Terror

Terror


Capitulo 1

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Aquel maravilloso día de octubre, con un sol glorioso brillando fuera del atrapado avión y la muerte que había dentro, Rachel Chindler contempló las ironías de su vida. ¡Intentarlo tan esforzadamente, para terminar de aquella forma! Vuelves a la escuela cuando tienes treinta y cinco años, pese a tener un hijo al que mantener y ningún marido. Obtienes tu grado de bachiller en la escuela nocturna, y luego consigues tu título de Bibliotecaria Científica en una concentrada e intensa carrera contra la inanición que te ocupa las veinticuatro horas del día. Entras en el mercado del trabajo como una mujer delgada de cuarenta años, no excepcionalmente bien parecida, sin ninguna experiencia y con una economía tambaleante. ¡Maravilloso, consigues tu trabajo pese a todo! Y un buen trabajo. Luego logras dos ascensos, y celebras el hecho de verte convertida en Bibliotecaria Jefe pagándote un viaje económico de dos semanas a Hawai. ¡Y, Dios mío, qué maravilloso te parece Hawai después de St. Louis en su temporada fría! Y luego, movida por un impulso, te detienes en la universidad local y, maravilla de maravillas, tienen allí una biblioteca de respetable tamaño, y un Distinguido Profesor Emérito te invita a almorzar con su extraña y anciana abuela y, quizá porque le caes bien a la vieja dama, te promete recomendar tu nombre al Comité de Selección de Personal…

Y, luego, terminas aquí.

Terminas en un turborreactor inmovilizado al extremo de una pista auxiliar en el aeropuerto de Hilo, con los lavabos obstruidos y asquerosamente horribles, y un viejo llorando en voz alta en su sueño a unos pocos asientos delante de ti. Y junto a ti, al otro lado del pasillo, está el cuerpo asesinado de la mujer que ha sido tu compañera de habitación durante todo el viaje.

¡Por supuesto, no era justo! Seguro que Rachel se hubiera echado a llorar ante la injusticia de todo aquello, si hubiera podido. Pero ya no podía seguir llorando, porque se le habían agotado las lágrimas.

Miró cautelosamente por entre las mantas que envolvían su cabeza. Al extremo del pasillo, el secuestrador con el grueso pasamontañas de esquí color verde estaba reclinado, soñoliento, contra la partición que separaba su compartimiento del de primera clase. Corrió el riesgo de atisbar por la ventanilla al soleado paisaje del aeropuerto hawaiano. Al otro lado del campo, muy lejos, pudo ver los cuatro coches de la policía, con sus luces destellando. Más allá había toda una multitud de personas. La mayoría de ellas llevaban allí ya dos días, fascinadas por el espectáculo, esperando ver un poco de acción. David Yanami, el viejo profesor hawaiano que la había llevado a comer, estaría probablemente allí, junto con, sin duda, todos los periodistas de las islas. Más allá de la ventana del otro lado del aparato, la verja del perímetro del aeropuerto estaba cerca, y tras ella estaba la carretera vacía que la policía municipal de Hilo había cortado bajo las exigencias de los secuestradores. Rachel no miró hacia allá. No quería ver el cuerpo de Esther, pese a que alguien había echado piadosamente una manta sobre ella. La manta no era suficiente. Aunque era difícil de decir con todos los otros hedores que llenaban el interior del aparato, Rachel estaba enfermizamente segura de que el cadáver de Esther estaba empezando a oler mal.

Captó un asomo de movimiento en la parte delantera del avión, e inclinó la cabeza para ver.

Fue un error. El más corpulento de los cuatro secuestradores avanzaba con paso elástico por el pasillo, girando la cabeza de un lado para otro mientras los negros ojos debajo del pasamontañas de esquí buscaban a alguien deseoso de causar problemas. Rachel se inmovilizó. Ella no deseaba causar ningún problema. De hecho, nadie lo deseaba. Esther lo había intentado al principio de todo, arrancándole valerosamente el pasamontañas de esquí a uno de ellos, y todos habían podido ver lo que había recibido a cambio.

Rachel recordó haber observado que las azafatas, en los aviones que iban llenos, llevaban sus bandejas con las bebidas casi a la altura de los ojos, exactamente del mismo modo que este hombre llevaba su metralleta. No necesitaba ser tan cuidadoso, pensó Rachel. Los treinta y siete pasajeros o estaban aterrorizados o sumidos en un sueño catatónico. Tal vez la tripulación fuera menos manejable, pero estaban fuera de su vista en la cabina de primera clase, sin duda con un arma apuntándoles constantemente. Ninguno de los rehenes tenía la osadía de intentar apoderarse de una de las armas. Si lo hubieran intentado, por supuesto, habrían fracasado.

Pudo oír débilmente gritos en la cabina de control…, sin duda el jefe de los secuestradores, chillando de nuevo por la radio. Fuera lo que fuese lo que estuvieran negociando, no lo habían conseguido. Y eso les estaba poniendo furiosos. Rachel no tenía una idea clara de cuáles eran sus exigencias. En los primeros minutos después de que el avión fuera capturado en la pista de despegue, el secuestrador más robusto, aquél con el pasamontañas de esquí verde y amarillo, había pronunciado un pequeño discurso. Hawai, había dicho, pertenece a los hawaianos. Los americanos lo robaron en 1898, y los chinos y los portugueses y los japoneses y todos los demás han estado robándolo desde entonces. Ya era hora de que la gente nativa hawaiana recuperara su país, a través de su fuerte brazo de acción militar, el Maui MauMau, y aquél era el Primer Paso en el camino de la liberación.

Realmente no había sonado mal, hasta que mataron a Esther.

De todos modos, reflexionó Rachel, si esos terroristas estaban intentando llevar adelante una causa moral, ¿no significaba esto que deseaban ser gente moral? ¿Acaso no sería posible intentar hablar con ellos como un ser humano a otro ser humano?

Quizá sí; y Rachel se sorprendió al descubrir que estaba poniendo en práctica su pensamiento. Se vio a sí misma levantarse y mirar directamente a los negros ojos del hombre enmascarado. Se oyó a sí misma decir:

—Disculpe.

El secuestrador se inmovilizó. Estaba a sólo unos pasos de ella, mirándola con unos ojos opacos desde lo más profundo de su máscara de lana. Rachel dijo, temblorosa:

—Sólo deseaba preguntar… Por favor, ¿no podrían poner el cuerpo de esa dama fuera del aparato?

El terrorista hizo girar pensativamente la metralleta, mirándola con unos ojos fijos. Luego dijo:

—Cállate, pequeña puta haole.

Su voz era blanda y profunda, y en absoluto furiosa. Permaneció allí inmóvil durante unos instantes, sin decir nada más. Si había alguna otra cosa divertida en el hecho de que un hombre se escondiera tras un pasamontañas de esquí, aparte el hecho de que pertenecía a una organización ridículamente llamada el «Maui MauMau», Rachel fue incapaz de sonreír ante ella.

Hubo un nuevo ruido en la parte delantera. El hombre se volvió y siguió avanzando elásticamente.

Rachel estaba temblando. ¡Oh, qué maldita cosa estúpida acababa de hacer! Repentinamente sintió un deseo imperioso de ir al lavabo, pero más que esto deseaba sobrevivir. No se atrevió a llamar de nuevo la atención sobre ella pidiendo ir a los servicios. Y, por supuesto, jamás se atrevería a levantarse sin permiso previo. A los rehenes masculinos, como los secuestradores, se les permitía aliviar de tanto en tanto su vejiga por la abierta puerta delantera de la cabina. Para las mujeres (¡de nuevo la injusticia!) era otro problema. Debían ser escoltadas, una a una, a los servicios, y la puerta tenía que permanecer siempre humillantemente abierta. El problema empeoraba a cada hora transcurrida, a medida que los lavabos se volvían prácticamente inutilizables, y parecía que aquello no iba a tener fin.

El ruido en la parte delantera adquirió de pronto una forma inconfundible. ¡Un disparo!

Fue un seco y llano crujir que resonó fuertemente en todo el aparato. Luego hubo una agitación de actividad, y las dos azafatas fueron empujadas fuera de la sección de primera clase, y avanzaron torpemente por el pasillo hasta encontrar unos asientos vacíos. La mayor de las dos, aquélla a la que habían permitido repartir raciones de agua y bolsitas de frutos secos entre los pasajeros hasta que ambas cosas se agotaron, llegó hasta la fila de delante de Rachel y se dejó caer pesadamente en el asiento. Parecía estar peor de lo que se sentía la propia Rachel. Estaba histérica, con su aloha de colores chillones sucio y desgarrado. Miró hacia atrás a Rachel con unos ojos aterrorizados.

—Oh, Dios mío —susurró—. ¡Han matado al piloto! ¡Dicen que van a despegar, y que estrellarán el aparato contra la central nuclear de Oahu!

Dejó de hablar para escuchar mientras el turbo del motor de la derecha empezaba a zumbar y luego se ponía en marcha.

—Abróchense los cinturones —susurró, con el condicionamiento dominando al terror. Pero no se levantó para transmitir la indicación por todo el pasillo.

Ahora, las cabezas de los rehenes estaban empezando a asomar por los respaldos de sus asientos arriba y abajo de la cabina. Los motores rugieron. El avión empezó a moverse. Había alguien en los controles, el copiloto quizás, o incluso un secuestrador. El aparato avanzó bamboleándose por una pista asfaltada, giró lentamente dos veces hacia otra pista distinta, luego giró otra vez. El rugir de los motores creció en tono y volumen. El avión empezó a sacudirse y a dar saltos, y luego estaban en el aire.

De alguna manera, estaban en el aire.

En aquel momento Rachel tuvo la impresión de que cualquier lugar iba a ser mejor que parados eternamente al extremo de la pista en el aeropuerto General Lyman, con los reactores de los vuelos interiores y los DC-10 continentales despegando desde la pista principal, mientras ellos estaban condenados a una eternidad de impotente espera.

Pero no era mejor.

Apenas habían despegado cuando el fornido hombre del pasamontañas verde y amarillo apareció a la cabecera del pasillo. Su actitud era decidida y aterradora. Sujetaba la metralleta fuertemente entre sus manos. Permaneció allí de pie, aguardando, mientras el aparato ascendía —sólo unos pocos miles de metros; a los secuestradores no les preocupaban las reglas de vuelo de la Dirección de Aeronáutica Civil— y nivelaba su rumbo. Rachel pudo ver a través de su ventanilla el color cobalto del Pacífico y las deshilachadas nubes que se extendían por más de tres mil kilómetros hasta la tierra más cercana. A la izquierda, más allá del cuerpo de Esther, se podían ver los picos del Mauna Loa y el Mauna Kea.

El secuestrador empezó a moverse.

Sin prisa, empezó a avanzar por el pasillo. A cada hilera se detenía, y disparaba a la cabeza de los ocupantes de los asientos.

En la décima fila cambió a una segunda metralleta y prosiguió. Era un hombre alto y fuerte, y nadie intentó enfrentársele. Nadie se alzó para sujetar el arma. Parecía como si cada rehén estuviera tan paralizado como la propia Rachel.

Cuando el secuestrador le disparó al hombre que estaba dos filas delante de ella, Rachel cerró los ojos. Cuando mató a la azafata, empezó a rezar…, no por ella misma, sino por Stephen, el muchacho que pronto iba a convertirse en huérfano. Cuando oyó el siguiente disparo, pensó que iba dirigido a ella.

Pero no sintió nada.

El aparato picó y giró. Aguardó. Seguía sin sentir nada. Se atrevió a abrir ligeramente los ojos, y vio las espaldas del secuestrador, a una docena de hileras de distancia ya, avanzando por el pasillo mientras el aparato se preparaba para aterrizar.

Los secuestradores no eran infalibles. El hombre cubierto por el pasamontañas había cometido un sencillo error, y al otro lado del pasillo el regordete rostro de Esther mostraba un nuevo y terrible agujero.

El aparato descendió suavemente, con los flaps bajados, como si fuera un chárter inter-islas dispuesto a depositar su carga de turistas en la costa de Kona. Pero aquél no era un aterrizaje normal. La pista era demasiado corta para el avión. El aparato alcanzó el extremo de la pista, aún avanzando lentamente, y siguió avanzando, con horribles saltos y estremecimientos, durante unos cuantos metros más, antes de detenerse al fin. Rachel pudo oír que se abría la puerta de emergencia sobre el ala, y roncas voces de hombres murmurándose cosas, y luego silencio.

Con un estúpido valor, se atrevió a alzar la cabeza y mirar fuera.

El último de los secuestradores estaba aún sobre el ala, haciendo algo con lo que parecía ser una botella de cerveza. Los otros tres corrían ya cruzando una franja de césped mal podado en dirección a una verja de alambre. El secuestrador sobre el ala arrojó lo que tenía en las manos, fuera lo que fuese, al interior del aparato, luego se dio la vuelta y siguió a los otros. Rachel pudo ver un vehículo con tracción a las cuatro ruedas aguardando al otro lado de la verja. Mientras miraba, el último hombre saltó la verja y subió a él, justo en el momento en que se ponía en marcha.

Media docena de hileras de asientos más adelante, el objeto que había arrojado yacía en medio del pasillo. Era una botella verde, de cuyo gollete asomaba una tira de tela. Derramaba un líquido sobre la moqueta.

El líquido era gasolina.

Pero la mecha de tela se había apagado. Rachel estaba viva y sola, en medio de un silencio que crecía y crecía, entre los olores entremezclados de gasolina, sangre, lavabos atascados y Esther.

Cuando el coche de la policía de la ciudad de Kamuela llegó a toda velocidad, haciendo aullar sus sirenas, fue capaz de darles las gracias con voz no demasiado histérica por ayudarla bajar del ala en cuyo borde estaba sentada, con las piernas balanceándose en el aire, y sin pensar en nada excepto en el calor del sol en su espalda.

Dos horas más tarde, en la comisaría de policía de la calle Kapioli en Hilo, seleccionó de su archivo la foto que más se parecía al secuestrador cuyo pasamontañas había arrancado Esther.

—Oscar Mariguchi —dijo el teniente de la policía que estaba de pie a su lado—. Pertenece al Maui MauMau, sí. ¿Está usted segura de la identificación, señora Chindler?

—No completamente segura —dijo—. Creo que sí. Aunque podría decirlo mejor si le viera en persona.

—Por supuesto —admitió el teniente, y se ocupó de buscarle un lugar donde pudiera pernoctar hasta su regreso a St. Louis al día siguiente por la mañana.

Fue dos meses después de esto, mientras decoraba el árbol de Navidad con su hijo Stephen, cuando le llegó la llamada telefónica de Hawai para decirle que uno de los secuestradores había sido, quizá, detenido.

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