Texas

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Las sombras se dibujaban en el dormitorio, y la oscuridad de la noche aún prevalecía. Mitch se dio la vuelta en la cama. Dormido y con los ojos cerrados, sus manos buscaron automáticamente a Red. Había sido una gran noche. Una noche grande, maravillosa, frenética, bárbara, e incluso en sueños, la maravilla y el frenesí continuaban con él. La revivía, volviendo a oler el perfume de su carne, oyendo de nuevo el esfuerzo apasionado de su respiración, sintiendo otra vez la dulzura salvaje de su cuerpo al encajarse en el suyo.

—Red… —dijo entre dientes y sus manos buscaron a ciegas entre las sábanas—. Vamos…, vamos… ¿Red? —Apareció en su cara un gesto fruncido, los movimientos de sus manos se hicieron más rápidos, y empezó a sentirse desesperado—. ¿Red?… ¡Red! Dónde es…

Y en ese momento sus ojos se abrieron de par en par y se enderezó con un grito.

—¡RED!

Sé oyó un chapoteo en el cuarto de baño. La puerta se abrió de golpe y Red salió corriendo. Tenía puestos los zapatos y las medias, sus braguitas escasas y su igualmente escaso sostén. Red estaba hecha de tal manera, pequeña pero ricamente llena, que por fuerza sus bragas y sus sostenes tenían que resultar escasos.

Le rodeó con los brazos una décima de segundo después, meciéndole la cabeza entre sus pechos, susurrando palabras cariñosas, a la vez que le imploraba que le dijera qué era lo que no iba bien. Mitch le explicó con timidez que había tenido una pesadilla. Red volvió a besarle, murmurando una disculpa por no haber estado allí.

Ella empezó a levantarse. Él la alcanzó con una mano por la cintura de las bragas.

—Ahora estás aquí —dijo—. Eso es aún mejor.

—Pero…, pero es que… —se calló, forzando una sonrisa brillante—. Vale, cariño. Déjame coger solo una redecilla, ¿quieres?

—No. No, espera —dijo con rapidez—. Ibas a salir esta mañana, ¿no?

—Bueno, iba a hacerlo, pero puedo esperar. Después de todo…

Mitch dijo con firmeza que ni debía ni tenía que esperar. Lo tenía todo preparado para salir, y no iba él a chafarle el plan en el último momento.

—Solo te estaba tomando el pelo —mintió—. Venga, corre, que yo volveré a dormirme.

Ella lo hizo, pero no así él. Permaneció tumbado con los ojos cerrados, quizás un poco inquieto, pero satisfecho de haber hecho lo que debía. Recordó el principio de su intimidad, y el punto de vista que le había desvelado.

Ella era una mujer, había indicado (un poco innecesariamente), y él era un hombre. Y un hombre y una mujer necesitaban algo el uno del otro que no podían conseguir de ninguna otra fuente. Ella lo había aprendido hacía mucho, al crecer en una familia grande que habitaba un cubículo de una sola habitación. Habría momentos en que estaría enfadada, y entonces sería mejor que se mantuviera apartado de ella. Pero, de otra manera, solo tenía que pedirlo o sugerirlo para que ella se lo diera libremente.

¿Por qué? ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Qué pasaba si no se sentía dispuesta en ese momento?

La mayor parte del tiempo lo estaba, porque nunca había tenido a nadie aparte de él y había mucho que hacer para ponerse al día. Pero, incluso si no quería, no tenía por qué haber problemas. ¿Por qué tenía que haberlos, no? Solo se tardaba unos minutos… ¡A veces no llegaba ni a eso!… y si una mujer no podía darse a un hombre durante escasos minutos, ¡eso era porque no le quería!

La cama se movió con suavidad. Mitch se sobresaltó y se giró. Y los brazos de Red le envolvieron.

—Ah, Mitch, ¡querido, querido, querido! ¡No podría irme si mi amor me necesita…!

—Pero, nena…, tus ropas…

—¡Quítamelas de encima! ¡Quítamelas y revuélveme! ¡Puedo volverme a vestir para que me vuelvas a desordenar y…, y…, Mitch!

Una hora más tarde salía hacia su atrasado paseo de compras, un tipo peculiar de paseo de compras, o que al menos hubiera sido peculiar para cualquiera que no fuera Red. Esporádicamente, cuando tenían algo de tiempo libre, hacía una excursión de ese tipo. Le dedicaba todo el día, se limitaba a un gasto de cinco dólares, y compraba solo en almacenes de ofertas.

Era algo que había soñado siempre hacer desde niña, y aunque Mitch no conocía a ningún adulto que lo hiciera, aquello parecía satisfacer plenamente su sueño infantil: moviéndose con cautela, de mostrador en mostrador; gastando un centavo en uno, quince centavos en otro, y veinticinco en el otro; haciendo una pausa para refrescarse con un helado. También comía en un almacén de saldos, ¡un proyecto que le revolvía el estómago a Mitch! Entonces, después de haber engullido alguna mezcla repugnante como lechuga marchita y salchichas con crema (servido todo ello por una chica con la cara llena de granos y las uñas pintadas de rojo), volvía al ataque, regulando el tiempo de forma que la expedición terminara al coincidir el gasto de su último centavo con el cierre del almacén.

Era muy susceptible en cuanto al fardo de «gangas» que traía a casa (que desaparecerían en un día o dos; a dónde, él nunca lo sabría). Una vez le tomó el pelo, y le preguntó si había dejado algo en el almacén; a ella le subió el color a las mejillas a la vez que lo llamaba malo, estúpido, condenado idiota. Después comenzó a llorar con el corazón hecho añicos. Él la sujetó, cogió su cuerpecito en brazos, la meció suavemente hacia adelante y hacia atrás, mientras brotaban de su pecho grandes suspiros. Hubo lágrimas en sus propios ojos, ya que finalmente había entendido la causa de su pena; ya que también era la suya y quizá la de todo el mundo: la pérdida de la inocencia; el cruel corte drástico de todo lo que no fuera estrictamente práctico, como un hombre pastoril atrapado en una sociedad industrial.

Ella era un caso extremo, sí, tanto como él. Pero la cabaña de la granja en arrendamiento y la habitación del hotel fueron solamente los límites exteriores de un mundo que perfiló a cada uno de manera inevitable. Él no necesitó preguntarse qué debería de pensar ella cuando sus libros escolares le relataban las aventuras de Mary Jane y su pony mágico. Sospechaba que, de forma diferente, habían sido semejantes a los suyos mientras leía la alegre conspiración entre Bunny Rabbit y mister Stork (mientras la pareja de arriba se encontraba endiabladamente cerca, aporreando la cama por separado).

Así que ella lloró y él lloró un poco con ella. No por el sueño idealizado de las cosas pasadas, sino por las inmutables realidades del presente. No por lo que se había perdido, sino por lo que nunca se tuvo. No por lo que debió de ser, sino por lo que nunca sería.

Cuando hubo acabado de llorar, se sonó, se enderezó y sonrió. Y declaró que iba a irse en ese momento a un almacén de oportunidades de nuevo a comprar. Porque había desaparecido todo, pero no la esperanza. Y por todas partes existía la evidencia de que lo que se podía soñar, podía realizarse.

Esta mañana, como siempre, había planeado un inicio temprano. Y aunque se retrasó sobre sus planes, eran poco después de las nueve cuando salió.

Algo después de media hora, tras bañarse, afeitarse y vestirse, Mitch se sentaba en la terraza para leer el periódico y tomar un desayuno pausado.

No podía recordar cuándo se había sentido tan contento consigo mismo, tan seguro de que el mundo era una ostra sobre la que él tenía un irrefutable derecho. Houston era una gran ciudad…, ¿no lo había dicho él siempre? Sabía que iba a ser un buen viaje, y estaba resultando mejor que bueno. Treinta y tres de los grandes del apestoso Lord, y además dieciocho de Zearsdale. ¡Cincuenta y uno de los grandes en el platillo, y el mes no había hecho más que empezar!

Desde luego, los gastos también habían sido terribles, pero…

Turkelson se aproximaba a la terraza.

No había llamado ni al timbre ni a la puerta. Había abierto la puerta sencillamente con su llave maestra, y había entrado y al mirarle a la cara Mitch agradeció que Red estuviera ausente. Ya que el director tenía alguna noticia, algo que solo podía ser una cosa.

Mitch se puso de pie rápidamente, le volvió a conducir hacia el salón, le empujó hacia un sofá y le sirvió una bebida fuerte.

—Está bien, Turk —¡No estaba pero que nada bien!— Tómate eso y tranquilízate.

Turkelson agarró la copa con codicia. Mitch le liberó con suavidad la otra mano de la carga que llevaba.

Cheques. Por valor de treinta y tres mil dólares. Todos estampados en tinta roja con las palabras PAGO RECHAZADO.

Sabía cómo eran, pero verlos era otra cosa. De golpe sintió un gran vacío; un nudo frío que crecía en su estómago. Podía haber gritado de frustración, por el asqueroso maleficio que parecía determinado a volver contra él sus mejores esfuerzos.

Y en cambio, se echó a reír con naturalidad, y le dio a Turkelson una ayuda tranquilizadora.

—Algo divertido, ¿eh, chico? ¿Esto es todo lo que te han mandado con una patada?

—¡Todo! —dijo el director—. Dios, ¿es que no es suficiente?

—Quiero decir, sus gastos legítimos. Su cuenta del hotel. Eso también lo pagó con un cheque, ¿no?

—Ah, sí. Bueno, eso está pagado, Mitch. Mil doscientos dólares y algo.

—Y, por supuesto, le diste una factura detallada —dijo Mitch, moviendo la cabeza—. Bien…

Así que esas había. Los Lord no podían demostrar que los treinta y tres de los grandes se habían ido jugando…, ellos no podrían probar si Winnie simplemente se había quedado con el dinero. Pero las pruebas aquí no eran de mucho valor.

Debieran haber pagado los cheques. Había sido impensable que no los pagaran. Pero ya que no lo habían hecho…

Turkelson se sirvió más whisky, dio un trago de los que sonrojan la cara y lanzó una maldición.

—¡Hostia, Mitch, pero es que se van a salir con la suya en esto! ¡No pueden hacerlo!, ¿verdad?

—Ya veremos. O más bien, ya veré. Por ahora parece que lo han hecho.

—¡Pero…, pero no es legal! ¡No tienen en qué apoyarse!

—Turk… —Mitch gesticuló con impaciencia—. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Mandársela a los abogados del hotel? ¿Hacerlo pasar por todos los tribunales del país y también a nosotros? Los Lord sí que lo harían, ya lo sabes. Tienen abogados hasta en la sopa, y les gusta mantenerlos ocupados.

—P-pero Mitch…, si tú ya sabías que iba a ser así…

Mitch repuso que ambos sabían cómo podía ser, pero que nunca se sabía cómo iba a resultar en cada ocasión.

—Así que, bueno, así es que dejemos de dar vueltas sobre si pueden o no hacernos esto, es como decirle a un policía que no puede arrestarte. Quizá no tiene derecho a hacerlo. ¡Pero vaya si puede!

Turkelson le lanzó una mirada afligida. Mitch suavizó la voz inmediatamente.

—Venga, va a salir bien —dijo—. Yo aseguraría que será así. Tal como van las cosas, te faltan en la caja treinta y tres de los grandes. ¿Cuánto tiempo tienes para reponerlo?

—Nada. Las transcripciones de caja y de tarifas van a la oficina de administración cada día. Desde luego, podría volver a enviar los talones al cobro, e incluso mostrarlos como crédito. Pero…

Mitch le dijo que sería mejor que no lo hiciera. Era evidente que iban a volver a rechazar los cheques, y una cantidad tan grande podía llamar la atención.

—Estamos atrapados, Turk. No podemos hacer otra cosa que pagar.

Sacó su billetera y contó treinta y tres mil dólares, dejándolos sobre la mesa, su boca se apretó de forma inconsciente mientras veía lo poco que quedaba.

Turkelson parecía turbado.

—Mitch…, yo…, er, me parece que no pue…

—Olvídate —dijo Mitch—. Solo te pido que me des los cheques.

No esperaba que Turkelson le devolviera el diez por ciento que se llevó en el trato. Turkelson tenía una madre a la que adoraba, que libraba una batalla hipocondríaca y que había estado gastando espacio en los hospitales y el dinero de su hijo desde que la memoria de Mitch alcanzaba.

Preocupado, pero evidentemente aliviado, el director cambió los cheques por efectivo.

—¡Vaya palo para ti, Mitch! Ya sé que vas fuerte, pero ¿estás seguro que puedes asumirlo?

—No pienso asumirlo —dijo Mitch.

—¡Ah! ¿Qué vas…?

—Intenta conseguirme lo más rápidamente posible un avión para Dallas, ¿quieres? Tengo que hacer enseguida el equipaje.

Cortó cualquier posible pregunta dejando la habitación. Una hora más tarde, después de dejarle una breve nota explicatoria a Red, estaba en camino.

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