Texas

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Estaba seguro de que Red se hallaba en la habitación, pero no podía mirar hacia ella. Estaba seguro de que le decía algo, pero no podía oírlo. No la percibía: todos sus sentidos estaban concentrados en Zearsdale.

Durante un rato infinito, se quedó parado, apenas unos pasos después del umbral. Se había quedado petrificado, incapaz de hablar o de moverse. A continuación, el hombre de dentro tomó la palabra, y habló por él la voz de la experiencia: toma siempre la iniciativa, encara siempre el peligro. Y, frunciendo el ceño con educación, se adelantó hacia el petrolero y le alargó la mano.

—No esperaba verle de nuevo, mister Zearsdale —dijo tranquilamente—. Red, ¿por qué no le ofreces a nuestro huésped algo de beber?

—Ya lo ha hecho, mister Corley —Zearsdale señaló hacia una mesa lateral—. Su hermana ha sido muy buena conmigo. Solo deseo —su gran boca se partió en una sonrisa— que usted sea igual de amable. Aunque tampoco podría culparle si no fuera así.

—Mi hermana y yo somos siempre amables con las visitas —dijo Mitch—. Nos lo enseñaron cuando éramos niños. Aparentemente, no es un aprendizaje que haya adquirido su club de campo, ¿verdad?

El pesado rostro de Zearsdale se oscureció. Sus penetrantes ojos brillaron con frialdad y parecieron clavarse en los de Mitch. Después se echó a reír con una risa que sonaba como el hielo al tintinear en cristal fino.

—Mister Corley —dijo—, no he querido telefonear porque temía que usted se negara a atender mi llamada, y lo que tengo que decirle es importante. De manera que ¿puedo volverme a sentar o quiere que diga mi discurso de pie?

—Desde luego que se va a sentar —dijo Mitch sonriendo y dejando un poco de lado el tono ofendido—. También le refrescaremos un poco la bebida.

Llevó el vaso hacia el bar donde Red se encargó de él. También le llevó a Mitch una bebida cuando volvió con la de Zearsdale.

Mitch estudió al hombre del petróleo mientras este tomaba un sorbo incongruentemente delicado. Evidentemente, Zearsdale no se estaba ocultando. Como ya lo había demostrado en el club, se comportaba bastante como sentía, sin dejarse llevar por los imperativos que gobiernan a la mayoría de los mortales. Se había mostrado poco amistoso cuando lo había sentido. Ahora que se estaba mostrando amistoso…

—He venido aquí a disculparme —explicó Zearsdale—. John Birdwell, que así se llama el que le ganó los tres mil dólares, estaba haciendo trampa.

—Ya veo —dijo Mitch moviendo la cabeza.

—¿Le importaría decirme cómo lo descubrió, mister Corley?

—Fue bastante sencillo —dijo Mitch encogiéndose ligeramente de hombros—. Sacaba siempre cuatros, seises y ochos. En ninguna tirada obtuvo una puntuación que no fuera esa. Algo tenía que haber.

—¿Y usted le acusó de tramposo solo sobre esa base? Eso parece muy arriesgado.

—Me pareció de una claridad meridiana. Particularmente cuando usó la mano de los dados para alcanzar el bolsillo —Mitch hizo una pausa para encender un cigarrillo—. ¿Qué le hizo a usted caer en la cuenta?

—Verá… —Zearsdale vaciló al hablar—. Quizá fuera más fácil de explicar si le contara algo de Birdwell. Trabajaba para mí, ¿sabe? Vicepresidente adjunto.

—Creo que había oído algo de eso.

—Yo no pago a mi gente grandes salarios, mister Corley. No lo que usted y yo consideramos un buen salario. No tengo razones para ello. Tal como están los impuestos, y así no les da la sensación de formar parte de aquello para lo que están trabajando. Es mucho mejor, así lo veo yo, darles opción a acciones para que las utilicen a intervalos alternos. En otras palabras…, pero estoy seguro de que usted lo comprende a la perfección sin necesidad de más explicaciones.

Mitch dijo con calma que quizá sería mejor que se las diera, si era necesario para Red y para él que lo entendieran.

—Mi hermanita y yo somos mucho mejores gastando que ganando.

—Pongámoslo entonces de esta manera —continuó Zearsdale—. Johnny, es decir, el señor Birdwell, ha trabajado para mí durante diecisiete años. Durante todo ese tiempo, recibió cada vez más grande opciones de compra de acciones. Eran mejores que el dinero, ¿comprende? Cada dólar que se metía en ellas valía más de dos. Así que Johnny podía haber sido un hombre rico, o al menos cómodamente instalado. Pero usted hizo que empezara a pensar en él, extendí un cheque sin firma y descubrí que a él no le quedaba ni un centavo. Se le había ido todo de las manos de una manera u otra.

El hombre del petróleo frunció el ceño profundamente, aparentemente tan ofendido como enfadado por la mala dirección de Birdwell. Continuó:

—Sí, Johnny estaba arruinado. Pero dentro de unos días tenía otra opción de compra de acciones de cien mil dólares, y ya me había notificado que la utilizaría. Bien… —Zearsdale extendió las manos—. Ahí está. Anoche le llevé a una habitación privada del club, y le investigué. Utilizaba dados trucados, justo lo que usted había dicho.

Mitch lanzó una rápida ojeada a Red. Arrugó la frente de forma inconsciente.

—Siento haberle causado algún problema —dijo.

—Ningún problema que no sea por completo por culpa de él mismo —corrigió Zearsdale—. Usted es la parte ofendida, no él, y yo voy a dejar en sus manos…

Explicó cómo iba a hacerlo. Mitch sofocó una risa incrédula, y una ligera perplejidad cruzó la frente del petrolero.

—¿He dicho algo raro? —preguntó—. Su hermana parecía muy complacida por ello.

—Disculpe —dijo Mitch—. Agradecemos su oferta, desde luego, pero naturalmente no podemos aceptarla.

—¡Oh! ¿Por qué no?

—¡Porque no podríamos! Quiero decir, es imposible. ¡Es lo mismo que si nos hiciera un regalo de ciento cincuenta mil dólares!

Zearsdale murmuró que no tenía nada que ver. Les debía algo por la molestia que les había causado y por descubrir que Birdwell hacía trampas. Al permitirles recoger la opción de compra de Birdwell a menos de la mitad del valor del mercado, solo estaba pagándoles una deuda.

—Usted no está privando a nadie de nada, mister Corley. La opción está ahí. Si usted no la recoge, simplemente caducará.

—Lo siento —dijo Mitch sacudiendo la cabeza—. Lo siento, pero nosotros no podríamos.

Encendió un cigarrillo para ganar tiempo. Apagó la cerilla sacudiéndola cuidadosamente. Con algo de debilidad, volvió a repetir que lo sentía. Evitó los ojos de Red; la pregunta dolorosa y furiosa que había en ellos.

—Usted decía —continuó Zearsdale con insistencia— que tanto usted como su hermana no saben mucho de negocios. Quizá quieran consultar a su banquero…

—No, no —contestó rápidamente Mitch sonriendo—. No es por eso.

—Pero ¿no aceptará la oferta? Creo que no entiendo este tipo de orgullo, mister Corley. Pero si es así cómo siente…

Dejó su vaso y se levantó repentinamente. Con un frío movimiento de cabeza, comenzó a dirigirse hacia la puerta. Y entonces Red atravesó la habitación y tocó su brazo en señal de disculpa.

—Por favor, mister Zearsdale. Mi hermano no quiere ser estirado, pero, verá, nuestros fondos están bastante agotados. Invertidos. Nosotros… bueno, sería muy difícil… de…

Mitch la maldijo en silencio, incluso aunque Zearsdale cambió de expresión y volvió a ser amigable.

—Ah —dijo—. Eso puedo entenderlo. ¿Cuándo piensa que podría disponer de ese dinero, mister Corley?

—No estoy seguro —dijo Mitch—. No estoy seguro de poder liberar ninguna cantidad.

—¿Por ciento cincuenta mil dólares? ¡Absurdo! —El hombre del petróleo se echó a reír con firmeza—. Solamente ponga a su banquero en contacto conmigo. Él lo hará, sea cual fuere su situación.

Mitch dijo que vería lo que se podía hacer. ¿Qué otra cosa podía decir, después de que Red le metiera en esa trampa?

—Entonces, está todo arreglado —dijo Zearsdale—. Me llamará en un par de días, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Mitch—, y muchas gracias.

Fueron caminando juntos hasta la puerta. Mientras se daban la mano, una curiosa expresión atravesó brevemente el rostro de Zearsdale. La mirada de un hombre que se ha visto sacudido por una idea repentina e inverosímil. Después, desapareció y él se fue, y Mitch cerró despacio la puerta.

Red se estaba sirviendo una bebida. La probó, y se giró para mirarle.

—¿Y? —dijo—. ¿Qué hay, Mitch?

—Mal —dijo Mitch con calma—. Espero que haya sido tan bueno como parecía, cariño.

—¿Quieres decir que no lo era? ¿Que Zearsdale ha estado haciendo toda esa charla solo para mantenerse activo?

Mitch se echó a reír con cariño.

—Venga, nena. Incluso tú deberías saber que ningún tipo va a hacernos un regalo de ciento cincuenta de los grandes.

—¿Qué quieres decir con eso de que incluso yo? —Sus ojos relampaguearon—. ¿Intentas sugerir que soy muy tonta?

—Dejémoslo —dijo Mitch—. ¡Dejémoslo, por lo que más quieras!

Red sacudió la cabeza con enfado.

—Te he hecho una pregunta, Mitch, y quiero una respuesta. ¿Por qué has rechazado la oferta de Zearsdale? ¿Porque eso te hubiera obligado… a recibir todo el dinero que dices que debemos tener para casarnos?

—¿Qué? —dijo Mitch bufando de rabia—. Venga, ¿qué clase de incongruencia es esta?

—Ya me has oído. Ayer necesitábamos un cuarto de millón de dólares para salir de este negocio e instalarnos. Cien de los grandes más lo que tenemos en la mano. Así que hoy te cae encima del regazo, y tú te lo quitas de encima con una cepillada. No tiene sentido. No me preguntas lo que pienso. Tú solo…

—No pensé que tuviera que preguntártelo. Siempre has dicho que yo era el jefe.

—Bueno… —Se calmó un poco—. Bueno, siempre lo has sido, Mitch. Pero…

—¿Pero ahora no lo soy? —Sintió que ella perdía fuerza y presionó—. Tiene que ser de una forma o de otra, Red.

Ella le miró dubitativa, después dejó el vaso y fue rápidamente hacia él. Poniéndose de puntillas, pasó sus labios por los de él; después se retiró hacia atrás, y frunció el ceño ante la frialdad del hombre.

—No tendría por qué ser así, Mitch. No tendría por qué serlo, si me quieres realmente.

—¿Intentas decirme que no te quiero?

—Lo que importa no es lo que estoy diciendo, Mitch. Es lo que tú no estás diciendo. Aunque yo no te exija explicaciones, no significa que tú no debas ofrecérmelas.

Lo razonable de su conducta era enfurecedor. Mitch dijo que, por todos los diablos, ¿cuántas veces iba a tener que decírselo?

—No creo que Zearsdale estuviera haciendo una gran oferta. No sé qué intentaba o por qué, pero ¡de lo que sí estoy seguro es de que no voy a coger prácticamente todo nuestro dinero y entregárselo en mano!

—Pero si te dijo que consultaras a tu banquero —señaló Red—. Seguro que no hubiera dicho eso si te la estuviera jugando.

—¿Cómo lo sabes? ¿Qué sabes tú de negocios?

La retiró al pasar y se dirigió al bar. Mientras se servía un whisky, rumiaba furiosamente que aquello ya era demasiado. Estaba tan a punto de romperse que estaba acorralado por todas partes. Y ahora era Red la que lanzaba todo su peso. Pidiendo explicaciones de lo inexplicable. Aumentando la agonía de perder aquella oportunidad única que Zearsdale le había ofrecido.

Regresó del bar, y volvió a encontrarse con el rostro de Red.

—Bueno —dijo—, ¿alguna otra pregunta tonta?

—¡No te pongas sarcástico conmigo, Mitch!

—¡Pues entonces no actúes como una tonta! ¡Ehhh! —dijo, porque Red acababa de darle una bofetada—. ¿Por qué diablos lo has hecho?

—¡Y lo volveré a hacer si me vuelves a llamar tonta! ¡Mi madre anduvo con ese cuento toda la vida, pero ya no voy a aguantarlo!

—¿Qué? ¿Qué tiene que ver tu madre con todo esto?

—¡Que dejes de insultarme también tú!

—Pero, mierda, yo…

Red le volvió a dar una bofetada. Mitch la sujetó, la arrastró hacia el sofá mientras ella pataleaba y se retorcía, y la echó sobre sus rodillas. Le levantó la bata, le propinó un cachete en el culo, con un sonoro ¡splash!

—Venga, acabemos con esto —dijo volviéndola a enderezar de una sacudida—. Nos olvidamos de Zearsdale, ¿vale? Se acabó. ¡Kaput!

—Ah, no, de eso nada —dijo Red—. ¡Usted bromea, mister Mitch Corley!

Tenía el pelo rojo revuelto alrededor de su cara. Se lo retiró, sus senos crecieron y temblaron mientras luchaba por controlarse a sí misma.

—Yo te lo diré cuando se haya acabado, Mitch. Cuando respondas una sola pregunta que yo te hago. ¿Tenemos o no guardados más de cien mil dólares?

—¿Qué? —Se echó a reír con voz temblorosa—. ¿Qué clase de pregunta disparatada es esa?

—¡Contéstame, Mitch!

—¡Pero si no tiene sentido! Has estado conmigo todos estos años. ¿Cómo iba a fundirme yo solo más de cien de los grandes?

La pregunta la dejó perpleja un momento.

—Bueno —contestó—. Yo no he dicho que te lo gastaras tú solo. Pero…

—Vaya, ¡espero que no! Siempre te he dado a ti lo mejor sin guardármelo. Todo lo que he hecho ha sido para ti. Vaya, cariño, por Dios…

—¡Espera! —Le cortó con un gesto—. Dime solamente la verdad, Mitch. Es todo lo que te pido… solo la verdad. ¿Tenemos el dinero?

—¡Sí! —exclamó con brusquedad—. ¡Sí, sí, sí! —Sacó la llave de la caja de seguridad de su bolsillo—. ¡Está justo aquí, en la ciudad! ¿Quieres que te lleve a verlo?

Red bajó la mirada hacia la llave. La levantó luego buscando los ojos de él.

—Sí —contestó.

—Pero… ¿estás segura?

Red asintió con imparcialidad.

—No me parece que estés diciendo la verdad, Mitch. Así que, sí, quiero que me lleves al banco a enseñarme el dinero.

Mitch sacudió la cabeza.

—Supongo que sabes lo que estás diciendo, Red. Tenemos que confiar el uno en el otro. Si no es así, no podemos trabajar juntos.

—Ya lo sé. Me estaba preguntando si tú lo sabrías.

Mitch se encogió de hombros. Dijo que de acuerdo, si lo quería así.

—Pues así lo quiero —insistió Red.

—Muy bien —consultó su reloj—. Podemos comer algo por el camino. ¿O prefieres comer aquí?

—Comeremos después —dijo Red—. Cuando haya visto esa pasta. Y antes de que puedas persuadirme para que no la vea.

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