¡Terror!

¡Terror!


Capítulo II

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CAPÍTULO II

L «asunto Grazio» quedó como concluso con la muerte del «boss». Small ganó un punto en la consideración de Gibbons, ya que había tenido el valor de vengar la muerte de su camarada Tucker. Se dieron varias batidas en el Latin Quarter y barrios sospechosos de San Francisco, para capturar a los componentes de la banda de Grazio, pero aquéllos se esparcieron prudentemente y la banda quedó dislocada, extinta. Fue una acción, en la que hubo que lamentar la muerte de un esforzado agente especial, que hubiera ascendido muy pronto a inspector, dada su valía en todos los sentidos. Pero los dueños de los «cabarets», restaurantes y lugares de esparcimiento de la ciudad quedaron tranquilos, que era el fin que perseguía el F. B. I.

Small pareció revivir cuando se vio libre de la compañía de Tucker. El inspector Gibbons se desvivía por él, tratándole con deferencia y afecto. Le llamó varias veces para charlar con él respecto a la muerte de su camarada, tomando nuevos detalles que Gibbons apuntaba cuidadosamente.

Small, reflexivo, siempre sumido en sí mismo, desconfiado, dijo siempre las mismas cosas a las preguntas de Gibbons. La misma historia que relató cuando el inspector apareció en casa de Grazio. Era inteligente y, por añadidura, agente especial: astuto, conociendo bien y recordando perfectamente las enseñanzas de Quantico, sabía cómo interrogar a los malhechores y lo que él, en caso de verse en el pellejo de un «gangster», debiera decir. Y éste era su papel ahora ante Gibbons. No fuera a creerse el inspector, si desconfiaba de él que lo iba a pescar en un renuncio.

Realmente, el asesinato de Tucker fue un golpe maestro, finiquitado con el otro golpe formidable de matar a Grazio. No había testigos de nada que pudiesen acusarle del hecho. Grazio dejó sus huellas en el cuchillo, y los de los laboratorios de la División, al examinar el arma, no vieron sino huellas de dedos de Grazio. De esto se enteró después Small. Gibbons había ordenado hacer aquel examen, así como de las dos balas de la pistola de Small que mataron al «boss». Gibbons era meticuloso en todo. Tal vez lo hiciera porque lo creía un deber. Tal vez porque… desconfiaba de Small.

Si desconfiaba, iba listo con él. Todos en la División creían que él, Small, era un poco obtuso, apocado, no empapado bien en lo que suponía ser un agente especial del F. B. I. Cierto que, por cumplir con su deber, a poco le matan una vez los «gangsters» de una paliza, quedando con la cabeza bastante averiada, mentalmente, durante mucho tiempo. Y que había vengado la muerte de Tucker valientemente. Pero, sonreía Small al pensarlo, era tenido como algo parecido al benjamín de la casa, a quien no se debía de meter en mucha danza, dada su poquedad de carácter, su irresolución, hermetismo, hosquedad. Creían que él padecía «complejo de inferioridad». Que siguiesen creyéndolo… Se había desembarazado de aquel hipócrita Tucker, con su manía de reducirlo a la calidad triste de pelele, para él auparse sobre Small y llegar a ser inspector… a costa de los demás. Tucker estaba bien muerto, y nadie podría acusarle a él de haberlo hecho matar. ¡Para que dijeran que él tenía «complejo de inferioridad»!

Pero Gibbons estaba haciendo cosas que a él le inquietaban un poco. Eso de mandar examinar las huellas del mango del cuchillo y enviar a Balística los proyectiles para concordar si eran de la pistola suya…

Allí había desconfianza. Gibbons era muy escrupuloso, cierto; pero en aquel asunto se pasaba de la raya. Un jefe no debe poner nunca en duda las manifestaciones de sus subordinados, si cree en ellos, si está convencido de que son fieles, honrados, buenos agentes especiales. Además, ya vio, y con su acostumbrada escrupulosidad, cómo sucedió todo en casa de Grazio. Se rehízo la escena, durante la cual Small hubo de inventar cómo Grazio apuñaló a Tucker, con adopción de actitudes suyas y las de Tucker y el «boss», y cómo él, Small, sacó su pistola y mató a Grazio. Todo quedó, al parecer, conforme. Fue tan sencillo inventarlo, sin nadie que le llevase la contraria… Gibbons debió de quedar convencido plenamente. Sin embargo, mandaba secretamente, porque así era, examinar huellas y las balas.

Gibbons desconfiaba de él… Era preciso, por tanto, revisar cuánto declaró ante el inspector. Fueron pocas palabras. Ya sabía él que cuanto más se habla en una declaración más probabilidades hay de decir lo que no se desea. Palabras que luego le recuerdan a uno, y que no «casan», al parecer, con lo dicho anteriormente. Vuelta a repetir las preguntas, buscando ya malintencionadamente las contradicciones, la imposibilidad de ligar lo dicho al principio con lo últimamente manifestado. La duda, la sospecha…

Arrojó la colilla del cigarrillo por la ventana. Estaba en su casa, donde vivía solo. Una mujer china iba a hacerle a diario la limpieza y las comidas. La mujer era de edad mediana, hermética, tan hosca como Small. Y a las seis se marchaba, después de cenar ella, dejando la de su amo en el horno.

Paseó por la estancia, un «living room» de amplias proporciones, pensando intensamente sobre los propósitos de Gibbons. Era por la mañana y no tenía que ir a la División, después de pasar la noche allí, de guardia.

Cogió un papel de encima de una mesa y la pluma estilográfica. Sentado, fue escribiendo, haciendo grandes pausas para recordar bien, todas las preguntas que le hiciera Gibbons en casa de Grazio y las respuestas suyas, tan trémulamente contestadas, fingido todo ello. En realidad, se sintió poseído de una alegría inmensa al ver a Tucker muerto.

Examinó lo escrito, leyéndolo en voz alta. No encontró nada que pudiese constituir un punto de sospecha por parte de Gibbons. «Entró Tucker el primero y Grazio lo apuñaló. Él, Small, sacó su pistola, casi desde la misma puerta de entrada, y disparó sobre Grazio, matándolo». Esto era todo. Si después hubo nuevas preguntas, él contestó esto mismo siempre. En la reconstitución de la escena tampoco cometió error alguno. Fue sencillo colocar a un agente, que representó a Grazio, apuñalando a Tucker, representado por otro agente. Y cómo él desde casi la entrada, disparó sobre Grazio. Muy sencillo todo…

Dio un salto de repente, lanzando un rugido de rabia, cogiéndose con ambas manos trémulas la alborotada cabeza. ¡Ya estaba por qué Gibbons desconfiaba de él y mandó hacer aquellos exámenes de huellas de cuchillo y de las balas!

¡ÉL, SMALL, HABÍA DICHO QUE LA ACCIÓN HABÍA OCURRIDO EN EL «HALL». Y TUCKER APARECIÓ MUERTO EN EL DESPACHO. DONDE FUE APUÑALADO POR GRAZIO, DONDE ESTABA LA GRAN MANCHA DE SANGRE!

¡Dios, qué bestia había sido! ¡Declarar aquello, cuando el cadáver de Tucker estaba en el despacho! ¡Qué bestia!

Se sentó de nuevo ante la mesa, apoyado de codos sobre ella, y apretándose las sienes con fuerza terrible. Cerrados los ojos, las mandíbulas encajadas como si formase una sola pieza, quedó como aniquilado, aplastado por la fuerza de la lógica.

¡Por eso desconfiaba Gibbons de él! ¿Cómo no desconfiar cuando lo que vio él, en el despacho de Grazio (muerto Tucker allí, rodeado, manchado de sangre suya) era todo lo contrario de lo que él, Small declarara?

Se consideró ahora como un fracasado. Era un agente especial, es decir, un hombre astuto, bien preparado para toda clase de contiendas, en lo referente a las investigaciones, las deducciones puras, lógicas, los interrogatorios: había pasado meditando aquel crimen meses enteros, en sus menores detalles. Lo trató con Grazio que no era lerdo tampoco, como buen latino, y todo quedó acordado. No podía fracasar… Y he aquí que sí, que había fracasado. Fue por la segunda parte del crimen. ¿Fue por eso? No. No fue por el crimen mismo, sino por su aturdimiento al declarar ante Gibbons. No lo habría podido hacer peor un niño. Decir que Tucker fue muerto en el «hall», cuando Gibbons y sus hombres lo vieron en el despacho, muerto.

¿Qué le pasaba a su cabeza? ¿Por qué no había coordinado normalmente? ¿Por qué dijo aquello, tan estúpido, tan elementalmente garrafal? ¿Es que no podía pensar lúcidamente? ¿Qué ocurría dentro de su cráneo, que era incapaz de dar fuerza activa a un proyecto bien madurado, llevarlo a la práctica bien y luego salir con aquella declaración estúpida, que le dejaba en ridículo, al descubierto?

¿No razonaba normalmente? ¿Por qué dijo aquello del «hall»? ¿Por qué su razón le había traicionado, dejándole a merced de las sospechas de Gibbons?

Se levantó agitadamente. Con sus largas piernas, midiendo nerviosamente la estancia, a paso igual rechinando el «parquet» bajo los pesados pies, las manos a la espalda, parecía un Beethoven (su rostro tenía mucho del genio de Bonn) en pleno delirio de inspiración. Pero él sentía fallar su inspiración para el crimen, para ocultar aquel crimen, que creyó perfecto.

Gibbons desconfiaba de él y estaba tomando sus medidas. Las huellas digitales de Grazio. Esto, por si no fue el «boss», sino el mismo Small el que asesinara a Tucker. Después el examen de las balas en los laboratorios de Balística, por si fue él quien disparó sobre Grazio. Gibbons era meticuloso, ordenado, astuto. Callaba, tenía buenas palabras, afectuosas, para con su subordinado, pero investigaba pacientemente, desconfiado de que Small hubiera hecho lo que declaró. Tenía a su favor aquel desatino de la declaración de Small. Cualquiera hubiera sospechado, naturalmente.

La china Madge llamó a la puerta de la habitación.

—Señol, la comida está dispuesta. ¿Quiele comel ahola?

—Sí —replicó adustamente Small, deteniéndose en su ir y venir por la habitación. Antes, pasó por el cuarto de baño y se lavó la cara, peinándose. Se miró al espejo. Tenía el rostro extraño, se dijo. Como el de un loco, un atormentado por la duda, o quizá, el convencimiento de que no tenía escape en el conflicto que se había creado. Los ojos, castaños, grandes, expresivos, tenían un fulgor terrible, una fijeza que le asustó. Un rictus de amargura plegaba sus labios algo gruesos, apretados. La frente, bombeada, ancha, presentaba arrugas profundas, como cordones allí pegados, dejando surcos entre ellos.

Madge había puesto ya el servicio sobre la misma mesa, en el «living». Cuando entró Small, ella leía el papel en el que escribiera él las preguntas y respuestas aquéllas. Al sentir a Small que se paró ante ella, contemplándola fríamente, lo dejó, asustada, y trató de sonreír tontamente.

—¿Es interesante eso para usted, maldita? —rugió Small, separando la silla que ella colocara y cogiéndola por la parte alta del respaldo.

—Creí que no valdlía, señol —musitó ella, los ojos casi cerrados, impasible el rostro—. Peldone…

Small tomó asiento. Madge puso ante él la fuente con la carne asada, las patatas cocidas y la salsa picante. Y quedó en pie, atenta a servirle el café o el agua.

—¡Váyase! —gritó Small, mirándola con ferocidad, el cuchillo en la mano.

—Sí, señol —contestó quedamente la china, y salió disparada hacia la cocina.

Él, mecánicamente, fue devorando con apresuramiento la comida. Cuando terminó aquel plato, dio con el cuchillo sobre un vaso, y Madge acudió con otra fuente, en la que había un «pudding» de pescado con tomate y remolacha roja. Retiró lo otro y salió aprisa, sin osar mirar a Small, que la siguió con la vista hoscamente.

Se bebió varias tazas de café, muy cargado, con la comida. Y al final tomó dos pastillas para el dolor de cabeza, que le aquejaba casi a diario, con insoportables punzadas. Fue después a su alcoba y se echó, fumando un cigarrillo.

Madge fue quitando el servicio silenciosamente, temerosa de despertar a su señor. En el último viaje que hizo, después de echar un vistazo al pasillo, fue y cogió el papel aquel, que había arrojado Small al suelo, pisoteándolo furiosamente. Lo desarrugó y fue al lado de la ventana, para leerlo. Una sonrisa extraña se dibujó al ir deletreando la difícil escritura de Small. Después, lo arrugó de nuevo y lo echó en un rincón.

A las seis, como Small durmiese profundamente, a juzgar por sus ronquidos, la china metió en una especie de maletín su cena y con paso quedo salió del cuarto, cerrando la puerta con el llavín que ella tenía.

A cerca de las siete, Small despertó sobresaltadamente al oír el timbre de la puerta. Se echó un batín, pasándose las manos sobre la cabeza para abatir la pelambrera de color castaño, y salió. Miró por el ventanillo.

Era una mujer morena, bella, bien vestida, esperando.

—¿Por quién pregunta? —murmuró él hoscamente.

—Por el señor Small —replicó ella, con un acento gracioso, de italiana.

Abrió Small la puerta. Era una mujer estupenda, según pensó mientras se apartaba a un lado para dejarla pasar. Un tipo hermoso de veras. Andares ondulantes, provocativos, bajo el impermeable de material plástico, que dejaba ver un vestido sastre muy ceñido por las caderas.

—Soy Small. ¿Y usted? —preguntó abruptamente él, sin invitarla a pasar al «living».

—Quiero hablar con usted. Dicen que me parezco a él… —Le miró cara a cara con extraña serenidad—. ¿No lo adivina?

—¡Hum! Sí, me parece —se estremeció— que sí… Usted es hija o algo así de Grazio, ¿eh? Se parece, sí… ¿Y qué quiere de mí?

—Quería hablarle, Small. ¿No acostumbra usted a invitar a sentarse a las señoras? ¿O es que tiene… miedo? —La voz de ella era suave, pero tenía un matiz especial de sorna y amenaza al mismo tiempo. Sus ojos inmensos, negros como la más negra noche, parecían escudriñar en lo más profundo del alma de Small.

—Pase. Nunca he tenido miedo a una mujer, ni a muchos hombres. Lo que pasa es que la veo venir, muchacha —refunfuñó Small, sonriendo crudamente.

Ella se sentó en un sillón y Small enfrente, en otro. Se miraron, sin tratar de romper el silencio penoso que siguió. Ella puso una pierna encima de la otra. Small la miró fijamente, recorriéndola de pies a cabeza. Era muy hermosa aquella italiana. Joven de unos veintidós o veinticuatro años, con un rostro angelical, aunque todo lo demás desmintiese que allí se albergase un alma pura.

—Soy hermana de Mario, de Grazio —dijo ella al fin con voz casi natural, que sobrecogió a Small, precisamente por la tranquilidad con que se expresaba—. Y ante lo que ha pasado, he juzgado preciso venir a verle. Sé que usted sostenía buenas relaciones con él…

—Ha muerto —la mente de Small trabajaba aprisa urdiendo una historia—. ¿Lo sabía?

—Sí, claro. Ustedes lo han matado —contestó con el mismo tono de voz la joven, haciendo que la pierna montada sobre la otra se moviese rítmicamente—. Era de esperar.

—Yo no le maté, desde luego —dijo Small—. ¿Quién le ha dicho eso?

—Los… amigos de Mario. Ya sabe usted que tenía sus hombres. ¿Usted no le mató, Small? ¿De veras? —sonrió ella, mientras sacaba de su bolso una pitillera, de la que extrajo un cigarrillo, que encendió después—. Cuénteme lo que pasó.

—Yo quería, de acuerdo con Mario, jugar una trastada a un camarada… —comenzó Small, pasándose una mano por el agudo mentón.

—Asesinarlo, mejor dicho. No me asusto por nada, se lo advierto. Mario me lo contó. Yo le aconsejé que no se metiese en ese lío. Así le ha salido. Continúe…

—Tucker, al verse acometido por su hermano, que lo hizo muy mal, porque ni siquiera esperó a que yo le ayudase, sacó su pistola y disparó contra él. Yo iba a matar a Tucker, pero no hizo falta. Las puñaladas de su hermano bastaron. Los dos murieron al tiempo. Claro es que la versión que yo he dado a mis jefes no es ésta, como comprenderá. Lo sentí, muchacha. ¿Cómo se llama usted?

—Pasione —rió al decirlo, mientras movía la pierna, como ensayando un pase de baile. Le miraba fijamente, de pies a cabeza, como él hiciera antes con ella—. Bueno, Mario se la buscó y ahora sólo queda seguir con su negocio. Mario era especial. ¡Un cabeza loca, un irreflexivo! ¿Verdad? Su negocio iba bien porque yo le aconsejaba. La cabeza dirigente era la mía, aunque sea inmodestia decirlo. Yo sujetaba a los hombres, yo percibía los inconvenientes… y me pareció bien que usted nos ayudase. Claro es que iba a lo suyo, no a lo nuestro. Pero ahora usted va a obedecerme —su mirada se hizo peligrosa, despidiendo como chispas—. Va a obedecerme sin rechistar…

Small se estremeció. No había pensado en nada de aquello; en que Grazio tuviese una hermana, que estuviese enterada de sus asuntos y hasta fuese la cabeza rectora del «gang», según decía aquella hermosa mujer. No había pensado tampoco en que, liquidado el «boss», siguiese funcionando su banda, y ahora vinieran a pedirle cuentas y extorsionarle, intimándole a una obediencia ciega. No había pensado en nada de aquello porque creía que no existía.

—Bueno, ¿y si no me da la gana obedecerla, jovencita? —replicó, sonriendo con sarcasmo—. Usted olvida que soy del F. B. I., y que de mil maneras diferentes puedo buscarle la ruina, la muerte inclusive… Ya ve que soy franco.

—Todo eso está pensado. Small —murmuró Pasione, lanzando el humo del cigarrillo por los entreabiertos labios, delgados, sensuales—, y si usted quiere seguir el camino de Tucker, no tiene más que intentar traicionarnos. Solamente intentarlo. Aparte de que tengo pruebas suficientes contra usted para que el F. B. I. le ponga la mano encima y le condenen a muerte. ¿No recuerda que escribió algunas cartas a mi hermano, muy expresivas, por cierto?

Small recordó, en efecto, sintiendo un intenso frío en el corazón. Eran instrucciones a Grazio que, aunque sin firmar, estaban escritas de su puño y letra. Era cierto. Tan cierto como que no tenía escape, ahora que se consideraba un poco feliz al no tener a su lado al odiado Tucker.

—Bien, bien… —dijo en tono suave, contemplando a Pasione con admiración—. Parece que gana usted, amiga. Porque podemos ser amigos, ¿no?…

—Lo deseo. Una buena inteligencia entre usted y yo —movió la pierna nerviosamente, sonriéndole fascinadoramente— es lo que deseo. Usted es inteligente y está en el F. B. I., lo que tiene un valor muy grande para nuestros planes. Su situación económica va a ser espléndida. ¿Le gusta divertirse… con una mujer hermosa, que también ama la vida?

—Según quién sea esa mujer… —contestó Small, mirándola con gran fijeza, y las aletas de su nariz se movieron al impulso de una extraña sensación que le sacudía todos los nervios—. Tengo mis gustos…

—Óigame, Russell —ella avanzó el busto, sonriente, mirándole con malicia—: sería usted el primer hombre que me rechazase… Mi corazón no es de nadie. No lo ha sido de nadie. Encuentro difícil eso de amar como aman las personas decentes, las burguesitas. Soy italiana, aunque vine aquí a los doce años y me he naturalizado americana. Me he educado en un ambiente… Bueno; ya lo ve. Digo lo que siento, no importándome nada que se me juzgue desfavorablemente por ello. Cuando un hombre me ha gustado, sin enamorarme de él, se lo he dicho, sin esperar que él diese los primeros pasos para darle el «sí» o el «no». ¡Idioteces! Usted me ha gustado, Russell, y se lo digo claramente. Tiene cara de… león y un tipazo —rió al ver el azoramiento de Small—. Pues seamos amigos… Esto lo preferirá a que le metan en el vientre una docena de balas cuando menos lo espere. ¿Me ha entendido? Yo olvido la muerte de Mario. No le quería. Yo no quiero a nadie. Pero si no quiere ser usted mi aliado, le vengaré.

—Yo no lo asesiné, se lo advierto. Fue él mismo… —murmuró Small, roncamente—. Pero por eso no vamos a regañar. Hermosa, estoy en tus manos —se levantó y puso sus manos sobre los hombros de ella, que sonrió burlonamente. Levantó la cabeza y le besó en los labios fríamente. Small, tembloroso, se apartó de ella, pasándose la mano por la revuelta cabellera.

—Vivo en el doscientos ochenta y siete de Chesnut Street, cerca de Fort Mason —dijo ella después, levantándose y arreglándose el impermeable transparente—. Quiero verte muy a menudo. Tanto como haga falta para nuestro negocio. He de presentarte a mis hombres —rió sarcásticamente—, sin que tengas celos de ellos. Todos darían su vida por mí. ¿No has pensado nunca que el mejor «boss» jamás puede igualar a una hermosa «girl boss», Russell? Un hombre no puede exhibir más que su genio, su fuerza bruta, su inteligencia. Puede encontrar otro hombre que le iguale y entonces surge la rivalidad por ocupar el cargo máximo. Mi hermano era así. Siempre peleándose con sus segundos, que le querían arrebatar la jefatura. En cambio, una hermosa mujer, y yo lo soy, Russell, tengo muchas, muchas ventajas… Soy más lista que Mario, y que tú —le dio un golpecito en la cara— y me hago obedecer hasta la muerte, con solo… dar un beso al que intente resistirse a cumplir mis órdenes. Me aman a su manera y por eso los tengo en mis manos como muñecos. ¡Haremos grandes cosas, Russell! Ponte de mi lado sin reservas y todo lo bueno de esta vida estará a nuestro alcance.

Small la miró admirativamente. Su cerebro estaba ofuscado por aquella mujer espléndida que se le había declarado cínicamente. Le prometía cuanto él siempre deseó, y ser una especie de «boss» consorte en su banda; dinero en abundancia, placeres, el poderse vengar de aquellos que lo consideraban como un pobre hombre, un enfermo esclavo del «complejo de inferioridad», digno de ser apartado de todo aquello que supusiese una preocupación para él, un fracaso que dejase en mal lugar al F. B. I.

—Vaya esta noche a mi casa —propuso ella, mirándole fijamente—. Cenaremos juntos y luego podemos ir a cualquier sitio…

—Yo soy del F. B. I. y he de mirar mucho con quién voy y quiénes pueden verme, Pasione —dijo Small juiciosamente—. Además, yo no puedo costear la invitación —sonrió, cínicamente.

—Bueno. Entonces venga a mi casa —contestó Pasione, sonriendo—. Y no piense que no va a tener dinero para eso y mucho más —sacó de su bolso una carterita muy perfumada. Contó quinientos dólares y se los entregó a Small que abrió mucho los ojos, admirado—. Vaya a eso de las once.

—Hasta luego, encanto —la cogió entre sus brazos y la besó reiteradamente.

Ella se desprendió suavemente, riendo. La acompañó hasta la puerta y luego se asomó a la ventana que daba a la calle. Unos minutos después la vio subir a un magnífico «Hudson» verde que esperaba ante la puerta. Arrancó el coche suavemente, alejándose.

Small, con los billetes de banco en la mano, se sentó ante la mesa. Los contempló fijamente, pestañeando rápidamente. No le dolía la cabeza y se encontraba ahora perfectamente bien. Sus ideas eran claras, serenas. No como otras veces, que se le mezclaban en el cerebro y bajo ellas hablaba en voz alta, reaccionaba extrañamente. Después, no se acordaba de lo que había hecho ni dicho y esto le causaba cierto temor.

Dejó los billetes sobre la mesa y fue al teléfono, en su despacho. Llamó a City Hall, a la División.

—Que se ponga Tucker —dijo, con su voz normal, casi suave, al telefonista.

—Pero… —dijo, con algún asombro, el empleado—. ¿Quién llama?

—Small, hombre. ¿No sabe quién soy, George? —repuso, con impaciencia.

—¡Atiza, Small, cómo tiene la cabeza! —exclamó George, riendo—. ¿Pregunta por Tucker, el agente especial asesinado hace tres días? ¿Su compañero de fatigas? Acuéstese, hermano, y duérmela…

Small colgó precipitadamente, lívido de horror. Sentado ante la mesa, apoyó la cabeza sobre el tablero, apretándosela furiosamente.

No recordaba nada, nada… Y era ahora, cuando se encontraba mejor, sin dolor de cabeza, sin deseos de hacer cosas extrañas, ni gritar, ni accionar violentamente. Pero no recordaba nada…

¡Asesinado Tucker! ¿Asesinado por quién? ¿Pero era posible?

Se levantó nerviosamente, entrecortada la respiración, y cogió de nuevo el teléfono. Marcó el número de su camarada Owen McLean, que estaría seguramente en su casa.

—¿Quién? —Era el mismo Owen, con su voz risueña.

Un excelente amigo y un bravo hombre.

—¡Hola, Owen! —dijo Small, midiendo bien lo que decía—. Oye… estoy libre hoy. ¿Sabes si el jefe ha dispuesto con quién voy a ir de servicio, en vez de… en vez de…?

—¿Del pobre Tucker? Pues sí, se ha hablado algo de eso por parte de Gibbons —contestó McLean—. ¿Te agradaría ir conmigo, Russell? Yo creo que, por mi parte, estoy encantado.

—¡Estupendo! —exclamó Small, mientras se limpiaba el frío sudor que bañaba su frente—. Oye… me acuerdo mucho de Tucker, mucho… Lo que le pasó…

—Son cosas del oficio, Russell —la voz de McLean se hizo grave—. La muerte nos espera detrás de cada esquina. Tú que presenciaste cómo murió estás lógicamente más afectado.

—Yo, que lo presencié… —murmuró sordamente Small, y se echó hacia atrás, horrorizado, con mirada de demente—. Sí, sí, Owen. Horrible… Bien, adiós. Gracias. Encantado de ser tu camarada, Owen, encantado.

¡No recordaba nada, nada! Él, que lo había presenciado… ¿La muerte de Tucker? ¡Dios, su cabeza, cómo le dolía de nuevo, repentinamente!

Salió disparado por el pasillo y llegó a su alcoba. Se tiró sobre la cama, sollozando. Empezaba a recordar. Cuanto más le dolía la cabeza, más recordaba. Al fin recordó todo. Y pensó que a poco se denuncia él mismo.

Rió burlonamente, sentándose en el lecho.

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