Texas

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El día había sido caluroso y húmedo, un día bochornoso y sofocante; parecía que uno estaba a punto de hervir en su propio sudor. La clase de día que no es tan «poco habitual» como las organizaciones cívicas de la ciudad quieren hacernos creer. Esas organizaciones tendrían que admitir que el clima de Houston a veces deja algo que desear. Pero se apresuran a señalar, y con algo de verdad, que aunque el día pueda ser desagradable, las noches son deliciosamente frescas. Para alguien que no esté acostumbrado al clima, la frescura deliciosa puede traer una imagen de terrible semejanza con el frío glacial. Así que, mientras Mitch tomaba unas copas antes de la cena con Zearsdale, agradeció el pequeño fuego que había en la chimenea.

La chimenea estaba en la cocina de la casa de Zearsdale. Zearsdale, en mangas de camisa y delantal de carnicero, le había conducido inmediatamente a la cocina en cuanto llegó, y ahora estaban sentados junto a una gran mesa de madera, una de aquellas mesas robustas y útiles que uno puede ver en las cocinas de los restaurantes, y bebían cerveza de calidad en jarras de estaño.

El petrolero suspiró con un sutil tono de felicidad y se llevó la mano a la boca para secarse la espuma de cerveza mientras miraba alrededor de la cálida habitación.

—Creo que viviría aquí si pudiera meter una cama —dijo—. Hay algo en esta habitación que me hace sentir relajado y en paz conmigo mismo.

—Es toda una cocina —dijo Mitch, sonriendo—. Me parece que no he visto nunca nada parecido fuera de un gran hotel.

—Ni nunca lo verá —apuntó Zearsdale, moviendo la cabeza hacia la cocina que se extendía prácticamente a todo lo ancho de la habitación—. Aquí pueden trabajar tres cocineros al mismo tiempo. Podría servir cinco mil comidas en un día si tuviera que hacerlo.

—Ya lo creo. Recibirá a muchos invitados, supongo.

—Prácticamente a ninguno —contestó Zearsdale, sacudiendo la cabeza—. Resulta que me gusta la cocina grande y bien equipada. Me gusta verla y estar en ella. Pero no estoy casado, y cualquier invitación suelo hacerla en el club. Pero, aún, así… bueno, quizá todo se remonta a mucho tiempo atrás. Hábleme de usted, Corley. ¿Qué clase de hogar tuvo cuando era pequeño?

Mitch dijo que no había tenido hogar en el sentido habitual de la palabra.

—Siempre vivíamos en hoteles. Mi padre vendía varias clases de cosas intangibles, y mi madre trabajaba con él.

—Darían con la suerte en algún lugar de su recorrido.

—Me parece que no —dijo Mitch con menosprecio—. No sé demasiado porque entonces yo era un niño. Pero sé que invirtieron montones de dinero en negocios que nunca funcionaron.

Zearsdale le sirvió más cerveza, y señaló que sus pasados no diferían demasiado.

—Nosotros llevábamos el tenderete de comidas para las cuadrillas de perforación. En realidad lo llevábamos mi madre y yo; mi padre, por lo general, conseguía algún trabajo de servidumbre del equipo. Un equipo de perforación funciona las veinticuatro horas del día, por supuesto, lo que significa que nosotros teníamos que servir comidas a cualquier hora. No creo que ni mi madre ni yo consiguiéramos dormir jamás más de dos horas seguidas.

Sacudió la cabeza, mientras recordaba y miraba aquella habitación extravagantemente equipada con ojos interrogantes.

—Lo hacíamos todo en una cocina de cuatro fuegos, y dormíamos y vivíamos en la misma habitación en la que cocinábamos. Nos…, bueno, qué más da. En el trabajo pesado no hay nada demasiado interesante.

—Es una buena historia —dijo Mitch—. Me gustaría escucharla.

—Bien. —Zearsdale se encogió de hombros—. Entonces se la contaré en pocas palabras…

El propietario de un contrato de arrendamiento de un sondeo de exploración para el que trabajaban, continuó, se había endeudado profundamente con ellos. Tanto, que para cuando estuvo perforado el pozo (un surtidor) ellos ya poseían una gran proporción de la propiedad. Pidiendo prestado dinero a los amigos, trató de pagarles por la cantidad real de su deuda. Cuando ellos lo rechazaron, se las arregló para llegar a un acuerdo secreto con la compañía de conducción.

La compañía contrató la toma del petróleo, y en ese acuerdo no había nada ilegal. Pero el pago debía hacerse contra entrega; esto es, en el momento en que fuera conectado el oleoducto al pozo. Pronto fue evidente que ese momento no iba a llegar, ya que los Zearsdale retenían su parte. Había un retraso tras otro. Demoras que eran una estratagema evidente en un juego de exclusión. Pero no tenían dinero para llevarlo a los tribunales y demostrarlo.

—Mi padre lo intentaba todo para llegar a un acuerdo…, me temo que no era un hombre muy fuerte… —Un tono de tristeza invadió la voz de Zearsdale—. Pero mi madre tenía otras ideas. No iba a permitir que jugaran con nosotros, así que ella y yo tomamos las cosas en nuestras manos. Teníamos que hacerlo, ¿sabe, Corley? Se estaba cometiendo un abuso, y la ley no iba ni a tocar a los que lo estaban cometiendo. Así que tuvimos que hacerlo. Yo tenía entonces catorce años, pero es una lección que no olvidaré nunca: la gente fuerte del mundo tiene una obligación para con ese mundo. Esa es la razón por la que han sido hechos fuertes, ¿comprende? Para tomar medidas enérgicas cuando ven que alguien se sale del lugar…

—Mmmm, sí. Muy interesante —dijo Mitch—. ¿Pero, qué es lo que hicieron, en realidad, usted y su madre?

—Bueno… —dijo Zearsdale, riéndose entre dientes—. Nadie podría probar que hicimos algo, Corley. Ni siquiera sugirieron que lo hubiéramos hecho. Fue achacado a un accidente, aunque había provocado un infierno. Ya se lo puede imaginar, todo aquello que es territorio de ranchos. Prados rotativos con el ganado paciendo tan lejos como alcanza la vista. Cuando estalló el incendio, naturalmente, mi madre y yo estábamos muy lejos de allí…

—¿Fuego? —dijo Mitch con la mirada fija en él—. Quiere decir que… ustedes…, ustedes…

—Fuego. De las filtraciones de alrededor del pozo. No hubiera ocurrido de haber estado el oleoducto conectado como tenía que estar, así que fueron declarados culpables de los daños. Diez millones de dólares, más otros cien mil por apagar el fuego. Por si fuera poco, cobramos nuestra parte proporcional del coste de cada barril de petróleo que había ardido. —Zearsdale volvió a reír entre dientes, con ferocidad—. Después de eso no hubo más entorpecimientos. No hubo más problemas. Ni por su parte, ni por la de nadie.

Había hecho que Mitch le acompañara en su paseo hacia el refrigerador para que le ayudara a seleccionar los chuletones para la cena. Los cocinó y los sirvió con pericia. Afortunadamente, Mitch tenía mucha hambre; de no ser así, no habría podido evitar la imagen que aquel olor despertaba en su cabeza: un cuadro de pastos chamuscados, cubiertos hasta donde la vista podía alcanzar, de carcasas humeantes de ganado que había sido asado vivo.

Después de la cena, Zearsdale lavó y secó los platos, declinando la oferta de ayuda de Mitch con educación, pero con firmeza.

—Se me da bien este trabajo desde hace muchos años, Corley, y me gusta seguir en activo. Sabe Dios la de ayuda que habría contratado si no hubiera elegido hacerlo yo mismo.

Mitch supuso que había dado la noche libre a los sirvientes. Pero Zearsdale dijo que nunca se quedaban.

—Necesitan tiempo para sí mismos tanto como yo. Aparte de que la mayoría de ellos están entrados en años, ya que llevan conmigo desde la época de mi madre, y no quisiera hacerles trasnochar.

Se quitó el delantal y se secó las manos en él, sacudiendo la cabeza ante la indicación de Mitch de que era muy generoso con sus sirvientes.

—No. No. Mucho me temo que no, Corley. Cuando un hombre tiene medio billón de dólares, no le es posible ser generoso, y ese es solo un valor aproximado. Se pierde la capacidad de conmoverse, ¿sabe? Uno no se siente identificado con los demás. No existe sacrificio ni al dar un millón ni al ganarlo. Pero trato por todos los medios de ser justo, y creo que la mayoría de las veces lo consigo. A pesar de esto podrías encontrar un montón de gente que no estuviera de acuerdo conmigo. Como —dijo, haciendo una mueca de desagrado— nuestro tramposo amigo, Birdwell.

El recuerdo del hombre del pelo gris prematuro, de su risa fácil, del evidente agrado de la gente de su alrededor, incomodó a Mitch.

—No sirve de mucho que lo lamente —dijo—. Casi preferiría haber mantenido la boca cerrada sobre la trampa.

—Yo también lo lamento por él —contestó Zearsdale con seriedad—. Ha tirado por tierra una buena carrera. Ha arrastrado a su familia con él. Pero fue él quien lo hizo, no usted ni yo. No podemos ignorar las equivocaciones, Corley, y no podemos recompensar a la gente por ellas.

—Pero tenía una buena relación con usted, ¿no es así? Había estado con usted durante mucho tiempo.

—Tenía un historial muy bueno —dijo Zearsdale, asintiendo— y había sido recompensado por ello con largueza. Ahora bien, si recompenso a un hombre por hacer bien las cosas, y créame que lo hago (he ofrecido ayudas anónimas a mucha gente que no tiene conexión con mi compañía), también tengo que castigar a quien las hace mal. ¿O no está usted de acuerdo conmigo?

Mitch vaciló y miró al rostro de labios gruesos y ojos de fría y penetrante mirada, ojos completamente sinceros. Volvió a alejar la mirada.

—Pues —dijo— creo que debe de ser una responsabilidad muy incómoda para usted. Algo así como ser Dios, ¿sabe?

—Sí —contestó Zearsdale con gravedad—, eso es exactamente lo que implica. Como ser Dios.

La profunda mirada permaneció fija en la de Mitch por un momento, y Mitch reprimió un impulso casi irresistible de reírse. Casi se inclinaba a creer, de todos modos, que se esperaba que riera, que el magnate del petróleo le estaba tomando el pelo.

Trágate esa sobre pegarle fuego a un pozo de petróleo. Vamos, ¿no dirás que no suena a cierto?

De repente Zearsdale sonrió abiertamente, y señaló que no tenían por qué resolver todos los problemas del mundo en una noche, ¿o acaso tenían que hacerlo?

—¿Ha pensado más en esa opción de las acciones? —añadió—. ¿Cree que va a poder recoger la opción?

—No creo que pueda por el momento —Mitch sacudió la cabeza, lamentando la situación—. No acabo de entender el cuadro, pero parece que estoy involucrado en un programa de inversión a largo plazo. No podría retirar ahora sin perder prácticamente todo lo que se ha metido.

—Ya veo. Me parece que entiendo lo que quiere decir —dijo Zearsdale sin darle importancia—. Bueno, ¿qué le parecería un poco de diversión? —Imitó a un hombre lanzando los dados—. ¿Le gustaría desentumecer un poco los músculos?

—Lo que usted diga —respondió Mitch sonriendo.

Siguió a Zearsdale hacia una habitación de juegos de un semisótano, el petrolero recogió coñac para los dos de un gran bar de estilo saloon. Después, mientras Zearsdale salió pidiendo excusas (para ir a buscar munición), Mitch fue paseando hacia la mesa de dados. Era una mesa de juego regulada, de casino, con el campo señalado, pase, llegada, dados, etcétera. En el techo, sobre ella, y aproximadamente de las mismas dimensiones, había un espejo. Mitch se sintió inútilmente incómodo. ¿Por qué un espejo sobre una mesa de dados? Recogió los dados de la felpa verde, e hizo unos cuantos lanzamientos. Zearsdale volvió aplaudiendo con dos grandes fajos de billetes, billetes nuevos de cien dólares aún dentro de la faja del banco.

—Entrando en calor, ¿eh? —preguntó, riendo con picardía—. Bueno, veamos. ¿Quiere que veamos quién sale?

Cada uno lanzó uno de los dados. Mitch consiguió un seis, Zearsdale lo igualó.

La siguiente vez Mitch sacó un cinco, para no parecer demasiado bueno. Zearsdale volvió con un seis. Recogió entonces los dos dados, y los movió.

—Póngale usted un nombre, Corley. ¿Un pavo…, dos pavos?

—Un par de pavos podría estar bien —dijo Mitch, y puso doscientos dólares sobre la mesa.

—Dos a este —dijo Zearsdale, y dejó caer un paquete de billetes de cien.

Movió los dados. Salieron ceros…, ojos de serpiente. Como había conseguido puntos, perdió la apuesta, pero mantuvo los dados.

—Tiro los cuatro pavos —dijo y salió con un gran siete. Recogió de nuevo los cubos transparentes y añadió, sonriéndole a Mitch—: Ocho o nada, Corley.

—Ocho —dijo Mitch asintiendo, y dejó caer más dinero sobre la mesa.

Zearsdale hizo seis en la siguiente rueda y decayó unas cuantas ruedas más tarde con un siete. Se echó a reír entre dientes, con buen humor, tamborileando sobre el fajo de billetes.

—Dieciséis, amigo mío. ¿Quiere lanzar?

—Desde luego —asintió Mitch—. Me lanzo a todo.

Estaba aún determinado a hacerlo bien, así que arrastró un punto en vez de pasar. El punto era diez, y volvió justo con un… ¡siete!

Durante un momento casi no pudo creerlo. ¿Cómo diablos podía haber pasado? Solo podía encontrar una razón, y esa única razón no era tan descabellada como parecía.

Los ricos se hacen más ricos, a la mayoría le pasa, sin esfuerzo aparente. Es algo habitual en ellos. La misma cualidad que les condujo a conseguir la fortuna original continúa actuando a su favor. Quizás haya un nombre mejor que suerte para esa cualidad, pero no se sabe de nadie que lo conozca.

Desde luego, Mitch podía admitir la posibilidad de que hubiera hecho el tonto; lo había hecho ya antes con pérdidas mucho más grandes. Pero siempre había sentido que se le escapaba el control, un cortocircuito momentáneo entre su cerebro y sus dedos. Esta vez, sin embargo, no había sentido nada.

Había ido por un diez, seguro de su llegada. Y el diablo había saltado sobre él.

Pero aún no había perdido nada. Había estado lanzando con el dinero de Zearsdale. Así que, a pesar de una cierta incomodidad, y de su convicción de jugador de que la habilidad no puede nunca batir a la suerte, aceptó otro doblete de la apuesta.

—Claro —dijo mientras apilaba los billetes sobre la felpa verde—. Treinta y dos es un bonito número.

—Allá vamos —dijo Zearsdale, y allá fue.

Con un seis-cinco, un seis-as, un cinco-dos, un cuatro-tres, un ocho, otro ocho, y un once…

Después Mitch miraba su cartera, sonriendo con tristeza, tan desenfadado como si hubiera dejado caer una caja de cerillas en vez de la última pasta que le quedaba en el mundo.

—Me parece que esto va a tener que ser nuestra última jugada —apuntó en tono agradable—. La próxima vez vendré un poco mejor preparado.

—Vamos, conmigo no necesita jugar en efectivo —dijo Zearsdale—. No necesita más que hacer un cheque por la cantidad que quiera.

—No, eso no sería justo para usted —Mitch sacudió la cabeza—. Creo que da mala suerte apostar papel contra efectivo.

—Bueno, pues entonces déjeme que le preste algo. Venga, hombre —le incitó jovialmente Zearsdale—. Justo ahora se estaba poniendo interesante.

Mitch puso objeciones, pero no tan fuertes como en el asunto del cheque. Por fin, ante la insistencia del petrolero, aceptó un préstamo de diez mil dólares. Con ellos, volvió a él la confianza en sí mismo.

Creía firmemente, como lo creería cualquier jugador, que Zearsdale había alejado la suerte con el préstamo. Ahora apostaría contra su mismo dinero y la buena suerte que este le había traído.

Justo cuando estaba sacudiendo los dados, hubo un estrépito en la habitación de encima de ellos. Mitch se sobresaltó, sorprendido por el ruido en la que suponía una casa muy bien construida, y Zearsdale miró hacia arriba con oscura indignación. Murmuró algo sobre que si el servicio quería juguetear toda la noche, ellos podrían no acostarse y trabajar.

—Veamos —dijo—. Sale con treinta y dos de cien, ¿correcto?

—Está cubierto —asintió Mitch.

Zearsdale movió. Los dados saltaron, giraron y se rieron de él con un pequeño tres. Los pasó entonces a Mitch, y este se preparó para trabajar.

Estaba seguro de sí mismo, pero iba con cuidado. La pifia del año había desaparecido ya de su sistema, y la magia había vuelto a sus manos. Pero no iba a jugar con ella. Solo podía controlar los dados mientras los tenía y no los iba a tener indefinidamente.

Su primer movimiento fue bajar la apuesta a quinientos dólares. Después de todo, ¿por qué había que trabajar sin divertirse? Eso estropeó una ronda afortunada de Zearsdale. Ganó treinta y cinco de cien antes de dejarlo con deliberación.

El petrolero pasó, señaló y cayó.

Mitch volvió de nuevo al trabajo, pero solo se permitió dos pases recorriéndolo todo antes de hacer un punto; finalmente volvió la mala suerte después de otra ronda de treinta y cinco.

Se mantuvo en un buen tono todo el rato, algo mucho más difícil que ganar.

Era trabajo pesado, pero estaba bien compensado. Noventa minutos después de haber estado en el pantano, estaba arriba de la cima de una montaña. Estaba en paz con el préstamo y había devuelto a su bolsillo la cantidad original, y además había conseguido dieciocho mil del dinero de Zearsdale.

En ese punto perdió los dados. El petrolero los rechazó, reprimiendo con educación un bostezo.

—Un poco cansado, ¿verdad? ¿Qué le parece si tomamos una copa?

—Quizá debiera marcharme —dijo Mitch—. A no ser que prefiera seguir jugando. No quisiera dejar el juego ahora que gano si usted quiere jugar.

Zearsdale dijo que eso era una tontería, que habría más noches.

—Nos continuaremos viendo. Puede contar con ello, Corley. Vaya, si está seguro de que no quiere una copa…

Acompañó a Mitch hasta la puerta. Se dieron la mano y se dijeron buenas noches, y Zearsdale cerró con suavidad la puerta tras él. Después, subió las escaleras moviendo su pesado cuerpo con la ligereza de un gato, y abrió la puerta de una pequeña habitación.

Estaba justo encima de la sala de juego. Faltaba parte del piso y dejaba un hueco aproximadamente en el centro. Estaba preparado para mirar a través de él, a través de los espejos traslúcidos de encima de la mesa de dados donde había una cámara de cine.

Mientras Zearsdale entraba en la habitación, un negro delgado de edad mediana cerraba la tapa de una lata redonda de película. Comenzó una disculpa inmediata, con el miedo brillándole en los ojos líquidos.

—Mister Zearsdale, lo siento muchísimo, señor. Lo siento terriblemente, señor. Resulta que di un paso atrás y le pegué una patada a esa lata…

—Podía haberse estropeado todo —dijo Zearsdale con poca severidad—. Podía haberse dado cuenta, y me hubiera dejado como un tonto. ¿Piensas que soy un tonto, Albert?

—S-señor Zearsdale. —El negro palideció bajo su piel amarillenta—. Por favor, señor, s-señor Zearsdale…

—Nunca te he fallado, ¿no, Albert? —continuó Zearsdale con la voz ásperamente musical—. Te he tratado como a un blanco, ¿no es así?, en vez de tratarte como a un Giga. Te he tratado mucho mejor que a muchos blancos. Vives tan bien como yo, y consigues mil al mes por dar vueltas por ahí. Esto es lo que se consigue. No vales ni mil céntimos por mes. Yo te lo doy para que puedas enviar a tus hijos a la escuela.

La cabeza del negro se movió sobre su cuello delgado. Permaneció de pie temblando, desvalido, mordiéndose el labio. Tragándose las lágrimas de miedo y vergüenza.

—Bueno, pues vale —dijo Zearsdale en un tono más suave—. Yo no abandono a mi gente. No dejo que mi gente me abandone. ¿Está ahí la película?

—Sí, señor; sí, señor; esa es. —El negro sacó la lata y la tendió humildemente hacia su patrón—. Creo que le ha pillado, señor, señor Zearsdale. No tengo total seguridad, pero creo que sí.

Zearsdale dijo que saldría de dudas; él nunca suponía nada.

—¿Cómo van tus hijos, Albert? Todavía les falta para graduarse, ¿verdad?

—Jacob, señor. Solo le queda un año de Derecho. A Amanda aún le quedan dos años de Pedagogía.

—Amanda —murmuró Zearsdale—. A mi madre le hubiera gustado tener una niña que se llamara así.

—Sí, señor, y Jacob lleva el nombre por usted, señor Zearsdale. Muy orgulloso de ello, señor Zearsdale. Sí, señor, muy orgulloso.

—Me alegro de oírlo, me complace —asintió el magnate del petróleo—. Hubiera odiado pensar que alguien con mi nombre no sintiera orgullo. Un hombre sin orgullo no vale nada, ¿sabías eso, Albert? Si no se tiene orgullo, no se tiene nada, nada sobre lo que construir. No me gusta un hombre así, puedo apostar con él, pero no me gusta. Si no se mantiene por sí mismo, si prefiere tener la nariz manchada que magullada. Ni me gusta ni me puede gustar. ¿Cuánto tiempo llevas lamiéndome el culo, Albert?

—S-Señor… Señor Z-Zearsdale…

—Veinticinco años, ¿verdad? Bueno, ya es más que suficiente. Estás despedido.

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