Terror

Terror


Capitulo 3

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El teniente de la policía de Hilo que habló con ella por teléfono le dijo a Rachel que la esperarían en el aeropuerto, pero no le dijo quién. Una vez fuera del DC-10, cruzó las puertas de cristal al final de las escaleras junto con todos los demás pasajeros. Se detuvo unos instantes en el centro de la sala de tránsitos, mirando a su alrededor. Nadie parecía estar buscándola. Apoyó la maleta en el suelo sobre sus pequeñas ruedas y rodeó, tirando de ella, la máquina de seguridad de rayos X para los pasajeros que embarcaban.

Cuando cruzó las siguientes puertas, su primer pensamiento fue que habían desconectado el aire acondicionado. Luego se dio cuenta de que estaba en el exterior. Lo que sentía sobre su piel era el bochornoso calor del día hawaiano. La chaqueta que llevaba al brazo, las medias pantalón que eran la ropa interior absolutamente mínima que una podía llevar en el aeropuerto de St. Louis, todo lo que llevaba encima o en la maleta, le pareció de pronto que era demasiado.

¿Y quién había acudido a recibirla?

Siempre era posible, se propuso a sí misma para ver cómo se sentía, que hubiera habido algún error en los arreglos, que la noticia se hubiera filtrado. Algún amigo de los secuestradores podía haber descubierto que venía, y entonces podía hallarse en una situación bastante mala. Miró hacia su interior y descubrió que en realidad el pensamiento no la asustaba. Probablemente había estado tan asustada ya por tales pensamientos que su potencial para el terror había quedado agotado…

—¿Señora Chindler?

Era curioso. Su nombre había sido pronunciado dos veces, desde dos direcciones distintas y por dos voces diferentes; al principio pensó que se trataba de alguna especie de eco. Luego vio a su izquierda al alto y viejo Distinguido Profesor Emérito —Yanami era su nombre, David Yanami— que se acercaba rápida pero relajadamente, llevando una lei, una de esas guirnaldas de flores típicas hawaianas, roja y blanca, y con una sonrisa de bienvenida en su rostro. A su derecha una muchacha de rostro oriental con un uniforme de policía le tendía también una lei, ésta de color amarillo miel. La mujer policía casi trotaba, sorprendida de ver a Yanami allí.

—¿Señora Chindler? Soy Nancy Chee. Hola, doctor Yanami.

El profesor hizo una inclinación de cabeza, evidentemente tan sorprendido como ella. Rachel aceptó las dos leis y dejó que decidieran el asunto entre ellos. Lo hicieron de una forma más bien rápida.

—¿Necesitan ustedes a la señora Chindler esta noche? —preguntó Yanami.

—No para nada formal, no. Sólo deseaba ayudarla a instalarse en su hotel. Mañana por la mañana a las diez, señora Chindler, nos gustaría que acudiera a la jefatura de policía, si no hay ningún inconveniente.

—Y, mientras tanto —dijo el profesor Yanami, radiante—, mi abuela desea fervientemente que acuda usted a nuestra casa esta noche. ¿A menos que tenga otros planes?

—El único plan que tengo es darme una ducha y cambiarme de ropa.

—¡Estupendo! Su hotel está solo a diez minutos de distancia. —Tomó el asa de la maleta de su mano—. Me alegra tanto que venga, señora Chindler…, Kushi nunca me perdonaría que me presentara sin usted. ¡Después de todo, es Nochevieja!

Mientras se cambiaba de ropa, hubo fuegos de artificio para celebrar la Nochevieja a todo lo largo de Banyan Drive. No se entretuvo mucho, pero tampoco se apresuró. En realidad, decidió, se sentía enormemente relajada.

Se le ocurrió que todo aquello era extraño. Se había preguntado, mientras dormitaba sobre el Pacífico, si ver de nuevo el aeropuerto Lyman iba a aterrorizarla. No lo había hecho. No había sentido absolutamente nada, excepto el placer de verse lejos del invierno de St. Louis por unos pocos días.

Se puso su muumuu y unas sandalias, comprobó su peinado, recogió su libro de bolsillo y salió. El ascensor tenía un vistoso cartel en la pared del fondo que decía: «Melé Kalikimaka», y cuando salió de él David Yanami la estaba aguardando cerca del alto y muy tradicional árbol de Navidad iluminado. Parecía incongruente, con la abierta ventana mostrando palmeras y el Pacífico azul extendiéndose hasta el horizonte tras ellas, pero la sonrisa de bienvenida de David era real. La miró atentamente de pies a cabeza. No era una mirada sexual, pensó ella, o no exactamente. Era como si ella hubiera pintado un cuadro y él le estuviera dedicando el estudio crítico que merecía.

—Espléndido —aprobó—. Será la mujer mejor vestida de toda la isla esta Nochevieja.

Pero mientras cruzaban la acera hacia el coche de él, descaradamente aparcado junto a una señal de prohibido aparcar, una ristra de petardos estalló tras ellos. David dio un respingo.

—Oh, demonios —murmuró—. Espero que no se haya asustado.

Rachel se detuvo para mirarle de frente.

—Doctor Yanami —dijo—, francamente, no tiene que preocuparse por mí. Puede hablar libremente del secuestro. No me desmoronaré. Y no voy a pensar que cada petardo es una pistola disparándome.

Él asintió lentamente, luego sonrió. Cuando aquel hombre sonreía lo hacía por completo, y su ancho y redondeado rostro se iluminaba como una calabaza en el Halloween. Pero una calabaza atractiva. Yanami era tan corpulento como un luchador de sumo retirado, calvo, con una irregular barba blanca. Aparentaba unos cincuenta años, pero tenía que ser mayor…, después de todo estaba retirado, así que al menos debía tener más de sesenta y cinco. Sus cejas eran blancas, y también sus pestañas, que destacaban fuertemente sobre su piel color caqui. Y sin embargo, en él, la combinación era agradable. Como un Charlie Chan sin pretensiones. Como alguien en quien se podía confiar.

Sin contar a Stephen, por supuesto, no había habido muchos hombres en la vida de Rachel, desde la muerte de su padre, en quienes hubiera podido confiar.

En el camino hacia la ciudad de Volcano le habló de él. Llevaba viviendo allí, con su abuela (¡su abuela!), desde hacía más de veinte años, desde que había decidido que probablemente no iba a casarse nunca. Era un hawaiano nativo. Su padre había trabajado en los campos de caña de azúcar. Le dijo que en una ocasión había tenido a un estudiante haole que pensaba que su segundo nombre —David Kane Yanami— provenía de «caña», pero en realidad, por supuesto, se pronunciaba Kah-nay, y procedía de la parte de su herencia hawaiana correspondiente a su abuela. Y le alegraba, dijo, ser su acompañante, puesto que el principal problema de estar retirado era lo difícil que resultaba siempre encontrar cosas que valiera la pena hacer.

Rachel se reclinó en su asiento del coche, contenta de contemplar cómo Hawai pasaba por su lado mientras escuchaba a David. Era un hombre agradable, pensó. Iba a asegurarse de que no tuviera tiempo de pensar en el horror que la había traído hasta allí. ¿No era encantador que todo el mundo se mostrara tan amable con ella al respecto? Pero, ¿podía llegar algún momento en el que alguien se mostrara algo menos amable, haciendo que tuviera que enfrentarse finalmente a aquel nudo de miedo y dolor que vivía exactamente entre sus pechos, justo en el interior de su caja torácica, y quizá lo disolviera, o tal vez lo hiciera estallar, no importaba lo devastadora que pudiera ser la explosión?

Luego llegaron a la casa. Había un jardín con flores en la parte de atrás, y un pequeño césped delante. Ninguno de los dos estaba excesivamente cuidado. Como tampoco lo estaba la casa de madera, dos pisos, con un amplio porche delante y otro detrás que Rachel había aprendido ya a llamar «lanai». Era un tipo de casa confortable.

David abrió la puerta y llamó:

—¿Kushi?

Al cabo de un momento la puerta corredera al fondo del vestíbulo de la entrada se abrió con un traqueteo, y apareció una voluminosa mujer. Rachel había olvidado lo inmensa que era aquella mujer. Tenía un largo y lustroso pelo rojo —¡no podía ser natural!—, y al menos un grueso anillo en cada dedo. No se molestó con estrecharle la mano o siquiera besarla. Avanzó resuelta y rodeó a Rachel con sus brazos, y fue como si la apretujara un afectivo oso.

—Ha vuelto, Rach —dijo, y musitó algo por unos instantes, un breve sonido sin palabras, una mezcla de zumbido y canturreo, apoyando su mejilla sobre la cabeza de Rachel—. ¡Aloha! Me alegra que haya vuelto. Pronto llegarán los demás invitados, ¡pero ahora la tengo toda para mí!

Y parecía querer retener realmente a Rachel toda para ella, o al menos se mostró reluctante a soltarla. Rachel se sintió abrumada por aquellos enormes brazos. La mujer olía agradablemente a cocina y al lei de jengibre que llevaba, que hizo estornudar a Rachel.

—Ahora —dijo, soltándola al fin— beberemos algo antes de que lleguen los invitados. Lo siento, sólo vino. Nada de whisky para mí, sólo vino. No más cigarros, sólo pipa. A veces yerba. ¿Quiere un poco? No… —buscó la palabra que deseaba, musitando—. No narcos aquí. ¡David! ¡Trae vino rápido, wiki-wiki!

Cuando Kushi hubo servido cuidadosamente el vino en copas de largo pie y enviado a su nieto a tomar el aire, puso a Rachel a trabajar en la preparación de una enorme ensalada.

Era sorprendente todo lo que recordaba la vieja mujer. Habían estado juntas solo durante una breve comida, y Rachel no creía haber hecho una autobiografía demasiado extensa de ella. Pero Kushi recordaba a Stephen, e incluso recordaba el nombre de Stephen. No sólo eso, sino que recordaba su edad.

—¿Y ha dejado a un chico de dieciocho años sólo en Nochevieja? —preguntó, escandalizada—. ¿Un chico haole? ¡Se emborrachará, Rach!

—Estará con algunos amigos —dijo Rachel divertida, y, mientras pelaba y cortaba algunas verduras isleñas de color blanquecino para la ensalada, escuchó a Kushi explicarle lo que era emborracharse. No había nada malo en pasarlo bien, decretó la mujer. Al contrario, era muy bueno. Cuando era joven, ella se lo había pasado bien muchas veces…, ¡y había tenido nueve hijos, también! Incluso ahora que era vieja, cuando viajaba…, y se enfrascó en una larga historia acerca de un viaje a Los Ángeles, completo con excursiones al Mercado Agrícola y a los cines donde pasaban películas X; había vuelto llevando puestas unas orejas del Ratón Mickey, dijo, y si hubiera sido diez años más joven (¿cuántos debía tener ahora, ochenta?), hubiera vuelto casada de nuevo. Era imposible no sentirse cómoda con aquella carcajeante montaña de mujer, y Rachel apenas se dio cuenta cuando empezó a sonar el timbre de la entrada. Nunca había conocido a nadie como Kushi Shiroma, antes Kushi Yameyoshi, hija de la hija de Albert Kaonokilani, y sin duda la persona viva más vieja que Rachel hubiera conocido nunca. Mientras echaba pimienta y aceite a la ensalada, Rachel casi olvidó que existieran los terroristas.

La fiesta no fue simplemente una fiesta, fue un luau. En la más antigua tradición hawaiana, lo cual significaba que hubo más invitados de los que Rachel era capaz de recordar, y casi más de los que la pequeña casa podía albergar. Había un hombre que tenía algo que ver con la energía solar, y otro hombre que tenía algo que ver con la energía geotérmica. Había gente versada en multitud de cosas, porque ése era el tipo de ciudad que era Volcano, una especie de Provincetown del Pacífico. Algunos de ellos parecían estar relacionados con los estamentos académicos de la universidad. Una o dos veces resultó que formaban parte del personal académico, aunque el hombre de la energía solar también se dedicaba a tallar estatuillas de hueso de ballena sintético para los turistas. Había una mujer que tejía colchas típicas hawaianas y conseguía cinco mil dólares por cada una, también de los turistas; pero básicamente era bibliotecaria, como la propia Rachel, y había acudido desde Honolulú a ver a su familia durante las vacaciones. Era una mujer hermosa, de mediana edad, con el pelo severamente echado hacia atrás y el rostro tan tenso que casi parecía que se hubiera hecho la estética, y lo primero que hizo fue llevar a Rachel a un lado para charlar agradablemente un rato con ella sobre bibliotecas y bibliotecarias. Fue muy amable con ella. Todos lo fueron. Dos pintores. Tres fotógrafos. Un joyero…, diez hombres tocando los tambores, once damas bailando, y como una docena de personas más que Rachel realmente deseaba a su alrededor en aquellos momentos. Todos bebían ponche de huevo, cosa que no parecía muy hawaiana, y mordisqueaban pequeñas rodajas de piña y papaya naturales, de un sabor muy agradable.

Kushi desapareció por un rato y luego regresó con sus ropas de fiesta, una chaqueta de terciopelo rojo y una falda lisa. Parecía llevar hectáreas de tela, y Rachel se preguntó dónde encontraba su talla. Había conseguido apretar sus pies dentro de unas sandalias doradas de tacón alto. Rescató a Rachel de una mujer que enseñaba el hula en los hoteles pero también enseñaba bailes modernos a los niños, y la llevó a que conociera a su tataranieto.

—El chico de la nieta de mi hija Masuki —declaró—. Se llama Albert. Ésta es nuestra wahine.

Albert era un muchacho apuesto, bastante más delgado que Kushi o David pero casi igual de alto; tenía la perfecta dentadura de Kushi y la atractiva sonrisa de David.

—Ésta es Alicia —dijo el muchacho, haciendo avanzar unos pasos a una muchacha tan hermosa como él apuesto—. Tengo entendido que ha venido usted aquí para atrapar a algunos terroristas, señora Chindler.

Desde detrás de Rachel, la voz de David sonó desaprobadora:

—¡Albert! —Rachel ni siquiera se había dado cuenta de que estaba allí. Su abuela le miró con el ceño fruncido.

—Rachel no se inmuta por estas cosas, David —le regañó—. Ella sabe por qué está aquí, ¿no? ¡Llévala de vuelta junto al bol del ponche, divertíos!

David se encogió impotente de hombros y escoltó a Rachel a través de la estancia. Por el camino, ella dijo:

—Kushi tiene razón, ¿sabe? No me importa hablar de ello.

—Eso es lo que me dijo usted desde un principio —sonrió él—, pero no dejo de olvidarlo. ¡Oh, aquí hay alguien que quiero que conozca!

Aquel alguien era una de las figuras en sombras a las que Rachel ya había sido presentada pero de las que no había retenido nada en absoluto…, ¿era el físico que tallaba estatuillas o el científico político que estaba en el grupo teatral de aficionados? Resultó no ser ninguno de los dos. Se llamaba Frank Morford y, declaró David:

—Frank tiene el trabajo más interesante de la facultad. Crea catástrofes.

—Sólo simulaciones de ordenador —explicó Morford, ofreciendo a Rachel una nueva copa. Era un hombre a punto de cumplir los cincuenta, ligeramente tímido, de rostro rubicundo, no carente de atractivo. Llevaba gafas, fue identificado como soltero por David, y las «catástrofes» resultaron ser reconstrucciones por ordenador de importantes acontecimientos geológicos. Explicó que había modelado el crecimiento de la cadena de islas hawaianas, isla por isla, así como el golpear de las placas tectónicas que había alzado las Rocosas, y la apertura del océano Atlántico que había creado una zanja de casi cinco mil kilómetros entre Massachusetts y África. Hizo una pausa y se quitó las gafas para mirar mejor a Rachel. Extrajo de su bolsillo un kleenex cuidadosamente doblado y empezó a limpiarlas—. Por supuesto —dijo—, todo eso es muy técnico, y no sé hasta qué punto estarán ustedes interesados…

—Yo lo estoy —dijo la mujer que hacía las colchas de cinco mil dólares. Rachel buscó su nombre en su memoria y lo encontró: Meg Barnhart—. Por favor, siga, me gusta escuchar todas esas maravillosas cosas científicas.

—Oh, yo también —dijo automáticamente Rachel, preguntándose por qué empezaba a sentirse aturdida. Más que aturdida; se sentía nerviosa, incómoda. Meg Barnhart era una mujer perfectamente encantadora, se había mostrado muy colaboradora respecto a la posibilidad de trabajos como bibliotecaria allí, pero la tensa piel de su rostro parecía casi reptiliana. Morford parecía incómodo también. Sin duda sólo era su imaginación…, y, por supuesto, el cansancio. Después de todo, en St. Louis ya era el Año Nuevo, y se había levantado antes de las seis de la mañana.

—Me gustaría saber algo más sobre su trabajo —dijo—, pero le prometí a la abuela de David ayudarla, y lo había olvidado.

La vieja dama estaba sola en el jardín de atrás, hurgando en un montón de tierra que resultó que contenía el lechón asado para el luau.

—¿Me hace un poco de compañía, Rach? ¡Mahalo! Pero parece un poco alicaída, ¿sabe?

—Sólo estoy cansada del largo vuelo.

Kushi hizo hum.

—¿Desea…? —Hum—. ¿Desea dormir un poco? Tenemos todo tipo de habitaciones libres.

—Mejor no. Quiero acostumbrar mi cuerpo a la hora hawaiana.

—Entonces querrá un poco de café —decidió Kushi, y se alejó sin aguardar una respuesta. Regresó con una enorme taza en cada mano—. Siéntese aquí —ordenó—. Beba el café, relájese un poco. Nadie viene por aquí porque —hum— tiene miedo de que Kushi lo ponga a trabajar, ¿sabe? ¿Cómo es que ha tenido usted sólo un keiki?

Rachel se detuvo con la taza en los labios.

—¿Un qué?

—Un keiki. —Hum—. Chicos, ¿sabe? ¿Por qué sólo uno?

Rachel dudó, y luego se dio cuenta de que estaba diciendo:

—Tuve suerte de tenerlo. —Y se dio cuenta también de que sin quererlo realmente le estaba hablando a la mujer de su matrimonio, del desinterés de su esposo por los hijos, y de los sutiles y complicados esquemas que había elaborado ella para persuadirle al final, un día, medio borracho y absolutamente enamorado, y hacerle admitir que, bueno, quizás un hijo no alterara absolutamente sus vidas… Cuando David apareció en el lanai, casi se sintió irritada por la interrupción.

El hombre sonrió.

—Frank me dijo que Kushi la había secuestrado —dijo—. ¿Quiere que la rescate?

—Nada de secuestro —declaró Kushi—. Y nada de rescate tampoco. Rach y yo estábamos teniendo una charla de mujeres. Sólo ha tenido un hijo, hubiera tenido más, ¿sabes?, pero su esposo no era de ese tipo. Aunque probablemente todavía pueda tener muchos.

—¡Kushi! —exclamó su nieto, escandalizado.

—¿Qué ocurre, crees que Rach va a mostrarse azarada? No, te lo aseguro, David, nosotras las mujeres no nos azaramos tan fácilmente. ¿No es así, Rach?

—Completamente de acuerdo —admitió Rachel. Lo más curioso era que resultaba cierto. No se sentía azarada, aunque discutir el hecho de que todavía no había alcanzado la menopausia con un casi completo desconocido era exactamente el tipo de cosa por la que hubiera debido sentirse azarada.

Dio un largo sorbo al café que se estaba enfriando, casi relajada. Y entonces Kushi la riñó afectuosamente:

—Las mujeres atractivas como usted tienen que casarse, ¿lo oye? Usted —hum—, debería intentarlo de nuevo.

Con un repentino llamear de irritación, Rachel restalló:

—¿Para qué? ¿Para ver cómo los matan, en este mundo donde todos se han vuelto locos?

Se detuvo, sintiendo remordimiento por lo que acababa de decir. No había pretendido decirlo. Pudo ver el gesto preocupado de David, pero antes de que empezara a decir algo su abuela le hizo un gesto de que callara con una enorme mano.

—Bien, Rach —declaró Kushi—. Eso a veces hace bien. Grite un poco. Llore si quiere. Aquí tiene amigos a los que puede gritar.

—Lo siento, de veras —empezó a decir Rachel, avergonzada de sí misma, pero Kushi estaba agitando la cabeza.

—Keiki siempre tiene algo de lo que preocuparse, ¿sabe? ¿Conoce a Lono? El chico de la nieta de mi hija Masuki, creo que sí lo ha conocido…, ¿Albert, se llama? Se preocupa constantemente, Rach. Pertenece al Kamehameha Korps, ¿sabe? Odia a los haoles.

—¡Kush, Rachel es nuestra invitada! —dijo David furiosamente.

—Rach es una dama adulta, David —le respondió su abuela—. Rach sabe que algunos hawaianos no pueden soportar a los haoles, probablemente —hum— del mismo modo que algunos haoles no pueden soportarlos a ellos, ¿no? Mire, Lono estudia historia. Lono sabe lo que hicieron los haoles —hum—, ¡y lo que probablemente aún están haciendo! Los haoles vinieron al puerto de Honolulú con barcos de guerra y cañones, y lo primero que supimos luego fue que Hawai ya no pertenecía a los hawaianos. Pero, Rach —explicó—, Lono no secuestra aviones.

David dijo ansiosamente:

—Kushi tiene razón en esto. Albert perteneció al Kamehameha Korps en la escuela secundaria, era lógico que un muchacho hiciera eso a su edad, y seguro que votaría a favor de la independencia de Hawai si se le presentara la oportunidad. Pero no mataría por ello.

—Lo sé, David —dijo Rachel, sintiéndose de nuevo bajo control—. Es un joven perfectamente encantador. No me importaría ver a Stephen crecer igual que él.

—¡Porque al final salen bien! —exclamó Kushi, triunfante—. ¿Entiende? Una se preocupa y se preocupa…, pero todos los keiki crecen, ¡y al final salen bien! Como David, aquí. Sólo que él no se casó.

David se echó a reír estentóreamente, y Rachel se dio cuenta de que ella estaba riendo también. El repentino shock irritado había desaparecido junto con el cansancio. Kushi les miró sonriente a los dos, luego hizo chasquear los dedos.

—La comida estará dentro de treinta minutos —afirmó—. No, Rach, ya no tiene usted nada que hacer aquí. Vaya con David. ¡Tú, David! Muéstrale a Rach la pitahaya que florece de noche y todo lo demás, ¿eh? ¡Luego volved los dos wiki-wiki, para ayudarme a servir el luau!

Mientras contemplaba la enorme espalda que se alejaba, David preguntó a Rachel:

—¿Realmente quiere ver la pitahaya? —Ella empezó a decir un educado «por supuesto», pero él prosiguió inmediatamente, sin dejarla hablar—. Porque ha estado usted a su lado durante la última media hora. Kushi todavía espera que yo me case algún día, ¿sabe?, y me temo que la ha elegido a usted como candidata.

—No se preocupe, David. Es una mujer maravillosa.

—Formidable. Pero es una tramposa. Leerá fríamente dentro de usted en dos minutos, como todos los viejos hawaianos. Cuando sabe qué es lo que usted desea oír, se lo dice. —Pareció ponerse repentinamente serio—. ¿Le han hablado acerca del hombre que se supone que debe identificar mañana?

Ella se sobresaltó ante el brusco cambio, se sintió agradecida de que él hubiera decidido tratarla como una mujer adulta.

—Sólo que creían que podía ser uno de los secuestradores.

—Lo supe por Frank Morford…, tiene como vecino a un policía. Es Murray Pereira. Lo arrestaron el otro día acusado de extorsión…, unas líneas aéreas locales.

—Creo haber leído algo al respecto.

¿Intentó sacarles cincuenta mil dólares?

—Y lo atraparon cuando los recogía. Eso es —dijo David.

Rachel dijo seriamente:

—Creo que no debería decirme nada más sobre él.

—No lo haré —sonrió David—. De todos modos, tampoco sé nada más. Oh, la foto de Pereira ha aparecido en los periódicos, pero ustedes no deben haberla visto en el continente. Simplemente no mire ningún periódico atrasado esta noche, ¿de acuerdo?

—David, todo lo que deseo mirar esta noche es mi almohada —dijo ella.

Pareció alarmado.

—¿Tan cansada está, de veras? ¿Quiere que la lleve al hotel ahora?

—Oh, no… Un taxi…

—Nada de taxis —dijo él firmemente—. Sólo déme un minuto para decírselo a Kushi, y estamos de camino.

—No quiero apartarle de sus invitados…

—Nunca sabrán que me he ido. ¡Estaré de vuelta antes de que me hayan echado en falta!

O quizá no tanto. Eran unos buenos cuarenta minutos en cada dirección, tiempo más que suficiente para que David añadiera unos cuantos datos más a su autobiografía. Mientras entraban en la carretera, hizo un gesto hacia la derecha, hacia la entrada del parque.

—Ahí es donde me convertí a la ciencia —dijo.

—¿Convertido de qué? —preguntó Rachel, disimulando un pequeño bostezo—. ¿No dijo que trabajaba en los campos azucareros?

David se echó a reír.

—Sólo hasta que ahorré lo suficiente para pagarme el pasaje a Waikiki. Trabajé en las playas durante un año. Viví de enseñar a practicar el surf y a bailar a los turistas. Pero no podía ganarme la vida siempre de este modo, de modo que volví a Puna, a casa de mi padre, al otro lado de la isla. Luego fui a Hilo, buscando todavía un trabajo, y Kushi me llevó con ella allá donde vivimos ahora, a fin de poder darme de comer durante un tiempo. Usted no recuerda la Depresión, entonces todavía no había nacido. Fue malo en el continente, pero aquí fue peor. Pero fui afortunado.

Rachel se enderezó en su asiento. Había estado dormitando ligeramente, lo cual no sólo era poco educado sino frustrante. Realmente quería oír cómo había sido la vida de David.

—¿Afortunado cómo, David?

—Oh. —Giró más allá del aeropuerto General Lyman, y se encaminó a la colonia de hoteles de Banyan Drive—. Hice auto-stop hasta el cráter para ver si podía conseguir trabajo en el hotel. Allí tampoco había trabajo, pero cuando me preparaba para hacer auto-stop de vuelta, allí estaba aquel viejo al lado de la carretera. Estaba cambiando un neumático de su Modelo A. Estaba en el Departamento de Investigaciones Geológicas de los Estados Unidos. Ahora es un hombre famoso. Entonces ya lo era, pero no para mí…, si no era Cab Calloway o Fred Astaire no era famoso, en lo que a mí respecta. De todos modos, cambié el neumático por él, y me dio un cuarto de dólar y me llevó, y hablamos. Y me dio trabajo. Cinco dólares a la semana, de su propio bolsillo. Me encargaba de llevarle sus instrumentos. Trabajé todo aquel verano para él, y luego me dio un trabajo a tiempo parcial en su Departamento, y arregló las cosas para que pudiera entrar en la universidad. Aquélla fue una buena época, Rachel. —Sonrió, haciendo el giro en U al camino de entrada del hotel—. Más tarde las cosas no fueron tan buenas…, ¡pero ya está en casa!

David aparcó directamente en la zona de aparcamiento prohibido delante de la entrada del hotel. Dejó las luces encendidas y el motor en marcha como muestra de su intención de marcharse aprisa, pero en Nochevieja nadie parecía preocuparse por aquellas cosas.

El nivel de ruido de la Nochevieja había empezado a subir tan pronto como entraron en Banyan Drive, como el tableteo de las ametralladoras en una guerra de soldados de juguete.

—¡Melé Kalikimaka! —gritó una turista de largo y flotante pelo rubio, riendo mientras arrojaba una tira de petardos al aparcamiento de abajo.

—No es necesario que entre —dijo Rachel mientras él abría la puerta para ella, pero el hombre agitó la cabeza. Estaba realmente agotada. Su forma de andar lo demostraba. Él la escoltó hasta recepción para recoger su llave. Cuando el empleado salió de detrás del casillero de los mensajes, llevaba un sombrero de verbena, y el vestíbulo estaba lleno de borrachos y semiborrachos, la mayoría procedentes de la trampa para turistas del piso superior. Todo el hotel parecía como los estertores de una muy larga fiesta.

David estaba decidido a escoltar a Rachel hasta la puerta de su habitación, pero ella se disculpó en el ascensor:

—Estaré bien, gracias —dijo, y pareció dudar, pero finalmente aceptó, cuando él se ofreció a llevarla a almorzar al día siguiente. La vio entrar en la cabina y se volvió, complacido. Era una mujer realmente agradable. Lo bastante joven como para ser interesante. Lo bastante mayor como para ser confortable… Pero, decidió David, muy turbada. Por supuesto, tenía toda la razón para ello…

En el camino de salida vio los servicios de caballeros y decidió hacerles una visita antes de regresar a Volcano. Mientras se acercaba a la puerta, una voz de mujer dijo a sus espaldas:

—Disculpe, por favor.

Se volvió. La mujer era de mediana edad, y las ropas que llevaba hubieran encajado más en unas oficinas del continente que en la Nochevieja hawaiana. Su acento era extraño. Parecía casi inglesa, pero con algo definitivamente extranjero debajo. Dijo:

—¿Ha visto usted al hombre que acaba de entrar? Es mi esposo. Llevaba una camisa aloha azul y blanca —explicó, mientras David agitaba negativamente la cabeza—. No puede confundirle con nadie, así que, ¿querrá entregarle esta nota por mí, por favor? Nuestra hija está enferma y tengo que ir a cuidarla inmediatamente. —Sonrió de una forma que cortaba todo intento de discusión, metió en su mano una hoja de papel con el membrete del hotel, y se apresuró a alejarse.

Era una imposición, por supuesto. Pero no parecía entrañar demasiados problemas. David no tuvo ninguna dificultad en identificar al hombre; estaba pensativamente de pie en los urinarios, con los ojos cerrados. David aguardó hasta que hubo terminado antes de entregarle la nota.

—Su esposa me pidió que le diera esto —dijo. Y luego, mientras el hombre le miraba con aire de no comprender, con una mano inmovilizada en el acto de subirse la cremallera, David añadió— Es algo acerca de su hija.

La mirada del hombre no se alteró. David la toleró unos segundos más, luego metió irritadamente el papel en la mano del hombre y se dirigió a los urinarios para orinar. ¡Vaya hombre desagradable! También parecía extranjero, lo mismo que la mujer.

La nota en sí estaba escrita en un idioma extranjero. David no había intentado leerla, pero mientras se la pasaba al hombre captó un atisbo de escritura no inglesa. No correspondía a ningún alfabeto que conociera, era una cosa curvilínea que muy bien podía ser árabe o persa.

Deseó realmente echarle otra mirada al hombre, pero cuando se apartó de los urinarios los servicios estaban vacíos.

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