Texas

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Winfield Lord había hecho la reserva en el hotel para tres días, incluido el de su llegada. Pero, perversamente y sin ninguna razón aparente, se quedó seis. No hizo ningún intento de encontrar a Mitch. Era bastante posible que, debido a su largo entrenamiento en desplumarse a sí mismo, no recordara haber estado con Mitch. Pero eso era solo una posibilidad, no una certidumbre. También era posible, y en ello no estaría implicado nadie más que él, que solamente estuviera esperando su oportunidad, que aguardara el momento oportuno para organizar un alboroto de los que eran habituales en él y por los que era famoso o más bien infame. Algún follón que llamara la atención de la policía y de los periódicos.

Mitch no podía arriesgarse a eso, naturalmente. Tampoco podía arriesgarse a la solicitud de Lord para volver a jugar. Treinta y tres mil era ya una suma suficientemente incómoda, aunque procedieran de un personaje como ese. Turkelson se jugaría el cuello si volviera a actuar de cajero para Mitch. Se podía perder mucho por llevar una buena cosa demasiado lejos.

Lord permanecía mucho tiempo en su suite, consumía grandes cantidades de alcohol, comía con escasez, recibía algunas visitas ocasionales de chicas de alterne y del masajista de la casa (en este orden). Por necesidad, pues, Mitch y Red permanecían en su suite. Con el tiempo, Lord les olvidaría, si no lo había hecho ya. Por el momento, no podían arriesgarse a encontrarse con él.

Desde luego, este tiempo útil para refrescar el ambiente era indispensable en cualquier timo. De ordinario, se lleva a cabo saltando a otra ciudad. Dado que aquí era poco práctico, solo quedaba la posibilidad de esconderse. Que, por lo que podía apreciarse en Mitch, no parecía difícil en absoluto. ¿Qué tenía de duro refugiarse en un elegante ático con una muñeca bellísima y un gran puñado de billetes verdes? Red pensaba que era bonito y muy elegante, y lo demostró no apartándole casi para nada de su vista. Mitch… bueno, Mitch hubiera pensado también que estaba bastante bien, si hubiera podido dejar de pensar un solo momento en Agate.

Ya había roto una promesa que le hizo al banquero. Ahora, dos días más tarde, había roto otra. Y Agate sabía cosas sobre él, cosas que podían ser muy peligrosas si se decidía a revelarlas.

Mitch dudaba que a Agate le apaciguara otra cosa que no fuera dinero en efectivo. Pero, a la tercera tarde, mientras Red se estaba duchando, se las arregló para hacerle una llamada rápida.

—De acuerdo —soltó el banquero, cuando Mitch comenzó una apresurada explicación—. No has podido venir. ¿Cuándo vas a poder?

—Pues, no lo sé, Lee. Espero que pueda hacerlo mañana, pero…

—Mitch, olvídate de mañana, entonces. ¿Y pasado mañana?

—Pues, yo…, yo…

—¿O el siguiente a ese?

—Bueno… Lee, no puedo decirte con seguridad. Pero…

—Ya veo. Tienes algo gordo cociéndose, y quieres mantenerme callado hasta que lo consigas.

—¡Ah, no, Lee! No es eso. Yo…

Agate colgó de golpe el teléfono. Mitch no se molestó en volver a llamarle. No hubiera servido de nada.

Lo único que podía hacer era esperar y preocuparse.

El fin de la estancia de Lord coincidió con el fin de semana. De esa manera, fue lunes antes de que Mitch pudiera notificar a Agate que sus quince mil le estaban esperando.

Agate pareció aturdido al oír su voz al teléfono.

—Pero… pero, yo pensé que…

—Bueno, ahora verás que estabas equivocado —dijo Mitch—. El mismo sitio a la misma hora, ¿vale? Comeremos.

—Bueno, er, no estoy seguro de… que…

—Puedes tomarte una copa conmigo si ya estás comprometido para la comida. O puedo llevarte la pasta al banco.

—No, no eso no —dijo Agate, y pareció que suspiraba—. Tomemos unas copas.

Se encontraron en el mismo restaurante tranquilo y lujoso en que habían comido la semana anterior. Mitch le alargó un sobre, y él casi ni lo miró; por un momento pareció casi abstraído. Después, abrió la solapa, tocó con el dedo el contenido, y lentamente levantó la vista otra vez.

—¿Y bien? —dijo Mitch—. Está todo, ¿no?

—¿Qué? —soltó Agate parpadeando—. Ah, sí, sí. Está todo aquí. —Golpeó la mesa con el sobre con aire pensativo. Después, apretando los dientes con mal humor, añadió que Mitch había llegado muy tarde—. Inexcusablemente tarde. No podrías culparme de ninguna manera si hubiera lanzado el toque de atención sobre ti.

—Bueno, como no lo has hecho… —dijo Mitch encogiéndose de hombros.

—No puedes hacer así las cosas, Mitch —Agate sacudió la cabeza con preocupación—. Precisamente tú, más que nadie, deberías saber que no puedes. Rompiste una promesa que me habías hecho. Después, vuelves de nuevo, y rompes otra. Dejas que todo se deslice, y después apareces condenadamente bien, dispuesto y esperando que todo vaya a la perfección.

—¿Y no es así, Lee? —dijo Mitch—. ¿No va todo bien? Si no es así, será mejor que me lo digas ahora mismo.

Pero Agate continuaba con su regañina. Tenía que hacerlo. Era una máscara ante la confusión, la incertidumbre, el miedo que pululaba por su mente. Era una racionalización…, un intento de culpar a Mitch de su propia traición. ¿Y cómo iba a poder decir la verdad, ahora? Necesitaba estos quince mil. Le aterrorizaba lo que Mitch podía hacer si se enteraba de la verdad.

—Bueno, Lee —decía Mitch—. ¿Algo no va bien? ¿Quedamos en paz con esto o no?

—Venga, no es eso —replicó Agate con obstinación—. Tienes que admitir que…

—Está bien —atajó Mitch con un gesto conciso—. Puedo quedarme aquí sentado todo el día mientras me regañas. Cuánto quieres más, ¿dos cincuenta, cinco? Pensaba que quince estaba más que bien, pero te lo endulzaré si tú lo pides.

—Venga, yo no he dicho nada de endulzarlo —refunfuñó Agate—. Yo no he dicho una palabra de que quisiera más dinero.

—Pero lo quieres, ¿no es así? —Mitch le observó con cuidado—. Si no es eso, ¿qué coño te pasa?

Dio un sorbo a su vermut, sin apartar la vista del banquero. Agate se tragó de golpe el resto de su whisky doble, y se quedó sentado dándole vueltas al vaso con nerviosismo. Jo, ¿por qué no había esperado? ¿Por qué se había dado tanta prisa? ¿Por qué?, cómo…

Repentinamente, vio una forma de salida, o creyó que la veía. Era estúpida, de hecho no era una forma de nada. Pero la desesperación y la abrupta ingestión de whisky le hacían creerse brillante. Con una sonrisa, se metió el sobre del dinero en el bolsillo y le extendió una mano.

—Los quince son más que suficiente —dijo— y excúsame si te he hecho pasar un mal rato. He tenido una mañana muy difícil en el banco.

Mitch vaciló y continuó observándole un rato más. Pero la explicación le pareció razonable, y no podía encontrar otra. Un lunes gris…, una mañana difícil después de un duro fin de semana. Parecía creíble, ¿no?

—Eso pasa en las mejores familias —le excusó—. Después se olvida todo. Entonces, ¿todo arreglado? ¿Aún somos amigos?

—Desde luego que sí. Claro que lo somos, Mitch. Solo tienes que llamarme la próxima vez que me necesites. Creo que no podré ayudarte en el asunto de Zearsdale, pero nada más…

Mitch asintió, no especialmente decepcionado. La opción de Zearsdale había sido imposible, algo que había tenido que intentar sin que esperara conseguirlo. Le bastaba con haber podido arreglar su problema con el banquero, y estaba muy satisfecho de haberlo llevado a buen fin.

Un camarero vestido con traje se aproximó, paseó la mirada con expectación del uno al otro. Mitch sugirió una comida, pero Agate sacudió la cabeza.

—Creo que solo tomaré otra bebida, otro doble, por favor —dijo—. No podré continuar contigo, Mitch. Tengo que pensar algunas cosas, y tendré que quedarme un rato a solas para ello.

Mitch recogió la indirecta, y se excusó. Cuando se marchaba, el camarero traía la segunda bebida de Agate, y el banquero dio un trago agradecido al rebosante vaso. Se arrellanó, con un suspiro, en el reservado. Al menos por unos momentos, podría verse a sí mismo como el suave hombre de grandes negocios, el ejecutivo astuto y agresivo, que solo los sueños o la bebida le habían permitido ser.

Su mujer y sus hijos no le necesitaban. Sus empleados y colegas ejecutivos no le respetaban ni les era agradable. De manera puramente fortuita, había estado disponible en un tiempo en que la muerte y la guerra habían dejado libres posiciones muy deseadas y había diezmado las tropas de los aspirantes. Él había estado allí cuando no había allí nadie más, así que ahora permanecía en el lugar conseguido. Y nadie sabía mejor que él que no tenía derecho a estar en el puesto de ayudante del vicepresidente de un gran banco. La suerte era la única responsable; suerte y falta de imaginación eran los dos factores causantes, una pereza mental que le había mantenido en el mismo carril, un carril de vía muerta, al que había ido a parar durante más de treinta años.

Había saltado directamente de la universidad al banco. Ahora que se acercaba a los cincuenta, se hacía cada vez más consciente de sus errores, y era cada vez menos capaz de arreglarlos o conciliarlos. El tiempo le había reducido, aunque hubiera dilatado las responsabilidades de su trabajo. Su propio desconcierto estaba atrayendo frecuentes y preocupantes miradas de sus superiores.

Sería extremadamente difícil, desde luego, en realidad poco práctico, sustituirlo por un hombre de treinta años que estuviera en un escalafón del ejecutivo superior. Y la apariencia de Agate era una constante contradicción de errores que solo de vez en cuando se podían descubrir. ¿Cómo podía uno creer que había un vacío verdadero tras el impresionante exterior de banquero con el que a diario se enfrentaba al mundo? Aun mostrando tanto, tenía que haber, lógicamente, mucho más bajo la superficie; como un iceberg, en el que la masa más grande está bajo la superficie.

A pesar de que la lógica le indicaba sus errores, había una evidencia diaria de que sus superiores estaban al fin descubriendo lo que era en realidad. Pero nada comparado literalmente con lo que él podía haber sido. Como un eslabón muy vulnerable de una cadena que se necesitaba muy fuerte. Ahora, aunque de forma tardía, estaban descubriendo al hombre real…, un descubrimiento que había hecho casi quince años antes el primero de una larga serie de estafadores.

Esta era la realidad de Lee Jackson Agate.

En el perplejo resplandor del alcohol, él la ignoraba, y se convertía en uno de los más grandes y más poderosos de entre los grandes y poderosos. Razonaba con agrado consigo mismo en aquiescente disposición, señalando que era un triunfador, ¿o no lo era? Fuera como fuese, el hecho es que era un triunfador.

Tenía un bonito hogar, dos bonitos coches, una cantidad más que cómoda de reservas y vínculos. Estaba un poquito endeudado, al haber seguido de forma insensata la misma sugerencia de mercado que él mismo había dado a varios clientes del banco. Pero ¿por qué pararse en minucias y pequeñeces? ¿Qué significaba la palabra deuda para un hombre con una escala de crédito tan impecable que le había permitido adquirir pasivos que eran más del doble de sus activos?

La casa estaba a nombre de su mujer, condenada, así como sus reservas de valores de primera clase. Pero las riñas y la dominación que este acuerdo había traído no cambiarían las leyes de Texas. En efecto, una mujer casada en Texas no podía tener propiedades, era el marido quien controlaba legalmente los activos. Él podía hacer lo que quisiera con aquello que ella había deseado, para hacer lo que ella quería —¡condenada!— de manera que utilizaría la opción de Zearsdale, y repartiría con Mitch los ciento cincuenta mil. Entonces, cuando su mujer viera lo enormemente brillante que había sido…

Bueno, las cosas les fueron bien al principio. Justo al principio habían sido buenas. Después vinieron sus padres a vivir con ellos, porque no tenían otra forma de salir adelante, y lo bueno se convirtió rápidamente en malo. Su mujer les había ofendido. Le había ofendido a él porque había llegado a hacerles pasar hambre. Eran bien intencionados —¿qué padres no lo son?—, pero también eran terriblemente ignorantes, y en su deseo de ser una compañía afable y buena, proporcionaron a su nuera los medios para que se vengara de Agate durante el resto de su vida.

—Papá… —decía su madre—. ¿Recuerdas cuando te acercaste furtivamente a Lee, que estaba en el lavabo, y…?

O también:

—Mamá… —decía su padre—. ¿Te acuerdas de aquella vez que enviaron a Lee desde el colegio de vuelta a casa, porque tenía piojos en los pantalones? Porque, como alguien le dijo, se había sentado sobre el nido de una gallina tanto tiempo que podía haber incubado y todo.

O, por ejemplo…:

—Sí, señor, este Lee era un caso de verdad. Se quedaba dormido en la iglesia con la boca abierta y un día le entró en la garganta un enorme escarabajo volador. Hubo que golpearle con un libro de oraciones para poder calmarlo…

Así era. Así era, mientras Lee Agate trataba de sonreír, incapaz de regañar a sus padres; y su mujer escuchaba, abriendo los ojos de par en par, con malicia. Más tarde, cuando se había alejado de él la pasión o la ternura, cuando ya había gritado por la comprensión que él se había dado tan libremente a sí mismo, entonces una fría risita disimulada, un gesto de repugnancia velada, una sugerencia de que saliera del lavabo, la complicidad repetida de que era estúpido, o pervertido, o torpe, o malo, o vicioso, cualquiera de las imágenes desagradables de él que las anécdotas seniles de sus padres habían forjado.

Naturalmente, la actitud de su mujer se extendió a sus hijos. Nunca había sido capaz de corregirles, ni siquiera de sugerirles una forma de conducta, sin provocar su mofa. Había pasado mucho tiempo desde que lo intentara, al igual que había pasado mucho tiempo sin que le hiciera ni un gesto de amor a su mujer; nada más allá del simple besito en la mejilla. Ella se resentía, desde luego, igual que sus hijos le guardaban rencor por el abandono del necesario papel de padre en la familia. Quizás, en un análisis final, él era más culpable que ellos.

Existe una tradición no cuestionada en las familias americanas de que el macho adulto puede seguir el camino del búfalo, si se exceptúa la protección y el asesoramiento de su mujer e hijos. Se le puede confiar la realización de una operación de cirugía cerebral, pero nunca que afile un lápiz. Puede ser un gran cocinero, pero en su propia casa no puede ni hervir agua. Puede ser escritor, pero su ayuda en un tema de primer curso de estudios es una garantía virtual de suspenso.

Es posible que haya una relación inversa entre la baja valoración del macho americano en su propio hogar, y el alarmante aumento de impotencia, locura, alcoholismo, homosexualidad, suicidios, divorcios, abortos, asesinatos, censura y analfabetismo ilustrado. Aun así, el macho se mantiene bastante bien en su posición, en contra de los seres queridos que solo quieren apartarle o tragársele. Convierte su oficina en su hogar, el trabajo en su novia. Sin distraerse, prueba su valía una y otra vez, y acumula de vez en cuando tanta moral que incluso sus hijos se quedan impresionados y refrenan sus palabrotas ante extraños, y su mujercita le da un poquito de lo que las mujercitas tienen para dar, sin hacerle confesar primero que es un bizco hijo de puta y que ella es la mujer más agradable, dulce, amante, generosa, hermosa, entregada perfecta hasta el infinito y hasta la náusea, que haya jamás pisado el suelo al sur del paraíso.

Desafortunadamente para Lee Agate (y para su familia), no había tenido trabajo. No en el verdadero sentido de la palabra. Una criatura que se parece a un pato, que hace ruidos de pato, y que se parece a los patos en su conducta, es presumiblemente, con toda seguridad, un pato. Pero Agate, que lucía todos los aspectos exteriores de un ejecutivo de banca, no llegaba más que a ser la inverosímil copia de uno de ellos. No le encontraba satisfacción a su posición, sino miedo. Su claro manierismo, su austeridad, eran solo una cobertura agresiva de ese miedo, un creciente convencimiento de inferioridad que el mismo trabajo le proporcionaba.

«Y así…». Se dijo a sí mismo.

«Así que se iba a tomar la tarde libre, ¡mierda! ¡Así les iba a enseñar! ¿Vale? ¿Vale? ¡Vale! ¿No era el hombre de treinta años? Ejecutivo. Adudante de vise-vecidente. Je-je-je-je. Uff, uff. Je-je, ja-ja».

De repente Agate se enderezó y se le ensombreció la cara. Miró la habitación ahora escasamente ocupada, con los labios severamente apretados, con los ojos refulgiendo detrás de sus gafas. Aparentemente, no le había estado observando nadie…, a no ser que hubieran retirado la mirada muy rápidamente. O si lo habían hecho, era con toda certeza comprensible. Claro, era un gran hombre. Capitán de comercio. Dese cuenta de que los grandes hombres tienen que relajarse un poco y olvidarse de sus grandes preocupaciones.

El camarero le trajo la cuarta bebida, la colocó frente a él con un gesto muy deliberado. Agate le miró fríamente con fijeza, y el camarero le preguntó si querría ver un menú.

Agate dijo que no. Lo que él quería era un teléfono, y lo quería ahora mismo.

—Ahora mismo, ¿comprendido? ¡Veamos cómo atienden aquí al cliente!

Sus ojos brillaron triunfales mientras el camarero desaparecía con prontitud. Le dio dos largos sorbos a su bebida. Esperó en un silencio distante mientras conectaban el teléfono en el reservado.

En sus muchos años de trabajo en el banco, había tenido contactos frecuentes con prominentes ciudadanos de Houston, los Zearsdale estaban entre ellos. Él tenía invariablemente el papel de mensajero glorificado para esas ocasiones, pero ahora no lo recordaba de esa manera. Más bien, en el rosado presente, se veía a sí mismo más como amigo de esa gente que como lacayo. Eran sus colegas, y, naturalmente, Jake Zearsdale querría darle a su colega Lee Agate una opción para comprar acciones a las dos quintas partes de su valor en el mercado.

Comprensible, ¿no? ¿Correcto? ¿Correcto? Corr… Nooo, no era correcto. Ahora no, quizá más tarde. Pero a Jake Zearsdale había que llamarle, de acuerdo, ¡de ac…! Había que hablarle sobre el amigo Mitch Corley.

Agate se enderezó otra vez. La importancia de lo que estaba a punto de hacer se imprimió en su borracha cabeza y le exigió todo el esfuerzo del que era capaz. Y después de conseguir línea con el exterior, marcó y habló por teléfono con mucho cuidado.

Le contestó una secretaria, le pasó a un secretario ejecutivo, y a continuación al secretario de un ejecutivo. Finalmente, casi después de diez minutos, había situado la llamada, tenía al otro lado de la conexión a Zearsdale.

Para entonces estaba volviendo a ofuscarse y prácticamente se reía a carcajadas ante el teléfono. Se calló, y masculló:

—Perdóneme, mister Zearsdale.

La línea quedó en silencio durante un momento. Después con una voz de aspereza musical, Zearsdale contestó:

—Por supuesto. ¿Quién es usted, por favor?

—Aquí el tipo que te llamó la semana pasá —dijo Agate—. Sobre Mitch Corley, ¿t’acuerdas? La semana pasada, sobre Mitch-hip-Corley…

—¿Le importaría hablar un poco más alto, por favor? —repuso Zearsdale—. Parece que tenemos una mala línea.

—Claro… —dijo Agate alzando la voz—. Decía que soy el tipo que llamó la semana pasada, para hablar de Msh… Mitch…

—Más alto, por favor. Y un poquito más despacio.

—Decía —contestó Agate, pronunciando tan claramente como le era posible— que soy el tipo que le llamó la semana pasada para hablar sobre Mitch Corley. ¿Me capta ahora?

—Mmmm, sí, creo que sí —murmuró Zearsdale—. ¿Tiene usted más información sobre él?

Agate sacudió la cabeza con firmeza. Después, se echó a reír autodespreciativamente al comprender que su negativa no podía ser vista.

—Me reía de mí mismo —explicó al teléfono, añadiendo el chiste en detalle.

Zearsdale rio con educación.

—Estoy un poco justo de tiempo —añadió—. Sería mejor que me dijera por qué me llama.

—¿Qué? Ah, sí. Sí, claro —masculló Agate—. Solo quería decirle que estaba equivocado del todo sobre Mitch. Lo he comprobado yo mismo y he visto que cometí un grandísimo erró. Dudaba —hip— en llamarte, pero me pareció que el hombre que comete errores tié que ser lo suficientemente grande como pa’reconocélo.

—Ya veo —dijo Zearsdale, pensativo—. Ya veo.

—Lo digo de verdad —insistió Agate—. Stá todo equivocao. Basao en información no fiable. Comprobao por mí mismo y…

—Es posible. Es solo posible. —El tono de Zearsdale era sensato—. Pero me inclino a pensar que usted no está diciendo la verdad. Soy un buen conocedor de las voces, y la suya no suena en absoluto sincera.

—¿Ah, sí? —Agate miró airadamente y con beligerancia al auricular—. Vamos, colega, me vas a escuchar…

—Cállese —dijo Zearsdale.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir con eso de ca…?

—Quiero decir que se calle, y será mejor que lo haga —dijo Zearsdale—. Será mejor que deje de beber. No lo aguanta bien. Ya es usted lo suficientemente estúpido cuando está sobrio.

Agate sintió su boca repentinamente muy seca. Sus labios se movieron en un vano intento de hablar.

—Voy a darle a usted algún consejo —continuó Zearsdale—. No tomaré en consideración sus palabras, de forma que buscaré por mí mismo la verdad sobre Corley. Mientras tanto, él no debe saber nada de lo que usted me ha dicho. No intente ponerle en guardia. Si lo hace, haré que lo lamente más que nada, y es una promesa, mister L. J. Agate.

La mención de su nombre fue para Agate como un purgante. Abruptamente se sintió muy sobrio, y más asustado que nunca en toda su vida llena de miedos.

—¿Qué? —refunfuñó—. ¿Qué es lo que va usted a hacer?

—¿A hacer? —dijo Zearsdale con una voz cadenciosa—. Pues, voy a invitar a mister Corley a cenar conmigo.

Colgó.

Agate también colgó. Miró su copa, comenzó a acercarse a ella, entonces sacudió su mano hacia atrás como si hubiera tocado una llama.

Sería mejor que volviera al banco, supuso.

No, sería mejor que se fuera a casa. No, mejor sería ir…, ir…

El camarero se le acercó, aún respetuoso, sin tener en cuenta los gritos que Agate le había dirigido escasos momentos antes. Agate se enderezó, se pasó la mano por la cabeza donde crecían unos ralos cabellos, asumió un impresionante ceño fruncido, abrió la boca para hablar, y vomitó poniéndolo todo hecho una mierda.

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