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Domingo » Capítulo 4

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Era domingo, así que lo más adecuado para acabar de rematar el día no podía ser sino la comida en casa de sus padres.

Qué extraño se le antojaba eso.

«Casa de sus padres.»

Todavía era la suya. Siempre lo sería. De hecho ellos esperaban que volviese, aunque eso representase un fracaso.

Su fracaso.

Si pudieran entender...

Detuvo la pequeña moto, se subió a la acera y la protegió con la cadena y el candado. Ésta vez sí se llevó el casco y puso las llaves dentro, como solía hacer siempre. Una cosa era cargar con él en la funeraria y otra correr más riesgos. Un casco valía un dinero que no tenía. De hecho el casco ni siquiera le pertenecía. Era de otro amigo, Ricardo.

Mientras subía en el ascensor se dirigió una falsa sonrisa a sí mismo.

La imagen del espejo se la devolvió con cierto patetismo.

No podía contar nada en casa. Se enterarían igualmente, pero eso le daría un margen, unos días. Si decía que venía del entierro de Hardy, ya no se hablaría de otra cosa en toda la comida, despertaría la alarma total y su madre lo aprovecharía para reiterarle su preocupación por el hecho de haberse ido a vivir solo. Volverían las preguntas cuyas respuestas no entendían o no podía darles con absoluta sinceridad. «¿No estás bien en casa?», «¡Pero si haces lo que quieres!», «Si es porque quieres subir a chicas..., puedes hacerlo también aquí, lo entenderemos, no diremos nada», «¿Es que te molestamos?»...

Abrió la puerta del piso con su propia llave y, por si acaso, para no asustarles, alertó de su presencia allí.

—¡Soy yo!

Su madre fue la primera en aparecer, frotándose las manos con el delantal.

Primero, el beso.

Después las recriminaciones.

—No sabía si vendrías o no. Como no dices nada...

—Mamá, que si no he de venir llamo, creía que ya estaba claro.

—Claro para ti, que yo nunca me entero —miró sus manos vacías, a excepción del casco que estaba dejando sobre la silla del recibidor—. ¿No traes ropa para lavar?

—No.

—Pues ya me dirás.

—Mamá, que por un par de veces que la he traído no significa que lo haga cada semana.

—Se te va a comer la mierda.

—Pues que le aproveche a la mierda.

Todavía estaban en el recibidor y ya discutían.

—Hoy al menos te llevarás comida —la mujer inició el camino de la cocina—. Ya te tenía preparadas algunas cosas para la semana.

Conociéndola, sabía que sus palabras eran de lo más ciertas. «Para la semana.» Comidas y cenas en perfectos Tuperwares y sus envoltorios de papel de plata. Al congelador y listas para ser cocinadas. No le venía mal, dada la precariedad de su nueva vida, pero la sensación de que seguía allí, de que no se había ido, de que nunca se iría del todo, se perpetuaba de una manera implacable. Y por suerte su madre ya no se presentaba en el minipiso sin más para ayudarle, limpiar o lavar. Le había costado, pero ya hacía más de un mes que no lo visitaba con la excusa de que «estaba por el barrio» o «pasaba cerca».

Dejó a su madre en la cocina y caminó hasta la sala. Su padre leía el periódico. Era domingo. Los domingos por la mañana su padre salía para comprar unos cruasanes y el periódico. Desayunaban juntos y luego él se instalaba en su butaca para devorar aquellas páginas de cabo a rabo. No recordaba que él hiciera otra cosa ningún domingo. Y por la tarde, después de comer, hacía el crucigrama. Nada de sudokus ni mamarrachadas de moda. El crucigrama de toda la vida.

—Hola, papá.

—Ah, hola, hijo.

—¿Qué tal?

La posible respuesta de su padre se la comió el comentario de su madre, peleona, entrando en la sala como un elefante en una cacharrería.

—Tiene mal aspecto.

—María... —se lo reprochó el cabeza de familia.

—¿Qué? Si tiene mal aspecto, lo tiene. ¡A ver si encima he de callarme!

—Luego te quejas de que no venga a comer.

—Eso, tú apóyale.

Volvió a irse y los dejó solos. Bastantes peleas habían tenido por su iniciativa. Cuando su padre empezó a comprender sus razones, su madre se sintió sola y, probablemente, traicionada. Antes los hijos se iban de casa cuando se casaban. Ahora ya ni se casaban.

Y algunos padres se quejaban de tenerlos en casa a los treinta.

Padre e hijo intercambiaron una mirada de resignación.

—¿Te dieron aquel trabajo?

—Sí, lo termino hoy o mañana.

—¿Qué tal?

—Bien, bien.

—Podías haberlo traído, para echarle un vistazo.

—Papá, que he de movilizar el ordenador y yendo en moto siempre existe el riesgo de que se me caiga o qué sé yo.

—¿Te quedarás luego?

—¿No te digo que he de terminar ese trabajo? Qué más quisiera yo.

Su padre miró la puerta de la sala. El ruido procedente de la cocina les indicó que estaban a salvo.

Se dirigió a él como un conspirador.

—¿Necesitas dinero?

—No.

—¿Seguro?

—Papá, quedamos en que si me hacía falta te lo pedía, ¿vale?

—Vale, vale —suspiró.

—Ahora vuelvo.

Lo dejó con su periódico en la mano y caminó hasta su habitación. Cruzó aquel umbral y contempló el espacio en el que habían transcurrido los primeros veintiún años y pico de su vida. Bueno, toda su existencia menos los últimos siete meses. Su madre no había tocado nada. Hablaron de convertirla en un estudio para su padre pero todo seguía igual. La cama, el armario, la mesa, la silla... La diferencia era que el armario estaba vacío, y sobre la mesa no quedaba ya nada. Para la generación de sus padres, que un hijo único se emancipara todavía resultaba duro. El síndrome del nido vacío.

Miró la cama.

Allí le dio el primer beso a Laura.

Allí se habían acariciado tímidamente, como pardillos, buscando sus pieles desnudas bajo la ropa, la primera vez que se atrevieron a cruzar los límites.

Aquella mañana su habitación le dolía por partida doble.

Tantos ecos...

«Llámame.»

¿Para qué? ¿Por qué?

Y si...

—No seas estúpido —musitó para sí mismo.

Quería estar un rato allí, en silencio, para regodearse en su dolor, para percibir el recuerdo de Laura, para pensar en Hardy, pero no lo consiguió.

—¿Qué haces ahí? —escuchó la voz de su madre.

Volvió la cabeza. Ella le observaba desde la puerta, con su eterna expresión de estar haciendo tres cosas al mismo tiempo y la aceleración marcada en su rostro.

—Nada, mamá.

La mujer sacó la cabeza por el quicio y miró pasillo abajo, hacia la sala.

Bajó la voz para decirle:

—¿Necesitas dinero?

Casi le dio por sonreír.

—No, mamá.

—¿De verdad? Tengo veinte o treinta euros en el monedero...

—Mamá, quedamos en que si me hacía falta te lo diría, ¿no?

—Ya, pero como eres tan tozudo...

—Tozudo. No estúpido.

Ella llenó los pulmones de aire. Hizo un gesto que podía significar cualquier cosa y se retiró dejándole otra vez solo.

Solo con el recuerdo de Laura.

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