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Domingo » Capítulo 5

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Llegó a su apartamento cargado hasta los topes y jadeando. ¿Para la semana? ¡Tenía comida para dos semanas al menos! Y encima sin ascensor. Tuvo que dejar las bolsas en el suelo y despejar un camino, un espacio por el que moverse. Abrió el congelador y con infinita paciencia consiguió lo impensable: hacerle un hueco a todo. Luego se enfrentó al desorden.

El caos.

—Maldita sea... —suspiró.

Para trabajar necesitaba un mínimo de equilibrio.

Comenzó por arreglar la cama. Continuó con su ropa. La más sucia, al diminuto baño. La que todavía podía ser utilizada o no olía, al armario. Pasó por alto la cocina, atiborrada de la casi totalidad de sus cacharros, y dejó para lo último la mesa de trabajo. Bueno, la única mesa de que disponía. El ordenador, la impresora y los utensilios para dibujar en la pantalla ocupaban casi todo el espacio. Para poner una servilleta, los cubiertos, un vaso, una botella y la comida, siempre necesitaba apartar algo.

Tenía que ponerse las pilas.

Si quería entregar a Discos Raya-Dos la portada, el póster y el resto de los encargos para el lanzamiento de su grupo el martes...

Lo malo era que no se quitaba a Laura de la cabeza.

Estaba allí, impregnando sus neuronas, tan guapa, tan insuperable, tan...

«¡Llámame!»

¿Cuándo?

No en un día como aquél. No después de enterrar a su hermano por la mañana. Por más que lo deseara comprendía que no era el mejor momento. Y quizás tampoco lo fuese al día siguiente, ni al otro.

Pero entonces, ¿cuándo?

¿Había percibido un punto de ansiedad en su voz o eran figuraciones suyas?

¿Y el brillo de aquella mirada?

Los ojos de Laura seguían siendo extraordinarios, líquidos, eternamente brillantes. Ellos y sus labios formaban parte del misterio que emanaba su persona. La turbulencia que siempre despertaba en él.

—Sigues colgado.

Lo estaba.

Había bastado con volver a verla.

Aunque las circunstancias no fueran las mejores.

Contempló su piso de veintisiete metros cuadros. Coma nueve.

Laura nunca subiría a su cuchitril.

Pero por si acaso estaba más limpio que unos minutos antes.

—Ponte a trabajar...

Odiaba la voz de su conciencia. Sobre todo cuando se ponía imbécil, o en plan materno. Le daba igual que tuviera razón. Encima, sin haber dormido lo suficiente, viniendo de enterrar a uno de sus mejores amigos, si no el mejor, tras haber redescubierto a Laura y en domingo...

Los domingos eran asquerosos.

Con las resacas del viernes y el sábado noche.

Nadie salía un domingo por la tarde. Y encima todos sus amigos eran futboleros. Encima. Futboleros de los de gritar y ponerse como motos. O iban al campo, como borregos, luciendo los colores, o se reunían en un bar lleno de humo o lo hacían en casa de alguno para ponerse aún más ciegos. Lo mismo si su equipo jugaba en sábado. La vida se paralizaba. A él, que pasaba del fútbol, siempre le invadía la misma sensación de soledad existencial. Era un paria. El bicho raro que pasaba de la locura colectiva.

Comenzó a trabajar.

Le costó, y aún más centrarse, pero lo hizo.

Una hora.

De vez en cuando miraba el móvil, a su lado, como si esperase que sonara, como si lo que más desease en el mundo en ese instante fuese escuchar su tono. Volvía al trabajo. Otra media hora. Lo cogía y se aseguraba de que estuviese cargada la batería.

«Llámame.»

¿Adónde? ¿A su casa? ¿A su viejo móvil? ¿Tendría el mismo número tanto tiempo después?

Examinó la memoria aunque sabía perfectamente que ella seguía allí.

Y aunque lo hubiera borrado, lo conocía de carrerilla.

No quería pulsar el dígito.

O quizás sí.

Probar...

—¿Sí?

Cerró los ojos. Era inútil cortar la comunicación. Su número acababa de aparecer en la pantallita del de ella.

—Laura...

—Hola, Jorge.

Nunca lo había llamado Lennon. No pertenecía al mundo de los apodos, los seudónimos o los nicknames. Para su ex novia nunca dejaría de ser Jorge.

—¿Cómo estás?

Su suspiró pareció un aliento cárdeno.

—Jodida.

—Yo aún no...

—Escucha —lo detuvo bajando la voz hasta convertirla casi en un susurro—, no puedo hablar aquí, y menos ahora. He de verte.

Se le cortó la respiración.

Casi estuvo a punto de preguntarle por qué.

—¿Jorge?

—Sí, sí, perdona, es que... —su reacción fue igualmente patosa.

—¿Qué haces mañana? —lo pasó por alto ella.

Miró el ordenador, su trabajo.

—Nada especial —mintió.

—¿A qué hora te viene bien?

—Me da lo mismo.

—Yo trabajo, pero mañana voy a pasar, y si me despiden, que me despedirán, que les den. Total... ¿A las diez o diez y media?

—Sí.

—¿En El Jardín?

Cómo no.

—En El Jardín a las diez y media —lo retrasó por si tenía que pasar parte de la noche trabajando y luego se le pegaban los párpados.

—Gracias —volvió a suspirar la chica.

No tuvo tiempo de decirle que no eran necesarias.

Ella cortó antes de que la ese de su palabra se extinguiera del todo en el oído de su paralizado interlocutor.

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