¡Terror!

¡Terror!


Capítulo IV

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CAPÍTULO IV

las cuatro y media, McLean llegó a casa de Small que estaba leyendo un diario en su «living» mientras fumaba una pipa. Pero no llegó sólo el agente especial. Una hermosa mujer le acompañaba. Era alta, fuerte, pero esbelta, admirablemente formada. No podía negar su raza irlandesa, tanto en los rasgos del rostro como por su cabellera, rojiza. Cejas también rubias rojizas, muy delgadas. Sus ojos, azules claros, alegres, eran muy grandes, de singular hermosura.

Small se levantó cuando vio a la pareja. McLean, riendo, hizo avanzar a la muchacha, que podría tener unos veinticuatro años, y que le tendió la mano al camarada de Oreen.

—Rose O’Malley, mi novia —dijo McLean—. Mi camarada Russell Small, Rose —presentó en tono alegre, mirando fijamente a Small para observar qué impresión le causaba la muchacha.

—¡Ah!… Yo no sabía que tuvieras novia —exclamó Small azoradamente, brindando un sillón a la joven, que se sentó, sonriendo—. Bueno, me alegro de que hayas elegido bien, Owen.

Small desde que sufriera aquel terrible golpe en la cabeza, había cambiado mucho en lo que se refería a su carácter. Antes de aquello, le gustaban mucho las mujeres y tuvo algunos conatos de noviazgo, comenzando a «flirtear» con varias muchachas, sin elegir por dictado de su corazón.

Lo hacía por divertirse, por invitarlas a bailar y merendar, por llevar a su lado a hermosas jóvenes. Después de aquello, se hizo casi misógino. Retraído, hosco, amargado, le fastidiaba lo que tanto le gustara antes. Creyó que todas le miraban compasivamente, que no gustaban de su presencia, poniendo una dosis grande de suspicacia a las palabras de ellas, con lo que prontamente las despidió, juzgándose «incomprendido».

Fue Pasione la que ahora le había hecho sentirse de nuevo inclinado a tener trato con las mujeres, aunque solamente con un fin calculado, lleno de egoísmo y mala fe. Aquella mujer, también egoísta y poseída de un sentido absolutamente materialista en cuanto se refería al amor, parecía haber nacido para hacer con él una pareja ideal, dadas sus mismas ideas.

Examinando a Rose O’Malley, sentada ante él, con su belleza rubia, la serenidad de su mirada, la decencia que trascendía de toda su persona, se sintió extrañamente afectado, como deslumbrado. Era otra cosa aquella mujer, desde luego, a lo que era Pasione. Esta tal vez fuera más hermosa, más llamativa, más «personal» que Rose. Su actitud, siempre imperativa, como reclamando toda la atención de quienes estuviesen con ella, erigida en soberana indiscutible, contrastaba con la sencillez, la afabilidad, la mejor educación y distinción de Rose.

Mientras charlaban ella y Russell, y él contestaba con monosílabos, la examinaba a hurtadillas de pies a cabeza con creciente admiración, sintiéndose turbado paulatinamente. Y era extraño, no la consideraba como consideró a Pasione y quizá a otras, desde un punto de vista material y de deseo exclusivamente. No pensó que le agradaría besarla, estrecharla en sus brazos… como lo pensó de Pasione apenas la vio. Pensó, sintiendo íntimo sonrojo, como si un pecado se adueñase de su corazón, que podría amarla, pero de verdad y honestamente. No sabía si era el amor el que llamaba por primera vez a la puerta de su corazón, o qué… Rose era muy hermosa y tenía lo que jamás viera en otras: seducción espiritual.

—Ha dicho el jefe que hasta la noche no hagamos nada en ese asunto, Russell —explicó McLean, mientras alargaba un cigarrillo a Small—. Y en vista de eso, Rose y yo nos vamos de paseo al Golden Gate Park, a merendar al quiosco del lago grande.

—Si quiere acompañarnos, Russell… —propuso Rose, sonriéndole—. No nos estorbará, se lo aseguro. Owen me ha dicho que es usted un poco… aburrido, que no quiere tener novia ni divertirse un poco con las muchachas…

—Yo… —Se turbó, dándole rabia sentir aquella extraña emoción ante la presencia y las palabras de aquella joven encantadora—. Pues la verdad es que… tengo poco tiempo para eso. Estudio bastante, hago vida casera…

—Bueno, vente con nosotros —ordenó McLean, riendo, levantándose. Ella también se levantó, haciéndole un gesto animoso. Y Small se apresuró a meterse en su alcoba para arreglarse. No sabía lo que le pasaba, ni quería pensarlo. Una extraña felicidad le invadía, y esto le bastaba para no desear otra cosa. Y todo era por estar al lado de Rose, desde luego. Por ella. Si otro camarada se hubiese presentado allí, con su novia, invitándole a pasear con ellos, les hubiese enviado enhoramala, sin vacilar. No se daba cuenta de que su papel tal vez fuese un poco airado, acompañando a McLean y Rose. No lo quiso pensar siquiera. Quería ir, con ella, porque le causaba felicidad.

Estaba el coche de McLean, un «Plymouth» modelo 1349, ante la casa, y a él subieron los tres, acomodándose en el asiento delantero. Al volante, Owen, Rose al lado y Small junto a Rose. Se arrimó lo más posible a la portezuela, para no rozarla a ella. Pero sentíase muy cerca y olía el perfume, un poco vago, de lavanda, que exhalaba. Vibró todo su ser, angustiado, cuando Rose le dio inadvertidamente con un brazo en el suyo, confiada y contenta al parecer por haber sacado de su casa a aquel ogro, según expresión de Owen.

—¿Vamos a Golden Gate Park, al fin? —dijo Rose, volviéndose un poco para mirarle cara a cara—. ¿Le agradaría ir a otro lado? Sinceramente, Russell.

—¡Oh! Me es igual. Creo que lo pasaré muy bien, donde sea. Ha sido usted muy amable, Rose, un rasgo… de agradecer, siendo novios como son. Temo que habré de ser un estorbo muy grande, como lo soy físicamente.

—¡Bravo, Russell! —exclamó McLean con entusiasmo, riendo—. Hacía mucho tiempo que no decías un chiste. Tú lo que necesitas es una novia, créeme.

—Porque no tiene novia. ¿Es cierto? —inquirió Rose, mientras el coche alcanzaba Halgth Street que iba directa a la puerta de entrada Este del parque maravilloso, orgullo de San Francisco—. ¿Por qué no se casa, Russell?

La pregunta de Rose le hizo enrojecer, y ya iban veinte veces, notándolo perfectamente él. Cosa más extraña…

—Bueno, yo creo que tú, Owen, has tenido una suerte excepcional —declaró con énfasis, apretándose contra la portezuela aún más, temeroso de sentir el contacto de la joven—. Si yo pudiese tener aunque no fuese más que una copia de Rose, ya estaba hecho…

Rieron McLean y ella, divertidos. Small se asombró. No deseaba hacer chistes, de veras. Lo estaba diciendo con toda su alma, con absoluto convencimiento. Dejando hablar a su triste corazón. Y ellos se reían…

—¿No decías que Russell era muy serio, Owen? —murmuró Rose, alegre el semblante por la risa anterior—. Bueno, tú no le conocías… Me agrada que sea usted uno de esos graciosos sin proponérselo, Small. Son los mejores humoristas y no los que a toda costa se hacen los graciosos, salga lo que salga. Me agrada usted, Russell.

—Gracias —contestó sencillamente él—. Su opinión supone mucho para mí. Sí, dicen que a veces el humorismo nace de la misantropía. Todo el mundo tiene algo de misántropo, creo yo. Es imposible sentir siempre buen humor, como lo es también desconocer en absoluto un poco de felicidad. Usted es feliz ahora, no hay que dudarlo.

—Como lo puedes ser tú también cuando quieras —afirmó Owen—. Hay muchas muchachas muy bonicas y de buen corazón que se considerarían felices con tenerte a su lado para siempre. No hay más que lanzarse…

Atravesaron con el coche, de este a oeste, el gran parque, yendo a detenerse ante el lago grande, rodeado de maravillosos rododendros y cerezos japoneses. Y en el quiosco situado entre el lago y el sitio reservado a los búfalos, que pacían en la gran pradera, tomaron asiento. Había bastante concurrencia, tomando el sol plácidamente.

Small encontrábase maravillosamente tranquilo, como desde hacía mucho tiempo no lo estuviera. Y su mente trabajaba, rememorando actos pasados. Vino a su memoria la muerte de Tucker, el conocimiento con aquella Pasione y sus relaciones con los «gangsters», a quienes estaba sirviendo, traicionando al F. B. I. Se acordaba de todo aquello, pero no comprendía cómo sucedió y por qué él fue el personaje principal en aquellos hechos. Había algo que escapaba a su propia intención y forma de ser. Algo que vencía a su voluntad, o que convertíala en deseo de hacer aquello que hizo. Como una extraña perturbación…

Charlaban McLean y su novia quedamente, mientras él se asombraba un poco de estar con ellos. No recordaba cómo fue allí… ¿Se los habría encontrado en el parque y le habían invitado a sentarse con ellos? Cosa más extraña…

Contempló a Rose con creciente admiración, silenciosamente. Era muy hermosa. Mucho más que Pasione, Aquella muchacha tenía la belleza de la pureza, de la bondad y la comprensión. Pasione era como la estampa de la impureza, de todo aquello que parece enloquecer, pero que es pasajero y deja un poco de remordimiento, de hastío y hasta de odio. Eran el amor puro y la impureza del amor.

En su mente nació la idea de no hacer por ver más a Pasione. Y desde luego, aunque la viese, no tener con ella relaciones que no estaban selladas por un amor verdadero. Pasione no amaba a nadie, ni a él, y, por tanto, relacionarse con ella era como aceptar una mala sustitución del amor que él ya sentía, y no por ella. Nada con Pasione. Ni con sus secuaces.

—Perdona un momento, Russell —dijo, de repente, McLean, levantándose de su asiento—. Voy a ver a un amigo que está allí —señaló al otro lado de la fila de mesitas y sillas, donde se sentaban muchas personas. Owen partió hacia allí y fue a saludar a un hombre, que le indicó una silla, sentándose el agente especial.

—¿Qué pensaba usted con tanta atención, Russell? —inquirió Rose, sonriendo—. Debe usted ser un poco menos reconcentrado… Infunde un respeto tal que no se atreve uno a interrumpirle en esas meditaciones. Muy profundas deben ser…

Small perdió la tranquilidad. Su mente pareció como retorcerse y sintió dolerle fuertemente la cabeza. Parecía como un desdoblamiento extraño y terrible a la vez. Su memoria jugaba con él diabólicamente, haciéndole olvidar para luego recordar precisamente lo más desagradable. No había notado la marcha de su camarada McLean y ahora se veía con Rose al lado.

—No son muy profundas ni tienen nada de particular. A veces, ni me acuerdo de lo que estoy pensando. Pero ahora sí meditaba hondamente, Rose —se inclinó hacia adelante, mirando a la joven intensamente—: ¿sabe en qué pensaba?

—Sería difícil saber lo que un hombre dado a cavilar constantemente puede pensar en un momento dado —murmuró ella sonriendo, mirándole con gran curiosidad.

—Pues en que si en vez de haber conocido usted a Owen antes que a mi hubiese sido al revés, seríamos novios. Y mi felicidad sería inmensa —dijo Small con voz un poco ronca, lleno de emoción, brillante la mirada—. ¿Qué le parece?

—Bueno; pero las cosas no han sucedido así —contestó Rose cautamente, azorada, baja la mirada—. El Destino suele no equivocarse y cuando lo dispuso así es porque no podía ser de otra manera.

Small, excitado, era muy diferente al Small tranquilo, sin dolor de cabeza, sin estar bajo el imperio de aquellas extrañas reacciones que le lanzaban a empresas terribles, de las que luego no se acordaba. Ahora estaba excitado y consideraba que, puesto que amaba a Rose, ella debía corresponderle sin más. Era la lógica que en él dominaba cuando su razón se desvanecía.

—No creo que el Destino tenga nada que hacer en este asunto —refutó con voz dura, convincente—. Ha sido la casualidad la que les hizo ser novios a usted y Owen. Nada más que eso. Pues bien: la casualidad puede hacer que desuna lo que parecía unido y emparejar a dos personas que jamás se habían visto antes. Lo mismo que ocurrió entre Owen y usted.

—Pero no es lo mismo. Russell —contestó ella sonriente, aunque forzadamente. La intranquilizaba aquella actitud de absoluto dominio y seguridad de Small, como si diese ya por arreglado aquel asunto, con la renuncia por parte de ella hacia el cariño de McLean, para acogerse al suyo—. Las personas han de amarse para ser novios o, cuando menos, tener un fundado presentimiento de que se amarán. Una gran simpatía…

—Yo la amo a usted. Por ese lado no hay discusión —retrucó Small con asombrosa seguridad—. Y usted, ¿no tiene simpatía por mí? Antes dijo que yo le agradaba… —Avanzó su mano enorme y cogió la de ella suavemente—. Si ahora no me ama, ya me querrá, puesto que le soy simpático. Decida…

Rose no intentó retirar su mano de la de Small. Veía en él tal poder de afirmación y seguridad que sí intentase contradecirle seguramente dejaría de ser cortés y hasta hablaría a gritos. Era muy extraño aquel Small.

—Pero, Russell —se atrevió a decir en voz baja—: si yo le quiero a Owen. ¿Cómo y por qué he de apartarle de mi lado? Una mujer decente no puedo querer más que a un hombre, ¿verdad?

—Usted no tiene la seguridad de que ya quiere a Owen después de conocerme a mí. De ahí provienen los grandes errores en muchos matrimonios. Se casan con quien creen amar. Se presenta después la persona soñada, aunque no vista, sino cuando ya es tarde para rectificar. «Si le hubiera conocido antes», se dicen muchas mujeres tristemente. Y los hombres, Rose. Pero éste no es su caso ahora, muchacha. Puede, tiene tiempo de rectificar. Yo quiero que rectifique. ¡Yo la quiero más que la pueda querer Owen!

Rose no sabía si reír o levantarse y correr al lado de McLean, dejando a aquel hombre divagar con sus extrañas ideas imperativas, llenas de egolatría. No se sentía muy ofendida contra él. Tal vez no consideraba su declaración amorosa como la que formulase un muchacho de quince años, inexperto, aunque audaz.

Como si el deseo de la joven, de verse al lado de su novio, le hubiese llegado en un angustioso mensaje telepático, Owen avanzaba hacia ellos.

—Ha de pensarlo, Rose. Se lo pido formalmente, honestamente. La amo y quisiera hacerla feliz y serlo yo. ¿Me dará una respuesta pronto? —dijo Small sin amenguar el tono de su voz, pese a la proximidad de su camarada.

—Bueno; lo siento —se excusó Owen, sentándose al lado de Rose, que estaba un poco pálida—. Es un tío un poco pesado ese Hendrick. Es un inspector retirado. Tan pronto me ve está, pidiéndome le cuente qué ocurre en el F. B. I. local, qué personal trabaja todavía, que sea de su promoción…

—Me marcho, Owen —dijo de repente Small, levantándose con verdadera precipitación—. No me acordaba que tengo una cita… Adiós, Rose —la tendió su mano, apretándosela vigorosamente—. Ya sabe… Adiós, Owen. A la noche nos veremos en aquel bar. ¿A las once?

—¡Pero te vas muy pronto, hombre! —exclamó McLean, con cierto asombro—. Bien, como quieras. ¿Te duele la cabeza o te encuentras mal?

—¡Qué tonterías! Hasta luego.

—Adiós, Russell —dijo Rose, sonriéndole con afecto—. Deseo su felicidad, y si es posible, que se case con una buena muchacha el mismo día que Owen y yo. Lo deseo de todo corazón.

Small se alejó, apretados los puños rabiosamente. No había estado mal el discurso de Rose como despedida. Como despedida a sus ilusiones de que ella le correspondiese. Bien; una mujer no tiene nunca seguridad en lo que hace, y si es sobre asuntos amorosos, menos aún. ¡Cuántas mujeres son novias de varios hombres, unos tras otros, y acaban por casarse con otro, y que parecía el menos indicado para llevarla ante el altar! Además… si Owen muriese, lo que podía suceder, como era natural, o sin ser natural, ¿no variarían las circunstancias de tal forma que ella pudiese corresponderle? Él la amaba honradamente, muy a sabiendas de que lo que por ella sentía era su primer amor, y no era tolerable que se quedase sin corresponder. No sería justo, en modo alguno. Que se buscase Owen otra novia. Antes que lo fuera Rose, ya otras habían tonteado con él, de manera que…

Tomó un «taxi», que le dejó en Jackson Street, ante su casa. Subió a su piso y se sentó cansadamente en su sillón favorito, encendiendo la pipa.

Su mente laboraba ahora en torno a Rose. No se acordaba de Pasione, ni de todo lo demás relacionado con Tucker ni con los «gangsters». Su cerebro no podía admitir más que un tema sobre el que pensar. Y esto lo hacía con una intensidad formidable, formulándose preguntas y respuestas vertiginosamente, que le agotaban sin encontrar solución razonable. Ahora era Rose, su amor por ella, y su deseo de ser correspondido, fuese como fuese.

Fumó varias pipas, ya en tinieblas la habitación, llegada la noche. Y fue el teléfono el que le sacó de sus pensamientos con la llamada monótona de su timbre, que le sacaba de quicio casi siempre. Tenía pensado poner un zumbador en vez de aquel timbre odioso, pero nunca lo hacía.

—¿Quién? —dijo, con voz de fastidio.

—¡Hola, querido! —La voz de Pasione no le dijo nada. No la reconoció. No se acordaba de ella en absoluto.

—¿Quién? —volvió a preguntar aún más secamente.

—¡Pasione, hombre! Cómo se conoce que no pensabas en mí… Bueno: ya estoy en otra parte, como me ordenaste. Y quiero que vengas a verme ahora mismo —dijo ella, en su tono imperativo de siempre—. Apunta: Hayes Street, trescientos cincuenta y uno. Casi enfrente al Golden Gate Park. ¿Hace mucho que no vas allí? —La voz se hizo burlona.

—¿Qué diablos te pasa? ¿Para qué he de irte a ver? —replicó adustamente Small, encogiéndose de hombros—. Estoy muy ocupado.

—Ven y no discutas, Russell. Tengo algo muy importarte que decirte. Ya verás cómo te alegrarás de haber venido —era dulce, insinuante, la voz de Pasione—. Ya sabes que cuando yo te llame, has de venir sin excusa, ¿eh? Puedo obligarte a hacerlo, pero no quiero emplear la violencia ni recordarte ciertos papeles…

Small se estremeció. Recordó ahora de nuevo. Sí, ella podía coaccionarle, hacerse obedecer de él, en efecto.

—Bien; voy para allá. Hayes Street, trescientos cincuenta y uno. Ahora voy —concedió él, más suyo el tono de su voz, pero sonriendo siniestramente.

Colgó el aparato y fue de nuevo al «living». Dejó la pipa apagada sobre el cenicero y después se puso la trinchera y el sombrero, saliendo del piso.

Tomó un «taxi», dándole la dirección de Pasione.

El nuevo domicilio de aquella mujer era un edificio de tres pisos, casi de lujo, en una calle de gran circulación, con excelentes comercios. Small no aprobó, mentalmente, el que ella se fuese a vivir a tal sitio. ¿No pensaba en que sus hombres la irían a ver y que esto extrañaría a la vecindad? Tenía ganas de llamar la atención aquella mala mujer…

Llamó en el piso segundo. Pasione misma le abrió, y apenas cerró la puerta, le abrazó fuertemente. Small se desasió casi con violencia, extrañado. Ella sonrió despectivamente, ofendida.

—Mira a ver qué te parece la casa —le cogió del brazo, y él nuevamente se desasió. Pasione le miró furiosamente.

—Vaya; esa niña con cara de muñeca barata te ha trastornado, por lo que veo —exclamó sarcásticamente—. Para hablar de ella te he hecho venir…

—¿Qué dices? —masculló Small, con asombro—. ¿A qué niña te refieres?

—Bueno; hazte de nuevas —rezongó Pasione, sonriendo maliciosamente. Llegaron a un «living» bien amueblado, con una ventana a la calle. Se sentaron en unos sillones frente a frente, con una mesita entre ambos—. ¿No estabas en el parque, hace un rato, con una hermosa mujer? Quizá no eras tú…

Small estaba ya tan harto de Pasione que no sintió deseo alguno de mentir, ocultando aquel hecho. En medio de todo, no amaba a Pasione, ni le unía a ella ningún vínculo respetable.

—¿Y qué, si estaba con una mujer? —replicó airadamente, desafiante el gesto y la mirada—. Charlaba con ella y…

—Y te la comías con la mirada. Y tenías una mano de ella entre las tuyas —terminó Pasione, roja de ira y de celos—. ¡Te vi con ella! ¡Estabas tan amartelado que no te diste cuenta de que pasé a tu lado! ¿Era eso todo cuanto me prometiste anoche, de serme fiel para siempre? ¿De casarte conmigo, si yo te lo pedía? ¡Pues ahora te lo pido, y quiero que esa mujer no sea nunca más nada en tu vida!

—¡Te vas a paseo! ¡Yo hago lo que quiero! —rugió Small, levantándose y colocándose ante Pasione en actitud desafiante, apretados los puños—. Tú no eres para mí sino…

—Un mero episodio en tu vida, ¿verdad? Un rato agradable, que se olvida apenas ha transcurrido —gritó ella, levantándose también, muy pálida, y yendo a ponerse frente a frente de él, mientas le miraba con terrible fiereza—. Eso es lo que tú crees. Que yo he logrado amarte como nunca amé a nadie, para que ahora me despidas como si fuese una de tantas…

—Lo que eres, realmente. ¿Crees que soy tan bestia que no sé distinguir entre una mujer decente, como es Rose, de ti? Vamos, hom…

La mano diestra de Pasione cruzó la cara de Small en una bofetada impresionante, que sonó cómo una detonación. No se dio ella cuenta de lo que hizo, llevada de sus celos de mujer meridional, ni quién era Small. Acostumbrada a imperar siempre sobre todos cuantos la rodeaban, consideraba aquella rebelión de Russell como algo imperdonable. Además, era cierto que le había tomado un cariño nunca jamás sentido, seguramente porque Small la trató como se merecía, en vez de halagarla. Su hosquedad, su afirmación de que no la amaba ni la amaría, habían hecho aquel milagro en el corazón egoísta y lleno de maldad de ella.

Cuando quiso darse cuenta, se sintió cogida por la cintura, elevada como si fuese una pluma, entre los brazos hercúleos del hombre, y lanzada en el espacio, describiendo una parábola trágica por encima de la mesita y uno de los sillones. Y cayó con tremenda fuerza en un rincón, hecha un ovillo, produciendo un gran ruido.

Quedó casi privada del conocimiento, atontada, dolorida, en tanto que el feroz Small, rugiendo como un león, apretados los puños, avanzaba de nuevo sobre ella.

—¡No, Russell, no! —gritó despavorida, pero también con una extraña alegría al verse tratada salvajemente por aquel hombre tan lleno de virilidad, que despreciaba sus encantos, que tantos desearon—. ¡No, querido mío!

Small la cogió de nuevo, cegada su inteligencia, sus facultades mentales todas. Pasione no vio en él un asesino, sino el hombre que se impone a la mujer a fuerza de golpes. Para ella, un hombre muy hombre, digno de admiración y de conseguir de ella cuanto se propusiera. La cogió, la levantó de nuevo, por la cintura y la lanzó en el espacio, en un nuevo vuelo a través de la habitación. Lanzó Pasione un grito desgarrador al chocar otra vez su hermoso cuerpo contra una vitrina y destrozarla, en medio de un estrepitoso ruido de cristales rotos y maderas que se rompen.

Small, babeando espuma, saltones los ojos, avanzaba otra vez contra ella, abiertos los terribles brazos.

Quería matarla, aplastarla contra muebles y paredes, y ella entonces se dio perfecta cuenta del mortal peligro que corría, ahora que apenas si podía moverse a causa de los golpes recibidos.

—¡Socorro!… ¡Socorro! —gritó, con toda la fuerza de sus pulmones, pugnando por escapar a las garras de Small, que, agazapado, lentamente, iniciaba su captura, sonriendo perversamente.

Una puerta se abrió repentinamente y dos hombres aparecieron en el umbral, asombrados, mirando a Pasione que estaba cubierta de sangre de las heridas recibidas al chocar su cuerpo contra los cristales de la vitrina.

—¡Matadle! ¡Está loco, Raffoli, Fortunate! ¡Matadle! —gritó ella, con terrible rencor y espanto—. ¡Con los cuchillos!

Los dos «gangsters» sacaron de la cintura dos cortos y delgados cuchillos, contemplando a Small con odio inmenso. Cada uno de ellos hubiera dado su vida por una sola caricia de Pasione, y habían soportado con creciente rencor el que ella dedicase a Small su afecto.

Raffoli, alto y delgado, muy moreno, con cara de asesino nato, se escurrió a un lado de la habitación, entre los muebles derribados. Fortunate de mediana estatura, cetrino, con un rostro de raposa, hizo lo mismo, por el lado opuesto, dejando la entrada libre. Querían coger en medio a Small que estaba desarmado. Había dejado su pistola sobre el sillón, cuando llegó a su casa, y olvidó cogerla. Pasione salió del gabinete arrastrándose, gimiendo de dolor y también para excitar a sus hombres a la acción.

Small habíase convertido en un animal casi irreflexivo. Solamente bullía en su mente el instinto de defensa o asesinar. Si le atacaban, se defendería, pero si no le acometían, lo haría él, porque sentía insaciables deseos de matar. A ellos y a Pasione, que se oponía a que amase a Rose. Esto era para él monstruoso e intolerable. La quería honestamente, con toda su alma, para casarse con ella, cosa en la que jamás había pensado, desde que sufriese aquello de la cabeza. Y aquellos bandidos no le iban a dejar…

Raffoli, tras un guiño a Fortunate, se lanzó sobre Small. El otro le imitó, cada uno por un costado. Pasione previó el resultado inmediato. Le iban a matar solamente de dos puñaladas. Eran dos experimentados esgrimidores de arma blanca, como buenos sicilianos hechos a liquidar sus pendencias silenciosamente.

Pero Small, como un gigantesco oso gris acosado por dos alanos, se revolvió con velocidad vertiginosa y lanzó las zarpas en direcciones opuestas, alcanzando plenamente a ambos «gangsters». Dos puñadas equivalentes a otras tantas talegadas sobre los cuerpos delgados de los italianos, que cayeron al suelo derribados con gran fuerza, como si un alud les hubiese impulsado.

—¡Matadle! ¡Dale, Raffoli, mi vida! ¡Dais, Fortunate, dale, tú que eres todo un hombre! —aulló Pasione roncamente desde el umbral, apretados los puños de rabia—. ¡Que no salga con vida de aquí! ¡Maldito «G-men»!…

Los dos italianos se levantaron como serpientes irritadas, blandiendo sus cuchillos, sacudidos sus nervios por las animadoras palabras de su «boss» femenino. Y Small hubo de recurrir a toda su agilidad y fuerza para eludir las puñaladas que le tiraban con vertiginosa rapidez aquellas dos ágiles y traidores hombres, que estrechaban su cerco en torno a él. Con una silla en la mano repartía terribles golpes, la mayor parte de los cuales daban en el vacío.

Pasione animaba a sus hombres con salvajes gritos, muy meridionales, de rencor inextinguible hacia el hombre de quién se había prendado verdaderamente por primera vez en su vida y a quien nada le negó. Los celos en ella adquirían una virulencia feroz, también muy latina. Poco menos que se creía una muchachita engañada, pese a sus treinta años de edad y a haber caído profundamente en la abyección moral más aguda.

Small comenzó a sentirse fatigado, sudando todo su cuerpo copiosamente. Una sorda rabia le devoraba, agotándole aún más. No conseguía golpear a su gusto a aquellos dos gatos, con una sola zarpa de acero, que le rondaban incansablemente, marcándole, haciéndole girar continuamente sobre sí mismo, rasgándole el traje con tajos impresionantes que no llegaban a su carne debido al respeto que ellos sentían a sus terribles silletazos. La lucha se prolongaba, y era él el que iba llevando la peor parte, precisamente porque no conseguía anular a sus enemigos, y éstos no cejaban en sus amenazas de acribillarle a puñaladas el tremendo cuerpo de atleta tan pronto se descuidase en su defensa.

Pasione, a rastras, sigilosa, fue hasta un rincón en que había en el suelo un jarrón de porcelana roto. Lo cogió y poco a poco se irguió, gimiendo de dolor. Todo su cuerpo era un puro cardenal a consecuencia de las «caricias» que le propinara Small.

Cuando el agente especial le daba la espalda, acosado por los dos agilísimos «gangsters», siempre con el cuchillo por delante, ella le lanzó con gran fuerza el trozo de jarrón a la cabeza.

Small lanzó un grito ahogado, soltando la silla; extendió los brazos, como buscando dónde asirse, y cayó pesadamente sobre el suelo, perdido el conocimiento.

—¡Quietos! ¡Quietos, os digo! —gritó Pasione, deteniendo a los asesinos que se precipitaban sobre Small, dispuestos a matarle a puñaladas. Se detuvieron ambos, limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, mirándola con disgusto—. Dejadle… Ve por cuerdas. Fortunate, y atadle enseguida. Antes que recobre el conocimiento.

Fue el «gangster» a otra habitación y regresó con un trozo de cuerda. Le ataron las manos a la espalda, y los pies. Brotaba del lado posterior de la cabeza de Small la sangre, y Pasione fue a su alcoba, regresando con un frasco de colonia, algodón y compresas. Se arrodilló y le curó cuidadosamente la herida.

—Pero ¿no le liquidamos, tú? —inquirió Raffoli con asombro y rabia, mirando a Pasione—. ¿No querías que muriese?

—Hay que enviarle al diablo —rezongó Fortunate—. A la noche le sacamos en el coche y lo tiramos a la bahía. ¿Qué te propones, Pasione?

—Lo que me plazca. No quiero que muera —respondió ella en tono seco, conminatorio, mientras curaba mimosamente a Small—. Os podéis marchar.

—¿Y para esto nos llamaste? ¿Y nos jugamos la vida, di? —exclamó Raffoli desdeñosamente.

—Hay que matarlo, Pasione. Es un G-men que te estaba traicionando. Ellos siempre tiran por el F. B. I., por mucho que nos quieran hacer creer lo contrario. Y nosotros no vamos a estar vendidos a sabiendas. Anda, vete, y déjanos con él —la cogió de un brazo, intentando empujarla hacia la otra habitación.

Pasione se volvió, lívida de rabia, y le dio una terrible bofetada en pleno rostro. Raffoli lanzó un reniego, pero no osó levantar la mano contra ella. Bajó la mirada y retrocedió unos pasos casi respetuosamente.

—¡Fuera de aquí los dos! —gritó ella amenazadoramente, mirándoles con furia—. ¡Fuera! ¡Fuera!…

Cohibidos, mirándola extrañamente, como dolidos, prendidos en el amor que por ella sentían, salieron silenciosamente de la estancia.

Estaba Small tendido sobre un diván, y Pasione colocó bajo su cabeza un almohadón. Se sentó después a los pies de él, contemplándole amorosamente, suspirando de vez en vez. Tomó el frasco de colonia y con un pañuelo le dio unas friegas en las sienes.

—Russell… —murmuró suavemente, acariciándole el rostro. Se inclinó y le besó en los apretados labios—. Russell, querido mío… Mírame, Russell… ¡Para qué te querré yo, maldito seas! ¡Mírame, Russell, mírame!

Small se movió un poco, lanzando un gemido de dolor. Ella le pasó el pañuelo impregnado de colonia sobre las sienes, bajo la nariz. Y al fin él abrió los ojos lentamente, cerrándolos como si estuviera deslumbrado. Pasione le besó repetidamente, sollozando ruidosamente, abrazada a él.

—Vuelve, vuelve ya, y no me mates de dolor… —clamó entre dolorida y contenta—. No te hagas el interesante, canalla mío… Fue una pequeña caricia de tu nena antes que ellos te cosiesen a puñaladas. Abre de una vez esos ojos que me han entontecido, Russell, maldito desleal…

Entre los besos de ella, la colonia y su enorme resistencia física, Small volvió en sí. Hizo un movimiento como si desease mover los brazos, pero no pudo, por tenerlos atados a la espalda. La miró con asombro. No se acordaba de nada absolutamente. Sentía, en cambio, un tremendo dolor de cabeza. La levantó un poco.

—¡Hola! —exclamó con cierto trabajo—. ¿Qué es esto? ¿Qué pasa?

Pasione, riendo y sollozando, le abrazó, besándole con ardimiento en los labios, los ojos, la vendada cabeza.

—Querido canalla mío… Pero es porque te quiero, te quiero a morir, porque te hice eso. ¿Me perdonas? Mira, luego, si quieres, me pegas, me pegas hasta que te quedes sin fuerzas… Hasta que me mates, si eso te agrada. ¡Canalla mío, vuelves a la vida!…

—Oiga, oiga, jovencita —exclamó Small, en el límite del asombro—. ¿Quiere hacer el favor de no decir tonterías y desatarme las manos y los pies? Y explicarme todo esto, por favor… Es usted muy cariñosa, ¡diantres! pero no creo que sea oportuno —movió la cabeza para rehuir los besos de ella, que reía, enloquecida de alegría y amor por él.

Pasione le desató rápidamente, murmurando piropos, que Small recibía azotadamente. No recordaba nada en absoluto de lo que le había ocurrido. Y la cabeza le dolía a rabiar. Sentía, no obstante, como una extraña lucidez, una libertad maravillosa para poder pensar.

Se puso en pie, estirando los potentes brazos.

Ella, también en pie, con el vestido de seda color marrón claro destrozado, algunas heridas en el bello rostro y varias tumefacciones moradas, le contemplaba con arrobo, llenos de felicidad los ojos.

—Estás bien, muy bien, canalla mío… —le dijo en tono de absoluta posesión—. No te hagas el interesante. Mira cómo me pusiste a mí, tomándome por un avión sin motor —avanzó hacia él, echándole los brazos al cuello—. Bruto, bestia mío… Pero ahora te quiero más, mucho más que antes.

—Por favor, por favor, señora —exclamó Small, intentando suavemente desasirse de aquella mujer tan empalagosa, a quien estaba seguro de no conocer—. ¿Sería igual que me diese un par de pastillas de aspirina? Me estalla la cabeza… Y ¿qué ha pasado aquí? —Miró a su alrededor, estupefacto—. ¿Quién le ha puesto de esa manera? ¡Dios mío, no recuerdo nada!

—Es mejor que no lo recuerdes, Russell. Voy por la aspirina. ¿Quieres un poco de «whisky»? ¿Serás bueno y no querrás marcharte? Bruto de mi alma…

Small la vio salir de la estancia con gran asombro. Se pasó la mano por las sienes, cerrando los ojos, dolorido. Un caos de ideas bailaba en su cerebro. Se volvió cuando sintió que dos hombres entraban silenciosamente, contemplándole con terrible rencor.

—Hola, hola… —dijo sonriendo, burlón—. ¿Y ustedes? Bueno, ¿qué pintamos todos aquí, si puede saberse? ¿Quién es ella y quiénes son ustedes? ¿Quién soy yo? —rió con sorna—. ¿Es que se ha verificado aquí el desembarco en vez de en Normandía?

—No creas que te vas a ir de rositas —musitó Raffoli con rabia sorda—. Ya nos veremos, descuida…

—Eso, eso… Ya nos veremos cuando ella no pueda echarte una mano —dijo Fortunate, sacando una mano del bolsillo, y con ella el cuchillo—. ¡G-men condenado, chivato asqueroso!…

—Chulo… Ahora, a sacarle a ella el dinero, y a nosotros, a la cárcel —rugió quedamente Raffoli—. Si fueses hombre, bajarías a la calle y vendrías con nosotros a charlar un ratito donde ella no pueda defenderte.

—Uno a uno, chismosa del F. B. I. Como los hombres pelean por la mujer a quien quieren. Anda, baja y espéranos…

—Prefiere meterse entre los brazos de Pasione… Y denunciarnos al F. B. I.

Small, atónito, se preguntaba cómo aquellos tipos se estaban metiendo con él de aquella indigna forma, desafiante. ¿Qué les había hecho, Dios santo? ¿Se había él metido entre los brazos de aquella hermosa mujer, que tan cariñosa era?

—¡Fuera de aquí vosotros! —exclamó Pasione, volviendo con un tubo de aspirinas, un vaso y una botella de «whisky»—. ¡A la calle, a tomar el fresco!

Los dos italianos salieron, rezongando protestas y lanzando miradas asesinas a Small, que parecía haber regresado de la Luna o el Limbo. No comprendía nada, nada…

Le hizo tomar a Small dos pastillas, y luego una buena dosis de «whisky», bebiendo también ella. Se había curado también sus lesiones y puesto un nuevo vestido. El agente especial la miraba detenidamente, como lo pudiera hacer si la conociese desde aquel mismo momento. La encontraba bella, ciertamente, pero ordinaria, estridente. Y la compañía de aquellos dos hombres, dos mal encarados, quizá unos «gangsters»… ¿Por qué le habían amenazado de muerte, desafiándole? ¿Por qué le habían herido en la cabeza y atado de pies y manos?

Pasione le estaba mirando a su vez arrobada, llena de ternura.

—Bueno, señora —dijo él, una vez más con voz seca, no deseando dar lugar a más escenas de ridículo amor como las anteriores—. Espero me explique todo esto… —señaló la habitación, su venda sobre la cabeza, los destrozos en el rostro de ella, todo ello con un amplio gesto—. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Cómo y por qué estoy aquí, y por qué me ataron y me hirieron?

—¡Ay, Russell de mi alma: el chichón que te hice te ha trastornado un poco! —exclamó ella, riendo zumbonamente—. Lo hice porque no te asesinaran esos dogos míos, puedes creerme. Pero se te pasará, y ya nunca te olvidarás de tu Pasione. No te dejaré olvidarme… canalla mío.

Small se levantó, encogiéndose de hombros, desesperado. Llamarle a él canalla… ¡Vaya unas confianzas que se tomaba aquella mujer! Sí: algo había pasado de lo que él no se daba cuenta, no recordaba. Quizá aquel golpe en la cabeza le había producido un serio trastorno mental, privándole de la memoria. Sin embargo, recordaba perfectamente que pertenecía al F. B. I. Recordaba aquel otro golpe que le dieron otros «gangsters», dejándole muy mal mentalmente. Había cosas que recordaba un poco. Tucker… su camarada. ¿Qué le había pasado a Tucker? Y Rose… ¿Quién era Rose? Todo era como si en una inmensa olla se fuesen echando ideas y más ideas; recuerdos sueltos, sin ilación, en una mezcla fantástica, perturbadora. La olla era su mente, incapaz de ordenar y coordinar tanto recuerdo y pensamiento.

Bebió medio vaso de «whisky» más. Se sentía débil, más que físicamente, en un sentido moral. Y aquella extraña mujer mirándole, sonriente, como compadecida de él. Era como para desesperarse…

—¿Quién es usted? —la gritó rabiosamente, colocándose ante ella en actitud amenazadora—. ¿De qué me conoce? ¿Cuánto hace que me conoce?

—Pero Russell, querido —murmuró ella, asustada—. Será posible que te hayas trastornado de esa manera por el golpe que te di con el jarrón… —Se levantó, tendiéndole los brazos.

—¡Hable de una vez y déjese de monsergas! —gritó Small, rechazándola brutalmente—. Algo me ha pasado y no lo recuerdo. Dios mío… ¡Hable, hable!

—¿No recuerdas a Grazio, mi hermano? —respondió Pasione con voz trémula, acobardada. Se daba cuenta de que a Small le ocurría algo grave. Tal vez estuviese un poco demente, y si volvía a querer matarla, como antes, ahora no estaban sus hombres para defenderla. Tal vez estuviese loco…

—¿Grazio? ¿Su hermano? —repitió Small, mirándola muy fijamente—. Grazio… Grazio… —Se dio una palmada en la frente, cerrando los ojos—. Bueno… sí. Creo que sí. Un rebelde, un «boss», ¿eh? Me vi obligado a…

—¿Qué? ¿Qué dices? ¡Acaba, de decirlo! —gritó Pasione, muy abiertos sus inmensos ojos, de los que brotaban llamas de rabia—. ¿Le mataste? ¿Le mataste tú y no Tucker?

—No sé… —balbució Small, lívido el rostro, rascándose el mentón. No lo sé fijamente. Algo ocurrió con Tucker y él. Puñaladas. ¿Quién dio de puñaladas a Tucker? ¡Dios mío, son demasiadas ideas y recuerdos incompletos!

—Tú disparaste sobre mi hermano, sobre Grazio. ¡Recuérdalo! —dijo suavemente Pasione, apretados los labios—. Fuiste tú… tú… ¿Verdad que fuiste tú? Mi hermano mató a puñaladas a Tucker. ¿Lo recuerdas? Di, Russell…

Se sentó Small, desfallecido, perdida la mirada, vaga. Su frente estaba arrugada, fruncido desesperadamente el ceño, haciendo un terrible esfuerzo de memoria.

—Sí. Grazio le acometió por la espalda… —murmuró en un susurro—. Cierto.

—Y le mató. ¿Y quién mató a mi hermano, Russell? ¿Quién? ¡Contesta! —apremió Pasione, jadeante de emoción, apretada una mano contra la otra—. ¡Tú! ¡Tú estabas en connivencia con mi hermano para matar a Tucker! Le odiabas porque, según tú, te hacía de menos, te humillaba. Mi hermano me lo dijo. Y os pusisteis de acuerdo para que te acompañase y mi hermano le asesinase. Esto se hizo; pero después «te viste obligado» a matar a mi hermano. ¡Lo hiciste para quitarte un testigo de en medio, para aparecer ante el F. B. I. como un agente modelo, un vengador de tu camarada! ¡Eso fue lo que hiciste!

Small la miró aterrorizado. Las palabras de Pasione estaban como barrenando su mente y ordenando los recuerdos incompletos, espantosos. Todo se iba clasificando, ajustando, como en un complicado «puzzle» manejado por hábiles manos, pacientes, seguras. Las sombras se disipaban, dejando al descubierto un panorama terrible. La memoria volvía por sus fueros, en cierto modo. Recordaba su insensato odio a Tucker. Había lagunas en aquello. Recordaba al buen camarada, al excelente amigo, que tanto se preocupaba de su salud. Que trabajaba por él. Que le salvó la vida en aquel encuentro con los «gangsters», cuando le aporrearon la cabeza. Recordaba a Tucker, el buen amigo. Después… ¿Por qué le llegó a tomar aquel odio?

—¿Y después? —preguntó angustiadamente a Pasione, que espiaba atentamente sus reacciones, llera, llena de rencor—. ¿Y después?

—Después yo fui a verte. No sabía que habías matado a mi hermano. Me dijiste que fue Tucker, a tiros. Yo quería tenerte conmigo. Que fueses de mi banda. Tengo documentos que te comprometen, Russell —sonrió con crueldad.

—¿Documentos míos? ¿Qué es?

—Escribiste a mi hermano sobre la marcha de nuestro «gang». Nos dabas detalles de lo que el F. B. I. hacía para evadir su acción. Citaste a Mario para hablar también del asesinato de Tucker. ¡Los tengo yo! ¡Sigues en mi poder, Russell! Fui a verte y accediste a colaborar conmigo y mis hombres. Después… yo te gusté, Russell. ¿No lo recuerdas? Hiciste lo que nadie logró de mí: que te amase con toda mi alma. ¿No lo recuerdas? Eso ha sido ayer, anoche. Me dijiste que te casarías conmigo. Eso no querrás recordarlo, claro… Y tendrás que hacerlo o vas a la silla, Russell.

Small apoyó la sudorosa frente en el cristal de la ventana, mirando al exterior. Desde allí se veía la entrada al Golden Gate Park, con sus frondas verdes, su maravillosa perspectiva iluminada. Todo iba saliendo poco a poco. Pasione, con su tremenda crueldad narrativa, le iba sacando a flote en el mar de los recuerdos alborotados, encrespados. Pero para hundirle en un abismo de actos por él cometidos y olvidados. Habíale sucedido algo en aquel lapso de tiempo desde que recibiera el golpe en la cabeza, hacía dos años, y la presente realidad, traída merced a otro golpe en el mismo sitio. Sí… Algunas veces se habló de que un hombre puede perder la razón, verse acometido por la demencia y ejecutar actos diversos. También la amnesia, el olvido de lo ejecutado… Todo a causa de un golpe o una lesión, un «shock» traumático en la cabeza, con repercusión en el cerebro. ¿Fue algo de esto lo que le sucedió a él?

—¿Me oyes? O estás siempre a mi lado o vas a la silla, asesino de Mario, instigador al crimen contra Tucker —clamaba rabiosamente Pasione a sus espaldas, sollozando de despecho—. No mires al parque… No está allí esa mujer, esa Rose, de la que te has enamorado. ¡No serás más que mío o de la silla eléctrica!

—Rose… —exclamó Small, volviéndose hacia ella y mirándola con curiosidad—. ¿Quién es Rose? ¿Estaba en el parque? ¿Me enamoré yo de ella? —Se pasó la mano por la frente, cerrando los ojos mientras sus labios se torcían en un rictus de desesperación.

—No pienses en ella. No pienses en nada sino en que no puedes separarte de mí. En que tienes que quererme como yo te quiero a ti, pese a todo, a todo, Russell —la voz de ella se hizo más dulce, más quejumbrosa y tierna. Se levantó y lentamente, se acercó a él, llorando silenciosamente. Apoyó su cabeza en un hombro de él, pasándole un brazo alrededor del cuello—. Russell, loco o no, te quiero, te quiero… No pienses en nada, en nada sino en nuestro amor. Yo lo sé todo, pero es como si nadie lo supiese. Olvido que asesinaste a mi hermano. Ya te lo dije. Tú lo eres todo para mí…

—Déjame, por favor —suplicó Small, con voz ahogada, reconcentrada—. Tenga en cuenta que algo extraño ha pasado en mí. No lo sé… No me atormente pensando que soy responsable de lo que haya podido hacer desde hace dos años, o no sé desde cuándo. ¿No se da cuenta de que ha estado tratando con un… loco o idiota? ¡Algo me ha ocurrido, Dios mío!

Salió de la estancia con paso apresurado. Pasione no hizo por detenerle. También ella pensaba que aquel Russell de ahora no era el mismo de un rato antes, de días antes. O estaba loco entonces o era ahora cuando lo estaba. Y le dejó marchar mientras lloraba desconsoladamente.

Se puso la trinchera, que estaba en el perchero del «hall». La miró con curiosidad. Apenas sí recordaba que fuese suya. Solamente por el gran tamaño lo conjeturó. Y salió del piso. En la calle miró a su alrededor, no sabiendo fijamente en qué calle se encontraba. Todo era como nuevo para él, extraño, sin ser desconocido absolutamente. Estaba en Hayes Street, y lo recordó sin esfuerzo. Pero Tucker, Grazio, Rose, Gibbons bailaban en su mente. Y Pasione, aquella extraña mujer que le pedía amor, que le recordaba cosas en las que él fue actor…

Montó en un taxi y quiso dar la dirección de su casa. En alguna parte vivía, desde luego. Paro ¿dónde?

—¿Dónde, amigo? —apremiaba el «taxista», vuelta la cabeza hacia él.

—A mi casa, claro —murmuró tontamente Small, lleno de confusión… En… en…— no lo recordaba.

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