¡Terror!

¡Terror!


Capítulo III

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CAPÍTULO III

E acicaló lo mejor posible, poniéndose un «smoking» que había estrenado hacía pocos meses. Se miró en el espejo del armario y se encontró apuesto, gallardo, fuerte, aunque no grueso. Sí, Pasione tenía razón. Era un guapo hombre —sonrió al pensar en ella, con su descaro tan poco femenino— y no le extrañaba que se hubiese enamorado de él, aunque a su manera. No estaba mal que fuese así.

Él no se había enamorado nunca de una mujer, ni quería. Bastante sufría con sus jaquecas para añadir ahora el dolor de corazón, la pasión cursi y ardiente por una mujer.

Se puso un gabán negro, con solapas de raso, y el sombrero flexible, negro también. Pero añadió, sonriendo siniestramente, una pequeña «Browning» con un cargador, que se guardó en un bolsillo del chaleco con pechera. Un agente del F. B. I. jamás debe ir desarmado… ni aun cuando vaya a ver a una hermosa mujer. Podía no estar sola y crearse algún conflicto serio. Eran «gangsters», sus enemigos mortales si él fuese como era debido.

Riendo este pensamiento, salió del piso, bajando la escalera alegremente. Le dolía la cabeza, pero aquello era ya en él una cosa casi normal. Y cuando no le dolía, recordaba, recordaba… y presa de un horror insufrible, volvía a su ser normal, que era aquél, el de alegrarse satánicamente de haber matado a Grazio, cuando éste despachó a Tucker, a instancias suyas.

Gibbons desconfiaba de él… Bien, bien. Esto no lo olvidaba. Ahora había que dejar aquel asunto de lado. Iba a ver a Pasione, la bella italiana, «girlboss» de un «gang» dedicado a la sabrosa «protección» de gentes pusilánimes, que siempre, aunque el F. B. I. les aconsejaba no se dejasen extorsionar, pagando sumas enormes, acababan por darlas, muertos de miedo.

Tomó un «taxi» en la misma Jackson Street, donde vivía, y dio al chófer la dirección de la bella italiana.

Eran las once menas cinco minutos cuando llamaba a la puerta del piso segundo de la casa, de reciente construcción, pero de solamente tres plantas. Aquello olía a que todo el edificio estaba ocupado por el «gang» de Pasione. En el portal, un extraño portero, joven, de cara de bandido cien por cien que le miró de pies a cabeza cuando preguntó por Pasione, indicaba que el edificio estaba bien guardado.

La «girl boss» le recibió con su sonrisa entre encantadora y dominante. Vestía un elegante traje de noche negro con pequeñas lentejuelas doradas, muy escotado, resaltando su blanca carne con el negro del vestido. Un collar de perlas, de varias vueltas, brillaba y hacía conjunto con sus ojos negros, profundos. Estaba muy bella y hubiera sido difícil poder hacerse a la idea de que aquella mujer, en apariencia todo dulzura y armoniosidad, pudiera ser cabecilla de una banda de malhechores y asesinos.

—Muy puntual. Russell —dijo, tendiéndole la mano, en la que brillaban hermosas sortijas de moderno estilo—. Así me gusta. Pasa, que voy a presentarte a dos de mis… amigos o colaboradores, como prefieras. No les pongas mala cara —añadió, sonriendo, al ver cómo Small fruncía el ceño—. Tienen tanto derecho a estar enamorados de mí como lo estás tú.

—Yo no lo estoy —saltó Small agresivamente—. Me gustas, pero no te amo. Será mejor deslindar los campos, en evitación de escenas desagradables de celos.

Pasione contrajo su bello rostro, muy blanco, en un gesto de despecho. Pero cogió de la mano a Small y le hizo penetrar en el comedor, donde dos hombres, italianos sin duda alguna, por sus rostros morenos y cabellera, estaban tomando un aperitivo, en pie ante la adornada mesa.

—Aldo Frangi y Giuseppe Bresci —dijo ella, señalando a los italianos, vestidos de «smoking», que podrían tener entre treinta y treinta y cinco años. Ambos tendieron la mano a Small, que las estrechó con indiferencia—. Éste es Russell Small, agente especial del F. B. I. y colaborador nuestro —presentó Pasione, sonriendo.

Los italianos le contemplaron con no muy buena cara, fríamente.

—No está muy clara la forma en que fue muerto Mario Grazio. Small —dijo Frangi, mirando de reojo a Small—. Nos agradaría una versión suya, sincera. Es algo que tenemos pendiente con el F. B. I., y…

—Aldo, eso es cosa mía y no tuya —cortó secamente Pasione—. Sentémonos. Russell es de los nuestros y no es a él a quien hay que pedir cuentas.

—Él fue con Tucker a ver a tu hermano y sabe muy bien lo que pasó —refunfuñó Bresci, sentándose al lado de Pasione. Small ocupó el otro lado, y en frente, Frangi—. Eso es lo que queremos saber por él. Lo que pasó.

—Se lo dije ya a Pasione. Eso fue lo ocurrido. Si ella no os lo ha querido decir, maldito si yo tengo ganas de repetirlo —replicó adustamente Small, y acompañó sus palabras con un gesto para levantarse, furiosa la mirada—. Si era éste el recibimiento que me preparabais, yo no os hago el juego. ¡Vamos a dar un paseíto afuera y sabréis con quién tratáis, chulos!

Pasione se levantó al mismo tiempo que los dos italianos, que gritaban en su idioma furiosamente, pretendiendo salir del comedor.

—¡Quietos, vosotros! —gritó ella, encarándose con sus secuaces, brillante la mirada de furor—. ¡Sentaos, malditos seáis! ¿Os creéis que yo soy como era mi hermano? Siéntate, Russell… Os advierto —se dirigió de nuevo a los dos italianos con voz seca, helada, impresionante— que tengo cerca de aquí —señaló al piso superior con la mano ensortijada— ocho hombres que cumplirían mis órdenes sin vacilar, cualesquiera que fuesen… ¡No os tolero aires de gallitos ni el que pretendáis tomaros más autoridad de la que yo os conceda!

Renegando en voz baja, ambos italianos se sentaron, mirando rencorosamente a Small, que sonreía satisfecho. Pasione le estaba distinguiendo más de lo que él esperaba. Porque era un hombre apuesto, bravo, varonil, pensó orgullosamente.

Una criada italiana, joven y bonita, fue sirviendo la cena, casi toda ella compuesta de manjares típicos del hermoso país mediterráneo. Y el vino de la campagna, suave, pero de efectos traidores, alegró poco a poco los corazones. Pasione tenía la habilidad de no dejar que ninguno estuviese silencioso, hosco, metiéndole en la conversación general, que giró especialmente sobre la supremacía de los «gangsters» italianos sobre cualquiera de los otros de diversas nacionalidades.

—Es la inteligencia latina, el ingenio —dijo Pasione con voz entusiasmada—, lo que hace que nosotros seamos siempre los dirigentes de cuántos «gangs» célebres han existido. Ninguno como Al Capone.

—Y ni Al Capone llegará nunca a dónde vas a llegar tú —afirmó Bresci alegremente, elevando su copa de vino para brindar por la joven, que le imitó, riendo—. Serás la primera mujer que obtengas la gloria de haber dirigido un «gang» que se hará célebre. ¿No es cierto, Small?

—Cierto. Ella, conmigo, haremos grandes cosas —replicó el agente especial con énfasis.

También se encontraba optimista, alegre, y su rencor había dejado paso a una alegría, que tenía su origen en el vinillo de la campagna, tan suave y delicioso.

—Y a nosotros, ¿dónde nos dejas? —preguntó riendo Frangi, rojo su rostro.

—Donde estáis, sin duda alguna. Pasione y yo somos los dirigentes —afirmó Small, dando un puñetazo sobre la mesa. Pasione sonrió, mirando maliciosamente a sus italianos, que le miraban con asombro—. Y vosotros… los segundos y terceros. No me mires así. Frangi… ¿Quieres tú compararte en algo conmigo, di? ¿Tienes tú, por muy italiano que seas, la astucia, la experiencia y los estudios que tengo yo, como agente del F. B. I.? ¿Y tú, Bresci?

—Este tío… —murmuró riendo Frangi, mirando irónicamente a Small—. Que no podemos compararnos con él… ¿Sabes tú, acaso, dónde estarías ya, si no fuera porque Pasione no lo ha querido? Pues en algún cementerio de por ahí, comiéndote los gusanos. ¿Sabías tú que nosotros existiéramos acaso? No, porque Grazio siempre habló contigo a solas. Y cuando él ha muerto, te teníamos ya sentenciado y hubieras caído, con todo y ser agente del F. B. I.

—Eso es —afirmó contundentemente Bresci, golpeando con el puño la mesa—. Ni te hubieras enterado de dónde te venía la muerte. Nosotros acatamos a Pasione, pero a ti… como soplón, confidente, y gracias.

—¡Vuelta a empezar! —exclamó la joven, con impaciencia—. Como si yo no existiese, vamos…

Small, lívido, se levantó de la mesa. El que le hubiesen llamado soplón, confidente, era algo superior a cuanto estaba acostumbrado a sufrir. Con un movimiento rapidísimo, sacó su «Browning» del bolsillo del chaleco y apuntó con ella a Bresci que también se había levantado, esgrimiendo un cuchillo.

—¡Quietos! —gritó Pasione con voz imperativa, tendiendo sus brazos desnudos a Small.

Pero éste, ni aun deseándolo, hubiera podido contenerse. Una ráfaga, más terrible que nunca, de locura, lo hizo apretar el gatillo de su pequeña pistola. Sonó el chasquido del disparo y Bresci se llevó ambas manos a la frente, lanzando un ahogado, grito, mientras caía hacia atrás, derribando la silla.

Frangi gritaba cuando se inclinó sobre su compañero. Después se levantó lentamente, mirando con indecible odio a Small.

—¡Le has matado! ¡A traición, maldito «G-men»!… ¡A eso has venido! ¡A descubrirnos para asesinarnos a traición o delatarnos! ¡Mira lo que has hecho con meter entre nosotros a un «G-men», Pasione!

Varios hombres mal encarados aparecieron en la puerta del comedor, llevando ya empuñadas las pistolas. Quedaron mirando a Pasione, a Small y al espantoso Frangi, despeinado, saltones los ojos por la rabia.

—¿Qué queréis? —gritó Pasione, volviéndose hacia sus hombres—. ¿Os he llamado, acaso?

—¡Basta ya de hacer caso a una mujerzuela que debiera estar en la cocina ayudando a la criada! —rugió Frangi, corriendo a situarse al lado de los «gangsters» y empujándolos adentro—. ¡Ese «G-men» ha asesinado a Bresci a traición y lo consiente ella! ¡Es su nueva «adquisición» y nosotros vamos a estar tolerando el que haga trizas nuestro «gang»!

Small disparó de nuevo su pequeña «Browning» mientras sonreía ferozmente. Pasione intentó sujetarle, pero vanamente. Ya la bala silbaba camino del corazón del rebelde Frangi.

Lanzó éste un aullido de rabia y dolor, llevándose ambas manos al pecho. En la blanca camisa de seda se extendió rápidamente una mancha roja. Se dejó caer teatralmente, ya casi muerto, engarabitadas las manos.

—¡Quietos! —gritó Pasione a dos o tres de sus hombres, que apuntaban sus pistolas a Small, furiosos—. ¡Quietos, os digo!

—¡Te ha engañado ese «G-men», Pasione! —exclamó uno de ellos, avanzando hacia la mujer, a la que miró apasionadamente—. ¿Cómo has permitido que mate a dos de los mejores? Déjanoslo de cuenta nuestra, Pasione, o…

—Aquí no hay más «boss» que Pasione y yo, amigos —dijo Small, mientras apuntaba a la cabeza del «gangster»—. Ésta es la realidad. Ellos no la admitían así, y lo han pagado como se pagan estas cosas. ¿No es cierto, Pasione que tú y yo somos los amos? Díselo…

—Es cierto… —replicó ella, sintiendo en su corazón un extraño placer. Era la primera vez en su vida que se sentía subyugada, dominada por un hombre—. Es cierto. Ya habéis oído lo que me dijo Frangi y a lo que os quería lanzar. Hace tiempo que los dos estaban queriendo minar el puesto a mi hermano, y ahora a mí, porque soy una mujer.

—El que no esté conforme, que lo diga —dijo Small, mirando a los hombres fríamente, sin soltar la pistola de la mano—. Vamos, hablad…

—Si Pasione está conforme, nada hay que discutir. Pero quisiéramos tener la seguridad de que ella no está diciendo ahora que lo está a causa de la amenaza de la pistola, Small —replicó el «gangster»—. Que venga a una de las habitaciones y hable con nosotros a solas.

Sonrió Pasione y salió, después de decir a Russell, en tono cariñoso:

—No cuesta ningún trabajo, querido, decirles que sí, tal como ellos quieren. Te tienen miedo…

Small se quedó solo en el comedor. Echó un vistazo a los cadáveres de aquellos dos que quisieron disputarle el puesto al lado de Pasione. Después llenó un vaso de champaña y lo bebió de un trago.

Sonaron los pasos de varios hombres y el de Pasione, menudo, ligero. Volvió ella triunfante, sonriendo a Small cuando entró de nuevo en el comedor.

—Te tienen miedo, Russell —dijo, en tono despreocupado—. Con eso de que eres agente del F. B. I. No conciben que siendo eso puedas pasarte al enemigo. Yo les he dicho que eso solamente lo puede hacer el amor. ¿Me he equivocado?

Se aproximó a él y le echó los brazos al cuello, apoyando su morena cabeza en un hombro de Small que la besó.

—Puede ser, querida, que sea eso —murmuró él roncamente—. Y ellos, ¿se han conformado con tal explicación?

—Ven la ventaja de que tú estés con nosotros, si realmente nos eres fiel, y esto habría de redundar en mayores beneficios para todos. Es lo que desean, ante todo. Dinero en abundancia. Por otra parte —apretó sus brazos en torno al cuello de él—, ellos me quieren… Cada uno de ellos sueña en que algún día yo haga lo que ahora contigo… Quererte, Russell, quererte como a nadie he querido.

Salieron del comedor, donde la vista de los muertos perturbaba su idilio y penetraron en un gabinete lujosamente amueblado. Varios hombres de la banda recogieron los cadáveres de Bresci y Frangi y los sacaron del comedor. La criada, con otros dos «gangsters», limpiaron la sangre del suelo.

A las nueve de la mañana del siguiente día, Small entraba en las oficinas de la División, en City Hall. Estaba alegre como nunca y varios agentes especiales le miraron con cierto asombro, ya que de siempre era conocida su hosquedad y la carencia de sentido del humor.

Poco después llegó Owen McLean, el irlandés agente especial, con el que hablara por teléfono el día anterior. Era éste un joven, pues tendría unos treinta y un años, muy alto, fuerte, aunque delgado, y de temperamento alegre, decidor, expansivo. Su pelo rojo casi nunca estaba debidamente peinado, formando como una especie de cresta orgullosa sobre la frente, ancha, espaciosa. Su mirada profunda, maliciosa, riente, brotaba continuamente de sus ojos azules claros. Y su rostro anguloso, todo afeitado, era muy movible, expresivo, acompañando con gestos a su mirada inquieta, perspicaz.

—¡Hola, Small! —dijo, cuando se acercó a él, poniéndole una mano sobre un hombro en amistoso gesto—. ¿Qué tal esa salud?

¡Qué tal la salud! ¿También éste iba a empezar con la misma monserga que el odioso Tucker? ¿Para eso había hecho que Tucker desapareciese? ¿Para que McLean fuese como una segunda edición? Pues bueno era saberlo…

—Mi salud es buena, Owen —respondió lentamente Small, apartándose, para que la mano de su camarada dejase de hacer presión sobre su hombro—. Yo no sé qué os ha dado con tanto preguntarme cómo me encuentro. ¿No lo ves? ¿Es que parece que me voy a morir?

—Desde luego que no —contestó, riendo, McLean—. Pero no te ofendas por eso, camarada. Bueno, vamos a pasar a ver a Gibbons. Tiene algo que decirnos…

—¿A los dos? ¿O sólo a ti? —inquirió con sorna Small.

—A los dos. Ya sabes lo que te dije ayer. Que íbamos a trabajar juntos, ya que el pobre Tucker ha muerto.

—¿Hablaste ayer conmigo? ¿Cuándo? —preguntó con asombro Small, mirando fijamente a su camarada. Éste sonrió, afirmando con un gesto.

—Por la tarde. ¿No te acuerdas? Vamos a ver qué nos dice el jefe.

Siguió a McLean, rascándose el mentón pensativamente. Maldito si se acordaba de que hablara con Owen en la tarde pasada. Había una laguna, indudablemente, en su cerebro. Y esto no era lo muy malo, sino lo que le pudiera haber dicho en aquella conversación, que no recordaba en modo alguno. Ahora que estaba tan metido en el «gang» de Pasione debía tener un cuidado extraordinario en lo que dijera. Pero si no se acordaba siquiera de que habló con Owen, ¿cómo recordar de qué trató con él? Bueno; aquello era horrible…

Penetraron en el despacho del inspector Martin Gibbons. Y Small sintió renacer todo su odio contra él. No había olvidado que aquel hombre desconfiaba mucho de él, que había mandado, secretamente, investigar sobre las huellas del cuchillo que asesinó a Tucker y las balas de la pistola que mataron a Grazio. Que desconfiaba de él… Y ahora que él estaba metido en el «gang» de aquella adorable, deliciosa Pasione, era preciso tener un cuidado especial con el viejo sabueso.

—Hola, Small. Hola, McLean —estrechó la mano a cada uno de sus subordinados, haciéndoles un gesto para que se sentasen ante su mesa de despacho.

La mirada del viejo se fijó en Small, sonriéndole afectuosamente.

—¿Qué tal nos encontramos, muchacho? —le dijo, en tono fingidamente rudo—. ¿Con ánimos para cooperar con McLean, como hacía con Tucker?

—A sus órdenes, jefe —replicó secamente Small.

Su buen humor había desaparecido. Aquellos tipos, con su manía de que se encontraba enfermo de algo que jamás le decían qué pudiera ser… Alguna vez aludieron a sus lesiones de la cabeza, y un médico, no hacía mucho, le había reconocido, haciéndole muchas preguntas idiotas sobre reacciones del genio, si dormía bien, si tenía buena memoria, si sentía desfallecimientos morales o súbitas irritaciones; muchas cosas que él no sentía. Bueno; lo de la memoria, eso sí. Pero a cualquiera le puede ocurrir cuando se lleva una vida agitada, de constantes peligros y uno está excitado, pensando siempre en peligros.

—He tenido noticias, Small —Gibbons se dirigía a él especialmente, cosa que sorprendió mucho a éste—, de que el «gang» de Grazio no está disuelto. ¿Saben ustedes dos algo de esto?

McLean hizo un gesto negativo. Small le imitó, aunque un frío sudor comenzó a brotar de su arrugada frente. Su rostro leonino pareció ensombrecerse aún más. Aquello era interesante. ¿Quién le fue con el cuento a Gibbons?

—Pues ésas son mis noticias —siguió Gibbons, cruzadas las grandes manos sobre la carpeta de piel de la mesa—. Me han hablado de cierta mujer, no sé si amiga o parienta de Grazio, que se ha erigido en «boss»…

—¿Una confidencia digna de crédito? —inquirió Small, sonriendo desdeñosamente—. Una mujer haciendo de «boss»… Eso parece un cuento.

—Digna de crédito, Small —afirmó Gibbons, moviendo la pesada cabeza canosa—. Una mujer, en efecto. No me han dicho más que eso, hasta ahora. La persona informante lo oyó decir en un bar de Chesnut Street a un hombre, que no pudo después seguirle para ampliar la información.

—No creo que una mujer pueda ir muy lejos en tal cargo —opinó McLean, sonriendo escépticamente—. Solamente puede imponer su autoridad apoyándose en un hombre, a quien elija como «boss» consorte, o cosa así. Una mujer suele ser, cuando quiere mandar un «gang», la causa de su destrucción. Los celos entre ellos, las preferencias de ella… Admitido, claro es, que tal mujer no puede tener moralidad alguna en ningún sentido.

Small sintió que se ponía lívido de rabia. Desde luego, nunca odió tanto como odiaba, desde ahora mismo, a McLean. Decir que Pasione era así, con lo bella, lo deliciosa, lo encantadora que era… Decir que Pasione podía sentir pasión por varios hombres, como el que entrega cigarrillos a los amigos, cuando era a él a quien adoraba, solamente a él…

—No se fíe —dijo a McLean sin mirarle, temeroso de que él le conociese el odio inmenso que le había cobrado—. Una mujer bella, inteligente, que no sea todo lo despreciable que usted afirma, puede dar trabajo. Encontrar colaboradores que la sigan a ciegas. Y no sé por qué ella ha de tener preferencias por unos u otros y suscitar celos… Usted crea un tipo «standard» de mujer viciosa, «fatal», amiga de estar siempre metida en juergas y que los hombres se maten por ella y la colmen de joyas, de dinero… Es la mujer que ocupa un lugar secundarlo en el «gang» lo que usted ha visto. El «gancho», la encargada de emborrachar a las víctimas y hacerlas «cantar» lo que les interesa. Me parece un poco aventurada su exposición de cómo ha de ser esa mujer, Owen.

—Cierto. Si la conociese personalmente, no hablaría poniendo el ejemplo de cómo han sido otras mujeres que quisieron ponerse al frente de «gangs» —replicó McLean en tono sosegado—. Todas eran así, Small.

—De eso se trata, muchachos —dijo Gibbons, haciendo un gesto para que le escuchasen—. Hay que descubrir quién es esa prójima. Y hay que impedir que ese «gang» pueda resurgir. Ésta es la misión de ustedes dos. Mi experiencia me dice que usted puede tener razón, Small, y usted también. McLean. Hemos visto mujeres al frente de bandas, y ellas se encargaron de hacer trizas la organización, sembrando con su conducta equívoca, de lo que son, en realidad, un odio mortal entre los hombres. Se mataron por conseguir el «amor» de la jefa. Pero también recuerdo a una tal Marion, allá por el año treinta y uno que volvió loca a la Policía federal. Una mujer lista que empleaba la cabeza, y no su belleza, para dirigir a la banda. Claro es que —terminó, riendo— era horrorosamente fea… En fin, ustedes van a ponerse en campaña inmediatamente. No hay que dar lugar a que esa gente pueda volver a ejercer presión sobre la clientela que tenía Grazio. Ya he hablado con varios de esos dueños de «cabarets», salas de fiestas y restaurantes para que me denuncien inmediatamente nuevas presiones que les hagan.

—Lo malo ha sido que no hemos podido atrapar a ningún hombre de la banda de Grazio —murmuró McLean—. Ni sabemos nada de ellos.

—Es lo que hay que buscar, precisamente —respondió Gibbons, sonriendo—. Dar con un tipo de ésos, que nos diga lo que sabe, o infiltrarse en la banda tan pronto se sepa algo sobre dónde reside esa mujer dirigente. Ustedes dos valen para esta misión. A la tarea, amigos…

Small sonrió misteriosamente. Había sido una gran fortuna que Gibbons le encargase precisamente de que se buscase a Pasione, su adorada Pasione. ¡Ya la iba a encontrar su querido camarada McLean, aquel hombre listo, tan activo, tan valiente! Y mientras tanto, Gibbons buscándole a él, a Small, las vueltas, con su desconfianza, para atraparlo al menor descuido. Ya conocía él la marrullería de Gibbons, viejo «cop», que había ido subiendo gracias a su astucia, su celo y paciencia. Pero el viejo no podía compararse con él, hombre joven, de mayores estudios, más modernos y científicos, que los métodos anticuados. Por lo pronto, él sabía que Gibbons le vigilaba. Y Gibbons no sabía que él no ignoraba tal cosa y que estaba prevenido para combatirlo, para deshacer sus trucos.

La ventaja era suya, por tanto.

Gibbons les despidió afablemente. Y colmó el odio que por él sentía Small al darle un golpecito amistoso en un hombro, recomendándole se cuidase mucho y que si se sentía no muy bien, le avisase, para encomendar a otro aquel importante trabajo, juntamente con McLean.

—Bien, camarada —dijo Owen, ya en el pasillo, mirando a Small fijamente—. Tenemos que dar con esa mujer de pelo en pecho, ¿eh? Si ella me hace fracasar, pido el retiro —agregó, riendo jocosamente— y le pido un puesto en su «gang». Hay derrotas honrosas, y una de ellas es la de ser vencido por una hermosa mujer. Porque seguramente será hermosa, ¿no? No concibo a aquella Marion de que habló el jefe, fea, desagradable, haciéndose obedecer por esos hombres feroces. Ésta será una beldad, sin duda alguna.

—Puedes enamorarte de ella y entonces todo estará hecho —insinuó Small, sonriendo torcidamente.

—O tú, hermano. Ella decidiría.

Salieron a la calle y subieron al coche, que iba a conducir Owen McLean.

—¿Adónde vamos? —preguntó Small, con desinterés—. Supongo que no pretenderás dar ahora con esa mujer de «gang», ¿verdad? Sin saber una palabra de ella, ni dónde vive…

—Vamos a ese bar donde el confidente nuestro dijo que había escuchado lo referente a ese asunto. Es en Chesnut Street.

Arrancó el «De Soto», dirigiéndose hacia el Noroeste. Small pensó que era una maldita casualidad que aquel bar estuviese en la misma calle donde vivía Pasione. Desde luego, la cosa estaba vista. Algún idiota del «gang» de Pasione fue a beber allí, al bar, y el confidente le oyó hablar de su «boss» femenino.

—¿Vamos a ver a ese confidente? —insistió Small—. No sabía que tú estuvieses enterado de quién es. El jefe nada nos dijo.

—Me lo dijo antes a mí —contestó despreocupadamente McLean.

Y no vio el gesto que hizo su camarada, expresando rencor.

El bar estaba precisamente en el 281 de Chesnut. Street. Pasione vivía en el 287. Precisamente lo que pensó Small respecto a la vecindad de ambos sitios.

Se bajaron ambos del coche y McLean avanzó hacia el mostrador, seguido de Small, que miraba desconfiadamente a su alrededor, temeroso de encontrar en el local a algún miembro de la banda de Pasione.

—¡Hola, Ruggiero! —dijo McLean a uno de los camareros—. ¿Está Corvo?

—Está. Mírele, allí —señaló con la mano al fondo del local, estrecho y muy largo—. ¡Corvo, te llaman aquí!

Un camarero de pequeña estatura, moreno, de ojos muy vivos y bigote poblado, negro, con grandes guías, avanzó hacía ellos, sonriente.

—¡Hola, señor McLean —dijo obsequiosamente, en un inglés no muy correcto—. ¿Qué le trae por aquí?

—Hola! Mire, este amigo es… como yo —dijo quedamente—. Venimos de parte de Gibbons, ya sabe.

—¡Ah! —El hombrecillo miró en torno desconfiadamente—. Este sitio no es muy adecuado… Bueno; vengan a un reservado de los que yo sirvo. Vengan.

Le siguieron hasta el final del salón y torcieron por un pasillo, a la derecha, donde había otro, a cuyos lados había varias puertas. Corvo abrió una de ellas y les invitó a pasar, dando a la luz. Era un cuartito bien puesto, con una mesa, un diván y tres sillones.

—Voy a traer algo. ¿Qué quieren tomar?

—Unas «Coca Cola», ¿verdad? —consultó McLean con Small, quitándose la trinchera.

—Bueno. Y yo, también unos trozos de jamón. No he desayudado —respondió Small.

—¿De juerga la pasada noche? —preguntó, sonriendo Owen.

—¡Bah! —replicó Small despectivamente.

Volvió a poco Corvo con lo pedido. Se sentó en un sillón, sin cumplidos, y vació un frasco de «Coca Cola» en su vaso, bebiendo un poco. Los dos agentes especiales le imitaron, expectantes.

—Pues aún no he podido adelantar mucho en mis pesquisas —dijo el italiano quedamente, ofreciendo cigarrillos a los dos jóvenes—. Aquel tipo ha vuelto por aquí, pero no se sentó en las mesas que me corresponde servir y por ello me fue imposible trabar conversación con él. Desde luego, debe vivir por aquí. Recuerdo ahora haberle visto pasar y repasar por delante del bar, como otros muchos vecinos de la calle.

—¿Es italiano? —preguntó McLean.

Small había adoptado el papel de espectador, que tan bien le iba. Tenía así tiempo de pensar y formar opinión sobre lo que se dijese.

—Sí, desde luego. En este Latin Quarter abundamos mucho. Si vive por aquí y frecuenta este bar, ya le sonsacaré cuanto sea preciso, descuiden. Otra cosa debo decirles, aunque no sé si tendrá relación con lo que perseguimos. Y es que ha venido por aquí una estupenda mujer, invitada por un tipo con aspecto de «gangster», y por lo que pude observar, no sé si será la famosa «boss» que perseguimos…

—¿En qué notó eso, Corvo? —preguntó McLean, interesado.

—Es una mujer magnífica, de alta estatura, muy morena, italiana, con una cara deliciosa, pero… de mujer baqueteada por la vida, si me comprenden ustedes. Mirada dominante, sin sentir rubor porque la miren, y a su acompañante, otro italiano, le tenía metido en un puño, hablándole secamente, no como enamorado, sino como pudiera hablar un ama con su criado. Estoy seguro que si la hubiera registrado el bolso que llevaba habría visto una pistola dentro.

Rió McLean, buscando con la mirada la expresión del rostro de Small, que sonrió precariamente. Realmente, se sentía éste como si le fuesen a sentar en la silla eléctrica, de angustiado. Aquel maldito espía había visto, en efecto, a Pasione, y de verla a dar con ella solamente había un paso. Los italianos eran unos malditos astutos, se dijo con rabia. Menos mal que él estaba allí y podría poner remedio a la cosa…

—¿Usted la ha visto alguna otra vez? —preguntaba McLean a Corvo.

—Sí. Varias veces. Debe vivir por aquí. Claro, tengo mis dudas de que, al fin y al cabo, no sea más que una de esas mujeres, cómo le diré… —sonrió maliciosamente—, que se dejan convidar. Pero lo que me extrañó es que fuera con lo que no vacilo en calificar de «gangster» y que éste, que tenía todo el aspecto de ser un bestia, se dejase dominar por ella, como si estuviese a sus órdenes. La tengo fichada y he de averiguar más sobre ella.

—¡Estupendo, Corvo! —dijo McLean, reconociendo la astucia e inteligencia del camarero—. Ya sabe que trabaja por una buena causa, ¿eh? El F. B. I. es generoso y no abandona nunca a sus colaboradores. Gibbons está contento con usted, y ya sabe lo que esto significa. Nos vamos, para que no inspire sospechas su tardanza.

—Muy bien, Corvo —dijo, a su vez, Small, dándole una palmada en la espalda—. Deseo que siga triunfando. Es usted muy listo, de veras… —sonrió con la mitad de la boca, haciendo un gesto ambiguo.

—Volveremos a la noche, ¿le parece bien? —propuso McLean, dejando el importe de lo consumido sobre la mesa.

—Sí. Vengan directamente a este reservado, el catorce —dijo Corvo—. A ver si puedo decirles algo más positivo. Tengo esperanzas…

—Claro que sí. Yo también, Corvo —agregó Small alegremente—. Se saldrá con la suya, no lo dude.

Salieron a la calle McLean y Small. Éste apenas si podía soportar el dolor de cabeza que sentía. Había estado conteniendo mucho los deseos de sacar su pistola de la funda y meter un balazo en la boca de aquel maldito Corvo, que iba a descubrir a su amada Pasione si él no andaba listo en evitarlo. Y es que no se podía tener confianza en nada, ni en las apariencias siquiera. ¿Cómo iba a figurarse Pasione que en aquel bar estuviese uno de los más astutos «ojos y oídos» del F. B. I. bajo la forma de un desmirriado camarero italiano? ¿Y que se fijase, además de en su belleza, cosa natural siendo un hombre, en algo tan sutil como en el carácter de ella, dominante, altanera con sus subordinados, sacando la aguda conclusión de que debía ser la «boss» del «gang» del muerto Grazio? Esto sí que era ser hombre listo, temible…

—Bueno, pues nosotros poco podemos hacer todavía en esto —dijo McLean, sentándose ante el volante del coche, haciendo un gesto de aburrimiento—. Mientras Corvo no nos diga quiénes son esos tipos… Habrás visto que es un hombre listo, ¿eh?

—Hombre, aún no hemos recibido la plena confirmación a sus sospechas. Una cosa es que diga que es un «gangster» y sea verdad, y otra el que esa mujer pueda ser la «boss» que buscamos, si es que es «boss» de algo —rió Small burlonamente—. Nunca me he fiado absolutamente de loa confidentes —agregó, en tono desdeñoso—. Urden historias mientras sacan el dinero, y para no dejar de ganar, van metiendo más mentiras.

—Es posible, pero Corvo ya lleva varios años a nuestro servicio y siempre ha quedado bien. El F. B. I. le debe bastante —contestó McLean.

Small se sentía rabioso cada vez que su camarada rebatía sus argumentos, tendentes a hacer que perdiese su confianza en aquel condenado Corvo. No se le ocultaba el real peligro de que el camarero acabase por dar con Pasione y la delatase. Porque es que una vez Pasione «enjaulada», saldrían quizá, a relucir muchas cosas, y entre ellas las cartas que él envió a Grazio, y que constituirían una base terrible de acusación contra él.

El coche había arrancado, conducido por McLean, al parecer sin un rumbo determinado. Durante todo el día no podrían investigar más sobre aquel asunto; hasta que, a la noche, fuesen de nuevo al bar de Corvo y éste les comunicase nuevas noticias, si las había.

—Vamos a ir a Pine Street, donde vivió Grazio, a hacer un nuevo registro —propuso Owen, mirando a su camarada como si le pidiera su parecer.

—¿Para qué? Ya se hicieron allí varias visitas después. Era el piso de soltero de Grazio y creo que nada se sacó de allí en limpio —contestó Small, encogiéndose de hombros.

McLean se estaba proponiendo fastidiarle con tanto indagar alrededor de Grazio y su hermana…

—Yo no fui allí. A veces, lo que no ven muchos ojos lo ven dos. Y como nada tenemos que hacer hasta la noche… —replicó McLean, sonriendo.

Se bajaron en el 1459 de Pine Street y subieron al piso, tomando las llaves que les dio el conserje de la casa.

Penetraron en el «hall», donde estaban marcadas todavía las manchas de la sangre que vertiera Grazio cuando disparó sobre él Small. Éste palideció al verlas.

—Por cierto que le conté al inspector —dijo a McLean, que las estaba mirando atentamente, en cuclillas— las cosas al revés de cómo sucedieron. Estaba yo… como atontado —sonrió forzadamente.

—¿Sí? —inquirió Owen, levantándose y mirando fijamente a su camarada—. ¿Cómo fue?

—Tucker no fue acometido al entrar aquí, sino cuando penetró en el despacho ese —señaló con la mano la estancia, cuya puerta estaba abierta—. Lo recordé después. Yo iba detrás de Tucker y de Grazio. Éste sacó el cuchillo y acometió a Tucker estando este de espaldas. Fue muy rápido… Yo, entonces, disparé contra el «boss», cuando éste intentaba salir, aquí, en este «hall». Es lo mismo, pero esto es lo cierto. Por eso el inspector vio el cadáver de Tucker en el despacho y el de Grazio aquí.

—Sí, es lo mismo —afirmó McLean, sonriendo—. Tu versión anterior sorprendió un poco al jefe, que ya sabes no es tonto. No se explicaba cómo Tucker estaba muerto en el despacho, si, según tú, todo ocurrió en el «hall» éste.

—Ya sé que le sorprendió —murmuró Small en tono rencoroso—. Y por eso, en vez de preguntarme, ha ordenado sean examinados el cuchillo y las balas. Ya lo sé… Desconfía de mí.

—¿Estás seguro? —exclamó McLean, mirándole con asombro—. No lo creo, Russell. Gibbons es leal en todos sus actos y antes que desconfiar de ti te hubiera interrogado, exponiendo sus dudas sobre la versión que le diste.

—¡Yo sí lo sé! —exclamó impetuosamente Small, mirándole hostilmente—. Sé que ha mandado comprobar las huellas del cuchillo y examinar por Balística los proyectiles de mi pistola. Por si el cuchillo lo cogió Grazio y las balas que le metí después a él eran de mí «Luger»… ¿Así cómo va uno a trabajar con fe, Owen? Luego, con decirme que si tengo «complejo de inferioridad» y no sé cuantas idioteces más, está uno listo.

—Vamos, no te sulfures por eso. Ya te digo que no creo que Gibbons haya llevado las cosas a ese extremo. ¿Quieres que me entere y te lo diga confidencialmente si hay algo de eso? —dijo McLean en tono amistoso.

—Me es igual. Reconozco que la primera versión que di era tonta, porque me encontraba nervioso, muy afectado por la muerte del querido camarada Tucker. Le quería mucho, Owen… —murmuró Small, baja la cabeza, las manos a la espalda—. Pero Gibbons debió de decirme, claramente, que no le convencían mis argumentos, y entonces yo hubiera recapacitado, como he hecho ahora, y la cosa hubiera quedado conforme. En vez de eso, se calla como un maldito hipócrita y ordena se investigue sobre mí, como si fuese un… traidor. ¡Maldita sea su estampa! ¿No maté yo a Grazio, vengando a Tucker?

McLean miraba con gran asombro a su camarada. Y es que Small, rojo de ira, apretadas las enormes, manos, imponentes, con su gran estatura y cabeza leonina, tan parecida a la de Beethoven, no parecía en aquel instante un hombre normal. Un brillo siniestro brotaba de los grandes ojos castaños, con una fijeza espantosa.

—Vamos, vamos, Russell —murmuró el agente especial, mientras penetraba en el despacho de Grazio—. Estoy seguro de que el jefe, cuando conozca tu error de explicación, será el primero en quedar conforme. Veamos qué hay en esta mesa, si es que han dejado algo los de Huellas. ¿Quieres ayudarme, en vez de estar recomiéndote tontamente? No tiene importancia, hombre…

Tiró McLean del cajón central de la mesa. Small, en pie, a su lado, le miraba con los ojos casi cerrados, en su rostro una expresión de amenaza creciente apenas disimulada. Tal vez Owen no se daba cuenta de que su vida estaba corriendo el mayor peligro que conociera desde que era agente del F. B. I.

Sacó varios papeles, que eran facturas de proveedores varios: un sastre, un camisero, un zapatero. Unas cuentas, en otro papel, hechas a lápiz, y con abundantes correcciones, demostrando que Grazio era muy mal matemático. Una agenda de anuncio de una casa de seguros, sin anotaciones al parecer.

McLean examinó hoja por hoja aquel cuadernito. Small, en pie, miraba por encima de sus hombros. Estaba intentando contener sus impulsos de matar a aquel entremetido, que quizá pudiera encontrar algo comprometedor para Pasione. Pero si hacía algo contra él, como no matarlo, por ejemplo, y solamente herirlo, se la habría buscado buena él. Y si le mataba, ¿cómo justificar ante Gibbons aquella muerte, con lo que ya desconfiaba de él?

—¿No te lo decía? —exclamó McLean, sonriendo, mirando una de las últimas páginas de la agenda—. Los de Huellas e Investigación no han debido ver esta página… Mira lo que puso aquí Grazio: «Ch. St doscientos ochenta y siete».

Small se apoyó en el respaldo del sillón donde estaba sentado McLean. Cerró los ojos, como si un fuerte marco fuese a hacerle caer al suelo. Y sintió correrle por la espalda un terrible estremecimiento de pavor. Lo que estaba leyendo Owen era, en una especial abreviatura de Grazio, la dirección, ni más ni menos, de Pasione. «Chesnut Street 287».

—Y ¿qué significa eso? —pudo decir al fin Small, con voz apenas audible.

McLean se volvió para mirarlo fijamente.

—No lo sé. Pero será cosa de pensarlo y saldrá —contestó Owen pensativamente, examinando la anotación después—. No parece el número de un teléfono. Al menos, no de San Francisco. «Ch. Saint» pudiera ser… «Ch. Street…». La abreviatura de «Street» es «St.». Viene después el número de la calle: doscientos ochenta y siete.

—Tienes para rato con eso —murmuró despectivamente Small—. ¿Una calle de San Francisco de Nueva York, de Chicago, de… cualquier villorrio de Nevada, de South Carolina? Eso no dice nada absolutamente. Por algo lo dejaron los de Huellas. Suponiendo, claro, que sea eso una dirección…

McLean se guardó la agenda sonriendo.

—Ya lo averiguaremos. Veamos los demás cajones —y el joven tampoco se dio cuenta de que con renunciar a descifrar, de momento, aquella anotación, acababa de salvar su vida. Small le hubiera matado, si llega a decir que era Chesnut Street, 287. No se hubiera podido contener, pese a reconocer que hacía un disparate con ello. Sus nervios, a veces, no le respondían. Una nube roja pasaba ante sus ojos mientras se sentía impulsado ciegamente a la acción violenta. Perdía la memoria, era otro…

McLean dejaba sobre la mesa un par de guantes de caballero, una corbata muy usada, una pipa, papeles de cartas sin usar, arrugados, sucios con sobres. Una estilográfica estropeada, después. Dos paquetes, comenzados, de cigarrillos «Dominó» y «Fátima».

—No hay más —dijo al fin en tono desilusionado, empujándolo despectivamente al cajón central—. Nada de particular.

—Ya me lo suponía —afirmó Small aburridamente—. Vamos a tomar el sol, sí otra cosa no hay que hacer hasta la noche.

McLean salió del despacho, no sin antes mirar detenidamente los muebles, el «parquet», con la gran mancha de sangre dejada por Tucker al sor apuñalado por Grazio.

Fue por el pasillo y penetró en las demás habitaciones que registró con parsimonia, sin hacer caso de las protestas e impaciencia de Small En el cuarto de baño encontró, sobre una repisa de cristal, donde había tarros de cremas para la cara, después de afeitarse, colonia, cepillos y peines, una barra de carmín para labios, empezada.

—¡Ah! —exclamó McLean, mirándola, sin tocarla—. Grazio recibía visitas femeninas… «Revlon» —leyó la marea—. Me lo llevaré. Esto tendrá seguramente huellas que han despreciado nuestros camaradas.

—¿Por qué no te llevas todos los muebles, toda la casa? También encontrarías huellas —profirió Small sarcásticamente—. ¡Y vámonos ya de una vez!

McLean sonrió. Y salieron del piso, dejando la llave en la conserjería.

—Esta barra de labios puede tener las huellas de esa misteriosa mujer que se ha erigido en «boss» de la banda —aclaró el joven, cuando subieron al coche—. No puedes dejar de ignorar que unas huellas digitales han llevado a la «silla» o la cárcel a muchas personas. Diré que lo analicen y se guarde, para cuando llegue el momento oportuno.

Abandonaron el Latin Quarter por Columbus Avenue. Y como era ya el mediodía, Small pidió a su camarada que le dejase en su casa, en Jackson Street.

—A las cuatro o cuatro y media vendré a buscarte —le dijo McLean—. No sé si el jefe querrá que sigamos con esto, aunque hasta la noche realmente no hay nada que hacer.

—Se lo preguntas. Yo te esperaré aquí —replicó Small en tono malhumorado.

Cuando entró en su piso, Small fue directamente al teléfono y marcó el número de Pasione. Ella se puso al aparato.

—Soy Russell —dijo secamente él, en voz baja, porque la criada china estaba en la cocina—. Oye: tenéis que largaros más que aprisa de ahí. Os siguen los pasos muy de cerca…

—¿Eh? —exclamó Pasione, con voz inquieta—. ¿Quién te lo ha dicho? ¿Es el F. B. I.? ¡Qué listos os habéis vuelto de repente!

—No. Un maldito camarero del bar que está cerca de tu casa se ha empeñado en que tú y otro de tus hombres sois «gangsters» y nos ha pasado el recadito. ¡Habéis sido unos idiotas con ir allí, tan cerca, a beber! Eso no lo hace ni el más inocente carterista…

—Tal vez sea cierto —concedió Pasione, dubitativa—. ¿Y quién es ese camarero, confidente vuestro? Dame sus señas personales…

—No hagas tonterías…

—Dime cómo es —insistió fríamente Pasione—. Los confidentes no merecen vivir, al menos para nosotros. Es lo que más odio. Si tú me engañases alguna vez, Russell…

—Bueno, bueno… Se llama Corvo, es italiano, pequeñito, y tiene un gran bigote negro. Se ha fijado mucho en ti y apuesta que eres la «boss» sucesora de tu hermano.

—Gracias. Apuesta tú también que hoy mismo ese hombre va a dejar de armar más enredos.

—Ten cuidado, Pasione. No olvides que nadie sino nosotros, los del F. B. I., sabemos que es confidente. Si le matáis hoy, o mañana, Gibbons se preguntará quién os ha dicho que es confidente nuestro. Y sospechará de mí y de McLean. Lo mejor es que os marchéis enseguida, y más adelante le ajustáis las cuentas a ese chismoso.

—Ya veremos, querido. ¿Y si nos ha seguido? ¿Crees que tenemos tantos sitios dónde ir, huyendo de ese tipo?

—Iros a un hotel, por separado, mientras buscáis un piso o una villa en las afueras. Esta noche vamos a ir McLean y yo a ver a Corvo, que nos ha prometido informarnos más. Procura que si vamos a tu casa, no estéis ya —terminó Small secamente—. Después me telefoneas. Adiós, cariño.

—Adiós. Te debo mucho, Russell, con esta confidencia. Quisiera verte pronto para darte un premio…

—Ya me las pagarás todas juntas —rió él, y colgó.

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