¡Terror!

¡Terror!


Capítulo IV

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—¿Es usted forastero? —preguntó el chófer, sonriendo—. ¿Hacia qué parte de la ciudad vivía? ¿En algún hotel quizá? Podemos preguntarlo por teléfono si sabe el nombre del hotel.

—Puede ser. Espérame, por favor —se bajó del coche precipitadamente y fue a un cercano bar. Marcó el número del F. B. I. en City Hall.

—¿Diga? —Peguntó una voz bronca.

—Mire, soy amigo del agente especial Small. Quiero verlo y no sé su dirección. ¿Podría decírmelo?

—Desde luego. Laguna Street, trescientos cuarenta y cinco, esquina a Jackson Street.

—Gracias.

Salió del establecimiento y dio la dirección al «taxista».

Cuando estuvo en la escalera otra duda le asaltó. ¿En qué piso vivía? La casa tenía siete pisos nada menos. Pero bajó a la conserjería y miró la lista de vecinos en un tablón sobre la pared. Era el suyo, sí, allí.

Se tentó uno de los bolsillos del pantalón. Sacó una llave y abrió alegremente la puerta. Estaba en su casa. Y su memoria no le fue muy infiel. Le parecía volver allí después de años de ausencia, encontrando esa ligera extrañeza que nos causa el no ver a diario los muebles, los objetos, la distribución de la casa. Aún olía a su tabaco de pipa, la mixtura «Clarrs». Esto sí lo recordaba perfectamente. Era extraño.

Apenas se sentó en su sillón favorito, en el «living», sonó el timbre del teléfono. Ya no le molestaba su ruido. El dolor de cabeza le había desaparecido. Se encontraba muy lúcido, muy ágil de pensamiento.

—¿Eh? —dijo con voz tranquila.

—¿Small? Bueno, hace media hora que te estoy esperando —una voz no desconocida para él le hablaba. Pero no sabía de quién era.

—¿Quién habla, por favor? —preguntó en tono de disculpa.

—¡Bueno!… Owen, hombre —contestó la voz en tono impaciente—. Te estoy esperando en el bar donde está Corvo, ya sabes. Ven enseguida.

—¿Owen? ¿Owen McLean? —exclamó alegremente Small—. ¡Pero, caramba, Owen! ¡Cuánto me alegro! ¿Qué tal te encuentras?

—¡Atiza, cómo estás, chico! —rezongó la voz de Owen, asombrada—. Parece como si hiciese diez años que no nos viésemos… Vamos, ven pronto y déjate de bromas. ¿O es que te encuentras mal. Russell? ¿Te duele la cabeza?

—¿La cabeza? ¡Maldita cabeza, buena me la han puesto! Pero no, no me duele ya, gracias. ¿Dónde quieres que vaya?

—¡Por Dios, Russell! Aquí, al bar de Corvo, diablos… ¿O es que no sabes donde está ni para qué nos citamos aquí? ¿Quieres que nos dejemos de bromas?

Small sudaba a chorros, angustiado. ¿Para qué le habría citado Owen, el buen camarada? ¿Quién era Corvo y dónde estaba su bar maldito? Todo eran lagunas en su cerebro, recién vuelto a la normalidad. Y con ello, recuerdos espantosos de crímenes cometidos por él, si Pasione no le había engañado. Pero no le había engañado, no. Él recordaba datos, momentos, rostros, situaciones y lugares que le hablaban le aquello. Mató o hizo malar a Tucker. Mato a Grazio… ¡Y Dios sabía qué otras cosas pudiera haber hecho!

—En Pine Street —le contestó Owen cuando le dijo que no recordaba dónde estaba el bar de Corvo—. Algo hay en tu cabeza que no va bien, Small. Hará mucho tiempo que no duermes bien, o has bebido más de la cuenta. Ven pronto.

Y Small salió de su piso sin saber para qué tenía que ver a su camarada.

Corvo y McLean estaban en el reservado cuando Small se presentó en el bar. Pasó seguidamente al cuartito. Owen le miró fijamente, un poco adusto. Y el camarero italiano esta vez no le sonrió como en la mañana.

—Bien, Small —dijo McLean, gravemente—. Corvo me ha dado noticias interesantes acerca de esa mujer que es «boss» de la banda de Grazio. Hay algo muy extraño en esto, Russell, relacionado contigo. Es una acusación de Corvo contra ti, y por eso deseaba que vinieses sin demora. Tienes derecho a oír lo que dice Corvo y a defenderte. Dígaselo, Corvo. La verdad absoluta.

Small palideció. Miró a Corvo con ansiedad. No le conocía. Al menos no recordaba haberle visto nunca. Aquella transformación sufrida en su cerebro había trastrocado todas sus ideas y recuerdos.

—Voy a decir la verdad, señor Small —dijo Corvo, solemnemente, y sus enormes bigotes negros parecieron convertirse en púas hirsutas, mientras sus ojos negros despedían una extraña luz—. Esta tarde he podido dar con el domicilio de esa mujer, de la que sospechábamos. Estuvo aquí al mediodía con uno de sus hombres, tomando un «vermut». Fueron a sentarse en una de las mesas de mi turno. Hablaron, aunque quedamente, de sus asuntos. Le nombraron a usted, a Russell Small. Ella le defendía a usted. El hombre desconfiaba y era partidario de suprimirle. Yo tengo buen oído y sé colegir por unas pocas palabras sueltas el fondo de una conversación, el tema de que se trata.

Small escuchaba a Corvo con un interés extraordinario. Como si aquel Russell Small al que aludía Corvo no fuese él mismo. McLean le miraba fijamente, y en su mirada había una mezcla de compasión y estupefacción.

—Cuando se marcharon yo les seguí disimuladamente. Llegaron al número doscientos ochenta y siete de esta misma calle. Muy cerca de aquí Era lo que yo suponía: que debían vivir en esta misma calle, próximos a este bar. Pero cómo tenía que adquirir la evidencia de que realmente vivían allí, hube de pedir permiso a mi jefe para que me dejase la tarde libre. Y no me separé de la puerta de esa casa. La vi salir sola y encaminarse, tomando un «taxi», al Golden Gate Park. La seguí. Les vi a ustedes, Small, McLean y la novia. Vi que ella, esa mujer, pasaba muy cerca de donde estaba usted, Small con la novia de McLean, y les miraba con extraña expresión. Se marchó después y yo la seguí. Pero fue a Hayes Street y se metió allí, en una casa de lujo. Y estando vigilando vi entrar a dos hombres que por sus atuendos y caras no me ofrecieron la menor duda de que eran de la cuadrilla de esa mujer. Es más: uno de ellos era el mismo que estuvo en el bar con ella al mediodía.

Small le miró con admiración. Pero de todo aquello él no se acordaba. No recordaba haber estado hacía unas horas en el Golden Gate Park con McLean y su novia. Algo bullía en su cerebro respecto a Rose, pero si la presentasen ahora mismo seguramente no la reconocería. Era él entonces otro Small…

—Y estando vigilando la casa llegó usted, señor Small —siguió Corvo con acento helado, seco, preciso—. Allí, en Hayes Street. Era usted, señor Small, con esa misma trinchera. Se bajó de un «taxi», cuyo número apunté, para que el chófer afirme lo que yo digo, si es preciso. ¿Era usted, señor Small?

—La verdad. Russell —murmuró McLean, fríamente—. ¿A qué fuiste allí?

—Creo que sí, que fui —respondió Small, bajando la cabeza leonina, como avergonzado—. Y no sé para qué fui…

Corvo y McLean se miraron, atónitos, incrédulos. Corvo sonrió maliciosamente después.

—¿No sería para hacer el amor a esa mujer, señor Small? Porque, aunque ya era de noche, la luz que había en la habitación donde ustedes dos estaban permitía que yo viese a usted en enamorado coloquio con ella. Ella le abrazó, estando usted ante una de las ventanas. Y usted la rechazó… ¿Es cierto esto?

—Es cierto —afirmó Small, con voz inexpresiva, baja la cabeza, entornados los ojos—. Es cierto.

—También es cierto que algo extraño debió de ocurrirle a usted con los dos hombres que yo vi entrar en la casa. ¿No se peleó con ellos? Yo veía pasar y repasar sombras ante la luz, como si jugasen a la gallina ciega o estuviesen acometiendo a una persona, creo que le vi a usted, mucho más alto que los otros, esgrimir como una silla… ¿Es cierto eso? ¿Se peleó con ellos?

—Sí. Me peleé con ellos. Y por eso tengo vendada la cabeza. Ella me tiró un jarrón a la cabeza y me la hirió. Me curó después… —dijo Small, en tono monótono, sin variar de postura—. Es cierto.

—Yo creí que traías la cabeza así, vendada, porque te dolería mucho y te habías aplicado alguna pomada o ungüento —dijo McLean—. Bueno, camarada, ya ves lo que Corvo ha averiguado. ¿Cómo no me pusiste en antecedentes de que conocías a esa mujer? ¿Por qué no le dijiste a Corvo quién era y dónde vivía? No me explico tu conducta —Russell acentuó su tono de gravedad, mirándole fijamente—. La impresión que sacaría cualquiera es que… estás traicionando al F. B. I.

—¡No! —exclamó Small, vigorosamente—. Es que… Owen… yo no soy ahora el que era antes, hace unos días, unas horas solamente. No me vas a comprender, claro. Yo tampoco lo entiendo bien todavía. Solamente atino a sacar la conclusión de que aquel golpe que me dieron hace dos años en la cabeza me produjo algo extraño y terrible que me ha curado el golpe que Pasione me dio hace un rato. Hemos estudiado algo sobre tales fenómenos de «shock» cerebral, ¿no?

—Sí —afirmó McLean, palideciendo y contemplándolo con infinita ansiedad—. Sí, Russell. Pero…

—No es un subterfugio para eludir mi responsabilidad, camarada —agregó Small con voz alterada por la emoción—. Ella, Pasione, me ha explicado muchas cosas que dice he hecho, y mi memoria va poco a poco reconstruyendo lo sucedido en esa etapa de dos años, desde que me hirieron en la cabeza. Y si lo que ella me ha dicho es cierto…

—Habrá de someterse a un examen médico —opinó Corvo, mirándole con lástima—. Desde luego. Juzgué su conducta verdaderamente desatentada de haber estado usted en el pleno dominio de sus facultades mentales. No quiero ofenderle llamándole loco, pero… Usted sabía que yo andaba tras esa mujer, que estaba a punto de dar con su paradero y se metía en casa de ella y se hacían el amor ante una ventana iluminada… Era insensato.

—¿Qué hacemos, Russell? —Inquirió McLean, amasadamente, mirándole con inquietud y lástima—. Nosotros pensamos en ese trastorno, pero será el inspector el que debe saber todo y tomar las medidas oportunas. Todos en la División estábamos preocupados con tu extraña conducta. Tus dolores de cabeza, tu hipocondría… Pero jamás pudimos sospechar que tenías eso… Que no eras tú realmente.

—Mañana por la mañana iré a ver al doctor Clay, de la División —dijo Small, resueltamente, encendiendo un cigarrillo que le ofreció Corvo—. Le explicaré todo y será lo que Dios quiera de mí. He sido un irresponsable. Parece mentira que me hayan dejado vivir así dos años.

—Te reconocieron dos veces —dijo McLean con viveza—. Y no encontraron que estuvieses tan seriamente afectado. Bien es verdad que tú decías que te encontrabas perfectamente, y que cuando el doctor Clay te preguntaba si tenías amnesia o ciertos síntomas de perturbación lo negabas rotundamente. ¿No te acuerdas?

—No. Si estaba loco, Owen… ¡Si supieras todo!

—Debes marcharte a tu casa. Descansa, y yo iré a buscarte para ir a la División —murmuró, compasivamente, McLean. Corvo le hizo un gesto. Era un hombre astuto.

Cuando salían del reservado, el italiano susurró al oído de McLean:

—Cuidado, amigo. Todo puede ser fingido por él. Si le deja marchar puede escapar con ellos. No le abandone hasta mañana.

McLean le miró con aprensión. Realmente la historia de Small era tan extraña… Lo decía él, pero en aquel instante era imposible comprobar si decía la verdad. Podía ser un truco para escapar, en efecto, de la responsabilidad que le atañía. Corvo le había descubierto como traidor al F. B. I.

—Te acompañaré a tu casa, Russell —dijo, al fin, ya ante la puerta del bar—. Creo que debo estar a tu lado esta noche para…

—Vigilarme, y que no me escape. ¿Verdad? —cortó, sonriendo tristemente, Small—. Sí, ven conmigo. Puedes llamar a algún camarada más y sentaros a la puerta de mi alcoba. Es natural, Owen. Ven conmigo, sí.

—Yo voy a avisar a la División para que asalten ahora mismo el domicilio de esa mujer —afirmó Corvo—. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¿Pa…?

Small se sintió angustiado. Por lo visto Corvo no sabía todo. Sí, sí lo sabía. Al seguirla a ella lo hizo al nuevo domicilio de Hayes Street.

—¿Van a ir a la casa de esta calle o a Hayes Street, trescientos cincuenta y uno? —le preguntó.

—A los dos sitios. ¿Usted sabe si tienen un tercer refugio? —contestó Corvo.

—No lo sé. Ella se llama… Pasione. Es hermana de Mario Grazio. Tiene un «gang» de varios hombres. Uno de ellos se llama Fortunate y el otro Raffoli. De los demás no me acuerdo.

No podía decir Small que tuviese por Pasione afecto, ni siquiera que lo fuese, pero su corazón se sintió oprimido al saber que ella iba a ser detenida, o quizá muerta si intentaba resistir a los agentes del F. B. I. dentro de pocos minutos. Ella era mujer de orgullo inmenso, según había podido comprobar. Fiera, indómita, tal vez prefiriera la muerte a ser detenida, juzgada y tal vez llevada a la silla eléctrica. Y con él no se había portado muy mal. La debía, ante todo, el haber salido de aquellas terribles tinieblas de la locura y la amnesia, gracias al golpe que le propinó para salvarle de las puñaladas de sus secuaces. Le había demostrado un amor salvaje, como lo era ella, pero amor al fin y al cabo. Le había perdonado el que él, Small, matase a su hermano Mario. Estuvo en manos de ella y le había dejado marchar… Y ahora él la denunciaba a Corvo…

—Sube —le dijo McLean, abierta la portezuela del coche—. No pienses más en eso, Russell. Yo creo que todo saldrá bien.

Small sonrió escépticamente. Su camarada no sabía casi nada de lo que él había hecho. Tucker había sido asesinado por él. Planeado el asesinato por él y ejecutado, ante él, por Grazio. Y él mató después a Grazio para evitar tener un testigo acusador. Lo hizo estando loco, sí, paro ahora no lo estaba y su conciencia estaba ya clamando cada vez más imperativamente. Había cosas que un hombre honrado jamás puede perdonarse. El saber todo aquello era como para volverle nuevamente loco. Mientras viviera tendría presente en su memoria aquel asesinato bestial, a traición, a sangre fría, con alevosía, del pobre camarada Tucker que tanto hizo por él, que le salvó la vida cuando aquellos asesinos querían rematarle. Lo hizo estando demente, pero ahora no lo estaba. Una vida espantosa comenzaba para él con haber vuelto a la razón y con ella al dominio de la memoria. Ya no podría seguir en el F. B. I. Quizá le pidiesen responsabilidades por aquel crimen, ya que ahora era un hombre normal. Aunque así no fuese, ¿qué iba a hacer en adelante? ¿Quién le iba a dar trabajo, sabiendo que había estado demente y que había asesinado? ¿Cómo iba él a trabajar en nada, teniendo la mente y el corazón destrozados por los recuerdos y los remordimientos?

No se dio cuenta de que iba en el coche con su camarada McLean y que se detenían ante el 346 de Laguna Street, en su casa. En adelante todo iba a ser para él como indiferente. Destrozada su vida, nada le importaría. «Dulce muerte, acuérdate de mí», pensaba ya, como aquel gran músico.

McLean durmió en casa de Small. Éste fue el que no durmió. El vigilante descansó sin despertarse. Y el vigilado, que debiera haber preocupado a su camarada, fue el que procuró no hacer ruido mientras paseaba por el «living» continuamente, bebiendo y fumando.

Corvo no se dio punto de reposo cuando Small y McLean se marcharon del bar. Como confidente, tenía un premio importante cuando sus actuaciones daban un resultado positivo. Aquella vez percibiría más aún. Por otra parte, él era un hombre absolutamente de bien y, aun sin estipendio alguno, hubiera obrado como lo hizo.

Llamó al inspector Gibbons y le refirió cuánto había averiguado, absteniéndose de relatar la historia de Small. No era cosa suya penetrar en la organización interior del F. B. I.

—Magnífico, Corvo —replicó Gibbons, muy contento—. Voy a movilizar a mis hombres. ¿Y McLean y Small? ¿No los ha visto usted?

—Pues… no —mintió, conmiserativamente—. Pero esto se puede hacer sin el concurso de ellos. Es muy urgente, inspector. Yo estaré en Hayes Street esperándoles.

Tomó un «taxi» el confidente. Eran cerca de las doce de la noche. Y ya vio, en la Álamo Square, varios coches de la Policía Metropolitana, de los que se bajaban los agentes uniformados, juntamente con otros de paisano, que juzgó serían del F. B. I.

En la puerta de la casa estaba el inspector Gibbons charlando con otros agentes.

—Hola, Corvo —le estrechó la mano vigorosamente—. Buen servicio. Ya nos hemos enterado de que están arriba varios de los hombres de esa Pasione. También han ido muchachos míos a Chesnut Street. ¿Estamos? —Se volvió a los agentes del F. B. I. y de la Metropolitana, que se agolpaban ante la puerta—. ¡Pues arriba!

En los dos ascensores subieron todos, un total de quince hombres. Gibbons, ya ante la puerta del piso, dejándola bien al descubierto por si desde dentro disparasen, llamó con el puño fuertemente.

Tardaron unos segundos en gritar uno de los «gangsters» desde dentro:

—¿Quién es?

—Del F. B. I. Abran y no cometan la majadería de ofrecer resistencia —dijo Gibbons, tranquilamente—. ¡Abran!

Los pasos se alejaron precipitadamente. Después se oyeron otros, entre un murmullo de frases en italiano, entrecortadas, agitadas, y el ir y venir de más pasos apresurados.

—¿Abren? —gritó, impacientemente, Gibbons. Un agente especial colocó un pequeño cartucho de explosivo bajo la puerta, junto al muro, con una pila eléctrica y un conmutador—. ¿Abren, o abrimos nosotros?

Nadie contestó. Gibbons frunció el ceño. Aquellos condenados pensaban ofrecer resistencia. Tan pronto se echase la puerta abajo serían recibidos por una descarga cerrada de los malhechores, iba a correr la sangre.

Hizo una seña al agente encargado de hacer funcionar el explosivo. Todos los demás se pegaron a la pared, alejándose de la puerta. El agente desenrolló un carretito de conductor eléctrico y también se alejó. Oprimió el conmutador y una explosión no muy fuerte se oyó.

La puerta, con su marco adosado a la pared, con los goznes, saltó hecha trizas, comenzando a arder y cayendo hacia adentro.

La descarga de tiros sonó inmediatamente desde dentro del piso, mientras gritaban los italianos, jurando y amenazando.

Gibbons sabía verificar asaltos sin exponer demasiado a sus hombres. Uno de ellos solamente asomó el brazo varias veces y granadas lacrimógenas comenzaron a penetrar en el «hall» y más adentro aún.

—¡Adentro! —gritó el inspector cuando vio que aquella estancia estaba vacía. Llevaban ya caretas antigás y pudieron permanecer allí sin sufrir molestias.

Desde uno de los pasillos salían las balas, chocando contra las paredes.

—¡Salid con los brazos en alto o no dejamos de vosotros ni los zapatos! —gritó Gibbons con su vozarrón potente, ronco.

Solamente el ruido de los disparos fue la contestación de los «gangsters».

En una habitación cuya puerta estaba cerrada se encontraban guarecidos. Disparaban a través de dicha puerta alocadamente, queriendo proteger así todo el pasillo.

Ya varios agentes llegaban con algunos colchones cogidos de las alcobas. Los tiraron, arrollados, en el suelo, y fueron a guarecerse tras ellos. Llevaban los rifles de gran calibre y ametralladoras ligeras. Y comenzaron a disparar con infernal ruido sobre la puerta, acribillándola en pocos segundos.

El tiroteo de los «gangsters» cesó desde dentro. Y la puerta, hecha una criba, arrancada de cuajo de sus goznes, cayó ruidosamente.

—¡Las bombas! —gritó Gibbons—. ¡Adelanten los colchones hacia allí!

Una docena de bombas lacrimógenas estallaron dentro de aquella habitación donde se encontraban agazapados los malhechores. Y los agentes, tirados sobre el «parquet», empujaron poco a poco los colchones protectores sin dejar de hacer un fuego terrible con las armas automáticas.

—¡Salgan con los brazos en alto, uno a uno! —gritó el inspector—. Dejamos de hacer fuego para que lo hagan.

El silencio reinó durante varios segundos. Al fin, un «gangster» apareció en el umbral con los brazos en alto, medio ciego a causa de los gases lacrimógenos.

—¡No disparen! —grito con voz empavorecida. Y avanzó dos o tres pasos.

—¡Traidor! —gritó alguien desde dentro. Sonó un disparo y el que iba a entregarse lanzó un grito de dolor, llevándose ambas manos a la cabeza, Se dobló grotescamente y cayó de bruces cuan largo era.

—¿Queréis más jaleo? —aulló Gibbons—. ¡Más bombas y metralla, chicos!

Un huracán de fuego brotó de las armas de los agentes mientras avanzaban tras los colchones. Las bombas cayeron y estallaron dentro de aquella fortaleza de los «gangsters» y, llegados ante el umbral, penetraron todos, con Gibbons y Corvo a la cabeza, en un grupo de asalto, protegidos por un fuego espantoso de ametralladoras ligeras.

La habitación estaba desierta. Otra puerta se veía allí, bien cerrada. Gibbons ahogó un juramento.

—¡El cartucho de explosivo! —gritó a sus hombres—. ¡Pronto!

Medio minuto después, no obstante los disparos que se hacían desde dentro, la puerta era arrancada, destrozada. Y las granadas lacrimógenas penetraron en aquella última habitación.

—¡Al asalto! —gritó Gibbons cuando consideró que allí dentro no había sino una densa humareda color chocolate, de los gases.

Eran cinco los «gangsters» que estaban allí refugiados tras los sillones, un diván, muebles, almohadones. Cegados por los gases, tosiendo, blasfemando, dispararan desesperadamente sobre la puerta.

Fue una lucha, a muerte. Los malhechores no se rendían, sabiendo plenamente que de cogerles vivos su muerte era también casi cierta, después de juzgados.

Dos agentes cayeren heridos en aquel asalto bestial, en el que se persiguió a los bandoleros como alimañas, después de que Gibbons les intimó a la rendición frecuentemente. Segados los muebles a balazos, luchando contra la densa humareda de los gases y bajo terribles rociadas de balas de grueso calibre, uno a uno fueron cayendo aquellos desesperados en una lucha tan estúpida como suicida.

—No está Pasione —murmuró Corvo cuando cesó el fuego, después de registrar todo el piso.

—La habrán cogido en Chesnut Street —contestó Gibbons, quitándose la careta antigás—. Vamos a telefonear a ver qué ha habido allí.

Desde el piso de abajo, donde los vecinos estaban aterrados, llamaron al piso de Chesnut Street alquilado por Pasione.

—Soy el Inspector Gibbons —dijo el jefe de la División de San Francisco—. ¿Qué hay, Millard?

—Esto estaba vacío, jefe. Nadie nos dio la bienvenida —contestó uno de los agentes especiales.

—¿No saben nada de esa Pasione, la «boss»?

—Nada. ¿No ha caído ahí? ¿Qué tal ustedes?

—Dos heridos leves. Todos ellos rumbo al infierno, por idiotas, la mujer tampoco estaba aquí.

Es lástima. Quedando la cabeza el monstruo puede resurgir. Bien, dejen ahí alguien que guarde el piso y vayan a la División…

—Oiga, jefe —dijo poco después Corvo con aire preocupado—. Entre los cadáveres no están ni Raffoli ni Fortunate. Iban mucho al bar donde yo trabajo. Ella y esos dos han escapado… El «gang» no ha sido destruido, por lo tanto.

Gibbons se pasó un pañuelo por la sudorosa frente.

—Se los buscará, amigo. Entre usted y nosotros. Y aprisa, porque pueden largarse a Chicago, Nueva York…

Aquella misma noche un coche se detuvo en Van Ness Street, ante el número doscientos ochenta y uno. Iban en él Pasione, Raffoli y Fortunate. Ella se bajó del vehículo, quedando sus dos guardaespaldas en el interior.

—Es en el tercero —dijo Raffoli—. Vive sola.

Pasione subió al piso tercero. Llamó a la puerta y esperó un poco.

Rose O’Malley, la novia de McLean, abrió. La miro, abriendo aún más.

Miss O’Malley, ¿verdad? —dijo la italiana, sonriendo, seductora—. Soy nueva en el hospital San Ignatius. Traía para usted un recado… —vaciló mientras entraba con ademanes cohibidos—. No se asuste…

—¿Para mí? —inquirió Rase, verdaderamente asustada—. ¿Qué ha pasado? ¿A quién?

—No se asuste, miss O’Malley —exclamó Pasione, más agitada cada vez—. El agente especial McLean quisiera verla. Pero no es muy… no es grave, de veras. ¡Cuánto siento!… Le han herido y…

Rose lanzó un grito de espanto, palideciendo.

—Siéntese… Voy a… arreglarme. Espéreme —clamó la joven, casi sollozando—. ¡Dios mío, Owen de mi alma! —Salió del «hall» a toda prisa. Pasione sonrió maquiavélicamente, sentada en una butaquita, angelical la expresión de su bello rostro moreno.

—Vamos, vamos —llegó Rose, con los ojos muy encarnados por el llanto—. No sé si habrá un «taxi» ahora. ¡Owen querido!

—He traído uno del hospital. Está cerca —bajaban la escalera rápidamente, Rose la primera, llena de angustia.

—No será de muerte, ¿verdad? —Se volvió hacia Pasione—. La verdad, hermana…

—No, no. No se asuste. Estaban operándole cuando salí. Una bala. Me dijo que desearía verla cuando saliera del quirófano, por si acaso… —La italiana gozaba inmensamente en hacer sufrir a la que creía rival, porque Small la hacia el amor, según declarara él.

—En ese coche —señaló Pasione.

Estaba ante la portezuela Raffoli, como si fuese el chófer. La saludó respetuosamente a Rose mientras sonreía con malicia a su «boss». Ya dentro, la joven, entre la italiana y Fortunate, arrancó el coche velozmente.

Como pasaran varios minutos y el vehículo se alejara de Fillmore Street, donde estaba el hospital, Rose se volvió hacia Pasione con cierto asombro.

—Pero nos alejamos de Fillmore, hermana —dijo, mirándola fijamente.

—Así es. Su novio debe de estar bien, me figuro. Mejor que usted, desde luego —contestó riendo la italiana—. Todo consiste, miss O’Malley, en que me ha agradado usted y he pensado que venga a pasar conmigo unos días. Soy tan caprichosa…

Rieron los dos guardaespaldas groseramente. Rose los miró con creciente inquietud. Se iba dando cuenta de que había caído en una trampa bien urdida.

—¡Quiero bajarme! Me han engañado… —gritó, haciendo ademán de coger el picaporte de la portezuela. Pero Fortunate la dio un manotazo, apartándola, y después un empellón para que se recostarse contra el respaldo.

—Pocas bromas, niña —murmuró Pasione con dureza—. Si grita, la amordazaremos. Vamos, la creía más inteligente… ¿Cómo se las pudo arreglar para enamorar a Russell? —Su rostro denotó el odio, los celos.

La sangre irlandesa de Rose se sublevó. Vio el punto flaco de aquella mujer. Sacó la consecuencia de que Pasione debía de estar enamorada de Small deplorando que el agente especial tuviese alguna relación con aquella mujer, que ahora se revelaba como perteneciente a la peor estofa.

—Pero ¿usted está enamorada acaso de Russell? —preguntó en tono inocente, sonriendo—. ¡Ay, cuánto lo siento que para eso haya recurrido a esto! Pierde el tiempo, hija… Russell ni come ni duerme pensando en mí. La compadezco de veras —rió estúpidamente, con aire de superioridad.

—¡Ya lo veremos! —Casi rugió Pasione—. ¿Cómo es usted novia de McLean, entonces? Valiente cabeza loca…

—¡Oh! Yo a todos les digo que sí. Después me casaré con el que crea me ha de sostener mejor. Russell es, desde luego, mi preferido. ¡Vaya hombre! ¡Y cómo está por mí!

Pasione, incapaz de disimular más, metió un codo por el costado derecho de Rose, que se revolvió, dándola una bofetada a placer. Fortunate intervino, riendo quedamente, para sosegar a aquella muchacha nada acobardada. Se liaron ambas mujeres, tratando de arañarse y golpearse. Y el «gangster» hubo de apelar a todas sus fuerzas para lograr calmarlas, poniéndose entre ambas.

—¡Bruja, arrastrada! —gritó Rose, intentando agredir a Pasione, pese a que el guardaespaldas estiraba los brazos, riendo, para impedírselo—. ¡Vieja retocada, cómo te va a querer a ti!

—¡Lo veremos! ¡Cara de niña boba! Tú le has de ver a mis pies, o morirás… Para eso vienes conmigo. ¡O es mío o no lo cuentas, pelo de panocha!

—Lo que hará será meterle una bala en esa cabeza teñida, bruja, abuelita —gritaba Rose con todas sus fuerzas, y sus manos parecían volar, engarabitadas los dedos, buscando arañarla.

—¡Corre, tú! —gritó riendo Fortunate a su compinche, que guiaba el coche, volviendo de vez en cuando la cabeza para reírse también—. Si no se matan…

Al final de Divisadero Street, al norte, en las cercanías de la bahía, torció el coche y penetró en una calleja solitaria. Los faros la iluminaron durante unos segundos, hasta que se detuvo el coche ante una casa de dos pisos, de aspecto humilde.

—Abajo, irlandesa del demonio —dijo Fortunate, cogiéndola de un brazo y tirando de Rose, que se lanzaba de nuevo contra Pasione con un ardor de campeón de boxeo del peso fuerte—. Sal por el otro lado, Pasione —advirtió a la italiana, que harto hacía con zafarse a medias de las embestidas de su presunta rival.

—Ya te diré ahora, encanto, cuatro cosas —gritó Pasione, obedeciendo—. Ahora bajarás los humos.

—Gata emporcada —gritó Rose, recurriendo con la memoria a las frases que se lanzaban las mujeres en el mercado de Sacramento Street y aplicándoselas a la italiana—. Es mucho hombre para ti Russell… Ni aunque le cantes el «O sole mío», gata, gata emporcada…

A rastras, llevada por Fortunate y Raffoli, empujada y pellizcada por Pasione, entró la joven en el interior de aquella casa. Pero en cuanto veía un resquicio se lanzaba contra Pasione, que acabó por guarecerse detrás de sus secuaces, un tanto temerosa de la agresividad que provocara en Rose.

Fue atada con las manos a la espalda y sentada en un viejo diván. La italiana entonces se creció, viéndola indefensa.

—Bien, ahora ¿por qué no sigues insultándome? ¿Por qué no me pegas? —La dio una bofetada con gran ímpetu. De los labios de Rose salió un paco de sangre. Pero se comportó bravamente. Ella hubiera declarado que no tenía nada absolutamente con Russell, que no le amaba, y que el dueño de su corazón era Owen McLean, pero deseaba vengarse de aquel secuestro inicuo, de lo que había llorado pensando en que su novio estaba poco menos que agonizando, y sobre todo, porque quería humillar y hacer sufrir a aquella arpía, que tan poco decentemente declaraba su amor.

—Vieja ridícula… Con esa cara de pepona pretender quitarme a mi Russell —rió sarcásticamente cuando otra bofetada de Pasione la cruzó la cara—. Dile que venga y que decida. ¡Cómo me voy a reír, gata emporcada!

Fortunate y Raffoli reían con todas sus ganas. A su manera, se vengaban de ser despreciados por su hermosa jefe. Y Pasione, que no lograba hacer callar ni a golpes a Rose, se volvió furiosamente, sabiéndose objeto de burla por ellos, que reían las palabras de la joven.

—¡Llevárosla, porque si no la mato, y lo que quiero es que me vea en los brazos de su amado Russell! —les gritó—. A la alcoba del fondo, ¡pronto!

—¡Tráele, abuelita, y ya verás! —gritó Rose, mientras la sacaban del «hall» a empellones—. ¡Tú ya no enamoras ni a un viejo de ochenta años, vieja loca!

Pasione se arrojó sobre el diván, congestionada por la rabia. Después se levantó y fue a mirarse a un viejo espejo, pendiente de la pared. Quería cerciorarse de si lo que le dijo Rose era cierto, de que era ya una vieja. Y sonrió triunfalmente al verse hermosa, con sus rojos labios sensuales, sus ojazos negros, su nariz regular, casi clásica. Solamente tenía en ambas mejillas dos surcos sangrientos causados por las uñas de Rose. Lanzó un grito de rabia y se aplicó «rouge» y maquillaje, intentando ocultar aquel destrozo en su piel suave, aún tersa.

Volvieron los dos guardaespaldas, mirándose y sonriendo disimuladamente.

—Ya está, Pasione —dijo Fortunate, yendo a sentarse en un sillón con muestras de cansancio—. ¡Vaya chica, mi madre! Vamos, que si tienes que vértelas con ella a solas no sé cómo te las hubieras compuesto…

—Ya, ya… —murmuró Raffoli, con sorna—. Así me gustan a mí las mujeres. Bravas, con redaños…

—¡Callad! —gritó Pasione, comprendiendo la mala intención de sus secuaces—. ¿Creéis que si no fuera por el interés que tengo en que la vea en mi poder Russell no la hubiera yo matado con mis propias manos, idiotas? Será peor para ella cuando vea a su novio besándome…

—Eso es una locura y una estupidez —saltó Fortunate, ahora acicateado a su vez por los celos—. Las mujeres no hacéis más que tonterías.

—¿Le vas a indicar que estamos aquí escondidos, siendo como es del F. B. I.? —murmuró Raffoli, quien también se sentía hosco por la misma causa que su compañero de fechorías—. No sé para qué tienes que poner los ojos en hombres que no te quieren bien, como…

—Como me queréis vosotros, ¿no? —dijo, con desdén, Pasione, paseando por el «hall» nerviosamente—. Vosotros siempre seréis —su voz se hizo acariciadora, halagándoles, sabedora de que dispondría de ellos hasta la muerte— mis buenos amigos, mis fieles amigos. No soy desagradecida, ya lo sabéis… Voy teniendo ya mucha experiencia. Quizá deje lo bueno por lo que es malo.

—Así es —dijo Fortunate, levantándose y yendo hacía ella, engallado. Raffoli se levantó a su vez, mirándole ferozmente—. Yo no sé qué daría porque te fijases como es debido en mí. ¡Lo que podríamos hacer juntos! Una buena banda, miles y miles de billetes grandes…

—Tú —murmuró, sordamente, Raffoli, poniéndosele en el camino—. Habla de otra cosa, ¿sabes? Ella es la que ha de elegir… Y no te olvides de mí, porque te refresco la memoria ahora mismo.

—Aparta, piojo —dijo Fortunate, haciendo ademán de darle con la mano abierta en la cara, despectivamente—. Ya me estés cansando con que mires siquiera a esta mujer. ¡Aparta, te digo!

—¡Quietos los dos! —gritó ella, apartándoles cuando ambos, sacaban sus cuchillos, lanzándose miradas de intenso odio—. ¡Ésa es la manera de que no me entienda con ninguno! A tu silla. Fortunate. A la tuya, Raffoli…

Ambos se alejaron refunfuñando, obedientes como perros a las órdenes de quien sabía sugestionarles con su sola presencia.

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