Terror

Terror


Capitulo 24

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Hay una historia acerca de una época terrible en la que la muerte caminó sobre la superficie de la Tierra. La historia dice así:

Hará sesenta y cinco millones de años, un cuerpo errante, quizás un asteroide de órbita excéntrica, quizás el núcleo de un cometa particularmente masivo, se encontró con la Tierra en su camino. Probablemente este cuerpo tendría unos ocho kilómetros de diámetro y, cuando golpeó contra las zonas exteriores de la atmósfera de nuestro planeta, podía estar viajando a una velocidad de dos veces su diámetro por segundo.

Mientras penetraba en los tenues inicios del aire, en su límite con el espacio, fue recogiendo las moléculas de aire que encontraba ante sí, comprimiéndolas y calentándolas. Se convirtió en una bola de fuego muy brillante, más brillante incluso que el sol al mediodía.

Cuando alcanzó la parte más densa de la atmósfera, donde ahora vuelan los aviones y respiran los animales, había adquirido delante de él una densa película de aplastadas moléculas de aire que contenían casi todo el oxígeno, nitrógeno y otros gases residuales que había encontrado en su camino —porque se movía demasiado rápido para que pudieran apartarse de él—, pero tan comprimidos y calentados que las moléculas se habían desintegrado en átomos, los átomos habían visto cómo les eran arrebatados algunos de sus electrones, y el gas estaba más ionizado y caliente que en la superficie del sol.

Esta bola de fuego (en una versión de la historia) golpeó la parte norte del océano Atlántico. El objeto en sí resultó vaporizado. La energía liberada por el impacto arrancó un volumen de agua del mar y fondo rocoso marino (o quizá una o dos islas volcánicas) equivalente a sesenta veces la masa del propio objeto. Ese material se vio lanzado al aire como plasma y vapor de agua y polvo.

En aquella época, hace sesenta y cinco millones de años, el Atlántico Norte aún estaba en expansión. Existía un puente de tierra firme que unía lo que es ahora la parte norte de Canadá y Groenlandia con lo que es ahora Escandinavia y las Islas Británicas. El océano en sí tenía forma triangular, con la punta hacia arriba.

El empuje hidráulico creado cuando el objeto martilleó hacia el sur a través del océano lo aplastó todo a su paso. El choque en el agua produjo enormes tsunamis que barrieron las costas de los continentes a su alrededor, y anegaron y devastaron todo lo que tocaron. El impacto a través de la tierra produjo terremotos de intensidad mensurable a lo largo de todo el mundo; en las proximidades, desmoronaron acantilados e iniciaron avalanchas…, no había edificios que derrumbar. Pero no fue el martilleo hidráulico o los tsunamis o los terremotos lo que convirtió aquel acontecimiento en el asesino supremo de la historia. No fue la explosión en sí (mayor en varios órdenes de magnitud al estallido simultáneo de todo el stock de armas nucleares del planeta). No fue el calor, o las violentas tormentas que siguieron.

Fue el polvo. Miles y miles de millones de toneladas de polvo.

Los plasmas, gases y polvo que fueron arrojados hacia arriba del Atlántico Norte primigenio tenían que ir a alguna parte. Algunos se vieron acelerados de una forma tan violenta que se perdieron en el espacio. Algunos, los correspondientes a los límites exteriores del acontecimiento, estaban constituidos por partículas tan grandes que cayeron rápidamente y muy cerca. Pero una gran parte de ellos se convirtieron en aerosoles flotando en el aire.

La nube de polvo necesitó quizá cinco años para dispersarse lo suficiente como para que el sol volviera a brillar sobre la superficie de la Tierra, y por aquel entonces el mundo ya era muy distinto.

Muchas plantas habían muerto por falta de sol; también lo habían hecho los animales que se alimentaban de esas plantas; también lo habían hecho los animales que se alimentaban de esos otros animales. De todas las especies conocidas que vivían a finales del período cretáceo, tres de cada cuatro desaparecieron. Los animales más grandes fueron los que se vieron más afectados. Casi ninguna criatura que pesara más de cuatro o cinco kilos y cuyos huesos aparecen en los lechos del cretáceo dejaron su esqueleto en las capas posteriores.

¿Ocurrió esto realmente de la forma en que lo cuenta la historia?

Nadie puede decirlo con seguridad, pero es un hecho…, al menos una interesante coincidencia; quizá sea la prueba de que la historia es cierta.

Casi al mismo tiempo, hace unos sesenta y cinco millones de años, se depositó una fina capa de sedimentos que es casi treinta veces más rica en iridio que los depósitos que aparecen inmediatamente antes y después de ella. Fuera lo que fuese lo que la causó, su alcance parece mundial. La capa aparece en al menos una docena de lugares, desde Texas y Nueva Zelanda hasta Dinamarca y España.

Un hombre llamado Luis Álvarez, junto con cierto número de otros científicos, estudió este asunto y llegó a la conclusión de que se trataba de un meteorito, rico en iridio como suelen serlo a menudo los meteoritos, el que golpeó la Tierra y causó esa extinción.

Una objeción a esta teoría es que un meteorito (o cualquier otro cuerpo que cayera sobre nuestro planeta) lo bastante grande como para causar todo eso hubiera debido dejar un cráter en alguna parte. Por supuesto, pudo golpear en el mar. Hay muchos más océanos que tierra firme donde golpear, y siempre ha sido así, por mucho que se muevan los continentes. En ese caso, los efectos hubieran sido prácticamente los mismos, pero no hubiera quedado ningún cráter visible en tierra firme.

O pudo golpear en un lugar donde su huella quedara cubierta posteriormente. Hay lugares así…, lugares donde la actividad volcánica, por ejemplo, es tan frecuente y a tan gran escala que nada sobrevive hoy de los acontecimientos que se produjeron hace tanto tiempo.

Islandia es un lugar así.

Si, como cuenta esta variante de la historia, había en aquella época un volcán reciente en la parte del proto-Atlántico que hoy constituye Islandia, si el objeto lo golpeó y liberó una erupción, si la lava y el magma que se derramaron borraron todas las huellas…

Hay muchos «si». Pero, en un tiempo infinito, todos los «si» se convierten en hechos. Quizá lo hicieron aquel día, hace 65.000.000 de años. La erupción volcánica pudo añadir mucho al desastre, a través de la sinergia. Un volcán, incluso sin ayuda, puede afectar seriamente el clima de la Tierra. El monte Tambora lo hizo en 1815 cuando entró en erupción. Al año siguiente las cosechas no llegaron a madurar en buena parte del hemisferio norte debido a que no había suficiente luz solar; los habitantes de Nueva Inglaterra llamaron a 1816 «el año sin verano». El monte Santa Helena, en 1980, estaba a punto de entrar en erupción cuando un corrimiento de tierras en su ladera cegó el abceso. Su fuerza fue liberada mucho más violentamente de lo que hubiera sido sin la repentina apertura de su jaula. Un meteorito que golpeara un volcán a punto de entrar en erupción produciría un suceso mucho más violento que la erupción en sí; y, en la violencia de la erupción, sería borrada toda huella del suceso.

Así que quizá la historia sea cierta…

Pero aunque la historia no fuera cierta, los volcanes son un hecho, la capa de iridio que se extiende por todo el mundo es un hecho…, y, sobre todo, la extinción de la mayor parte de las criaturas vivas hace sesenta y cinco millones de años es un hecho.

Esas épocas de extinción son un hecho, y hay más de una.

Se han producido al menos una docena de veces, en la larga historia de la vida sobre la Tierra. Una y otra vez, algo ha matado fracciones importantes de las cosas vivas que existían por aquel entonces, ya fueran blandas masas ameboides o gigantescos dinosaurios. Si no fue el impacto de un asteroide, pudo haber sido una lluvia de cometas desviados de las distantes nubes oórticas de sus órbitas por la proximidad de una estrella. O por fluctuaciones en la órbita del sol en torno al núcleo de la galaxia. O por zonas de gases entre las estrellas. O por la explosión en supernova de una distante (pero no muy distante) estrella que arrojara sobre la Tierra sus letales radiaciones; o por un cambio en el clima ocasionado por un cambio a largo plazo en la propia órbita de la Tierra (o por una disminución temporal de las radiaciones solares)… Hay un gran número de explicaciones posibles.

El hecho que necesita explicación sigue aún ahí.

De tanto en tanto, a intervalos de decenas de millones de años, algo ejecuta un asesinato en masa sobre la Tierra…, como el dueño de una casa rocía de tanto en tanto su jardín para mantener controlado el número de insectos dañinos.

Por supuesto, los insectos dañinos siempre terminan regresando.

Por supuesto, la vida en la Tierra siempre ha regresado también.

Cuando los dinosaurios murieron, proporcionaron a los mamíferos una oportunidad…, a largo plazo nos proporcionaron a nosotros una oportunidad. Cuando cualquier especie dominante ha desaparecido, otras familias de seres vivos han mutado rápidamente y se han desarrollado para cubrir los huecos.

Algunos científicos sostienen la idea de que la vida siempre ha medrado y se ha desarrollado, fuera cual fuese la magnitud de cualquier desastre, y que siempre lo seguirá haciendo…, que la vida que puebla la Tierra crea, de alguna forma, una especie de efecto de realimentación, una homeostasis, de modo que, no importa lo que ocurra, la vida siempre persistirá y proliferará.

A esto se le llama «la hipótesis de Gaia».

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