Terror

Terror


Capitulo 5

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Aunque la nota era ahora una pequeña bola en el bolsillo de su chaqueta, Arkadi Bor podía sentir su presencia. Significaba problemas. Y no quería ninguno.

En los dos años desde que había desertado, cada día le había traído nuevas pruebas de que había tomado la decisión correcta. De acuerdo, el entorno físico no era perfecto. Aquel buque perforador no era un complejo turístico en el Mar Negro, y era una lástima que le hicieran pasar tanto tiempo en él. Pero la comida era buena, los ocasionales permisos en tierra estupendos, y cada mes era anotada en su cuenta en el Maritime Bank of the Pacific una sustanciosa cantidad en dólares americanos por sus honorarios como «consultor». Así que era impensable permitir que algo pusiera en peligro todo aquello, se dijo a sí mismo, cepillándose sus blancos y regulares dientes ante el pequeño espejo de su camarote.

¿Pero cómo iba a evitar los problemas que se avecinaban?

Podía haber una forma, pensó mientras se vestía. Simplemente, era necesario encontrarla. Se peinó, comprobó que su barbilla estaba bien afeitada, sonrió para admirar una vez más sus dientes, y abrió la puerta estanca del camarote.

Jameson Burford estaba de pie justo al otro lado, a punto de llamar. Jameson Burford era aún más bajo que Bor, pero se comportaba con la seguridad de un hombre muy alto, y hablaba con la confianza de un coronel dirigiéndose a su regimiento… En realidad había ostentado este rango en su tiempo, aunque nunca había sido el tipo de coronel que manda un regimiento.

—Buenos días, Jamie —dijo alegremente Bor—. Feliz Año Nuevo. Espero que la resaca de nuestra fiesta de ayer no le impida acudir a la reunión.

—Eso era lo que venía a decirle, Arkadi. —Pronunció Ar-KAY-di, pero Bor ya estaba acostumbrado a ello—. Los tipos de Sandia llegarán con retraso. La reunión ha sido aplazada hasta la una de esta tarde.

—Ah —dijo Bor.

—Así que tiene usted la mañana libre. ¿Quiere asistir a nuestra presentación?

—Quizá…, no —dijo Bor. Ya habían ensayado bastantes veces, y Burford asintió para indicar que aceptaba su decisión. En tierra, o en algunas circunstancias específicas en cualquier otro lugar, Burford tenía el rango suficiente para decirle a Bor lo que tenía que hacer, y Bor se vería obligado a hacerlo al momento, fuera lo que fuese. Pero en el contexto de los deberes profesionales de Bor dentro del proyecto Vulcano, Bor era el jefe. Bor sonrió para quitarle hierro al asunto y adoptó un aire coloquial típico americano—. Creo que iré a cubierta y tomaré un poco el sol —dijo. Pronunció tamaré un poco el sol, pero Burford no le corrigió.

—Usted mismo —dijo, esbozando un breve saludo y retirándose por el pasillo. Bor le observó alejarse con una cierta malicia. Era muy probable que Burford sufriera una buena resaca, pensó. Seguro que la noche antes había bebido más de las dos copas permitidas en el club nocturno del hotel; de otro modo hubiera estado con Bor en los servicios, y las cosas no hubieran ocurrido como ocurrieron. Así que si Bor decidía hacer partícipe a Seguridad del asunto de la nota, Burford iba a verse en problemas. Eso no desagradaba en absoluto a Bor.

Hizo una pausa para decidir si realmente deseaba subir a cubierta. Había muchas otras oportunidades. Podía, por ejemplo, volver a su camarote y ver la repetición de las noticias hawaianas de la mañana. Era una idea atractiva. Bor se había vuelto un adicto de las noticias desde su deserción. Conectar con las noticias de la televisión por la noche, seguir los noticiarios de radio de la CBS durante el día. El hábito se había formado recientemente, pero, por supuesto, durante la mayor parte de su vida en la URSS no había habido nunca ningún noticiario de confianza al que pudieras aficionarte. Cuando los que le interrogaron tras su deserción le preguntaron si algún americano le había empujado a tomar su decisión, respondió instantáneamente «Walter Cronkite».

Pero había aprendido que las noticias, en las democracias occidentales, no estaban permitidas los sábados, domingos o fiestas oficiales. No había audiencia para ellas en estos días, así que serían unas noticias malgastadas. Por eso, Bor hizo lo que le había dicho que haría a su hombre de seguridad. Subió a cubierta.

Y ése era otro aspecto en el que su actual situación era mucho mejor que allá en Leningrado, o incluso en Tbilisi. ¡El clima! ¡No había un sol como aquél en toda la Unión Soviética!

La cubierta del buque dormitorio Hermes, donde se alojaba, era completamente estable en el tranquilo mar, y como una docena de personas libres de servicio estaban tendidos sobre colchonetas o tumbonas, bebiendo café. Bor resopló, irritado, ¡café! ¡Las reglas de la Marina de los Estados Unidos eran estúpidas! Pero como no había nada mejor, pidió una taza al camarero, la llevó hasta la barandilla, y se reclinó en ella, contemplando los demás barcos de la flotilla, mientras acariciaba con los dedos la arrugada nota en su bolsillo.

Lo primero que tenía que decidir era si seguía poseyendo todas las opciones. Si decidía entregar la nota a Seguridad ahora, ¿cómo explicar el no haberlo hecho inmediatamente después de haberla recibido? Había una explicación que le cubría durante un tiempo. Podía decir que no se había atrevido a dársela a Jameson Burford porque el hombre estaba borracho. Esto lo cubriría perfectamente, al menos hasta su regreso al Hermes.

Pero no le cubría ahora.

Bebió lúgubremente el resto de su café, mirando al mar. Hubiera debido ser una escena tranquilizadora. El Hermes era sólo uno de los cinco grandes barcos y una docena o así de ocasionales, más pequeños, que se arracimaban en torno a aquel punto en pleno mar abierto que se extendía sobre la isla aún no nacida bajo la superficie. El mayor era el buque perforador, un descendiente colateral del Gomar Explorer, bautizado colorísticamente como Sandusky, de modo que el nombre no sugería absolutamente nada. También estaba el hotel flotante donde él se hallaba ahora, el Hermes, así como un viejo dragaminas utilizado principalmente como almacén, un pequeño buque cisterna que abastecía de combustible a los demás barcos…, y la fragata lanzamisiles Alamogordo, cuya misión nunca había sido definida pero que obviamente era seria. No había ninguna duda de que aquellos misiles serían disparados en caso necesario. ¿Cuál sería ese caso necesario? ¿Repeler un posible ataque ruso o chino mediante submarinos? ¿Enviar —la posibilidad hizo que Bor tragara dificultosamente saliva— toda la flotilla del Proyecto Vulcano al fondo si en algún momento era necesario establecer que «allí no pasaba nada»?

Estas posibilidades no mejoraron el humor de Bor.

Incluso el sol se estaba ocultando ahora. Bor miró lúgubremente al mar. Había nubes por todas partes, y franjas verticales de un gris oscuro colgaban bajo algunas de ellas, señalando dónde llovía. Al norte, los picos del Mauna Loa y el Mauna Kea habían sido tragados por las nubes.

Bor observó como un remolcador tiraba de un par de barcazas a través de la mancha de lodo que ensuciaba el mar en torno al buque perforador. Una de las barcazas llevaba tubos para la perforadora. Unos contenedores ocultaban a todos los ojos, incluso los de los satélites, lo que llevaba el otro.

Se trabajaba incluso el día de Año Nuevo. La perforación se detenía de tanto en tanto, brevemente, mientras se ajustaba una nueva sección de treinta metros de tubería a la parte superior del árbol de Navidad del Sandusky. Era un barco feo, con un perfil parecido al de un buque cisterna con un derrik alzándose en su parte media, y cuando estaba operando, lo cual era casi siempre, sonaba como una batería de calderas. Pronto se detendría el ruido. En estos momentos la perforación era únicamente una especie de comprobación de una serie de posibilidades ya prácticamente desechadas y el atar algunos pocos cabos sueltos sin importancia. Las perforadoras ya habían horadado Loihi, el bebé volcán que se tendía hacia ellos desde el fondo del mar, en bastantes lugares. La mayor de las heridas estaba preparada para recibir el implante. Entonces Loihi se convertiría en lo que Arkadi Bor había diseñado que fuera, la respuesta final a todas las irritantes preguntas de quién gobernaba el mundo.

Ni siquiera en mitad del océano Pacífico podía uno escapar de tales problemas. Detrás de Bor, uno de los aparejadores había abandonado su taza de café, su hamaca y su radio a transistores japonesa para una rápida excursión a los lavabos de caballeros. La radio seguía vociferando, y ahora había abandonado la música rockabilly para dar unos minutos de noticias. Las noticias no eran más del gusto de Bor que la estridente música. Las mismas y viejas acusaciones árabes de violaciones israelíes del espacio aéreo, protestas contra el despliegue del habitual armamento de alta tecnología, las mismas tediosas luchas en los mismos tediosos lugares. En Latinoamérica. Y en África. Y en el sureste de Asia. Y…, oh, bueno, ¿por qué no decir en todo el mundo y acabar de una vez con aquello?

Bor frunció el ceño hacia el sol cuando reapareció. Al fin y al cabo, ninguna de aquellas cosas eran problema suyo.

Su problema era más inmediato…, de hecho, estaba en su bolsillo.

Gozó del soleado viento mientras pensaba en la nota que el robusto japonés le había entregado. ¿Era posible que el japonés perteneciera a la KGB? Probablemente no; su aspecto era demasiado americano. La KGB reclutaba a sus hombres de todas las nacionalidades, y había muchos japoneses que simpatizaban con la causa soviética. Los idealistas eran capaces de hacer algo idealista en el peor de los momentos, y era mucho más seguro comprar simplemente a un traidor en el mercado libre, porque siempre había muchos en venta.

Como el propio Bor había estado en venta.

Estrujó la nota de su bolsillo entre los dedos. No necesitaba sacarla para leerla. Se sabía de memoria su contenido, escrito en aquella caligráfica letra georgiana que le había convencido de que era auténtica. ¿Cuántos americanos podían escribir en georgiano? ¿Cuántos rusos, por cierto? No; era real, y decía:

Su hija, Serafina Borboradzhvilana, ha sido acusada y sometida a juicio por espionaje y actividades antisoviéticas. Un tribunal preliminar la ha sentenciado a exilio interior. La sentencia de las acusaciones más graves aún no se ha pronunciado. Si desea usted ayudarla, llame inmediatamente al 555-5917.

No había firma, por supuesto. No había llamado a aquel número…, también por supuesto, porque no se había atrevido.

Bor arrojó la vacía taza de papel al Pacífico y la contempló ondular en las suaves olas. Intentó imaginar a su hija de diecisiete años en un Gulag…, si era allí donde estaba; si la nota no era un engaño para intentar atraparle.

Si aún estaba viva.

Había intentado llamarla, una vez, desde su habitación en el hotel Mayflower en Washington, durante las primeras semanas después de su deserción. Aquello había sido un error. Por supuesto, no lo había conseguido, y cuando los americanos supieron de ello se pusieron furiosos. Así que no había oído su voz desde hacía más de dos años y dos meses…, desde la última vez, que había estado en Tbilisi. Y, naturalmente, no se había atrevido a hablar abiertamente con ella entonces. Se la llevó a dar un paseo en el aéreo amarillo, bamboleándose al viento en el camino de subida al parque de diversiones sobre el risco, sorprendentemente, habían estado solos en la cabina. Había pocas posibilidades de que hubiera micrófonos allí, pero pese a todo sólo habló con una fingida confianza:

—Fina, si me ocurriera alguna cosa, tienes que ser fuerte. ¡No vaciles en denunciarme!

Ella se había llevado los nudillos a la boca. Incluso una muchacha de quince años sabía lo que significaba «alguna cosa».

—¡Padre! ¿Tienes problemas?

—En estos momentos no tengo ningún problema —dijo, y parcialmente era cierto—, pero están ocurriendo algunas cosas desagradables. Hay gente que desea mi caída. Si tu madre siguiera aún con vida… —Pero eso había sido un error, y los ojos de Serafina lo reflejaron. Ella recordaba muy bien que él nunca había deseado que su mujer siguiera con vida. Lo que había deseado era que Serafina ocupara su lugar, con aquella limpia y clara tez lituana…, ojos azules, cabello dorado, todas las cosas que habían hecho en su momento que Bor deseara casarse con su madre sin detenerse a pensar que debajo de aquel hermoso exterior vivía una arpía. Le había hecho odiar a todas las mujeres, reflexionó amargamente Bor. ¡Y con ello le había conducido directamente a todas las dificultades en las que se hallaba ahora!

Escabulléndose a través de Grosvenor Square hasta la embajada americana, con el pretexto de aquella reunión en Londres, había creído poder librarse de todas aquellas dificultades…

Pero, al parecer, las dificultades aún proseguían. La KGB lo había perdido por un tiempo. Pero, de alguna forma, había vuelto a encontrarle.

Todos estos pensamientos eran inútiles. Si no podía resolver el problema de la nota, al menos podía utilizar su tiempo. Bor fue de nuevo abajo, a la diminuta oficina bajo la línea de flotación donde se le permitía realizar su trabajo personal, y se sentó ante su escritorio.

El escritorio de Bor no era en realidad un escritorio. Era un monitor de ordenador, y los montones de papeles no eran tales sino displays del tipo más variado que aguardaban su atención en su «correo». La mayoría no eran del menor interés para él. Algunos sí despertaban tangencialmente su interés, por ejemplo, Configuraciones nucleares de emisión lenta de neutrones, un informe altamente clasificado, resultado de las investigaciones realizadas en alguna parte por los equipos de estudio del Departamento de Defensa. Pero ya no tenía que preocuparse de mantener bajo el número de neutrones en sus dispositivos, porque el aspecto menos importante de ellos era cuánto tritio, y en consecuencia cuántas pérdidas más de vidas humanas, ocasionaban. Registrado temblor de 4,8 en la escala de Ritcher en Siberia Occidental. Gruñó, y pidió copias de aquello. ¡Aún seguían con eso! ¿Con qué finalidad? Casi con toda seguridad se trataba de otra explosión nuclear subterránea, pero, ¿era uno de los proyectos de eliminación de residuos de los que él había sido pionero? ¿Un estudio sísmico en busca de depósitos minerales? ¿Qué? Era frustrante no saberlo. Desde que Bor había abandonado la URSS de una forma más bien apresurada, se habían producido al menos veinte perturbaciones de 4 o más en la escala de Ritcher que habían sido registradas por los sismógrafos occidentales. Dos de ellas habían sido auténticos temblores naturales…, no lo bastante grandes para causar muchos daños, no lo suficientemente interesantes como para dedicarles mucho estudio.

Los otros pertenecían a la especialidad de Bor.

La diferencia entre una explosión nuclear subterránea y un suceso tectónico era bastante fácil de detectar. El registro del sismógrafo mostraba los claramente identificables esquemas de frecuencia. Los terremotos, que eran el resultado del movimiento de masas de rocas muy por debajo de la superficie de la Tierra, necesitaban unos segundos claramente mensurables para producirse. Los sismógrafos mostraban un registro confuso que podía medirse con toda claridad. Una explosión nuclear empleaba menos de un parpadeo.

Bor lo sabía. Quizás había sido uno de los primeros en planearlas y supervisar su detonación. Había sido Arkadi Borboradzhvili quien había supervisado el emplazamiento del artilugio de hidrógeno que había abierto la caverna de más de mil metros de profundidad en los Urales donde se almacenaban ahora los desechos radiactivos más peligrosos de la Unión Soviética. Había sido Bor quien había controlado las explosiones que habían permitido a los petrogeólogos identificar los nuevos, enormes y profundos domos salinos cerca del mar Caspio que proporcionarían los productos petrolíferos necesarios a los aviones, barcos y vehículos soviéticos en cualquier guerra futura…, si había alguna vez otra guerra. Era Bor quien había hecho estallar las grandes burbujas subterráneas en torno a Astraján que ahora se estaban llenando con condensados gaseosos naturales, de tal modo que los gases pudieran ser extraídos de la parte superior y los líquidos del fondo. ¡Ése había sido su triunfo particular! Se había hablado de concederle la Orden de la Bandera Roja…, no concedida a menudo a una persona «que necesitaba un reloj». (Si tú necesitabas un reloj no eras nadie, porque los únicos que eran alguien eran aquellos que podían decir la hora oyendo las campanas de la Torre Spassky de Moscú).

Era una lástima que, justo entonces, aquel estúpido cadete de la milicia se hubiera asustado y le hubiera dicho todo tipo de cosas a su comandante. No hubo juicio, por supuesto, la palabra de un cadete no podía ser tenida en cuenta contra la de un importante científico…, pero tampoco hubo Orden de la Bandera Roja.

Se frotó nerviosamente los ojos…, ¡malditos fueran aquellos tubos de rayos catódicos baratos de la Marina, te estropeaban la vista! También el ruido, que a veces llegabas a olvidar, se convertía en algo irritante cuando uno lo oía de nuevo. La perforación seguía independientemente de las fiestas, y así se producía un constante, repetitivo, raspante y ruidoso retumbar de la cadena de perforación, y el olor de los líquidos refrigerantes y los gases de los motores, unidos al inconstante viento, hacían que toda la zona hediera terriblemente. Bor se permitió por unos momentos odiar el lugar donde se encontraba y lo que estaba haciendo…, uno necesitaba esos momentos de tanto en tanto. ¡Y era tan injusto que le hubieran hecho ir allí! ¡Si sólo no hubiera nacido georgiano! O mejor —puesto que ningún georgiano deseaba realmente ser ninguna otra cosa excepto georgiano—, ¡si sólo hubiera sido georgiano un par de décadas antes! Hubo un tiempo en que ser georgiano era importante, porque el gran Vozd lo era. Pero entonces murió Stalin. Luego aquel imbécil de Jruschov leyó su informe secreto. Luego tocaron fondo, todos los estalinistas, todos los georgianos. Luego aquel mismo hijo de una puta imbécil, Jruschov, puso a Bor fuera de la circulación con el embargo de las explosiones atómicas de superficie, con lo cual lo que él pretendía hacer —cavar canales y nivelar montañas a través de la utilización pacífica de la energía nuclear— quedó fuera de la ley. Fue un auténtico problema conseguir hallar el subterfugio que permitiera proseguir con las explosiones subterráneas, y luego…

Luego aquel momento de ebria intimidad con el cadete de la milicia…, ¡y luego esto!

Bor se sintió inundado por un sudor frío. Porque las cosas no habían sido exactamente así. No había sido empujado por el triunfo de Astraján a desertar, pero no le gustaba pensar en cuáles habían sido las auténticas razones, ni siquiera ahora, ni siquiera aquí.

¡E incluso «aquí» estaba en problemas, a causa de esta maldita nota!

Apagó el ordenador, se reclinó en su asiento y contempló la gran lucerna que tenía delante. ¡Piensa, Arkadi! ¡Medita un plan!

Era demasiado tarde para acudir a Seguridad y decir: «Me entregaron esto la otra noche, y hasta ahora no he conseguido decidirme…». ¡Oh, no! ¡Estas admisiones no eran permisibles!

Muy bien, segunda alternativa. Supongamos que llamaba al número que le habían dado. Supongamos que recibía instrucciones para reunirse con alguna persona en alguna cita secreta; ¿qué ocurriría entonces?

Preparó mentalmente una lista de posibles consecuencias:

¿Lo secuestrarían y le obligarían a volver a la Unión Soviética? Probablemente no; era de mayor utilidad aquí.

¿Lo castigarían? ¿Quizá simplemente simplificarían la situación pegándole un tiro en la cabeza? No era probable. Si todo lo que deseaban era matarle, hubieran podido hacerlo fácilmente en el hotel. Una bomba hubiera sido tan fácil de pasar como una nota.

¿Intentarían «convertirle» de nuevo a la causa soviética? ¿Hacer un trato con él? ¿Digamos, la vida y la seguridad de su hija a cambio de, por ejemplo, información? Bor frunció el ceño. No era muy probable, pensó, porque si habían sido capaces de localizarle, eso quería decir que ya tenían bastante información en su poder. ¿Entonces qué? ¿Sabotaje? ¡Oh, Dios! ¿Pretenderían que saboteara el Proyecto Vulcano, y lo abandonarían luego a la venganza de los norteamericanos?

Si hubiera actuado al primer momento…

Y entonces hizo chasquear los dedos. ¡Después de todo, aún no era demasiado tarde! ¡Corre! ¡Llega sin aliento delante de Seguridad! Di: «¡Oh, Dios mío, escuchen! ¡Acabo de encontrar esto en la chaqueta de mi esmoquin! Ahora recuerdo que alguien me lo dio ayer por la noche, pero habíamos estado bebiendo…». ¡Podía funcionar! ¡Se irritarían, oh, sí, por supuesto! Pero lo peor de su irritación caería sobre Jameson Burford, no sobre él. Una lástima, por supuesto. Pero en este mundo uno tenía que cuidar de sí mismo. Arkadi Bor no podía tomar sobre su persona la responsabilidad de proteger a un hombre de seguridad incompetente…

O —pensó, mientras empezaba a correr presa de un llamativo pánico por el pasillo, aferrando la nota en una mano— proteger a una hija que, después de todo, era lo bastante mayor como para ocuparse de sí misma.

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