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Domingo » Capítulo 3

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El silencio en la hora del responso fue lo peor. A Hardy le habría gustado que lo incineraran, y en cambio iban a enterrarle. Le habría gustado que sus órganos fueran a parar a personas que los necesitasen, y al parecer se le sepultaría tal cual, porque los padres no habían accedido a que fuera «troceado». Le habría gustado un entierro laico, y allí estaba el ataúd con la cruz y el sacerdote glosando su vida sin conocerlo. Y le habría gustado música de sus mitos en la despedida, desde Dylan a Radiohead, desde Rufus Wainwright a Coldplay, desde Porcupine Tree a... Incluso algo de chill out. ¿Por qué no? Música relajante para el último adiós.

Sí, le habría gustado irse con alegría.

No con aquella tristeza.

—Una vida joven que nos ha sido arrebatada por el destino...

Intentó no escuchar al sacerdote, bloquear sus emociones. Todo el grupo estaba sentado en el último banco. Los asistentes, en un número próximo al centenar, ocupaban el grueso de la capilla, desde las tres cuartas partes de la sala hacia adelante. Ellos eran más familia que muchos de los presentes, la auténtica «familia» de su amigo caído, pero pertenecían a la última clase social: la de «amigos» del fallecido. Para los padres de Hardy, estaban tan locos como él.

Unos padres rotos, que apenas si se sostenían en pie.

Desde su posición, la única visión que tenía de Laura era sesgada. Parte de su inmaculada cabellera castaña flotando sobre las negras ropas que le conferían un triste aspecto de desolación. Antes de que la comitiva bajara a la capilla sólo la vio un momento. Y ella a él. Una mirada cruzada, breve. Una mirada que rescató todo el pasado de golpe. Un shock. Sintió la punzada, en el pecho, en las sienes, en el alma. El dolor en la expresión de la muchacha o la huella de las lágrimas en sus ojos enrojecidos no le restaron atractivo. Más que eso. Para él aumentó todavía más la creencia de que ella era la chica más guapa, más sexy, más... mórbida, de cuantas hubiera conocido. Porque la palabra era ésa: «mórbida». Los labios carnosos, los ojos líquidos, los pómulos redondos, la barbilla en punta, la frente abierta, las manos, el cuerpo... Ninguna como Laura. Y los años en Londres la habían potenciado, convertido en mujer, liberado de las últimas ataduras de la adolescencia.

Para él, ella seguía estando en aquel altar.

Se le encogió el alma.

—Está guapa, ¿verdad? —le dijo Sony.

Le endilgó un codazo y le hizo callar.

Ya no volvieron a decir nada. Ocuparon de común acuerdo aquel banco y esperaron.

—Hemos de preguntarnos por qué nuestros jóvenes caen en su desafío al destino...

El ataúd de madera conteniendo el cuerpo frío y sin vida de su camarada parecía llenarlo todo. La voz del sacerdote era un viento húmedo. La escena se revestía de dureza, pesaba lo mismo que un pedazo de plomo sobre sus cabezas.

Cerró los ojos.

Se fue hacia atrás.

Al pasado.

Cuando Laura y él...

El primer amor. El primer amor de verdad. El primero que marca y deja huella. Laura tenía quince, casi dieciséis. Y él, diecisiete. De eso hacía cinco años. Toda una vida. Fueron los mejores meses de su existencia. Vivió en el cielo. Lo podía tocar cada día con las manos. Luego...

Ella tuvo miedo.

Se le escapó de entre los dedos.

Y a los dieciocho, incapaz de resistir más la presión de su casa, se marchó a Londres, libre.

A veces pensaba en ella, en su vida londinense, en los ingleses que tal vez la estarían besando o... Y se volvía loco. Loco de rabia. Nunca le preguntaba nada a Hardy. Como mucho, él le decía que estaba bien. Pero ni su hermano sabía mucho más. Lennon siempre había estado seguro de que no regresaría.

¿Por qué no le llamó Hardy para contárselo?

¿Se lo prohibió Laura?

Ni una carta en aquellos años de separación, como si ella quisiera cortar con todo.

Tan duro...

—...Y sin duda Tomás, nuestro hijo, hermano y amigo, nos esperará en un mundo mejor al que un día todos acudiremos...

Nadie le llamaba Hardy. Sólo ellos.

La razón era simple: se parecía a un actor cómico del cine mudo, uno de los de la pareja del Gordo y el Flaco. Nico era Sony porque todos sus aparatos pertenecían a esa marca. Y él era Lennon por John Lennon, aunque primero le habían bautizado como Triple J por su nombre, Jorge Javier Juncosa. No le gustó. Demasiado largo. Luego JJJ. Tampoco era el mejor de los apodos. Finalmente se quedó con Lennon, no porque fuera fan de los Beatles, sino por su parecido con él, y más al comienzo, cuando llevaba gafas, antes de operarse la leve miopía de los ojos. Encima se enamoró de él una chica que, según todos los demás, era espantosa. La tomaron cruelmente como centro de sus burlas y a ella la llamaron la Yokono, en honor a Yoko Ono, la eterna viuda del ídolo asesinado. Eso fue antes de que perdiera la razón por Laura.

El responso llegó a su recta final.

Quedaba lo peor: las despedidas.

Por primera vez vería a Laura cara a cara, al pasar los asistentes a dar el pésame, a no ser que huyera como un cobarde. Era parte del protocolo salvo que la familia optara por lo contrario.

Luego, la comitiva integrada por los más allegados se iría al cementerio y el resto...

¿Cómo regresaría a su minipiso para acabar aquel trabajo, tal cual, como si nada hubiera sucedido?

Y aún le apetecía menos estar con sus amigos.

Entonces, ¿qué?

Los padres de Hardy y Laura se quedaron en el exterior, con su hija, las dos abuelas y una tía. La familia más directa. Así que el duelo no se daba por despedido. Los presentes dieron las condolencias de rigor. Uno a uno desfilaron por delante de ellos. A veces bastaba con estrechar la mano. Otras se daba un beso. Cada cual musitaba lo que su dolor le hacía expresar. Las seis personas, enlutadas, quietas, como estatuas, lo agradecían con mayor o menor expresividad. Laura era la que no se movía. Miraba al frente.

El grupo de amigos esperó al final.

—Vamos, ¿no? —musitó Sony.

Se movieron con lasitud. Lennon tenía los ojos fijos en la chica que formaba parte de sus sueños más íntimos. Despacio, muy despacio, se acercó a la fila integrada por las seis personas. Era el último. Abría el fuego Sony y le seguían Miguel Ángel, Ramiro, Esteban y él. A menos de tres metros ya casi podía olerla. Las rodillas se le doblaron. Tenía un nudo en la garganta y la boca seca.

Primero le dio el pésame a la tía. Después a una de las dos abuelas. El tercero fue el padre. La cuarta la madre.

La mujer le reconoció.

Levantó una mano y le acarició la mejilla.

Un gesto lleno de simbolismos.

—Reza por él, Jorge, hijo —le pidió.

Asintió con la cabeza y con la mejilla ardiéndole por aquel contacto pasó a la otra abuela.

Finalmente Laura.

No supo qué hacer, si darle un beso o no. Lo de la mano era demasiado ingenuo. Los dos se miraron como hacía muchos años que no lo hacían, frente a frente, separados por apenas unos centímetros de vacío. Los ojos de la chica trenzaron un atisbo de ternura.

Un camino abierto.

Lennon se acercó a ella y la besó en la mejilla.

No dijo nada.

Laura sí.

—Llámame.

Quedó tan consternado, con el corazón latiéndole de forma tan salvaje en su pecho, que Sony tuvo que arrastrarlo fuera de la proximidad de las seis personas que, ahora sí, se disponían a acompañar a Hardy a su última morada.

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