¡Terror!

¡Terror!


Capítulo I

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CAPÍTULO I

IENTRAS Tucker estaba hablando con el Inspector Gibbons, en el despacho de éste, Small le esperaba fumando nerviosamente, sentado en un banco, en el pasillo. Casi siempre ocurría lo mismo. Era Tucker el que recibía las órdenes superiores, mientras él esperaba, para cumplirlas, a que su camarada se las diese. Ambos salían casi siempre juntos. Era «la pareja» que mejor se entendía, según decían los jefes y aun los demás agentes especiales, y por eso actuaban juntos.

Pero él estaba ya harto, muy harto de todo aquello. Tucker recibía las órdenes. Tucker, cuando había éxito, en los actos de servicio que se les encomendaban, recibía los plácemes, los apretones de manos, las sonrisas. Y él, Small, en segundo término, parecía siempre el «ayudante» de Tucker, el subordinado, siendo ambos agentes especiales y de la misma promoción.

Tucker era un hombre vivaz, todo entusiasmo, alegre, con un dinamismo casi atómico. Esto era cierto, y lo reconocía Small. Pero también era un «mandón» insufrible, un tipo que se erigía en jefe suyo tan pronto había que actuar. «Small: haz el favor de ir a tal parte y vigilar allí. Yo iré en tanto a tal otro y haré lo mismo. Si ves que nada pasa, reúnete conmigo en X. Ten cuidado, Small, camarada… Como eres muy tranquilo (y aquí siempre Small entendía que le quería llamar “nulidad” o era incapaz de hacer nada si no era bajo la supervisión de Tucker) debes no meterte en un lío, querido. Espérame y juntos saldremos con bien del asunto, ya lo verás». Y así siempre, considerándole aquel tipo como una máquina de hacer recados, incapaz de tener iniciativas propias, de actuar bajo su exclusiva responsabilidad. Tucker era la cabeza y él los pies. Tucker era el movimiento y él lo estático, a quien hay que empujar para que funcione. Esto era lo que creía Tucker de él, y así obraba, humillándole, rebajándole, reduciéndole al papel, siempre secundario, de ayudante. Y los dos eran agentes especiales.

Ya estaba harto de Tucker. No podía seguir así tiempo y tiempo, después de dos años siempre igual, a su lado, odiándole cada día más, con su amabilidad, su afecto hacia él, su maldita manía de protegerle contra estúpidos peligros, que él recababa para sí, sin darse cuenta de que él, Small, era también un hombre que había de jugarse la vida, que tenía tanto valor como él y tantos deseos de hacer algo «por sí mismo», personalmente, sin tener que escuchar los consejos que le daba el otro, llevado de un carácter insufrible de «protector».

Ya estaba harto de Tucker. No podía sufrirlo más. Ahora mismo, su camarada estaba conferenciando con el inspector Gibbons, planeando algo. Pues él estaba en el pasillo esperando que acordasen algo, como si fuese un ordenanza a quien después se le mandaría lo que había de hacer. Cierto que él no quiso entrar y le dijo a Tucker que lo arreglase con Gibbons. Pero era porque ya sabía que el inspector, entrando él y su camarada, siempre se dirigía a Tucker, mientras él miraba al techo, sin consultarle nada, sin pedirle una opinión. Claro. Tucker era el que valía, el que tenía inteligencia, el que discutía, y a veces mediaba para que él, Small, corriese el menor peligro posible, como si fuese una criatura o una señorita…

Su maldita superioridad, su cariño por él, Small, sus palabras, siempre tan afectuosas, tan llenas de protector contenido… Sus sonrisas cuando él se equivocó alguna vez, disculpándole mientras le apretaba contra él, golpeándole la espalda, y después haciendo ver a los jefes que el error partió de él, de Tucker, por no entender bien las órdenes recibidas… Todo era insufrible, inaguantable. Era el superhombre que se había propuesto anularle, reducirlo a la categoría de «protegido», de mimado, amparado, olvidando que era también él un hombre con amor propio, con decisión, aunque mucho más tranquilo, reposado, pensativo.

Todo debía de provenir, según pensaba mientras estaba fumando en el pasillo, de cuando él, en un encuentro con ciertos «gangsters», recibió una tremenda paliza, de la que salió medio muerto. Tucker le ayudó como un bravo, cierto. Mató a tres o cuatro y a él le libró de una muerte segura. Estuvo él, Small, en el hospital durante muchos días, con la cabeza vendada, porque recibió en ella serios golpes, que le dejaron sin memoria y después con extraños fenómenos, que él calló le sucedían. Algo raro… Pero aquello pasó y quedó perfectamente bien. Desde entonces, Tucker comenzó a «protegerle» de aquella forma humillante. Como si todavía estuviese convaleciente y necesitase cierta ayuda continua, sin exponerlo a los avatares propios de la profesión.

Y siempre mirándole aquel idiota a la cara, como si quisiese ver si se encontraba bien, si sería «prudente» llevarle con él a ciertos servicios, en los que la vida pudiera correr mucho peligro.

Y siempre preguntándole cómo se encontraba… Si le dolía la cabeza, si dormía bien, si sentía mareos… Se había convertido en una especie de ayo suyo, y esto era intolerable. Aunque le doliese con frecuencia la cabeza, él no se lo iba a decir. ¿Va a quejarse un hombre cada vez que siente una neuralgia, o pedir se le rebaje de servicio porque las sienes se le traspasasen de dolor? Con tomar una pócima, asunto concluido, sin teatralismos ni aspavientos.

Se levantó nerviosamente cuando la puerta del despacho del inspector Gibbons se abrió, saliendo él con Tucker.

—¡Hola, Small! —dijo amablemente el inspector, un gigante de enormes hombros y piernas poderosas, haciéndole un gesto amistoso—. ¿Por qué no pasó? ¿Qué tal esa salud?

¡Dale con la salud! Pero ¿qué se habían creído aquellos dos idiotas? ¿Es que él estaba enfermo, acaso?

—Ya tenemos tarea, Russell —dijo Tucker, de mediana estatura, ancho, hercúleo, siempre sonriendo, optimista, poniendo una mano sobre un hombro de Small, que le miró de reojo.

Siempre le ponía una mano sobre un hombro, como si quisiera decirle: «No te apures, yo te guío y te defiendo. Eres un pobre diablo, pero yo siempre te sacaré de apuros».

—Me encuentro muy bien, jefe —dijo Small, sonriendo forzadamente—. ¿De qué se trata?

—Ya se lo dirá Tucker. Lo que hace falta es buena mano, ¿eh? —replicó el inspector, sonriéndole, y también le dio una palmada en la espalda.

«Ya se lo dirá Tucker»… Así era siempre. Tucker recibiendo órdenes y traspasándoselas a él, pero ya en forma de nuevas órdenes, como haría un sargento a los agentes de la Metropolitana, después de recibir él las de su teniente. El caso era tenerle siempre bajo el dominio de Tucker, ¿no? ¡Pues no podía aguantarlo más! Tucker era un igual a él. Tucker sacó el número ocho de la promoción, y él, Small, el seis. Luego, no era más listo que él. Pero era más intrigante, más hipócrita, aunque valeroso, eso sí, y recabando para él el mayor peligro. Pero también se llevaba las felicitaciones, mientras él, Small, estaba sentado en el pasillo.

—Vamos al Latin Quarter, muchacho —dijo Tucker, cogiéndole de un brazo.

—¿Seguimos con lo mismo de ese Mario Grazio? —preguntó Small, con un gesto de aburrimiento—. Te has creído que es tonto y va a estar esperándonos en su casa…

—No vamos por él, precisamente, sino a hacer un registro. Ha habido una confidencia… —sonrió Tucker mientras bajaban la escalera—. Ya lo verás.

—Sí, ya lo veré. El caso es que me lleves como un borreguito, sin saber adónde voy ni a qué —replicó mordazmente Small—. Tú lo diriges todo, y eso basta, ¿no?

—No te pongas así, Russell —murmuró Tucker en tono persuasivo, cariñoso, apretándole contra él amistosamente—. Ya te dije que vamos a hacer un registro en casa de ese ganapán. Nos han dicho que hay allí documentos escondidos, en un mueble oculto, a su vez. ¿Por qué piensas siempre que vas como un subordinado mío, tonto? Tienes como un complejo de inferioridad, Russell…

Small enrojeció de rabia. Como labia, ya tenía la suya Tucker. Si no es que se burlaba de él cínicamente. ¡Complejo de inferioridad! Eso lo tienen los locos, los neurasténicos, los impotentes en la acción y en el pensar, los que creen que todo cuanto emprendan les va a salir mal. Él no podía hacer nada, no por impotencia, sino porque su querido camarada no se lo permitía: eso era…

—Es igual, te lo advierto —repicó desdeñosamente Small—. Yo cumplo con mi obligación, y si tú te cuelas, a mí no me metas en líos. Es más cómodo para mí. ¡Pero no me digas que si tengo complejo de inferioridad, porque es mentira, mentira! —gritó, mientras entraban en el coche, a cuyo volante se puso Tucker.

Éste le miró sin rencor alguno, aunque sí sorprendido. Sonrió afablemente, como si no diera importancia a lo ofensivo de la actitud de Small.

—Vamos, vamos, Russell —siguió Tucker amistosamente—. Parece mentira que me creas así… Yo deseo facilitarte el cumplimiento del deber, no darte excesivas preocupaciones…

—Bien, bien… Dejémoslo estar. Tú mandas, y a otra cosa. Sí eso ya lo sé muy bien. Tú mandas y yo obedezco. Eres el listo, el organizador, la cabeza dirigente. Yo voy detrás de ti y he de ponerme en cuatro patas cuando tú lo ordenes. Está bien, Terence…

—¡Eso no, Russell! —exclamó ofendidamente Tucker—. Si lo tomas por ese lado, no nos entenderemos. Nunca te he dicho que te pongas en cuatro patas, ni te he mandado, porque no tengo autoridad para ello. Cumplo lo que nos mandan, a ti y a mí. Nunca quieres entrar a ver al inspector, diciéndome que me entienda yo con él. Y cuando te transmito sus órdenes, que cumplimos los dos, te pones a despotricar. Eres injusto, Russell…

Iban por Sacramento Street hacia el Latin Quarter, llevando lentamente el coche Tucker que se había excitado mucho.

—¡He dicho que está bien, hombre! ¡Que no me importa nada lo que digas! Yo me limito a cumplir lo que me ordenes, y en paz. ¿Te parece poco? —exclamó enfurecidamente Small—. Anda, vamos a ese sitio y ya me dirás lo que he de hacer. ¡Ojalá me agujereen la cabeza!

Tucker le miró compasivamente. Y calló, guiando el coche más velozmente. Small fumaba nerviosamente, mirándole de reojo con odio. Se había callado Tucker ante sus argumentos. No podía negarle que tenía sobrada razón. Que era un instrumento en manos suyas, un pobre ayudantillo. Y si él, Small, corría peligro, le ayudaba Tucker, cierto, pero era para después alabarse ante los jefes, sin duda alguna, explicando que a no haber sido por él, Small hubiese cometido una mortal equivocación. Que era un lerdo, un pobre diablo… Sí, ya conocía bien a aquel compañerito del alma, tan bueno, tan afable… y tan hipócrita. Le conocía bien, y por eso le iba a cortar el vuelo muy pronto. Muy pronto…

—Hemos llegado, Russell —dijo Tucker, sacándole de sus pensamientos.

De nuevo le estaba sonriendo aquel idiota. Burlándose de él… Como si lo que le acababa de decir no hubiera ido a él dirigido. Y así dos años, día tras día, sin poder librarse de su compañía, no obstante haberle dicho varias veces al inspector Gibbons que le agradaría trabajar solo, como otros agentes, en vez de hacerlo en compañía de aquel maldito hipócrita. Y Gibbons, sonriendo también, le había dicho que era mejor que colaborase con Tucker, tan buen muchacho, que lo apreciaba a él, a Small, profundamente. Lo probaba el que le salvó la vida, cuando recibió aquella fenomenal paliza. Y tenía que aguantarlo, sufrirlo, humillarse, rebajarse… ¡Dos años así! Sin perspectiva alguna de que le separasen de él. Claro, Tucker le ayudaba y la gloria se la llevaba él, el maldito. ¡Dos años así!

—Vamos a llamar a la puerta, como buenos chicos —decía Tucker, sentados todavía en el coche—. Es posible que nos reciba ese tipo a tiros. Hay que ir prevenidos, ¿no te parece?

Small rió amargamente. Se encogió de hombros.

—Sí me parece… Hijo, lo que tú quieras. Si opinase de otra forma, me iba a dar igual. O si salía mal, ya me acusarías ante Gibbons, ese imbécil que todo lo sabe, de que por mi culpa se había estropeado el asunto. Sí, iremos prevenidos. Como quieras, querido camarada…

Tucker suspiró quedamente, haciendo un gesto de desaliento. Bajaron ambos del coche y penetraron en un edificio de aquella Pine Street, en el distrito latino. Era una casa de varios pisos, ya antigua, de no muy buena apariencia.

—¿Mario Grazio? —preguntó Tucker a la portera, una italiana vieja, muy delgada, con ojos de mochuelo.

—Segundo —contestó la anciana, mirándoles de pies a cabeza.

—¿Estará él? —inquirió Small, y después miró retadoramente a Tucker, que sonrió complacidamente.

—No sé. Suban y lo verán.

Comenzaron a subir la vieja escalera de escalones irregulares, desgastados, llenos de mugre. Small había sacado la pistola de la funda, bajo la axila, y la metió en el bolsillo del lado derecho de la trinchera. Tucker le imitó.

En el segundo piso, Small llamó. Y miró con sorna a Tucker, que asintió.

—¿Quién? —preguntó una voz en inglés, matizado por el ceceo italiano.

—Queremos ver a Mario Grazio. Somos agentes especiales del F. B. I. —dijo Small en tono duro.

Y sus ojos, después, buscaron la aprobación de Tucker. Éste sonrió de nuevo.

Se abrió la puerta y un hombre muy alto, delgado, pero musculoso, de unos cuarenta años, de negra pelambrera, alborotada, como si estuviese durmiendo cuando llamaron, se apartó para dejarles entrar.

—Soy yo. Pasen y digan qué quieren de mí —murmuró en tono seco, estando ya en un comedor de muebles de cierto valor.

El mismo Grazio llevaba varias sortijas de brillantes gruesos y mucho oro.

—Somos agentes del F. B. I., Grazio —dijo Small atropelladamente, como si quisiera tomar la delantera a su camarada—. Queremos hacer un registro aquí. No le valdría de nada oponerse…

—Estamos autorizados para hacerlo —recalcó Tucker, sacando de su cartera la orden judicial para proceder al registro y mostrándosela.

Grazio ni la miró siquiera.

—Bueno, ¿y qué quieren ver? ¿Quién creen que soy yo, para que tengan que hacer un registro en mi casa? —inquirió, en tono despectivo.

—Pues… usted es un buen hombre, que se dedica a la filantrópica misión de proteger a ciertos comerciantes, a cambio de una módica cantidad. Y si ellos rechazan el que usted pretenda tomarse tan humanitario trabajo, les causa pequeños desperfectos en los locales, hace irrumpir en ellos unos cuantos amigos borrachos, que arman escándalos… —replicó Tucker, sonriendo malignamente—. Vamos; no se haga de nuevas. Díganos dónde guarda las listas de sus «protegidos» y lo que les cobra. ¡Andando!

—¡Válgame Dios, cuánta maldad hay en este mundo! —exclamó en tono apenado Grazio, juntando las manos, como si estuviese a punto de orar.

Small le dio un papirotazo en la nariz, empujándole a un lado.

—Lo buscaremos nosotros. Peor para usted —dijo en tono resuelto—. Empecemos por su mesa de despacho. Después vendrá con nosotros, amigo, y ya nos lo contará todo de corrido, se lo aseguro.

Tucker se dirigió al despacho de Grazio. Miró la mesa, en la que había algunos papeles, que examinó rápidamente.

Small, a solas con Grazio en el «hall», le hizo un gesto significativo. El italiano sacó un cuchillo del bolsillo, sonriendo ferozmente, y en puntillas se acercó al despacho, donde Tucker estaba ya mirando uno de los cajones de la mesa, vuelto de espaldas a la puerta de entrada.

Grazio cogió el cuchillo por la punta, elevó la mano, y con un movimiento preciso, casi suave, impulsó el arma hacia adelante. Un leve silbido, y Tucker lanzó un grito de dolor, incorporándose rápidamente. Se echó hacia atrás, pretendiendo arrancarse el arma de la espalda, mirando con asombro indecible a Small, que sonreía malignamente.

Grazio le dio varios brutales puñetazos a Tucker, que cayó al suelo. Le arrancó el cuchillo y le apuñaló el pecho con salvaje rapidez. Lo dejó cuando ya era cadáver.

—Ya está —murmuró Small, lanzando un hondo suspiro de alivio—. Ahora, tú te largas de aquí. Este idiota ya no volverá a creer que yo era un cero a la izquierda. Anda, Grazio, vete…

—Pero ¿y tú? ¿Qué vas a decir a tus jefes? Veníais dos… ¿Cómo no has acudido en auxilio de tu compañero? —preguntó Grazio, mientras limpiaba la hoja del cuchillo con un viejo pañuelo, que sacó del bolsillo del pantalón.

—No te apures. ¿También tú me crees un inútil? Anda, vete. Yo haré como que he registrado esto, sin hallar nada. Diré que no estabas cuando yo llegué. Que me quedé en la puerta, en el coche, esperando a este canalla.

—Ten cuidado, Small, con lo que digas de mí. Ya sabes dónde voy a esconderme, ¿eh? No me lances los perros allí…

—Descuida, Idiota —rezongó Small, sonriendo—. Vete de una vez.

—A la noche te espero allí. Hemos de estudiar un buen golpe…

Salió al «hall». Y Small sacó su pistola del bolsillo, donde la había guardado. Cuando Grazio se ponía un gabán, dándole la espalda, le apuntó con su arma y disparó fríamente dos veces.

El italoamericano, tocado en la cabeza y la espalda, lanzó un ahogado grito y cayó redondo al suelo, donde quedó muerto.

Small sonrió alegremente. La cosa le había resultado estupendamente. Él se había puesto de acuerdo con aquel Grazio para llevar a Tucker allí y matarlo, con el pretexto de que el «gangster» guardaba en su mesa listas de «protegidos». El «confidente» de que hizo mención el inspector Gibbons, no fue sino el mismo Small, que envió una carta dando aquellos datos. Y como el «asunto» de Grazio lo llevaba Tucker y él, allí fueron enviados. Bien pensado, bien combinado y realizado a la perfección. Con la sorpresa de que Grazio no esperaba ser sacrificado, y lo fue. Small se reservó aquella segunda parte, necesaria para justificar la muerte de Tucker, del odiado Tucker, con su manía de protegerlo a él, humillándole, rebajándole, atribuyéndose siempre la gloria de las buenas acciones ejecutadas.

Fue al teléfono y marcó el número de la División del F. B. I. en City Hall. Dijo al telefonista que deseaba hablar con el inspector Gibbons.

—¿Qué hay, Small? —preguntó el inspector, tras un momento de espera.

—Una catástrofe, jefe —dijo el agente especial, fingiendo aturdimiento, emoción terrible, trémula voz—. Grazio ha matado a puñaladas a Tucker.

—¡Maldición! —rugió Gibbons, y Small, sonriendo irónicamente, oyó el terrible puñetazo que asestó el inspector sobre su mesa de despacho—. ¡A Tucker!…

—Y yo he tenido que acabar con el canalla a tiros. Fue todo muy rápido, jefe… Yo… yo no sé lo que me pasa… ¿Qué hago?

—Espere… espere a que vaya yo. Small. ¿Se encuentra mal? Lo comprendo. Tucker le quería a usted mucho. Espere a que vaya, ahora mismo.

Small colgó y se refregó las manos con satisfacción. Contempló el cadáver de Tucker, y le dio un puntapié en un costado con sorda rabia.

—Me querías, ¿eh? Hipócrita… Eso es lo que aparentabas, que me querías —dijo con sorna, y le dio otro puntapié, haciéndole rodar un poco sobre el charco de sangre que había a su alrededor—. Pero no has podido conmigo, perro. Te lo buscaste, por pretender reducirme a esclavo tuyo, con tus zalemas y tus hipocresías.

Revolvió un poco la mesa de despacho. Allí no había nada de lo que el F. B. I. hubiera deseado. Las listas de establecimientos a quienes Grazio extorsionaba para que aceptasen su «protección» a cambio de sumas elevadas. Él, Small, había buscado a Grazio desde hacía meses y se alió con él, rumiando ya la idea de asesinar a Tucker, pero en «acto de servicio», caído bajo las balas o los cuchillos de los «gangsters». Y con el «boss» preparó aquella encerrona al inteligente Tucker, que cayó como un conejo en la trampa.

Subían la escalera precipitadamente. Y el inspector Gibbons, con su tremenda estatura y corpulencia, jadeando, apareció en el «hall», junto con dos agentes especiales.

—¿Dónde está? —preguntó a Small, poniéndole una mano sobre un hombro cariñosamente—. ¡Pobre Tucker!

Avanzaron todos hasta el despacho. Gibbons se quitó el sombrero al ver el cadáver de Tucker. Lo contempló largamente, pestañeando mucho, pálido de emoción y dolor.

—Buen camarada… Es una pérdida terrible, Small —miró al agente especial, que, con la cabeza baja, contristado, guardaba silencio—. Una pérdida terrible… ¿Cómo fue eso, Small? ¿Cómo se dejó sorprender este pobre camarada así? ¿Qué ocurrió?

—Entramos… Bueno; llamamos a la puerta y nos abrió Grazio. Le dijimos que íbamos a registrar su casa. Nos dijo que entrásemos… Iba delante Tucker y cuando pasó, Grazio, que debía tener un cuchillo dentro de la manga, al verse perdido… pues apuñaló al camarada. Fue tan repentino todo… Yo, entonces, saqué la pistola y disparé sobre él, matándole. Aún no sé cómo pasó todo. Me dio rabia ver lo que hacía con Tucker y le maté…

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