Terror

Terror


Capitulo 27

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27

Descender la montaña fue aún peor que ascenderla, porque el sol ya se había puesto. La mayor parte de la carretera estaba sumida en unas profundas sombras. Stephen Chindler no había abrazado a su madre desde hacía más de una docena de años, pero ahora se aferraba a ella. No por él. Por ella.

—Todo va bien, mamá —susurró en su oído, apretándose contra ella mientras el jeep avanzaba patinando por la resbaladiza carretera.

—No —dijo ella de forma definitiva. No le miró. Por supuesto, aquello era cierto. Stephen alzó la vista por encima de la cabeza de su madre, hacia el viejo hawaiano al otro lado del asiento. David Yanami se encogió de hombros, como queriendo decir, tiene razón, y tú lo sabes. La tenía. Nada iba bien cuando había un hombre en el asiento delantero vigilándoles, con una metralleta en la mano. Se había quitado el casco antidisturbios, y el rostro debajo de él era el de un joven negro —no un rostro terrible como el de Mr. T, sino quizá incluso tan amistoso como el de Eddie Murphy—, pero no había bajado ni un momento su arma.

Y, especialmente, nada iba bien cuando acababan de ver morir a cinco personas.

Eran demasiadas. De acuerdo, algunas de ellas se lo tenían merecido…, el tipo grande con los perversos ojos y la dama delgada; eso podías comprenderlo. En cierto modo, podías incluso esperarlo, pensó Stephen. Cuando los alguaciles entran en el saloon, los pandilleros se ven acribillados en el tiroteo. Pero la vieja dama japonesa no era ningún pandillero. ¡Era una vieja dama! Y el hombre llamado Plitt sólo había estado haciendo su trabajo…, ¿y qué decir de los otros tres que el hombre grande había matado antes de que ellos llegaran allí?

¿Y aquel alto y apuesto muchacho de aspecto portorriqueño? Si hubiera sido un mal chico, resultaba extraño, pensó Stephen, que su madre hubiera llorado sobre su cadáver.

¡Vaya lío!

El jeep frenó bruscamente y patinó hasta detenerse en el único lugar ancho y nivelado en todo el camino de descenso, eludiendo apenas por unos centímetros chocar contra el gran helicóptero blanco que estaba aguardando allí, con su rotor girando lentamente.

—¡Cuidado con lo que hace! —dijo beligerantemente Stephen al joven negro de la metralleta cuando sus captores les invitaron a salir…, no, les sacaron. El hombre no respondió. Se limitó a mirar a Stephen con una especie de expresión disgustada, como si Stephen hubiera cometido alguna terrible inconveniencia, algo así como pedorrearse en público.

—Suban al helicóptero —ordenó, y dio a Stephen otro empujón.

Bajo otras circunstancias, aquel viaje hubiera sido estupendo. El helicóptero era un gran Sikorsky de Rescate Marítimo, lo bastante grande como para albergarlos a todos. Cuando estuvieron dentro y se hubieron sujetado con los cinturones de seguridad, el aparato se alzó en el aire, se bamboleó unos instantes en las turbulencias del aire, y enfiló rumbo al sur. Stephen nunca había estado en un helicóptero antes. No era en absoluto como un DC-10. Se retorció en el asiento para mirar lo que había debajo —¡estaba tan cerca!—, y vio las laderas del Mauna Kea alejarse tras ellos y el helicóptero rodear el Mauna Loa, volviendo a girar hacia el sur y el este sobre la ladera meridional de desnuda lava del Parque Nacional Volcano, luego sobre el mar. Pudo oír a David Yanami hablar quedamente con su madre, así que ella estaba bien…, al menos por ahora…

Stephen no pensó más allá del ahora. No poseía los conocimientos necesarios para formarse alguna teoría acerca de lo que ocurriría a continuación. Lo que había creído saber había resultado ser fácil. El guión que tenía en su cabeza planteaba el rescate de su madre de los terroristas, sin duda con un montón de gente de uniforme disparando un montón de armas…, bien, esa parte había sido así; de acuerdo. ¡Pero no hablaba una palabra de ser retenidos como prisioneros! ¿Dónde estaban las cámaras de televisión y los representantes de los editores ofreciendo contratos para el libro que indudablemente se escribiría sobre ello a continuación? ¿Cuándo sabrían algo del show de Johnny Carson y del «Buenos días, América»? ¿Iba a ocurrir algo de todo aquello?

No lo parecía. El guión que Stephen había soñado no incluía el aterrizaje en la cubierta de un barco en medio de aquel maldito océano Pacífico, ni el ser llevados a punta de pistola hasta lo que ellos llamaban sala de guardia. Todo aquello parecía tan equivocado que ni siquiera disfrutó con la maravilla de hallarse en aquel lugar. Por un lado, estaba agotado. Según la hora de St. Louis, debería llevar ya horas durmiendo, no sentado en una dura silla de metal en una habitación con guardias armados en la puerta. Esta vez, cuando se levantó para situarse más cerca de su madre, fue tanto por él como por ella.

Al otro lado de Rachel, el viejo profesor miraba a un hombrecillo de aspecto ratonil sentado de una forma severamente erguida contra la pared.

—Yo le conozco —dijo David Yanami—. Le vi en los lavabos de caballeros del hotel el día de Nochevieja.

—Por supuesto que lo hizo, doctor Yanami, desgraciadamente para ambos —dijo el hombre, con evidente desagrado. Y, de pie junto a la cabecera de la mesa, hojeando unos papeles, un hombre vestido con ropas deportivas alzó la vista para decir, pestañeando:

—Me temo que tiene razón, doctor Yanami. Es una lástima que se haya visto usted implicado en todo esto. Entienda, todos ustedes se han convertido en objetos de interés nacional.

Stephen Chindler aferró fuertemente la mano de su madre. No le gustaba aquel hombre con el pullover de cien dólares y el Adidas blanco como la nieve. No le gustaba, ni comprendía, nada de lo que estaba ocurriendo, y menos que nada le gustaba, ni comprendía, la expresión en el rostro de su madre, medio sonrisa, medio lágrimas, cuando le susurró:

—Oh, querido, estoy tan cansada de ser objeto de interés de alguien.

Arkadi Bor, por su parte, comprendía muy bien todo lo que estaba ocurriendo. Si bien no le gustaba exactamente, al menos era un cambio. Desde el fondo, uno solo puede ir en una dirección. Bor tenía la impresión de que quizá lo peor ya había pasado. No se permitía tener esperanzas de un final feliz para él. Los finales felices correspondían a las historias para niños.

Era demasiado pronto para arriesgarse a pensar aquello, y las evidencias demasiado débiles.

De todos modos, había pruebas de que se había producido un giro en los acontecimientos. No había sido devuelto a su celda. Incluso se le había permitido —¿o había sido una orden?— permanecer con el general Danforth y Jameson Burford durante la mayor parte de la última hora, sin contar, por supuesto, la ocasión en que aquel otro general, aquél lleno de estrellas llamado Brandywine, había acudido por vía aérea desde Sandia y había desaparecido con los otros para una corta y seria conversación en privado. Burford había salido de aquella reunión con expresión intimidada y preocupada, y aquello parecía algo bueno para Arkadi Bor.

Así que quizá, reflexionó Bor confortablemente, ya no fuera un prisionero, sino simplemente un internado. ¡Para alguien que había sido huésped de los chekistas, aquello era mucho! Además, ahora tenía a todas aquellas otras personas para compartir su confinamiento. La mujer de la KGB seguía languideciendo en el calabozo, suponía, o al menos no había vuelto a verla, pero cada vez se añadía más gente al grupo. Primero el hombre llamado Frank Morford, protestando ácidamente sobre la invasión de sus libertades personales cuando fue detenido allá donde estuviera en aquellos momentos y llevado a Vulcano. Y ahora más. Mientras aguardaban a que aterrizara el helicóptero procedente del Mauna Kea, de pie bajo el fuerte viento en medio del cada vez más oscuro cielo del Pacífico, Bor incluso se había atrevido a decirle al general Danforth:

—Supongo que esto resolverá todos los problemas de seguridad que quedaban pendientes, ¿eh, general?

Pero había sido el general Brandywine quien había respondido, con sus tres estrellas afirmando su prioridad sobre las dos del otro:

—No hay problemas de seguridad en el Proyecto Vulcano, doctor Bor. —Y sonrió, contemplando cómo el helicóptero descendía cuidadosamente sobre la zona de aterrizaje—. No los permito. —Y el propio general Danforth, sin decir nada, había lanzado a Bor una mirada larga y calculadora.

Así que cuando todos estuvieron en la sala de guardia, Bor se negó a sí mismo el arriesgado lujo de ningún tipo de esperanza. Simplemente estudió a sus compañeros, los supervivientes de aquella violenta masacre en la cumbre del Mauna Kea, de la que sólo había oído fragmentos. La mujer americana, su hijo, el viejo oriental…, no parecían el tipo de gente capaz de verse involucrada en toda aquella violencia. ¿Pero acaso él sí? ¡No Bor, por supuesto! Todo lo que él pedía era una vida tranquila, el respeto de los que le rodeaban… y por supuesto, sí, la libertad de llevar una vida personal con otras personas que compartieran sus intereses. ¡Y había sido arrancado de sus pacíficas metas por todas aquellas terribles pruebas!

Al menos, pensó amargamente, tenía la disculpa de que él no había podido hacer nada por evitarlo. ¿Por qué no se habían resistido los americanos? Sus leyes les garantizaban todo tipo de libertades. ¿Por qué simplemente no las habían exigido? Se habían dejado llevar sin resistirse, exactamente igual que un habitante de Moscú que oye llamar a su puerta a las tres de la madrugada. ¿Por qué eran tan pasivos?

Bor no tenía ninguna respuesta para aquello, nunca había oído hablar del Síndrome de Estocolmo.

Los camareros sirvieron café a todos. Una vez se hubieron ido, el general Brandywine se puso en pie.

—Con su permiso, Jacob —dijo educadamente al otro general, el que llevaba los shorts deportivos—. Me gustaría explicar algo de todo el asunto a nuestros invitados. Se hallan ustedes en un barco de la Marina de los Estados Unidos, destinado a una operación esencial de defensa llamada «Proyecto Vulcano». Debo pedirles disculpas por todas las incomodidades que esto les haya producido. Más aún —prosiguió, adoptando el tono de voz de un ministro de la iglesia haciendo el panegírico de un difunto al que nunca había conocido—. Le suplico, doctor Yanami, que acepte nuestras más profundas condolencias por la muerte de su abuela. Estoy seguro de que se sentirá usted orgulloso del hecho de que ofreció su vida voluntariamente, luchando contra los terroristas. Pero sé que fue una mujer maravillosa, cuya pérdida será grandemente sentida. —David Yanami no respondió. Ni siquiera miraba al general; toda su atención parecía centrada en Rachel Chindler. El general asintió como si le hubiera dado las gracias y prosiguió:

»En estos momentos no puedo contarles ningún tipo de detalle acerca del Proyecto Vulcano, excepto decirles que creo que es absolutamente esencial para la supervivencia de los Estados Unidos y de todo el mundo libre. Como cualquier militar, mi más profundo deseo es la paz. El Proyecto Vulcano nos ofrece la perspectiva de un mundo en paz, para siempre. Creo que todos nosotros compartimos esa meta…, ese sueño, hubiera dicho no hace mucho tiempo. ¡Pero Vulcano puede convertir ese sueño en realidad! —Miró como casualmente a Arkadi Bor, pero Bor esperaba aquella mirada. Su rostro permaneció impasible.

»Sin embargo —prosiguió el general Brandywine—, como cualquier ar…, como cualquier dispositivo, la tecnología de Vulcano puede ser utilizada para propósitos destructivos. La banda terrorista de la que ustedes acaban de escapar creó un serio incidente. Un elemento del dispositivo estaba emplazado en el Mauna Kea. Cuatro miembros de nuestro personal estaban allí, realizando unas pruebas, cuando fueron atacados, y tres de ellos muertos, por los terroristas. El cuarto era el comandante William Plitt, que resultó herido y más tarde muerto también. Nuestras pérdidas también han sido grandes, ¿comprenden? —añadió sombríamente—. Vivimos en un mundo duro. De tanto en tanto, este hecho nos es recordado a todos. Desearía poder prometerles que las dificultades han terminado. Desgraciadamente, no es así, todavía.

Hizo una pausa, como aguardando preguntas. David Yanami se apresuró a decir, aunque la cuestión no tenía nada que ver con lo que el general había dicho:

—¿Qué han hecho ustedes con Nancy Chee?

El rostro del general no se inmutó.

—La sargento Chee es un oficial de la policía. Sin duda en estos momentos se halla en su jefatura en Hilo, presentando su informe. Es posible que se reúna con nosotros más tarde.

—¿Por qué? —preguntó David, y simultáneamente Frank Morford estalló:

—¡Yo tampoco pertenezco a este lugar! ¿Qué piensan hacer ustedes conmigo?

El general dijo con voz grave:

—Todos ustedes representan un serio problema de seguridad. Lamento tener que decir que se les requiere que permanezcan aquí, o en alguna otra área restringida, durante un período de tiempo. Que puede ser bastante largo. No creo que sea posible reducirlo a menos de la mayor parte de un año.

Frank Morford le miró con ojos llameantes. David Yanami empezó a levantarse de su asiento. Pero Stephen les ganó a todos.

—¡No pueden hacer ustedes esto! —gritó—. ¡Es ilegal!

—¡Vigila lo que dices, muchacho! —restalló el general Danforth, pero su superior le hizo un signo con la cabeza. Se dirigió directamente a Stephen:

—Ciertamente, yo jamás quebrantaría la ley —dijo el general Brandywine con voz grave—. La ley nos concede este derecho, hijo. De varias formas. En primer lugar, se trata de un asunto de seguridad nacional; algunas leyes ordinarias simplemente no se aplican en estos casos. En segundo lugar, me temo que algunos de ustedes, no tú, jovencito, pero sí todo el resto de ustedes, son culpables en cierto grado de algunos actos ilegales. Algunos de ustedes pueden ser incluso acusados de co-conspiradores, o encubridores, de actos de terrorismo. Pero este punto legal no tiene que preocupar a nadie —dijo placenteramente—, porque hay aquí algunas otras realidades importantes. Saben ustedes cosas que no podemos permitir que sean divulgadas. Si transmiten ustedes ese tipo de información, pueden ser fusilados por traición. Es en su propio interés que nos aseguremos de que no lo hagan.

Por primera vez en muchos días, Arkadi Bor se echó a reír a carcajadas. Al menos, empezó como una risa; luego cambió a una torturada tos cuando captó los ojos del general posados en él. Se dobló sobre sí mismo, cubriéndose el rostro con una mano. Pero en su interior seguía riendo. ¡Esos americanos! ¡Las expresiones de sus rostros! ¡Así que al menos podían aprender lo que era el mundo! Palabras como «libertad» y «democracia» eran palabras realmente hermosas, por supuesto, pero sólo podían ser tomadas en serio cuando los tiempos eran buenos y los problemas pequeños.

Bor se enderezó, secándose la boca con un pañuelo que sacó de su bolsillo, pidiendo disculpas con un movimiento de cabeza mientras volvía a dedicar de nuevo su atención a aquel acto teatral. El general Brandywine estaba manejando espléndidamente la situación. Incluso los chekistas se sentirían admirados ante él, pensó Bor, mientras el general decía de forma intrascendente:

—Por supuesto, ninguno de ustedes será fusilado ni enviado a la cárcel, ¿y saben por qué? Porque no vamos a obligarles a nada en absoluto. No tenemos motivos para hacerlo. Sé que cada uno de ustedes es un leal americano. Cuando tengan una posibilidad de comprender nuestra posición, estoy seguro de que se mostrarán tan decididos como cualquiera de nosotros aquí en el Proyecto Vulcano de asegurarse de que nuestro trabajo tenga éxito.

Morford parecía truculento, pero fue David Yanami quien habló:

—No creo que puedan ustedes hacerme comprender el asesinato a sangre fría, general Brandywine.

El general asintió seriamente.

—Se refiere usted al fusilamiento de Murray Pereira y Margaret Barnhart, por supuesto. Pereira formaba parte de un grupo que deliberadamente, y como usted mismo ha dicho, a sangre fría, asesinó a todos los inocentes turistas de un avión…, entre otras cosas. Barnhart era miembro del Weather Underground y un cierto número de otros grupos americanos…, en el continente, me refiero —se corrigió a sí mismo, casi con una sonrisa—. Se sabe que mató al menos dos veces, en persona, antes de volver a Hawai.

Miró al otro general, que había estado escuchando con grave asentimiento.

—¿La fotografía, Jacob? —pidió educadamente.

—Sí, señor —dijo el general Danforth, entregando apresuradamente un pequeño sobre a su superior. Brandywine extrajo una fotografía y se la mostró a Rachel.

—También está este hombre —dijo—. ¿Lo reconoce usted?

Rachel lo miró rápidamente, luego desvió la vista. El rostro era inconfundible. Lo que también era inconfundible era que la foto había sido tomada después de su muerte.

—Ellos le llamaban «Ku» —dijo—. Creo que su auténtico nombre era Oscar Mariguchi. Le vi matar de un tiro a mi amiga Esther en el avión.

—Exacto —asintió el general Brandywine, admirando por un momento la fotografía antes de devolvérsela al general Danforth—. Fue muerto mientras intentaba escapar. Como pueden ver, todos ellos están muertos. Y el mundo no ha perdido nada.

—No dudo que eso sea cierto, general —dijo David—. Pero ni siquiera tuvieron un juicio.

—Ustedes no vieron un juicio —corrigió el general—. En tiempo de guerra, no siempre hay tiempo para una audiencia al estilo civil. Es un asunto de leyes, profesor. El consejo de guerra es un hecho de la jurisprudencia militar aceptado en todas las naciones. ¡Por favor, recuérdenlo, nosotros no somos vigilantes! Sólo hacemos lo que tenemos que hacer bajo las necesidades de la guerra, bajo las reglas legales del tiempo de guerra. Por supuesto —añadió, admitiendo el punto—, pueden argumentar ustedes si en estos momentos estábamos o no en estado de guerra. Pero no son ustedes quienes deben tomar esa decisión. Es el Presidente. Y él ha autorizado lo que estamos haciendo.

—¿Autorizó también el emplear terroristas? —interrumpió Morford incisivamente.

El general pareció sorprendido.

—¿Se refiere usted al Kamehameha Korps? Pero nosotros no los empleamos; los subvertimos. A algunos de ellos. Es un ardid de guerra completamente legítimo. Incluso en tiempos de paz, a las agencias que protegen y refuerzan la ley se les permite infiltrarse en las conspiraciones criminales; ¿de qué otro modo pueden conseguir el éxito? En cualquier caso, los resultados de todo esto valdrán cualquier sacrificio temporal. No sólo para nosotros. Para toda la raza humana. Una vez el Proyecto Vulcano se halle en su lugar, los rusos jamás se atreverán a atacar a los Estados Unidos con armas nucleares, porque eso significaría el fin de su vida como nación. Pero eso no es todo.

Miró gravemente a su alrededor, las manos unidas ante él, como si estuviera rezando.

—Entiendan —dijo—. Una vez Vulcano sea operativo, y se hayan completado algunas otras preparaciones, quizás el próximo invierno, el Presidente lo anunciará públicamente. Al mismo tiempo, apelará a un desarme nuclear mundial, completo, reforzado por una absoluta inspección. No se tratará de una súplica. Será una orden, porque si no se efectúa activaremos Vulcano. Los Estados Unidos —su rostro se iluminó— se convertirán de hecho en la policía del mundo a partir de entonces, y usaremos sabiamente nuestro poder. No más guerras. Las cincuenta mil cabezas nucleares que existen en el mundo jamás estallarán. La raza humana volverá a estar libre del miedo, por primera vez en más de cuarenta años.

Miró benignamente a su alrededor, luego dio una palmada. La puerta se abrió de inmediato, y entraron un par de camareros para preparar la mesa.

—Ahora —dijo el general Brandywine—, el general Danforth y yo tenemos algunos asuntos de los que debemos ocuparnos, y sé que todos ustedes deben estar hambrientos. Así que disfruten de nuestra comida mientras piensan en todo lo que acabo de decirles, y volveremos a vernos luego.

La comida estaba compuesta por espléndidos bistecs, salidos directamente, Arkadi Bor estaba seguro de ello, del congelador particular del general Danforth; eran gruesos, jugosos y tiernos. Comió con buen apetito, incluso las sempiternas patatas fritas y las verduras que los acompañaban. Después de todo, hacía mucho tiempo desde que había comido decentemente la última vez. No le desanimó en absoluto el hecho de que todos los demás no hicieran otra cosa que picotear lúgubremente su comida, sin contar por supuesto al hijo de Rachel, que rivalizó con Bor bocado a bocado y consiguió beberse tres latas de pepsi cola con la comida. Era natural que los demás no tuvieran apetito. No sabían lo que era el mundo antes.

Era agradable contemplar cómo lo aprendían.

Eran bastante lentos en ello, pensó críticamente, dando unos golpecitos a su vaso para pedirle al camarero que volviera a llenarlo. Cierto, Frank Morford había ofrecido, un poco antes:

—Supongo que, en cierto sentido, en tiempo de guerra se supone que todo el mundo debe respaldar a su país.

Nadie había respondido. Al cabo de un minuto, Stephen había empezado a preguntarle a su madre acerca de su aventura. Nadie se había dirigido a Bor, excepto algún ocasional: «Por favor, páseme la sal». Él, por su parte, se limitó a escuchar. Era interesante, pensó, que aquella mujer, Chindler, pareciera disfrutar con algunas partes de su aventura, en especial la primera noche de su cautiverio. Fue muy prolija acerca de sus conversaciones con los terroristas. No pareció en absoluto trastornada cuando dijo que el muchacho, Lono, había admitido desde un principio que muy bien podían matarla. Los demás lo habían hecho definitivo.

—Me ofrecieron una oportunidad —dijo—. Indicaron que podía unirme a ellos…, como Patty Hearst, cuando adoptó el nombre de Tania y les ayudó a atracar bancos. —Cortó un trozo del bistec que se estaba enfriando en su plato y masticó por unos momentos—. No supe lo de la nota que enviaron a las autoridades hasta que David me lo dijo. Pero no esperaba salir con vida de ello.

Arkadi Bor apartó su plato de delante.

—Ahora café —le dijo al camarero que acudió a retirarlo, y estudió el carrito que acababa de entrar por la puerta. Contenía rodajas de melón y de piña en sendas bandejas sobre lechos de hielo, y la parte inferior albergaba dos tipos de pastel. No había queso, por supuesto, y tampoco licores. Filosóficamente, Bor aceptó un trozo de algún tipo de pastel de moras y unas cuantas rodajas de maduro melón. Uno como le que puede cuando se halla en un campo de prisioneros, ¿y qué otra cosa era aquel barco ahora?

Cerró oídos a la conversación de los demás y los estudió de una forma distinta. ¿Iba a pasar la próxima parte de su vida con aquella gente? ¿Presentaban alguna posibilidad interesante? La mujer no era una perspectiva carente de atractivo, aunque un poco mayor para las preferencias de Bor; pero, por la forma que David Yanami revoloteaba en torno a ella, iba a haber competencia. Frank Morford era también demasiado mayor. Pero el muchacho…, era un chico apuesto, pensó Bor, y con la edad justa. De todos modos, sin duda habría riesgos si Bor intentaba algún avance…

Casi se echó a reír. ¡Preocuparse ahora por los riesgos! ¿De qué forma podía sufrir algún tipo de daño?

Se dio cuenta de que los demás le estaban mirando.

—Oh —dijo—, lo siento. Sólo estaba pensando en que es probable que tengamos que pasar algún tiempo juntos.

A nadie pareció gustarle aquel pensamiento. El muchacho, Stephen, preguntó:

—¿Tendremos que permanecer en algún barco como éste?

—Oh, creo que no —dijo educadamente Bor—. Después de todo, hay muchas islas útiles. Ascensión. Kwajalein. Quizás una de las pequeñas islas cerca de Puerto Rico…, disculpen, no sé mucho acerca de sus colonias americanas, pero tiene que haber muchas bajo control militar. Por supuesto, a todos se les pedirá que escriban cartas a sus familiares que digan que se hallan aquí por su propia voluntad y algunas otras mentiras así. Y, por supuesto, las cartas serán censuradas. No intenten ninguna estupidez con códigos particulares, porque les aseguro que los censores son muy astutos.

Se sirvió más pastel, casi gozando con la mirada que le dirigieron los demás. Sí, pensó, podía hacer algo peor que pasar con aquel grupo la siguiente parte de su vida. Pronto se darían cuenta de que su experiencia le convertía en el líder natural del grupo. El muchacho en particular aprendería a respetar a Bor y, con el respeto, ¿quién sabe qué más podía llegar? Era probable que fueran retenidos como mínimo todo el resto de aquel año, calculó. Dependía mucho de las cosechas de aquel verano en los Estados Unidos. Si los graneros se llenaban, entonces sería el momento de realizar el trabajo. Primero incrementar la presión en todo el globo —ayuda a los rebeldes, intervención en las guerras locales, elevar la temperatura en todos lados hasta que la Unión Soviética se pusiera al borde de alguna acción osada—, luego el anuncio.

Pero no sin los graneros llenos; los estadounidenses no querrían pasar hambre. Así que el momento podía verse retrasado un año, incluso dos. Pero no iban a ser malos años.

—Debemos insistir en un estipendio —anunció en voz alta—. Será útil encargar cosas de las tiendas de las ciudades. Creo que debemos asegurarnos de que vamos a vivir confortablemente.

Todos le estaban mirando de nuevo.

—¿Cómo sabe usted tanto al respecto? —preguntó Stephen.

Bor sonrió. ¡Ya estaba empezando a insinuarse el respeto!

—Las cosas son parecidas en todo el mundo —dijo—. Confíen en mí, les mostraré cómo hacer que todo esto resulte tolerable. ¡Ah, aquí llegan de nuevo nuestros anfitriones!

Y el general Brandywine estaba sonriendo realmente cuando entró, el tipo de sonrisa de Nochebuena que promete la llegada de una agradable sorpresa.

—Tengo buenas noticias —anunció—. Mientras Jacob y yo estábamos en conferencia, envié un mensaje a Washington, y he recibido respuesta afirmativa. Hay una salida para ustedes. Para algunos de ustedes. Quizá.

Miró benignamente en torno a la mesa, y sus ojos se posaron en Stephen.

—Para un joven brillante como tú —añadió—, puede que incluso sea la carrera que has estado buscando.

Stephen frunció el ceño, apretando el brazo de su madre.

—¿Qué tipo de carrera?

—Inteligencia, hijo —sonrió el general Brandywine—. Puedo ocuparme de tu educación; puedo ofrecerte un entrenamiento que te valdrá una fortuna, y que puede proporcionarte el tipo de trabajo sobre el que saltaría de inmediato cualquier americano decente. Además —añadió, y su sonrisa se hizo más amplia—, recuerda el viejo dicho: «Si no puedes vencerles, únete a ellos». Y ciertamente no puedes vencernos, ¿verdad? En cuanto a usted, doctor Morford, sus credenciales son suficientes; no habrá ningún problema en que se incorpore a nuestro personal. En cuanto a ustedes, señora Chindler y doctor Yanami, las cosas son un poco más difíciles; tendrán que someterse a una rigurosa investigación de seguridad. Pero poseemos ya alguna información sobre ustedes, y no hay nada en ella que parezca problemático.

Morford dijo, interesado:

—¿Qué es lo que tendríamos que hacer?

—Trabajar para nosotros —dijo rápidamente el general—. Si pasan ustedes las pruebas de seguridad, encontraremos trabajo para ustedes…, y en su propia especialidad, señora Chindler. Tenemos una constante necesidad de personal de recuperación de datos. Y estoy seguro de que sus antecedentes técnicos podrían ser utilizados con provecho, doctor Yanami. Por supuesto, se verían sometidos ustedes a penas muy graves si pasaran algún tipo de información clasificada…

No —dijo David Yanami con voz fuerte.

El general le miró, parpadeando.

—¿Perdón?

—No, no voy a hacer ningún trato con ustedes —dijo David—. Eso es terrorismo también, ¿no? Tomar a toda la Tierra como rehén.

—Desarrollar una nueva arma para asegurar una paz permanente —corrigió el general Brandywine.

—No, general —suspiró David—. No me trago eso. He estado oyendo durante toda mi vida que la próxima arma traería consigo la paz, y todo lo que ha traído ha sido siempre nuevas armas.

El general Brandywine dijo suavemente:

—Lamento que opine usted así, pero por supuesto es su decisión. ¿Qué hay respecto a usted, señora Chindler? ¿No se mostrará usted un poco más razonable?

Rachel agitó negativamente la cabeza.

—Lo siento. Tampoco tengo intención de convertirme en su Tania.

El general Danforth fue más rápido que su superior en captar el sentido de sus palabras.

—¿Cómo se atreve? —bufó—. ¿Cómo puede comparar a nuestro gobierno con un puñado de terroristas revolucionarios como el Ejército Simbiótico de Liberación?

Pero el general Brandywine apoyó una mano en el hombro del otro.

—Déjelo, Jacob —aconsejó—. La señora Chindler se halla lógicamente trastornada…, ha sido una dura prueba para ella, usted lo sabe muy bien. Quizá cambie de opinión más adelante…, después de todo, disponemos de mucho tiempo.

El general Brandywine sonrió benévolamente a Rachel, completamente confiado de que lo que acababa de decir era cierto, porque casi siempre lo había sido. Pero el general todavía no había visto los periódicos del día siguiente.

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