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Martes » Capítulo 20

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Se le antojó extraordinario.

Antes de llegar Laura había pensado en lo curioso que sería que las dos se encontraran. Por si Mati se desencantaba al verle con una chica y por si Laura sentía algo de celos.

Ahora su pequeña perversión mental cobraba forma.

La sonrisa de su vecina era diáfana. Sostenía un vaso vacío en la mano derecha y parecía recién salida de la ducha, cabello primorosamente despeinado, falda corta, una blusa liviana, los pies descalzos.

—Hola, Jorge, perdona que te moleste, ¿tienes un poco de leche?

—Sí, claro.

Al apartarse del quicio de la puerta la visión del interior del piso fue posible. Entonces Mati vio a Laura.

Se detuvo en seco.

—¡Oh, lo siento! —balbuceó—. No sabía... Perdonad, no quisiera molestar.

—Tranquila, pasa —la invitó—. Laura es una vieja amiga —miró al primer y único amor de su vida—. Laura, ésta es Mati, mi vecina.

Laura se puso en pie.

—Hola.

—Hola —siguió vacilando Mati.

—Venga, mujer —la alentó Lennon—. Sólo son tres pasos hasta la nevera. Sírvete tú misma.

—Me voy en seguida —quiso dejarlo claro.

Abrió la nevera, sacó la botella de leche y se escanció el vaso. Temblaba. Lennon sintió un poco de pena. Quizás fuese demasiado cruel. Pero era mejor un desengaño a tiempo que prolongar una esperanza vana. A veces pensaba que su vecina era capaz de cualquier cosa. A los diecisiete años o no se tiene nada de valor o se hacen las cosas más insospechadas. Y Mati tenía aspecto de ser de las que se liaba la manta a la cabeza.

«Como si fueras un experto», reflexionó para sus adentros.

El silencio era bastante incómodo. Miró a Laura. Ella era más mujer y Mati más joven. Pero las dos tenían algo. Algo único y especial. La vida se le antojó una burla amarga. Una se moría por él y él se moría por otra. Un triángulo de lo más clásico. Casi una escena de película.

El vaso quedó lleno.

Mati tapó la botella de leche y la depositó en la nevera.

—Bueno, pues... ya está —se volvió hacia ellos—. Gracias, Jorge, de verdad, es que no me apetecía nada bajar y... Pues eso —se dirigió a Laura sin saber si despedirse de una forma o de otra—. Hasta otra.

—Hasta otra —dijo la chica.

Jorge cerró la puerta.

Imaginó a Mati fundiéndose al otro lado. Tal vez llegando a su piso muerta, sintiéndose gilipollas, llorando.

Regresó a la cama y se enfrentó a la mirada de Laura.

No le gustó su media sonrisa. Creía que el efecto habría de ser más bien otro.

—¿Qué? —acabó diciendo.

—Veo que te siguen gustando jovencitas.

—Laura...

—Es una monada.

—Y una cría.

—Ya, pero en las largas noches de invierno una vecinita así...

—No ha habido nada.

—Porque no habrás querido. Está colada. Salvo que vaya siempre así a pedir leche a los vecinos.

—Es menor de edad.

—¡Huy! —silbó—. Moralista.

—¿Quieres dejar de hablar de ella?

—Eres tú el que se ha puesto a la defensiva.

Si tenía celos, era una forma muy peculiar de demostrarlos.

Aunque ella era muy lista.

—Ya sabes lo duro que es enamorarse a los diecisiete años —la pinchó.

—Ahí te doy la razón.

—Pues eso.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Ya sabes que sí —suspiró y dejó caer la cabeza sobre el pecho.

—¿Has tenido novia en estos años?

—No.

—¿Nada? —pareció asombrarse.

—¿A qué viene esto?

—Me he vuelto mala.

—Practica con otro.

Otra larga mirada, cargada de intenciones, cargada de sensaciones. Fue mucho más que abarcarle con ella. Le taladró la mente. Lennon la sintió en los recovecos más recónditos de su cerebro.

—Estás diferente —dijo la chica.

—Tú también.

—Pero tú estás mejor, mucho mejor.

—Gracias.

—Él murió, ¿sabes?

Su comentario le pilló de improviso. Tuvo que retroceder, tratar de buscar el nexo.

No lo encontró.

—Ya —fue lo único que pudo decir.

—No hablo de mi hermano. Hablo de Conny.

—¿Conny?

—Mi novio.

La palabra lo taladró.

—Así que hubo un tío —manifestó.

—Sí, lo hubo.

—Bueno, es normal —flexionó los lados de los labios hacia abajo.

Laura ya no se contentó con sujetarle las manos. Se levantó de la silla y se sentó en la cama, en cuclillas, flexionando ambas piernas por debajo del cuerpo. Lennon tuvo que hacer lo mismo para quedar frente a ella y no tener que mirarla de lado.

Jugueteó con sus dedos, como hacía tiempo atrás, en el cine o en momentos íntimos como aquél, hablando en voz muy baja y sentida, pero también liberada de tensiones o miedos. Una voz revestida de paz y de heridas cicatrizadas.

—Era músico. Tocaba la guitarra. Te aseguro que era... una bestia. Una verdadera bestia. Su grupo se llamaba The Flying Dragons. Iban a grabar su primer disco.

—¿Y qué le sucedió? —rompió el breve silencio impuesto por ella.

—Se le fue la mano.

—Con...

—Sí.

—¿Tú también...? —tragó saliva.

Laura se enfrentó a sus ojos.

—La probé, pero no. Intentaba ayudarle, ¿entiendes? Siempre es duro cuando en una pareja uno hace algo y el otro no. Eso crea tensiones, abismos que acaban siendo insalvables. En este caso se trataba de algo más. Yo veía su destrucción, el abismo dispuesto a engullirle. Él no. Y obviamente ganó mi rival.

—¿Qué hacías tú con un...?

—No lo digas —le puso la mano en los labios.

—No sabes que palabra iba a emplear.

—Colgado, drogata, loco...

—Loco sí —convino—. Te tenía a ti y a su música, así que debía de estar loco para perderos a los dos.

Laura volvió a bajar la cabeza. Sus ojos se concentraron en la unión de sus manos. Jugaba sin parar con los dedos de Lennon, los entrelazaba, los acariciaba, unía sus uñas por arriba y por abajo, seguía su longitud, presionaba sus nudillos y sus yemas.

—Era una mezcla de Eric Clapton y Jimmy Page, de Mark Knopfler y Santana. Podía hacer lo que quisiera con una guitarra.

—Lo siento.

—Le encontré muerto.

—Dios...

Hizo un gesto de indiferencia.

—Intenté seguir sola, pero ya no pude. Londres era como un eco.

—¿Le querías?

Parecía una pregunta absurda.

Y sin embargo no lo era.

—Sí —dijo Laura, y agregó—: Ahora pregúntame si estaba enamorada de él.

—¿Estabas enamorada de él?

—No.

—No lo entiendo.

—Ahora lo sé. Lo supe al verle muerto. Una cosa es querer a alguien, y otra muy distinta estar enamorada de él. Una cosa es vivir con alguien, y otra necesitarle. Ni siquiera lloré. Fin del cuelgue. Una sensación de lo más extraña.

—Date tiempo.

Repitió el gesto de acariciarle la mejilla con ternura mientras incrustaba en él sus ojos brillantes.

Lennon se estremeció.

—Laura, no, por favor...

Le cerró la boca con un beso.

No se movió.

Sintió la cabeza del revés, vértigo, un estallido silencioso. Todos los pasados volvieron de golpe. Todos convertidos en uno. Cada momento con ella, cada beso, cada vez que se habían acostado juntos descubriendo el infinito, temblando, sorprendidos por aquella magia incontrolada y única.

El amor era una droga dura.

No pudo resistirse. Cerró los ojos y se abandonó.

El beso debió de durar una eternidad, pero a la postre cuando ella se separó se le antojó muy poco.

—¿Por qué... has hecho... esto? —susurró.

—Pensaba mucho en ti.

—¿Estando con él?

—Sí.

—Joder, Laura..., ¡joder!

—Estoy loca, ¿verdad?

—¡No!

—¿Sabes qué me gustaría hacer?

—Ni idea.

—Me gustaría quedarme a dormir aquí, hacer el amor contigo —suspiró con abatimiento—, pero sería un grito, un acto de desesperación, y tú no mereces esto.

—No sabes lo que yo merezco. Por mí puedes quedarte lo que quieras.

Esbozó una de sus sonrisas dominadas por la calma y el pesar.

—Siempre el mismo —dijo.

—El mismo imbécil, claro.

—No te castigues a ti mismo por las neuras de los demás. Eres el único ser normal de mi vida.

—Y por eso no vas a quedarte, ni harás el amor conmigo, porque soy normal.

—¡No quiero complicarte la vida!

—¿Y si yo quiero complicármela? ¿Mi voluntad no cuenta?

—Te conviene esa chica —Laura señaló la puerta.

—¡Laura, ya vale! —se incorporó, furioso.

—Por favor..., intento...

—¡No, por favor tú! ¿Crees que lo que vivimos fue un juego, cosa de críos? ¡A mí me marcó! ¡Llevo marcado cinco años! ¡Cinco!

Fue un disparo.

Un cañonazo.

Sostuvieron sus miradas, pero no fue un pulso. Laura fue la primera que se rindió. Bajó de la cama y caminó hasta el cuarto de baño, con la cabeza baja y el ánimo convertido en una especie de halo fantasmal. Cuando cerró la puerta, Lennon se quedó tal cual, en el mismo sitio. No sabía si ella estaba llorando o no, si únicamente cumplía con una necesidad fisiológica o no, si buscaba paz y serenidad o simplemente había de tomar una decisión.

«Te quiero» gritó en silencio su voz.

Escuchó el chorro del agua saliendo del grifo.

Fueron unos largos tres minutos.

Laura salió con la cara limpia, lavada, y el mismo semblante pacífico de su conversación. Como si no hubiera sucedido nada. Como si no se hubieran dicho más de lo que hubieran podido imaginar.

Dejaron de pisar arenas movedizas.

—Háblame de lo que te dice tu instinto.

Lennon se sintió alucinado.

—No —se cerró en banda.

—¿Por qué?

—He de averiguar un par de cosas. Si acierto, te lo diré.

—¿Cuándo harás eso?

—Mañana.

—¿Puede ser peligroso?

—Sí —fue sincero—. Puede serlo en el peor de los casos.

—Te refieres a que lo de Tomás pudo no ser un accidente.

Obvió la respuesta. No era necesaria.

—Déjame ir contigo.

—No, Laura.

—No quiero que hagas esto solo, ni quiero quedarme en casa como una buena chica a esperarte.

Vaciló.

—Por favor... —suplicó ella.

Más que necesitarla, la quería a su lado.

Era un nuevo comienzo.

Tal vez.

—Pasaré por tu casa a las diez de la mañana.

—Gracias —lo aceptó Laura.

No quedaba mucho más que decir, ni tampoco por hacer. La cama estaba allí, a su lado, demasiado presente después de lo que habían hablado. Ahora las cartas quedaban boca arriba.

Sentimientos al desnudo.

—Hasta mañana, Jorge —se despidió.

Fueron dos sonrisas cómplices, un pacto de no agresión. Ni ella se acercó para darle, quizás, aquellos besos en las mejillas, ni él hizo un gesto para buscar su proximidad. Laura abrió la puerta y desde el quicio alzó una mano como acto final.

Lennon se quedó solo.

Maldiciendo, llamándose idiota, pensando en la ducha fría que iba a darse.

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