Terror

Terror


Capitulo 7

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Eran pasadas las siete y media en Hawai, y por lo tanto cerca del mediodía en St. Louis. En consecuencia, era probable que Stephen estuviera despierto, incluso el día de Año Nuevo. Mientras dejaba correr el agua de la ducha, marcó el número de su casa. Maravilla de maravillas, Stephen respondió a la segunda llamada. Ni siquiera parecía adormilado.

—La fiesta no debió ser muy buena —aventuró.

—¿Mamá? Oh, no, fue estupenda, realmente estupenda. —Y Rachel supo que esto era todo lo que iba a sacarle. Nada de nombres, lugares, citas. Por supuesto, nada acerca de cuánto había bebido…, o fumado. Positivamente nada acerca de si había «tenido éxito» con alguna de las muchachas que a veces se presentaban en su sala de estar. Para impedir que ella siguiera preguntando, siguió—: ¿Y cómo fue la tuya? ¿Todavía no viste al tipo ése? ¿Estás bien?

—Respondiendo por orden —dijo Rachel, sintiéndose desbordada por el cariño hacia su hijo—, mi fiesta fue tranquila pero encantadora, voy a intentar identificar al hombre esta mañana, y estoy bien, realmente bien. —Frunció el ceño ante el ahogado y no identificable sonido al otro lado de la línea y añadió—: Si consigo terminar con todo, me gustaría tomar un vuelo de vuelta de mañana…

El sonido ahogado resultó ser que Stephen estaba masticando algo. Tragó y dijo:

—¡Oh, mamá! ¡No se te ocurra hacerlo! Empápate un poco de ese sol. ¿Cuántos viajes pagados crees que vas a poder hacer a Hawai en tu vida?

—¿Qué estás comiendo, Stephen?

—Huevos a la benedictina, y no cambies de tema. ¡Quédate! Tómate al menos una semana…, la biblioteca no abre hasta el once, ¿no? Te prometo que no prenderé fuego a la casa.

—Bueno… —Pero había dejado la ducha abierta—. Ya veremos.

—No, no lo veremos. ¡Hazlo! Y feliz Año Nuevo —retumbó, con una voz que de pronto pareció la de su padre.

Como el mejor lado de su padre, reflexionó Rachel en el baño. Sin esa traidora e impredecible mezquindad, y especialmente sin sus mentiras. Por todo lo que sabía, Stephen nunca le había mentido. Oh, sí, le había dicho un montón de veces que no estuviera siempre encima suyo. Pero ése era un derecho que le había concedido hacía ya mucho tiempo.

En cualquier caso, había preguntas que no necesitaba formular, porque podía deducir las respuestas de los indicios. Indicios como los huevos a la benedictina. Stephen había aprendido cómo hacerlos, pero no le gustaban demasiado. A aquella chica en cambio, Sandy Corrado, la que le había ayudado a llevar a su madre al aeropuerto, le encantaban; así que si Stephen estaba comiendo huevos a la benedictina en la mañana del Año Nuevo, eso significaba probablemente que el año empezaba bien, realmente bien, para él.

Rachel nunca había estado antes en un coche de la policía. Se sintió interesada al ver, alargando el cuello para mirar por encima del hombro, que no había manecillas en la parte interior de las portezuelas traseras, y que una densa tela metálica separaba la parte de atrás del asiento del conductor. Se alegró de estar sentada en la parte delantera. Su conductora era Chee, amistosa y poco amenazante. Dijo:

—Señora Chindler…

—Por favor, llámeme Rachel.

—… ¿sabe cómo funciona una identificación? Colocan a cinco o seis hombres alineados…

—He visto muchos telefilmes de Kojak, Nancy —sonrió Rachel. La muchacha parecía terriblemente joven para ser sargento de la policía, y terriblemente pequeña.

—Por supuesto —dijo la mujer policía, devolviéndole la sonrisa—. Bien, puesto que en realidad no vio el rostro del hombre, supongo que lo harán de una forma algo distinta. Realmente no lo sé.

Rachel la miró especulativamente.

—¿Saben quién de los secuestradores es? Quiero decir —tragó saliva, sorprendida de sus propias palabras—, ¿fue el que disparó contra la gente?

La sonrisa desapareció.

—No puedo hablar de esto con usted antes de la identificación, por favor, compréndalo. Son las reglas del testimonio, ¿sabe? No sé lo que podría hacer un juez con cualquier cosa que yo dijera ahora. —Cambió rápidamente de tema, haciendo un gesto con la cabeza hacia el verdor que las rodeaba—. Éste es el parque de la reina Liliuokalani. Supongo que ya lo ha visto. Es muy hermoso. Y ahí delante —hizo un gesto con la mano—, eso es lo que dañó el tsunami. ¿Ustedes lo llaman maremoto? Ese parque era la sección comercial. La oficina de mi padre estaba ahí, y me llevó a verla al día siguiente del tsunami, y simplemente todo había desaparecido. —Lanzó una rápida y pensativa mirada a su pasajera mientras giraba hacia Kapiolani—. Puedo acompañarla esta tarde a dar una vuelta, si quiere —ofreció.

—Oh, es muy amable por su parte, Nancy. En realidad, creo que el profesor Yanami va a llevarme a almorzar, y no hemos planeado mucho más allá de eso.

Nancy Chee entró en el aparcamiento señalado Sólo coches oficiales, y aconsejó:

—Dígale que la lleve a dar una vuelta aérea por la isla…, está en el mismo club de aviación que mi padre, de modo que sé que puede conseguir un aparato. Quizá pueda descubrir algunas ballenas grises y enseñárselas. —Y salió del coche y aguardó a que su pasajera se reuniera con ella para entrar en la jefatura de policía.

Rachel se dio cuenta de que le costaba mucho más de lo habitual tragar saliva. No estaba tan tranquila como había creído estar; de hecho, tuvo que ir al cuarto de baño más bien a toda prisa. La sargento Chee se mostró paciente y en absoluto sorprendida.

Pese a todo, tuvieron que aguardar en una pequeña oficina sin ventanas. Rachel declinó el ofrecimiento de una taza de café, y escuchó sin prestar excesiva atención mientras la sargento charlaba agradablemente acerca del valle de Waipio y el Pu-uhona O Honaunau, donde los reyes hawaianos habían erigido un santuario, y la ensenada donde había sido muerto el capitán Cook, a lo largo de la costa de Kona. Se alegró cuando la puerta se abrió y entró el capitán Wasserling. Aunque la sargento era una agradable mezcla de china y portuguesa y el capitán era misioneramente blanco, ambos exhibieron idénticas expresiones de compasión oficial mientras conducían cortésmente a Rachel a otra habitación. La hizo sentar delante de una pared cubierta con una cortina, y le explicó que detrás de la cortina había un espejo de un solo sentido, de modo que ella podría ver al otro lado, pero que aquellos que estaban al otro lado no podían verla a ella, y le preguntó si estaba preparada.

Rachel no estaba preparada. No creía que llegara a estar preparada nunca. Decidió que era terriblemente injusto que le pidieran que hiciese esto. ¿Cómo podía estar segura? Hasta Kojak admitía que no podía confiarse en la identificación de los testigos. Además, los orientales eran escasos en St. Louis. A sus ojos todos eran iguales…, ¿cómo podía decirlo? Lo que veías cuando veías un oriental en Missouri era esa cualidad básica de los orientales; la habilidad de reconocer ese detalle que distingue a uno de otro no llegaba hasta mucho después. Y tras aquel destellante momento, con toda su mente llena del horror de lo que estaba ocurriendo, no iba a haber ningún después…

—Estoy preparada —dijo, sin creer en sus propias palabras, y el capitán corrió la cortina.

Al otro lado de la ventana, los cinco hombres con pasamontañas de esquí miraron hacia el sonido de la cortina deslizándose.

Supo inmediatamente, incluso enmascarados, que ninguno de ellos era el hombre cuyo pasamontañas había arrancado Esther y cuyo gesto le había valido la muerte. Todos eran demasiado corpulentos. Sin embargo, los estudió con atención, y dio un respingo cuando inesperadamente —debía haberse producido alguna señal, pero no la oyó— el primero de la fila dijo:

—Que nadie se mueva. Acabamos de apoderarnos de este aparato.

Lo dijo como un estenógrafo leyendo al dictado. El segundo hombre lo dijo como un actor intentando memorizar su papel. El tercero lo dijo rápidamente, como si se le estuviera enfriando la comida. El cuarto…

La voz del cuarto era profunda, gravemente divertida, y en absoluto preocupada.

—¿Señora Chindler? —preguntó el capitán.

Rachel se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo en silencio. Agitó la cabeza pero siguió en silencio, mirando impotente al capitán.

—Lo intentaremos sin los pasamontañas —dijo el hombre, e hizo de nuevo la imperceptible señal.

Los hombres empezaron a quitarse los pasamontañas.

No era necesario. Aquella enorme cabeza no se olvidaba fácilmente, como tampoco se olvidaban los negros ojos. No tuvo ninguna dificultad en imaginarlo —¡recordarlo!— avanzando pausadamente por el pasillo del aparato, con la Uzi sujeta a la altura del hombro y preparada.

Sin el pasamontañas, su cabeza era aún más voluminosa. Rachel no pudo llegar a creer en la opacidad del cristal de una sola dirección, porque los negros ojos la miraron directamente a ella.

Dijo:

—Me temo que ninguno de ellos es el hombre que disparó contra Esther.

El capitán frunció el ceño a la sargento Chee, luego se volvió hacia Rachel. Preguntó, educadamente:

—¿No puede identificar a ninguno de ellos?

—¿Cómo puedo estar segura? —dijo Rachel razonablemente—. Un pasamontañas de esquí es exactamente igual a cualquier otro, ¿sabe?

—¿Está usted segura? —preguntó la sargento Chee.

—Estoy segura de que no estoy segura —sonrió Rachel. Después de todo, ¿cómo podía estarlo? Aunque hiciera una identificación, ¿qué ocurriría en el momento en que se llegara al juicio? Allí los abogados de la defensa podían preparar alguno de aquellos escurridizos trucos a lo Perry Mason, confundirla, quizá sustituir el acusado por algún otro oriental con los ojos muy separados y unos gruesos labios. ¿Cómo podría decir ella la diferencia? Y, reflexionó indignada, ¿cuál era la pena por perjurio, si algún abogado listo la enredaba en alguna contradicción? Dijo firmemente— Lo siento.

—La verdad —murmuró el capitán—, cuando miró a uno de ellos, creí que lo había reconocido.

La estaba observando con la clase de desprendido asombro que dedicaría uno a una pieza de rompecabezas que no encaja en ninguna parte del conjunto. Se encogió de hombros. El capitán añadió:

—Me refiero al tipo grande de los ojos negros. Se llama Murray Pereira, pero ellos lo llaman «Kanaloa». Es un veterano del ejército. Expulsado con deshonor. El Departamento de Defensa no nos ha entregado toda la información, pero parece que trabajó con explosivos muy sofisticados. Incluso nucleares.

—Es para preocuparse —dijo educadamente Rachel—. Lamento realmente haberles causado todos estos problemas para nada, capitán, pero, ¿puedo irme?

Cuando David Yanami acudió a su encuentro en el vestíbulo del hotel se sintió sorprendido, y complacido, por su aire de alegre calma. No era sólo la expresión de su rostro. Evidentemente, había tenido tiempo de visitar las tiendas de ropa de los niveles inferiores, y ahora llevaba una blusa aloha melocotón y blanco con sus pantalones blancos.

—Muy hermosa —cumplimentó, queriendo dar a entender más que la simple blusa—. Supongo que todo fue bien esta mañana.

—Oh, me temo que todo fue mal. Torpedeé todo el asunto —dijo a regañadientes, y añadió—. Estoy realmente hambrienta.

David era demasiado educado para expresar su sorpresa, pero se sintió realmente sorprendido. ¿Qué estaba ocurriendo con aquella mujer? Una cosa era sentirse relajada la noche antes de la prueba…, era un tributo a su fuerza de carácter. Pero mostrarse tan alegre después de fracasar en su identificación era algo completamente distinto. David no pudo decidir qué; y cuanto más le contaba ella, más desconcertado se sentía.

Podía ser aquél hacia el que el capitán dijo que me había inclinado —dijo, cogiendo con la cuchara un trozo de pollo al curry de una papaya partida por la mitad—. Pero era incapaz de jurarlo. ¿Y si hubiera sido un policía?

—Estoy seguro de que se lo hubieran dicho de haber sido un policía.

—Bien, pero supongamos que era simplemente alguien al que habían detenido por, oh, digamos vagabundeo. Iba a verme en problemas. Cuanto más miraba, menos segura me sentía…, ¡oiga, esto está estupendo! —añadió, alzando una cucharada de pollo y fruta.

—Me alegra que le guste. —Para él no lo resultaba tanto. Desde el punto de vista de David, la papaya era espléndida y el pollo al curry también, a veces; pero poner las dos cosas juntas tenía casi tanto sentido como servir rodajas de cecina con melón. Los turistas comían aquel tipo de cosas. Nadie más lo hacía—. En realidad —dijo—, creo por lo que me cuenta que uno de ellos tenía que ser el auténtico terrorista.

—Oh, ¿de veras? —Rebañar la papaya ocupaba ahora la mayor parte de su atención—. Dijeron que su nombre era no sé qué Pereira.

—Ése es. Le llaman «Kanaloa»…, es uno de los dioses hawaianos. Puede decirse que Kanaloa era el dios de los Infiernos.

—Un nombre adecuado para un terrorista —sonrió Rachel, pero su sonrisa era tensa—. ¿Quiso extorsionar a unas líneas aéreas?

David se mostró sorprendido.

—Veo que subestimé sus fuentes de información, Rachel. Sí, las SunAir…, dijo que el Kamehameha Korps las declararían kapu.

—¿Tabú?

—Es la misma palabra…, «kapu» es la versión hawaiana. Y para demostrar que iban en serio, pusieron una bomba de humo en el equipaje de uno de los 737. Así que el presidente de las líneas aéreas dejó caer cincuenta mil dólares allá donde se suponía que debía hacerlo, y la policía tenía un helicóptero vigilando el lugar. Cogieron a Kanaloa.

—Supongo que lo acusarán de eso, así que de todos modos irá a la cárcel —dijo Rachel, pensativa.

—Por extorsión. No por asesinato.

Ella se echó hacia atrás en su silla y le miró pensativamente; pero todo lo que dijo fue:

—¿Cree que podría conseguir un poco de té helado?

Él llamó con un gesto a la camarera, se volvió para decirle algo a Rachel, se lo pensó mejor, luego dijo decididamente:

—No la comprendo. ¿Cómo puede perdonar de este modo?

Ella frunció el ceño al vaso mientras removía el té.

—No sé si hay algo que perdonar —dijo al fin.

—¿El asesinato?

—¡Por supuesto que no puedo perdonar el asesinato! —dijo ella secamente—. Pero…, puedo sentir un poco de compasión, quizá. ¿David? ¿Sabe con qué me gano la vida? Soy bibliotecaria. Cuando algo me desconcierta, lo primero que hago es acudir a un libro para ir en busca de una explicación. Quizá por eso las cosas no fueron demasiado bien en mi matrimonio, porque no se había escrito el libro adecuado. O si no puedo encontrarlo… De todos modos, deseaba saber por qué los hawaianos podían llegar a sentirse tan furiosos.

David asintió, comprendiendo.

—Así que leyó un poco de historia hawaiana.

—Leí meses de ella —corrigió Rachel—. Michener para empezar. Luego el rey Kalakaua, y la historia de la reina Liliuokalani, y toda la historia de la monarquía y la república. Había medio millón de hawaianos cuando el capitán Cook desembarcó aquí. ¡Un par de generaciones más tarde, eran menos de cincuenta mil!

—Querida Rachel —dijo sombríamente David—, como hawaiano semipuro en un cincuenta y tres coma sesenta y cuatro por ciento, lo sé. Pero todo eso es historia antigua. Ya no le importa a nadie…, excepto —añadió— a los lunáticos como Kanaloa…, y también a algunos no lunáticos como Kushi, y a mi sobrino Lono.

—¿Lono?

—Ése es su nombre hawaiano. Lo conoció en la fiesta ayer por la noche. Estuvo también en el Kamehameha Korps, en la escuela secundaria. En el equipo de baloncesto, para ser más exactos. «Kamehameha Korps» era lo que llevaba todo el equipo en sus camisetas. Tomó el nombre de «Lono» de la mitología hawaiana…, Lono es lo que podríamos llamar el dios del submundo. El dios tiburón. Es algo así como Lucifer, un ángel caído. No creo que el simbolismo significara mucho para mi sobrino cuando tenía quince años, excepto que era romántico. —Tomó una copa vacía, se dio cuenta de que estaba vacía, y volvió a dejarla en su sitio—. Siguen haciéndolo, sin embargo. Kanaloa es también un nombre de dios.

—Entiendo —dijo Rachel. Y luego, alegrando repentinamente el rostro—. La sargento Chee me dijo que pilota usted aviones.

Él sonrió, agradeciendo el cambio de tema.

—También lo hace mi abuela —dijo—, aunque yo intento sacárselo últimamente de la cabeza. En la medida en que es posible sacarle algo de la cabeza a Kushi. Estará usted mucho más segura conmigo. ¿Le gustaría probarlo?

—La sargento Chee me dijo que tal vez pudiéramos ver ballenas.

—No desde muy cerca, hay una multa de veinte mil dólares por molestarlas…, pero sí, hay posibilidades. Y tengo unos buenos prismáticos en el coche.

Ella estaba sonriendo y agitando maravillada las manos, tan alegre y despreocupada como cualquier turista que alguna vez se hubiera puesto un lei.

—¡Estupendo! —dijo—. ¡Ballenas! ¡Vayamos a verlas!

Cuando salieron del edificio general del campo de aviación, el viento cogió a Rachel desprevenida: hizo revolotear su pelo, pegó su falda contra sus muslos, y casi le hizo retroceder un paso. David no pareció darse cuenta del viento; resultaba evidente que el viento era una vieja historia en Hawai. Pero sin duda se dio cuenta de cómo la falda se pegaba contra sus piernas, íntima como un amante. David era demasiado mayor para tomarlo en cuenta en algo tan romántico, pensó Rachel, pero de todos modos la complació sorprenderle mirando.

La complació también estar sentada junto a él mientras la avioneta se alzaba de la pista y trazaba un círculo hacia fuera y sobre el Pacífico. Desgraciadamente, no había ballenas aquel día, al menos no más cerca de Lahaina. Disculpándose, David declinó ir más lejos.

—En otra ocasión —dijo, inclinándose hacia ella para que pudiera oírle por encima del zumbido del motor de la Comanche—. De todos modos, le ofreceré la vuelta turística. —Y la condujo de vuelta entre los dos grandes picos de los volcanes, descendiendo a lo largo de la costa de Kona, por encima de las playas de arena negra y los edificios de apartamentos. No había ballenas tampoco en el lado sur de la isla, pero David apuntó el morro del aparato hacia mar abierto, redujo el motor para que pudieran hablar más fácilmente, y dijo:

—¿Le gustaría echarle un vistazo a Vulcano?

—¿Qué es Vulcano, David?

—Ah —dijo él, mirando hacia el vacío océano que se extendía ante ellos—. Ésa es la cuestión, ¿no? Es una operación de la Marina, y no hablan de ella. El mejor rumor que he oído al respecto es que hay nódulos de manganeso en el fondo del mar, y que están intentando explotarlos.

—¿Por qué deberían mantener eso en secreto? —preguntó Rachel.

—¿Por qué hace algo el gobierno? Podría tratarse de algo completamente distinto. Otro rumor es que están intentando desarrollar energía geotérmica. Hay un bebé volcán en alguna parte, ahí abajo.

—O pueden estar planeando empezar la Tercera Guerra Mundial —dijo Rachel pensativamente.

David la miró.

—O —admitió— pueden estar planeando empezar la Tercera Guerra Mundial. Pero es un lugar muy curioso para hacerlo, ¿no cree? Aunque tuviera sentido el que lo desearan.

Rachel guardó silencio por unos instantes, contemplando el color cobalto del mar. Cuando habló lo hizo rápida y gramaticalmente, como si estuviera dictando a una mecanógrafa.

—Después del secuestro —dijo—, estuve asustada, y loca, e… impotente. Me sentía absolutamente, bien…, violada. Nunca he sido violada, pero supongo que ésa debe ser la sensación. Deseaba huir, David. Deseaba echar a correr y ocultarme. Pensé en abandonar los Estados Unidos, sólo que no podía pensar en ningún lugar donde ir. Israel era una posibilidad. Nunca he sido religiosa, pero soy hija de una mujer que tenía una madre judía, así que por definición soy judía…, pese a que mis padres eran de la Cultura Ética y yo llevé a mi hijo a la Holandesa Reformada, porque eso era mi marido. Pero no podía ir a Israel. La OLP y los sirios lo habían estropeado para mí…, sin mencionar los propios israelíes. Así que, ¿dónde, pues? ¿A la soleada Italia, donde hacen volar a los turistas en las estaciones? ¿A Latinoamérica, donde disparan contra las monjas? No había ningún sitio. Si no era la OLP era el IRA, o los nacionalistas portorriqueños, o los cubanos, o los servios libres, y si hay un lugar en el mundo donde no haya nadie con un agravio deseando matar y mutilar a otra gente por venganza, no sé dónde está. —Agitó la cabeza y sonrió—. Así que es por eso por lo que no estoy segura de que, si alguien desea empezar la Tercera Guerra Mundial aquí, yo vaya a alzar aunque sólo sea un dedo para impedírselo. —Miró hacia delante y dijo de pronto—. ¿Qué es eso que hay ahí?

David carraspeó.

—Eso es Vulcano —dijo. Cambió ligeramente el rumbo para pasar al oeste del lugar, mirándola a ella con el rabillo del ojo.

Durante un rato ninguno de los dos dijo nada, mientras lo que había parecido un bulto en el horizonte cambiaba para adquirir el aspecto de un barco, luego de un grupo de barcos, luego de un archipiélago artificial en medio del mar azul. Esta mujer, se estaba diciendo David, esta mujer está mucho más alterada de lo que quiere aparentar. Me gustaría poder ayudarla. No necesita que le muestren los lugares de interés. Necesita a alguien que la cuide, que la deje llorar, y que la abrace cuando lo haga. Y ese alguien no puede ser nadie que tenía ya casi treinta años cuando ella acababa de nacer; así que me gustaría haber traído con nosotros a Frank Morford esta tarde.

Pero no lo había hecho. Todo lo que dijo en voz alta fue:

—Según el NOTAM, tenemos que mantenernos al menos a quince kilómetros de distancia. Pero probablemente podrá echarle una buena mirada con los prismáticos.

Rachel ya los estaba enfocando hacia allá.

—Hay un buen montón de barcos —informó.

—Sí, un buen montón —admitió él—.

El grande del centro es un buque perforador, creo…, al menos creo que esa cosa que parece un largo mástil es una torre perforadora. Aunque supongo que puede ser alguna especie de bomba para los nódulos de manganeso. Ese otro también grande que está a su lado se supone que es una especie de hotel flotante, y no sé qué son los otros. ¿Ve los dos helicópteros en el buque perforador? Hacen el trayecto de ida y vuelta a Hilo cada día. La mayor parte de las veces es para traer y recoger gente del aeropuerto. Tienen un montón de misteriosos visitantes.

Rachel estudió la pequeña flotilla mientras escuchaba. El sol estaba aún lo bastante alto como para crear un punto brillante en el mar, cobre bruñido en medio de todo aquel cobalto. El complejo Vulcano estaba en medio de aquella gran mancha cobriza, con forma de huevo, negros barcos contra el resplandor.

—Daré una vuelta a su alrededor —dijo él—, y así conseguiremos una mejor vista desde el sur… Oh-oh.

Se les acercaba compañía. Una libélula estaba despegando de la cubierta del buque perforador y se alzaba bamboleándose a su encuentro. En aquel mismo instante, una voz furiosa resonó en la radio de David:

—¡Comanche Nancy Tres-seis-seis-ocho-Poppa, ha entrado usted en zona aérea prohibida!

Miró a Rachel con la boca abierta, luego se dirigió al micrófono de su radio:

—Aquí Comanche. ¡Estamos a más de veinte kilómetros de distancia! —Ninguna respuesta. Sacudió la cabeza—. ¿Qué demonios le ocurre a ese hombre? —preguntó. Rachel no tenía ninguna respuesta; pero el helicóptero seguía subiendo hacia ellos. Iba a interceptar su rumbo, como un grupo de escopetas conduciendo el vuelo de un pato. El piloto del helicóptero estaría directamente en su trayectoria en unos momentos. David lanzó un gruñido, dudó, luego varió el rumbo para pasar más al este.

Los helicópteros son aparatos torpes comparados con los aviones de alas fijas. Aquél era un gran Sikorsky de Rescate Naval de la Marina, con grandes cantidades de combustible para quemar. La Comanche de David no tenía las mismas reservas. El helicóptero mantuvo su rumbo hasta que alcanzó su altitud, y entonces giró con brusquedad, directamente hacia ellos.

Rachel jadeó. David soltó una violenta maldición.

—¡Ese tonto del culo! —exclamó, iniciando un picado. La Comanche no estaba diseñada para las acrobacias aéreas, y nunca antes la había tratado tan violentamente. Como tampoco se había visto expuesto a un abordaje tan brutal como aquél por parte de otro aparato. ¡En aquel cielo vacío no había ninguna disculpa!

Por un momento tuvo el loco temor de que el piloto del helicóptero se lanzara en su persecución…, les alcanzara, les embistiera, les disparara…

La fantasía se evaporó cuando miró por encima del hombro. El helicóptero ya sólo era un pequeño punto en la distancia, descendiendo de nuevo hacia su zona de aterrizaje en el barco perforador.

—¡Voy a presentar una denuncia contra él! —le dijo furioso a Rachel, pero ella se limitó a encogerse de hombros.

—Supongo que está loco —observó ella—. Creo que es contagioso.

Ninguno de los dos habló mucho mientras se encaminaban de vuelta al aeropuerto General Lyman. David vio un gran DC-10 preparándose para tomar tierra desde el océano, y trazó un rodeo antes de pedir autorización para aterrizar, aguardando su turno y luego aguardando un poco más para dejar que la turbulencia creada por el jumbo menguara.

Luego se posaron, y mientras dirigía el aparato hacia la terminal de aviación general David vio un coche de la policía con las luces intermitentes del techo encendidas. Su primer pensamiento fue que era una lástima que estuviera allí, puesto que le recordaría a Rachel aquel otro día en aquel mismo campo, con los coches de la policía rodeando su aparato. Mientras aparcaba y se inclinaba sobre ella para abrir su portezuela sobre el ala, captó su estremecimiento y oyó un débil jadeo. La mujer salió al ala con paso inseguro y descendió cuidadosamente al suelo, mirando hacia la terminal.

Sorprendentemente, el coche de la policía se dirigía hacia ellos. Se detuvo directamente en su camino, y un hombre de la Administración Federal de Aviación saltó de él. David dijo, irritado y desconcertado:

—¿Qué demonios ocurre? —Su furia era en beneficio de Rachel, pero la hizo suya cuando el hombre de la AFA dijo:

—Doctor Yanami, tenemos una denuncia contra usted por vuelo imprudente. Ha sido acusado de poner en peligro otro aparato.

—¡Eso es ridículo! —estalló David, y lo era, pero no algo que pudiera tomar a broma. Si el piloto del helicóptero mantenía su denuncia, habría una investigación. Lo malo del asunto era que sin duda se hallaban fuera del radio de acción del radar de rutina de la torre de Hilo cuando ocurrió todo, así que no habría pruebas en tráfico aéreo que respaldaran sus afirmaciones.

Afortunadamente, Rachel podía ser un testigo a su favor. Pero cuando hubo terminado al fin, por el momento, con el coche de la policía y el hombre de la AFA, su testigo estaba rígida de miedo.

—Lo siento, Rachel —dijo, preocupado por ella—. Esas cosas ocurren. Estoy seguro de que seré declarado inocente.

Ella le miró como si no le hubiera estado escuchando.

—Se ha ido —dijo.

—¿Quién, el piloto del helicóptero? —aventuró él, desconcertado.

Ella negó con la cabeza. Sus ojos brillaban de miedo.

—El terrorista. El que mató a Esther. Le vi en el aparcamiento cuando salí de la avioneta, pero cuando miré de nuevo había desaparecido.

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