí misma la Ciudad Pantera, y proclamó como si fuera más cierto que el Evangelio.

En realidad, había panteras en las calles. Los niños tenían que tener algo con que jugar, ¿no? Aparte de eso, los gatos llevaban a cabo un servicio altamente necesario. Cada mañana se encaminaban en manada a Río Trinidad con dirección al este, y allí descargaban sus vejigas en el río que proveía a Dallas de agua corriente.

Quizá sea por eso que la gente de Dallas tiene tantas ideas chaladas. Después de haber bebido unos cuantos tragos de ese pis de pantera, empezaban a pensar que eran tan buenos como cualquier otro.

Mitch y su mujer Teddy llegaron a Fort Worth un mes antes, aproximadamente, de que naciera su hijo. Y Mitch —como Teddy había proclamado— se convirtió en el alma de casa de la familia.

Sintió que tenía que hacerlo así, dada la situación y las circunstancias. El poder económico de Teddy era mucho mayor que el suyo, y se iba a necesitar mucho para una familia de tres. Además, no podría discutir con su mujer en lo que él consideraba como un período de grandes dificultades para ella, ni tampoco podría pedirle que recortara sus gastos solo por complacer su vanidad.

Como soltero que había vivido en una habitación amueblada, llegó al matrimonio solo con una ligera idea de lo que costaba mantener una esposa y un hogar. Una esposa como Teddy, es decir, un hogar gobernado por sus antojos. De hecho, no se enteró nunca, ya que Teddy hacía las compras y pagaba las facturas, y aceptaba cualquier cantidad que él le diera de sus ingresos como «más que suficiente». Pero poco a poco fue cayendo en la cuenta de que Teddy estaba tirando por la borda enormes cantidades de dinero.

Teddy tenía que tener lo mejor de lo mejor, muebles, comida y bebida, indumentaria, alojamiento. Pero eso era solo el principio. Podía comprarse un traje de cien dólares, y desecharlo después de ponérselo una vez. Podía comprar mobiliario nuevo, decidir que era «totalmente equivocado» y disponer de él para cualquier cosa que se ofreciera. Podía hacer cosas extravagantes y sin sentido por Mitch —comprar, por ejemplo, una docena de pijamas de seda tornasolada— y después hacer pucheros cuando él no parecía apreciarlo debidamente.

Mitch tenía a veces la extraña idea de que Teddy odiaba el dinero, que se sentía culpable por tenerlo y se sentía impelida a deshacerse de él lo más rápidamente posible.

Pero las cosas iban a cambiar, se dijo a sí mismo con determinación. Después de que naciera el niño y ella estuviera recuperada de la tontería que daba el embarazo (como pensaba él), iba a cuadrar a la pequeña Teddy rápidamente.

Eso es lo que el hombre pensaba. Pero no fue eso lo que pasó.

Por una razón: se quedó inmediatamente hechizado por el pequeño Sam —le llamaron igual que a su padre—. Por otra, a Teddy no la hechizó el bebé. Le aburría. Le veía como un intruso en una situación que había sido perfecta hasta entonces.

—Tú eres mi bebé —le decía a Mitch—. Tú eres todo lo que yo necesito.

—Pero tú eres su madre —insistía Mitch—. Una madre debería querer cuidar de su hijo.

—Ya lo hago. Me encanta cuidarte a ti.

—¡Pero mierda…! Quiero decir, verás, cariño. ¿Por qué has tenido un niño si pensabas así?

—Porque tú querías uno. Tú querías un bebé, así que yo te di un bebé.

—Pero… pero, Teddy…

—Así que ahora te toca a ti cuidarlo —dijo acto seguido Teddy con dulzura—. Tú te ocupas de cuidar a tu bebé y yo me ocuparé de cuidar al mío.

La conversación tuvo lugar diez días después del nacimiento de Sam, cuando Teddy ya había vuelto al trabajo. Se había despertado a medianoche, había descubierto que ella no estaba a su lado y había encontrado una nota sujeta al almohadón. Se enfadó tanto que casi llamó a sus jefes, pero se abstuvo de hacerlo solo por miedo a incomodarla.

Ellos no sabían que estaba casada. Su embarazo, casi inapreciable incluso para Mitch, había pasado sin que se notara; y ella había conseguido el tiempo libre necesario, pretextando un viaje para atender a un pariente cercano que teóricamente se encontraba en la antesala de la muerte. El no contratar a mujeres casadas era la política de la empresa. Teddy le tenía estrictamente prohibido llamarla o ir al trabajo.

¿Qué le iba a hacer? Mitch decidió dejar por un tiempo las cosas tal como estaban. Le encantaba estar con el bebé. Alguien tenía que ganar un sueldo, y él no tenía empleo.

Así que se convirtió en ama de casa del apartamento y niñera interna para su hijo. Leía un montón. Trabajaba los dados. Cuando hacía bueno, abrigaba a Sam, lo ponía en un cochecito y lo sacaba a dar un paseo al aire libre. A medida que fue pasando el tiempo, los paseos acababan a menudo en vestuarios de hoteles, en habitaciones traseras de billares, trastiendas de comercios de cigarros, o en cualquier lugar donde pudiera encontrarse una partida de dados.

Mitch mejoraba cada vez más con los dados. No era ni por aproximación tan bueno como llegaría a serlo más tarde, pero era bueno. Metía parte de la ganancia en el banco, y contribuía con el resto al mantenimiento de la casa. Eso le daba una cierta sensación de independencia; al menos se pagaba su propia manutención. Pero estaba lejos de sentirse satisfecho.

Claro que le gustaba estar con el niño, pero no podía hacer de ello una carrera. Claro que le iba bastante bien con los dados… Pero ¿cómo lo estaba haciendo? Frecuentando un tipo de sitios que siempre le habían sido francamente desagradables, repugnantes. Lugares baratos y sórdidos; el hábitat, como regla general, de gente barata y sórdida. Podía haber entrado en uno de esos tugurios hacía diez años, y era casi seguro que hubiera encontrado casi la misma gente que ahora.

Eran rateros, vagabundos, los despojos del mundo de la nada. Frecuéntalos lo suficiente, y te convertirás en miembro permanente de la familia. Si quieres ser un tipo influyente, tendrás que estar donde están los tipos influyentes.

No obstante… ¿qué podía hacerse con respecto a Teddy? Él la amaba; quería que fuera feliz. No la temía —no era eso exactamente— pero se encogía ante la perspectiva de aburrirla.

No tuvo que hacer nada con respecto a Teddy, porque, según se desarrollaron las cosas, resultó que ella también estaba insatisfecha con la vida que llevaban. Una mañana anunció bruscamente que iban a alquilar una casa, y que contratarían una ama de llaves o una niñera de hogar o lo que diablos fuera que permitiera a Mitch tener un empleo.

—¡Lo digo en serio, Mitch! —dijo con enfado—. No me importa el tipo de trabajo que sea, ¡pero, por Dios que buscarás uno, y lo encontrarás rápido!

—Pero… ¡pero si es lo que quería hacer durante todo este tiempo! —dijo Mitch, explotando—. Eres tú la que ha insistido en que yo me quedara en casa, y…

—¡Yo no lo hice! De todas formas, ¿de qué sirve que te quedes en casa si nunca puedo estar contigo? ¡Cuando estoy trabajando, tú estás dormido, y cuando yo me dispongo a irme a la cama, tú estás limpiando la casa o de paseo con el niño o cualquier otra locura!

—Ya sé, pero…

—¡Será mejor que deje usted de discutir conmigo, mister Corley! Consíguete un trabajo nocturno como el mío. ¡Así podremos vernos el uno al otro más días que los del fin de semana!

Mitch hizo lo que se le ordenaba. El trabajo que cogió —portero de hotel— era algo por lo que generalmente no se habría preocupado; no pagaban lo suficiente. Pero, en ese momento, el dinero no era el factor más importante, y existían otras compensaciones por la falta de cobro.

Vestía la librea del hotel, pero de hecho estaba empleado por la compañía de taxis y taller que servía al hotel. Así pues, ya que esa compañía no podía permitirse contratar un supervisor para un hombre solo, él era, bien se puede decir, su propio jefe. Después (y esto era más importante para él de lo que había supuesto) no volvió a ser llamado «chico». Redimido de la categoría de los lacayos sin rostro, se convirtió en una persona —un hombre con un nombre—, al que se consultaba en términos respetuosos sobre las materias vitales de transporte y mantenimiento de los coches más caros.

Había poco, y a veces ni eso, que hacer entre las dos y las seis de la mañana, podía sentarse en su cubículo de salida y leer o charlar con el huésped inevitable que se viera afligido por el insomnio. Una de sus más frecuentes visitas era la de un hombre pequeño y sin edad, con unos ojos que se veían enormemente saltones tras sus gafas gruesas y un gran mechón de pelo liso de un gris metálico. Al poco tiempo de empezar el trabajo, se había presentado a sí mismo ante Mitch con una pregunta:

—Si usted es un portero —dijo, con un sutil acento inglés—, ¿por qué le llaman encargado de salida?

—Lo consultaré —dijo Mitch sonriendo—. Pregúntemelo mañana por la noche.

—Así lo haré —afirmó el hombre asintiendo, con grave aprobación. Después se inclinó profundamente dentro del cubículo—. ¿Por qué lee un libro sobre arte moderno? ¿Le ha hecho alguien alguna pregunta sobre ello?

Mitch le dijo que no, que lo hacía por sí mismo. Había oído a algunas personas ostensiblemente importantes hablar sobre arte moderno, y se imaginaba que era algo de lo que había que saber.

—Entonces, no lo está haciendo por usted. Es solo para parecerse a otros.

—Bueno, quizá. Pero no del todo. Es decir, ¿cómo voy a saber si algo me interesa hasta que me informe sobre ello?

El hombre le estudió atentamente; movió la masa greñosa de su pelo.

—Nosotros —dijo con firmeza— volveremos a hablar.

Ese fue el primer encuentro de Mitch con Fritz Steinhopf, doctor en medicina (especialidad de Psiquiatría); Heildelberg, Colegio Universitario de la Sorbona. Esta presentación que había realizado era bastante típica ante los miembros de la plantilla del hotel. Indiscriminadamente y sin una disculpa previa había interrogado al director residente, al arrogante jefe de mantenimiento —cargo más bien de ejecutivo en el mundillo hotelero—, al superintendente de servicio, al encargado jefe (otro ejecutivo importante), y a varios botones y hombres del servicio de limpieza.

Una actitud tal, en situaciones normales, hubiera suscitado la fría sugerencia de que sería más «feliz» en cualquier otro hotel. Pero Fritz Steinhopf estaba muy lejos de ser un caso normal. Además de su cuarto, mantenía una primorosa suite profesional en el entresuelo. Sus pacientes se contaban entre los más ricos y destacados del sudoeste, incluyendo a dos de los mayores accionistas de la compañía del hotel.

Mitch se preguntaba cómo un hombre de la importancia de Steinhopf no se concentraba en su práctica, en vez de fisgar en los asuntos de gente como él. Cuando finalmente tuvo la respuesta, influyó mucho en la formación de su propio carácter. Uno no podía, llegó a darse cuenta, acercarse a cada persona y situación con el enfoque de una ganancia inmediata. Para ser subjetivamente efectivo, se necesitaba una gran cantidad de objetividad. El interés y la curiosidad no eran rasgos que pudieran aparecer o desaparecer a voluntad. Nunca nada era del todo inútil. El conocimiento adquirido en un momento podía utilizarse en otro.

Como tenía mucho tiempo libre, Mitch era cada vez más el blanco de la insaciable curiosidad del aparentemente insomne Steinhopf. Y cuanto más se ejercitaba esa curiosidad, más grande se hacía. El psiquiatra no tenía ningún tipo de inhibición; no había forma de quitársele de encima. Una noche, un poco irritado con él, Mitch declaró que tenía que ir a comer. Steinhopf dijo que él también iría, y trotó al lado de Mitch hasta el comedor, que estaba abierto toda la noche.

Después de eso comieron juntos casi cada noche. El psiquiatra se embutía casi cualquier cosa que hubiera frente a él, mientras preguntaba con afabilidad sobre las cuestiones más íntimas. De vez en cuando hacía algún comentario, que unas veces informaba, otras asustaba y otras enfurecía a Mitch.

—Esto del juego es una sustitución —decía—. Un impulso compensatorio. Está usted obsesionado por la impotencia de su padre. Él no tuvo tal satisfacción compensatoria. Así que usted se proporciona una.

—Oh, vamos, doctor —decía Mitch riendo—. Para ser mejor en la cama necesitaría un harén.

—Pues, quizá. Pero el miedo aún está presente. Un hombre que confía en su valor, que es efectivamente un hombre, no se deja dominar por su mujer. Y usted está dominado por la suya, mi querido Mitch.

—¡No tiene nada que ver con eso! Trato de ser razonable, desde luego. Ella trae la mayor parte del dinero de la familia, y por lo tanto tiene algo que decir en cómo gastarlo. Pero…

—Pero ella siempre ha ganado el mayor porcentaje de los ingresos, ¿no es así? En realidad, no ha habido ningún cambio. Y naturalmente, no da importancia al dinero, es algo para tirar. ¿Cómo justifica eso su empuje para hacerle a usted menos que un hombre?

—¡Diablos, ya le he dicho que no es así! Estoy enamorado de mi mujer. Quiero hacer todo aquello que pueda complacerla y hacerla feliz.

—Así es como debería ser —dijo Steinhopf con un ronroneo—. Asumiendo, por supuesto, que ella hace todo lo que puede por complacerle y hacerle feliz a usted.

—¡Pero…!

—Comprendo, créame que lo hago —dijo el doctor con suavidad—. Le estoy pidiendo que acepte lo inaceptable. Conoce usted a su mujer como nadie más puede conocerla. Entre ustedes existe algo que es singularmente propio, una historia de problemas compartidos, de palabras secretas y de intimidades; la calidez, el tesoro delicioso y siempre único que es peculiar a cada matrimonio, no importa lo malo que sea ese matrimonio. El marido es siempre el último en saberlo, dicen. Desde luego que es así. Cómo iba a ser de otra manera, si está más cerca que nadie de su esposa. Pero, considérelo, Mitch. Es precisamente esta cercanía la que le ciega frente a la verdad. Es casi imposible que sea objetivo. Un paciente negro una vez me aseguró, con gran amargura, que yo no podía saber lo que significaba ser negro. Lo único que yo pude señalarle es que él tampoco podía sentirse como un blanco.

Mitch frunció el ceño. Le parecía que el doctor había dicho algo casi decididamente feo.

Steinhopf continuó suavemente.

—Aparte de su punto de vista intensamente subjetivo, está el asunto de su infancia; el matrimonio de sus padres. Usted creció en circunstancias que tienen poco que ver con las normales, de forma que su actual vida de hogar no le parece tan chocante como lo es en esencia. Tampoco su mujer supone un contraste demasiado llamativo con su madre. A su madre parece que le faltaron la mayoría de los instintos normales en una madre, mientras que poseía una superabundancia de ciertos instintos femeninos. Así que Teddy, en comparación…

Mitch se levantó y salió disparado del lugar. El doctor le alcanzó, y continuó trotando a su lado. Volverían a hablar, dijo imperturbable. Volverían a hablar muchas veces, porque, desde luego, quedaba mucho por hablar.

Por el momento, Mitch tenía otras ideas sobre el asunto. Se las debía de haber sugerido Steinhopf. Pero volverían a hablar, muchas veces, extensamente, y por propio deseo de Mitch. Porque estaba empezando a estar muy preocupado por Teddy.

Aún la amaba, o creía que la amaba, pero su relación se estaba haciendo cada vez más insatisfactoria. Cuantas más cosas veía en ella, más se desalentaba.

Y estaba viendo mucho. Verdaderamente, constantemente. Le llevaba a la cama en cuanto llegaba a casa. Las demandas que al principio habían sido deliciosas, debido al exceso se habían vuelto una fuente de desesperación y repugnancia. No podía llevar una conversación, una conversación sincera de verdad. ¿Por qué no había notado eso antes? Lo que él había tomado como agudeza era, en realidad, producto de la ignorancia (ella no se daba cuenta de que era rara) y de la repetición sin sentido de las afirmaciones de los otros.

Incluso, carecía casi por completo de sentido del humor. El hacer chistes o reír en su presencia podía inducirla a una furia loca.

¡Sería mejor que no se riera de ella! A los papás les pasaban cosas muy malas cuando se reían de sus mamás.

Ella se ocupaba poco del pequeño Sam, y se ponía terriblemente celosa cuando él lo hacía. Ella solo quería una cosa de Mitch… una vez, y otra, y otra. Y cuando no podía ofrecérsela, se ponía de mal humor y hacía pucheros…, aunque con cara de suficiencia y aires de autosatisfacción.

Así que Mitch volvió a reanudar las charlas con el doctor Steinhopf. En concreto, se explayó contándole la historia de Teddy y de él desde el principio.

—Supongo que me tomó por otro tipo —explicó, en una tentativa humorística—. Alguien con quien estaba comprometida antes de que yo apareciera. Recuerdo que la noche que nos casamos estuvo llorando en sueños, hablaba entre dientes sobre una carta del general y musitaba que todo el mundo decía que este otro chico estaba muerto.

Steinhopf dijo que dudaba mucho que hubiera habido otro chico, en el sentido que Mitch lo decía, o en cualquier otro sentido general. El otro chico era una fantasía sexual. El general representaba la autoridad que intentaba destruir la fantasía.

—¿Quiere usted decir —dijo Mitch, ceñudo— que ella está loca?

—¡Mi querido Mitch, por favor, no utilice esa palabra en mi presencia! Digamos que ella no es normal en el sentido aceptado de ese mal utilizado término.

—Pobrecita —dijo Mitch totalmente desconcertado—. No puedo entenderlo…

Steinhopf se encogió de hombros.

—Es un caso clásico, diría, de un desorden nada infrecuente entre las mujeres americanas. Podría encontrar por todas partes a su alrededor ejemplos menos exagerados y complejos. ¿Dónde están sus raíces? Desde luego, en una madre dominante y en un padre difunto pero amado. Mezcle con eso el factor de envidia del pene, un vecinito más joven, quizás, y el pasatiempo infantil de jugar a la familia. Añádale grandes sumas de dinero, la prueba nominal, aunque sea triste decirlo, de la superioridad; y los impulsos normales en la mujer. Esto, hablando grosso modo, le dará su Teddy… creo. Para poder ser conclusivo o poderles ayudar, tendría que verla un extenso período de tiempo, una imposibilidad evidente.

—Veamos —titubeó Mitch—. Si fuera solo una cuestión de dinero…

—Siempre —dijo el psiquiatra gravemente— es necesaria una tarifa de alguna índole. Pienso que lo que se da por nada, se valora por lo mismo. Pero eso no sería un problema. Se lo aseguro. Digamos, cinco dólares por lo que de ordinario cobro cien. El problema es que su mujer no querría verme. La simple sugerencia de que hay un problema la enojaría muchísimo. ¿O cómo lo llama usted de otra manera? —Steinhopf paró un momento y después continuó—: La desviación sexual es para ella una forma de vida, la forma correcta. No tiene deseos de cambiar. La tendencia (otra pausa delicada) ha sido siempre hacia la expansión.

Mitch sintió que se ruborizaba, a medida que las palabras del doctor se clavaban lentamente en él. Steinhopf extendió sus manos en señal de disculpa.

—Mitch, ¿no ve que le rodea totalmente la evidencia? ¿Una mujer de inteligencia patentemente limitada, pero que supuestamente gana un salario extravagante? ¿Las peculiares condiciones de trabajo? ¿Sus voraces exigencias hacia usted? ¿El constante…?

—Gracias, doctor —dijo Mitch con frialdad—. Muchas gracias.

—Por favor, Mitch. Por su propio bien…

Mitch le dio la espalda. Así continuó.

Pero no pudo olvidar lo que le había dicho el doctor. No pudo aliviar las sospechas que, como Steinhopf había supuesto, ya estaban en su cabeza. Sabía que estaba muy equivocado al tenerlas. Era odioso y desagradecido pensar cosas tan terribles de la madre de su hijo. Finalmente, se persuadió a sí mismo de que le debía a Teddy la búsqueda de la verdad.

Mitch tomaba su día libre del trabajo en la forma habitual, aquel que correspondía durante la semana. Teddy acumulaba los suyos y los tomaba durante los cinco días del mes que la menstruación hacía dificultosos. De esa manera, tuvo la oportunidad de seguirla. Como ella no podía suponer tal acto por parte de él, fue vergonzosamente fácil.

Conocía el sitio al que ella iba, no por experiencia personal, sino por rumores. Aun así, sin embargo, no llegaba a creer lo que era un hecho evidente. Tenía que haber alguna explicación inocente. Teddy debía de haber entrado por algún recado enteramente honesto, y no tardaría en salir de allí para no volver.

Esperó fuera; esperó durante horas. Ella no salió. Así que la siguió la noche siguiente —resistiéndose aún obstinadamente a la verdad— y esa vez entró.

Era un sitio bien organizado. A pocos pies de la puerta comenzaba un túnel con particiones; y había una figura simiesca, con un bate de béisbol bajo el brazo, al fondo.

—Nada de borracheras, nada de bravuconerías —recitó mientras revisaba a Mitch con un vistazo—. De acuerdo, bienvenido.

Se apartó para dejar pasar a Mitch. En el vestíbulo, sentado a una mesa que protegía las escaleras que iban al segundo piso —porque era un sitio bien organizado— había un hombrecito educado y gordinflón con un pulido traje de estameña.

—Nada de borracheras, nada de mala catadura —dijo sonriendo—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?

Mitch le explicó. El hombre titubeó.

—Creo que quiere usted decir Neddy, ¿no es así, señor? Sí, seguro que es así. ¡Oh, no, por favor! —Gesticuló con desagrado cuando Mitch echó la mano a la cartera—. La gratuidad se abona a la señorita.

Mitch se sentó en una hilera de sillas con otros tres clientes. Se miraban los unos a los otros y volvían a mirar hacia lo lejos. Cuando se les permitió subir las escaleras, llegaban otros hombres por el túnel de entrada, cada uno era recibido con un cacheo y una cantinela… Nada de borracheras, nada de bravuconerías…

Finalmente, el hombre de la mesa sonrió a Mitch y le hizo un gesto con la cabeza. Mitch comenzó a subir las escaleras, y el hombre le dijo que podía encontrar a Neddy en la primera puerta a la derecha.

—Una habitación preferente, señor. Y una señorita muy especial.

—Gracias —dijo Mitch entre dientes.

Le estaban dando el tratamiento de Clase A, creía. Ofrecía mejor aspecto que los clientes habituales, y querían que volviera.

Cuando hubo subido las escaleras, hizo una pausa y dejó escapar un profundo suspiro. Después, abrió la puerta cubierta con muselinas de la derecha y entró.

Tenía dificultades para respirar; era incapaz de respirar. Nervioso, cogió la puerta y la cerró sin hacer ruido. Su mirada recorrió la cama, se obligó a sí mismo a mirar y casi gritó con alivio.

La chica estaba tumbada sobre el estómago, con la cabeza apoyada sobre los brazos. Bajo la tenue luz, su cuerpo desnudo era una sombra de marfil tallado. Una sombra maravillosa, pero vagamente artificial. Era solo un poco más nítida que su cara.

Pero podía verle el pelo, un pelo que de ninguna manera ni desde ningún ángulo podía ser el de Teddy. Una larga melena lacia a lo garçon que le bajaba hacia los hombros… ¡y negra! Negra como el carbón.

En la frente de Mitch aparecieron finas gotas de sudor. Estaba aliviado, oh Dios, cuánto alivio, pero ¿qué hacía ahora?

Desde luego, no podía hacer lo que haría un cliente. ¿Pero cuál era la alternativa? ¿Qué pensaría o haría esta chica, y qué haría el tipo de abajo con el bate de béisbol?

No sabía cuál sería la forma de conducta más aceptable. Desde hacía tanto tiempo como podía recordar, había oído hablar de sitios como este hasta los más francos detalles. Pero él nunca había estado en ninguno. No sabía lo que un cliente que no lo era debía hacer.

Dejó que sus ojos rodaran por la habitación, buscando una forma de salir o alguna pista para librarse del anzuelo.

En el vestidor sin espejo había una palangana con patas de porcelana blanca y un jarro del mismo color y material. A la distancia adecuada, había una caja de cartón de desinfectante algo purpúreo; el remedio llamado mordedura de serpiente, cristales solubles de permanganato potásico. La palangana estaba teñida con rastros de púrpura. También había manchas púrpura en las toallas, que llenaban a medias el cesto de la ropa al lado del vestidor.

Además de la silla, y por supuesto de la cama, había otro elemento en el mobiliario. Un gran orinal blanco. Estaba también medio lleno, como la cesta de la ropa sucia —¿podía haber algo más lógico?— y su contenido amarillento estaba jaspeado con el púrpura del permanganato potásico.

Un sitio bien organizado. Una casa con conciencia social.

Los labios de Mitch se rasgaron en una sonrisa nerviosa. La sonrisa comenzó a extenderse. Entonces, la chica se giró sobre la cama. Se sentó y clavó la mirada en él.

Era una chica de aspecto muy saludable, con una salpicadura de pecas alrededor de la nariz. El cambio que producía en su apariencia la melena negra a lo garçon era increíble.

Mitch tragó saliva. Sus emociones se depositaron en el delicado engranaje entre la comedia y la tragedia, entre lo espantoso y lo hilarante. A continuación se abrió paso en él una fuerza interior, la puesta en marcha de un mecanismo que había comprendido más de lo que era posible manejar. Y comenzó a reír.

Rio como si toda su vida dependiera de que riera bien, y en efecto, de alguna manera así era. Aún estaba riéndose, riéndose y llorando, cuando Teddy se levantó y le pegó un porrazo con el orinal.

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