Texas

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El mayor esperaba, estudiándole con una mezcla de malicia y… ¿y qué? ¿Envidia? ¿Codicia? La cabeza de Mitch se aceleró en un intento de adivinar los pensamientos y el alma del otro hombre. Mientras tanto, el mayor se sintió forzado a hablar.

—Un joven estupendo, Samuel. Siento muchísimo que no vaya a poder continuar aquí.

—¿Por qué no? —dijo Mitch.

—Oh, vamos, mister Corley, realmente. Este es un colegio muy selecto, como usted ya sabe. Tener un alumno cuya madre, er… bue… bueno, debe comprender que es imposible.

—¿Por qué? En menos de tres meses se habrá acabado el semestre. ¿Por qué no puede quedarse aquí hasta entonces?

La boca del mayor se movió sin articular palabras, un hombre intentando explicar lo evidente. Al fin, con una expresión de desamparo, situó el asunto en términos puramente prácticos. Aun así su visitante continuaba sin impresionarse.

—Pero nadie sabe que usted ha recibido esto, mayor. ¿No es así? Si alguna vez saliera a flote la cuestión —cosa que no pasará— no hay forma de probar que lo recibió.

—Pero… pero, yo lo sé, mister Corley. Lo, er, sé y sé con dolorosa claridad cuál es mi obligación.

Mitch dijo que él no lo veía de esa manera desde ningún ángulo, y que estaba seguro de que al mayor le pasaría lo mismo si lo pensara bien. La primera gran obligación del mayor era hacia sus alumnos. ¿Pero cómo podía interpretarse una obligación que exigía el castigo de un alumno por la conducta errónea de uno de los padres?

—Usted es un hombre de mundo, mayor; eso se ve. Apuesto a que usted se ha corrido más de una juerga, ¿verdad? —dijo Mitch sonriendo con complicidad—. Un hombre que está justo en la flor de la vida, como usted, puede aún disfrutar de su jugoso sabor. Sabe lo que es la vida. Existen ciertas reglas que hay que observar, por supuesto, pero no va a poner en un aprieto a nadie como yo, desde luego, otro hombre de mundo, por un error de juventud.

El mayor tosió. Su carne hinchada se desplazó dentro del uniforme de color marrón, se enderezó y reajustó su masa, en un intento de remodelarse a sí mismo, a semejanza de la elegante figura que se sentaba al otro lado de la mesa del despacho.

—Como usted dice, mister Corley… ejem-ejem. Estas cosas pasan hasta a los mejores de entre nosotros. Ah, sí, ejem-ejem. Había una chica en Filipinas… —Se detuvo con una alarma súbita—. ¡Vamos, mister Corley! Realmente no puedo…

—Nadie sabe nada de esto —dijo Mitch con firmeza—. Nadie más que usted y yo. Y no hay ninguna razón en el mundo para que lo tenga que saber nadie más.

—Pero… pero ¿qué está usted sugiriendo?

—No puedo llevar a Sam a otro colegio en este momento tan tardío del curso. Si se ve forzado a dejar este, va a perder el semestre completo. Vaya, el otro día leí un artículo sobre el valor efectivo de la educación para un chico. No recuerdo cuál era la cantidad total, pero creo que si se corta un semestre, el valor sería de unos dos mil dólares.

El mayor le miró fijamente con aire atontado. Bajó la vista hacia la mano que se le extendía, y oyó a Mitch decir en voz baja que tenía que salir corriendo. El mayor le dio la mano y retiró su propia palma. Sintió la superficie plana doblada con frialdad.

Ya estaba hecho, entonces, tan fácil y suavemente; una cosa graciosa que solamente no haría gracia a quien no se la encontrara. Se enderezó tambaleándose sobre sus lamentables piernas, sin desconcertarse en absoluto, sintiéndose el benefactor más que el beneficiado, y buscó las palabras apropiadas con las que un hombre de mundo se dirige a otro hombre de mundo.

—Debemos volvernos a reunir, mister Corley. Dos hombres como nosotros, ¿eh? Ah, y déjeme repetirle que nos sentimos enormemente felices de contar a Samuel entre nuestros alumnos. Ah, deseamos que pueda estar con nosotros de nuevo el año que viene.

—Es muy amable de su parte —sonrió Mitch.

Pero estaba pensando: «¡Una mierda va a volver a este colegio el año que viene! ¡No a un sitio como este y con un tipo como tú!». Después, al dejar la oficina, al bajar las escaleras del edificio de la administración, se sentía más razonable.

Estaba acostumbrado a sobornar; evidentemente el mayor no estaba acostumbrado a aceptarlo. El pobre inútil se había sentido halagado y persuadido por un experto, convencido honestamente, sin duda, de que solo había cooperado en un acto de buena voluntad, y… ¿quién sabe? ¿Quién sabe? ¿Quizás él también tendría un justo castigo que le haría hacer cosas que no habría hecho nunca de otra manera? Un acreedor obstinado y vicioso, una enfermedad que le impulsaba a la misma vida que estaba destruyendo, a saborear la vida de forma desesperada; una mujer que le había tenido atrapado justo cuando él pensaba que era él el que lo hacía.

Ahora sabía que debiera haberse estabilizado con Red cuando Teddy reapareció por primera vez en su vida. Pero temía perderla, hacía poco tiempo que Red y él estaban juntos. E incluso, si Red hubiera sabido y aceptado la verdad, aún quedaba Sam por proteger. ¿Cómo se le podía decir a un niño, o hacer que se lo dijeran, que su madre era una puta, y que le odiaba? ¿Cómo lo hubiera tomado? ¿Cómo iba a arriesgarse a causarle el terrible daño que se le podía hacer?

Hubiera podido divorciarse de Teddy, naturalmente, pero eso no habría arreglado nada. Divorciada, podía hacer exactamente lo mismo que estaba haciendo. El divorcio hubiera destapado todo el asqueroso follón de par en par, destruyendo todo lo que él había estado intentando preservar.

Con un suspiro, colocó el problema en el fondo de su cabeza, y adoptó una expresión resplandeciente cuando llegó donde estaban Red y Sam. Dieron un paseo junto al lago del colegio, estuvieron allí charlando y lanzando piedras al agua hasta última hora de la tarde. Entonces, volvieron al coche, y mientras Sam les despedía con la mano, Red y Mitch iniciaron su vuelta a Houston.

Red estaba un poco triste, deprimida como siempre después de dejar a Sam. Mitch sugirió parar en algún sitio para beber y comer algo, pero Red no tenía hambre. Le dio un breve abrazo con un brazo, sabiendo lo que se avecinaba, pero sabiendo también que no había manera de esquivarlo. Se introdujo por un camino nuevo, y ella empezó a decirle que Sam conocía probablemente la verdadera naturaleza de su relación.

Mitch sacudió la cabeza con firmeza.

—¿Quieres decir que piensas que sospecha que no eres su tía de verdad?

—Bueno, sí. Pero…

—Pues eso no significa que sospeche de todo lo demás. No —continuó—. Creo que es más una cuestión de deseo por su parte que otra cosa. Le gustas. Le gustaría tenerte como madre. Por consiguiente, desearía que no fueras su tía.

Red se había quedado un momento en silencio. Después dijo, con tranquilidad pero categóricamente, que quería ser la madre de Sam.

—Venga, Mitch. Casémonos ya. Tenemos más de cien mil dólares, ¿verdad? Seguro que es más que suficiente para…

—¿Para qué? —dijo Mitch—. ¿Qué sabemos nosotros, excepto lo que hacemos?

—Bueno… podemos aprender, ¿no? ¡Diablos, otros lo hacen, y ellos ni siquiera tienen cien mil dólares!

—No somos otras personas, somos nosotros. Llevamos mucho tiempo viviendo a un nivel muy alto, y creo que sería un infierno hacer un cambio radical. Tendríamos que tener lo suficiente como para retirarnos, así es cómo yo lo veo y cómo lo veías tú hasta ahora. Retirarnos cómodamente. O, al menos, con suficiente capital como para poder buscar algo sólido antes de dejarlo.

—¡Pero, cariño, un cuarto de millón de dólares! ¿Necesitamos tanto, en realidad?

—Eso es lo que decidimos. Decidimos que necesitaríamos hasta el último penique.

Red dijo con enfado que podían deshacer la decisión. No había en el mundo una razón por la que no pudieran casarse ahora mismo…, a no ser, claro está, que Mitch ya no quisiera casarse con ella.

—¡Lo sabes mejor que nada! —dijo Mitch bruscamente—. ¡Dios mío, qué cosa asquerosa has dicho!

—Bueno… lo siento, Mitch. No quería decir eso, claro.

—¡Espero!

—Pero… ¿Por qué no lo hacemos, cariño? ¿Por favor?

—Claro que podemos —dijo Mitch—. Pero… ¡espera ahora, Red! ¡Espera un minuto! ¿Nos casamos, y luego qué? ¿Sacamos a Sam del colegio?

—¿Por qué? No. ¿Por qué íbamos a querer hacer eso?

—Pero al menos tendríamos que tener algún tipo de hogar donde él pudiera visitarnos. Y unos ingresos para mantener ese hogar; algo legítimo. ¿O piensas que podríamos hacerlo con las trampas de los dados?

—¡Ah, tonto, claro que no! Pero…

—Bueno, ¿entonces? ¿Pensabas ir al colegio y decirle a Sam que estábamos casados y punto? No veo de qué serviría, pero si es eso lo que quieres…

Red le dijo con irritación que por todos los diablos hiciera el favor de cerrar la boca. Era tan condenadamente despabilado que tendría que colgarse él mismo una medalla. Después, al cabo de un rato, se echó a reír y le dio un golpecito en la mejilla.

—Lo siento, cariño. Tienes razón, desde luego. Solo que cuando una persona quiere algo con tantas…

—Los dos lo queremos, y lo vamos a conseguir, seguro —dijo Mitch con calidez—. ¿Quién sabe? Houston es una buena ciudad. Quizá lo consigamos aquí.

—Me gustaría mucho hacerlo a lo grande.

—Creo que quizá debiéramos empezar a preparar a Sam para la buena noticia —continuó Mitch permitiéndose el lujo de darle a las cosas un buen empuje mientras se mantuvieran en el camino que había trazado—. Quizá debiéramos dejar caer alguna indirecta sobre que tú no eres su tía en realidad, que eras una pariente lejana, digamos, que fue adoptada por mi familia.

Red estuvo de acuerdo. Iba a ser casi una conmoción para Sam si le dijeran abruptamente que se acababan de casar.

—¡Ya lo tengo, Mitch! —dijo girándose hacia él con los ojos llenos de emoción—. ¡Le invitaremos a la boda! ¡Puede ser el padrino!

—Maravilloso —dijo Mitch, disfrutando con la felicidad de ella, pero odiándose a sí mismo por el engaño—. Casi no puedo esperar que llegue el momento, cariño.

Llegaron a su apartamento a primera hora de la noche. A pesar de estar casi agotado, volvió a dormir mal. A la mañana siguiente, fue conduciendo hacia el centro de la ciudad, porque tenía que ver a su gestor de impuestos.

En el banco, comprobó sus sospechas sobre la cantidad depositada en la caja de seguridad. Contenía solo tres mil dólares. Tres mil dólares de los aproximadamente ciento veinticinco mil que debía haber tenido. Cogió los seis billetes de quinientos dólares, compró una suma equivalente de cheques de caja y se los envió a Teddy por correo.

Había pasado ya más de un mes desde que le mandó dinero por última vez. Junto con el dinero, le había enviado la advertencia de que era una cantidad considerablemente más grande que su desmesurado estipendio habitual, y que tendría que servirle al menos para pasar seis semanas. Había deseado que de esta forma se olvidara de él por un tiempo, liberarse a sí mismo del miedo constante y el peligro de retrasarse con un pago, y lo que ocurría invariablemente cuando se retrasaba. Ahora, se daba cuenta de que había metido la pata de una forma colosal.

De todos modos, Teddy había castigado a Sam. Sin advertencia previa, había notificado a su marido que los pagos debían ser mayores. Él había demostrado que podía pagar una cantidad mayor, así que de ahora en adelante tendría que continuar con el aumento.

De vuelta hacia el apartamento, a Mitch le sacudió el repentino pensamiento aterrador de que aproximadamente al cabo de dos semanas tendría que hacer otro pago a Teddy. Según sus cálculos, para entonces él ya se lo «debería», y tendría que desembolsar el dinero. Y, si no se producía un milagro, no iba a poder, sencillamente.

Vio justo ante él un restaurante «drive-in». Giró hacia allí y pidió café; después lo sorbió lentamente mientras hacía algunos cálculos mentales.

Cinco mil dólares. Esa era, a grandes rasgos, la cantidad que había tenido que dar en el aparta-hotel. Además estaban los tres mil que le habían timado en el club de Zearsdale. Más dos billetes de los grandes como soborno al mayor del colegio de Sam. Y otros tres mil esta mañana para Teddy.

Sumaba la increíble cantidad de trece mil dólares. ¡Trece mil en menos de tres días!

Para empezar casi se había pasado, le quedaba bastante menos de lo que necesitaba para entrar en un gran juego. Pero no habría ido mal, a pesar de los cinco grandes del apartamento. Habían sido esos ocho mil extras los que le habían situado contra la pared: la pérdida del club, el soborno y el dinero de Teddy. No había contado con ello. Lo cual era una estupidez por su parte. En este negocio, siempre había que anticiparse a los desastres a los que no había razón lógica para temer.

Ahora…, ¿de cuánto dinero líquido disponía?

Comenzó a sacar la cartera, pero la devolvió con firmeza a su bolsillo. No tenía sentido saber la cantidad exacta. Fuera la que fuera, tenía que ser suficiente. Sería suficiente.

Siempre lo había sido y lo iba a ser ahora.

Mientras conducía en el camino de vuelta hacia el apartamento, se sintió irracionalmente animado. La animación fatalista de un hombre que ha sobrevivido lo peor que le puede ocurrir. En el pasillo del edificio, se encontró inesperadamente con Turkelson, que le saludó con la noticia de que Winfield Lord se iba a registrar muy pronto. Lord estaría allí la noche siguiente, patentemente dispuesto para el juego. Mitch dijo que jugaría, pero que precisaría de cierta cooperación por parte de Turkelson. El director aceptó sin problemas prestarle su apoyo.

De esa manera creció el estado de animación. Mientras se acercaba al ascensor, Mitch se aseguró de que el péndulo estaba ahora en el punto álgido. Aquí en Houston iba a matar algo. A partir de ahora no se iba a meter en nada que no fuera realmente bueno.

Mal principio, buen final. Todo lo malo que podía pasar ya había pasado.

Era un excelente aparta-hotel, eso no había necesidad de decirlo. Perfectamente aislado para instalar el aire acondicionado. A prueba de ruido. Un monumento al lujo que ni admite ni emite ruido.

De esa manera, Mitch no tenía nada que temer. Ni lo más leve. Se dirigió sencillamente hacia el ático donde se encontró con Jake Zearsdale, que estaba esperándole.

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