Terror

Terror


Capitulo 9

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La principal relajación social de Arkadi Bor a bordo del buque dormitorio flotante Hermes era el scrabble. Decía que era porque deseaba mejorar su inglés. Hasta cierto punto así era, pero también era la mejor forma que tenía a su alcance de conseguir que otra persona entrara en su camarote. Después de esto, podía ocurrir cualquier cosa.

Lo cierto era que nunca ocurría nada. A las pocas mujeres interesantes que formaban parte del personal o la tripulación no les interesaba el scrabble, o no les interesaba Arkadi Bor. Se vio reducido a jugar con un radiotelegrafista, los dos operadores del sonar o un marinero. Todos masculinos. Todos bastante apuestos, y todos con un aspecto cada vez más apuesto a los ojos de Bor.

—Por favor —dijo Bor amablemente—, no es tan difícil deletrear una palabra. Haz tu movimiento, por favor.

El marinero apoyó la yema de un dedo entre los labios y no respondió. Se llamaba Marvin Poke. Tenía diecinueve años y era negro, y se ponía aceite de almizcle en alguna parte, quizás en el pelo. Bor suspiraba y apartaba la vista. Tener toda aquella libido flotando libre era algo terrible. ¿Por qué los americanos no reconocían que había que hacer algunas previsiones al respecto? ¿Incluso para alguien que no encontraba atractivas a las mujeres norteamericanas? Una mujer en su dormitorio, para el propósito natural que fuera, no causaría problemas…, unas cuantas bromas, sí, pero el tipo de bromas a las que uno puede responder simplemente con una sonrisa o una mirada de soslayo. Un joven, especialmente uno atractivo que se embadurnaba con perfumes sensuales…, eso podía causar problemas de un tipo que Bor no quería volver a tener de nuevo.

Estar encajonado en aquel barco, aquello era lo auténticamente terrible. Igual podías estar en una aul, una de aquellas pequeñas aldeas en la cima de una colina georgiana donde por término medio los hombres vivían cien años. ¿O quizá simplemente parecía que fueran cien años? Cada día aquí en Vulcano parecía que fueran cien años, cuando no se te permitía abandonar el lugar simplemente porque alguna asquerosa persona de la KGB te había pasado una nota. ¡Cualquiera podía pasar una nota! ¡No era justo castigar a alguien que no había hecho nada peor que aceptar un trozo de papel de un desconocido! Y el resultado había sido que se había visto confinado a este barco durante la investigación…, mientras incluso aquel Marvin conseguía su pase regular para ir a tierra. Donde, con aquellos afilados dedos y sus lisas mejillas y largas pestañas, sin duda causaba gran impresión entre los turistas.

—¿Vas a menudo a Waikiki? —preguntó de pronto Bor.

Marvin mantuvo los ojos fijos en las fichas del juego.

—¿Qué?

—Apuesto a que en Waikiki consigues todos los coños que quieres, ¿verdad?

Marvin hizo un último y largo reconocimiento de sus fichas, luego alzó los ojos y se sacó el dedo de la boca.

—Ya no voy a Waikiki. A uno pueden matarle volando hasta allí.

—Ah, los problemas con las líneas aéreas —asintió Bor. Había leído las noticias. Aquella extraña gente que se hacía llamar los Maui MauMau le había disparado a un piloto cuando salía de su casa, y la misma gente había arrojado un cóctel Molotov a un DC-9 aparcado por encima de la verja del aeropuerto. Ninguno de los dos intentos había causado mucho daño. Todo lo que había hecho la gasolina del Molotov había sido quemar algunas maletas de una carretilla de equipajes, y el piloto había vuelto a casa del hospital con sólo un vendaje en el hombro. Pero los MauMau habían declarado la guerra a las líneas aéreas kapu. Nadie deseaba volar en un avión que podía ser el blanco de una bomba. Los propietarios de las líneas aéreas estaban rezumando sangre con cada vuelo, mientras su factor de ocupación descendía a un sesenta por ciento, un cuarenta por ciento, y seguía bajando.

Marvin no había terminado de responder a la pregunta de Bor.

—De todos modos, hay mucho donde escoger en la Gran Isla —prosiguió el muchacho—. Vas a las playas de arena negra, y siempre están llenas de damas haciendo turismo. Sólo que resulta difícil encontrar un lugar donde llevarlas. Kilauea es mejor. También hay muchas, y normalmente tienen coches donde puedes meterte. O puedes irte a las hondonadas, donde todo es hermoso y cálido y nadie puede ver lo que estás haciendo porque son como una jungla, ¿sabe? O arriba, en los hoteles de Kona, es mejor aún. Excepto que normalmente van en grupos y algunas de las pollitas no quieren que las otras las vean haciendo el tonto con un marino. Pero si vas hacia arriba por la orilla este, en dirección al cañón, hay un montón de pequeños pueblos. A veces puedes encontrar algunas chicas locales que pueden hacerte pasar un rato realmente bueno. O hippies. Las hippies son buenas. Normalmente fuman hierba. Maui es el auténtico lugar para la droga, ¿sabe?, pero hay mucha por toda la Gran Isla. En esa pequeña islita en la bahía, en Hilo, normalmente hay un par de tipos que la venden. También hay pollitas, sólo que algunas de ellas tienen el herpes o algo así…

—Juega —dijo Bor nerviosamente. Se puso en pie para echar una hosca mirada por la portilla. No había nada que ver excepto la lancha a motor que llevaba a alguien desde la pista de los helicópteros hasta el barco dormitorio. El motivo principal que había hecho ponerse en pie a Bor era que creía que estaba teniendo una erección. En ciertos momentos no hubiera puesto ninguna objeción a que Marvin se diera cuenta de ello. De hecho, a veces era el primer paso para un gratificante encuentro. Pero ese tipo de encuentro en particular era lo que le había costado la Orden de la Bandera Roja…, ¡y casi más que eso! Bor se estremeció al pensar en cómo había escapado por los pelos del Instituto Neuropsiquiátrico de Moscú y las inyecciones de haloperidol con aquellas agujas monstruosamente gruesas cinco veces al día…, ¡como si aquello no tuviera nada que ver con la forma en que uno expresaba su amor!

Los americanos no hacían este tipo de cosas, de acuerdo, pero Bor no deseaba descubrir qué era lo que hacían exactamente. Este muchacho no valía el riesgo.

—¿Y bien? —preguntó por encima del hombro.

—Ya está —dijo Marvin—. Veamos. M-A-I-Z-A-L, maizal, eso son tres puntos por la letra Z, y puntuación doble por la palabra, y además cambia ese «de» en «del», así que me anoto también ésa…

La erección había desaparecido. Bor se sentó hoscamente para marcar la puntuación del marinero. Y para marcar la siguiente, y luego la siguiente; y al cabo de diez minutos, a cinco centavos el punto, había perdido trece dólares. No lo lamentó cuando el sistema de llamadas en el pasillo chasqueó, zumbó y dijo:

Doctor Arkadi Bor. Doctor Arkadi Bor. Preséntese en el Camarote 314, Cubierta C. Repito: Camarote 314, Cubierta C. Eso es todo.

No lo lamentó, pero se sintió irritado. El buque dormitorio había sido en su tiempo una nave de cruceros. Seguía habiendo teléfonos en todos los camarotes. ¿Por qué no simplemente llamarle por teléfono, en vez de toda esta fanfarria? ¿Y por qué dar toda aquella sucesión pseudocríptica de números, cuando todo el mundo en el barco sabía que el Camarote 314, Cubierta C, correspondía a la oficina de seguridad?

—Seguiremos jugando en cualquier otro momento —dijo.

—¿No quiere arreglar las cuentas antes? —preguntó Marvin.

—¡Oh, Dios! No puedo hacerles esperar. ¡En cualquier otro momento, he dicho!

Fueron ellos quienes le hicieron esperar. «Ellos» eran el capitán de corbeta que lo había confinado en el barco, junto con un extraño y pálido joven civil que llevaba un jersey de cuello vuelto dos veces demasiado grueso para Hawai. A Bor no le dijeron el nombre del joven. Por un momento, sentado en la pequeña oficina del pañolero mientras aguardaba a ser invitado a unirse a ellos tras su conversación privada, Bor tuvo la esperanza de que decidieran comunicarle que le habían sido restablecidos sus privilegios. No tuvo tanta suerte. El civil dijo, tan pronto como Bor entró en el camarote:

—¿Es usted Arkadi Borboradzhvili?

—Naturalmente —dijo Bor. Observó que el capitán de corbeta mantenía la boca cerrada y los ojos fijos en una grabadora. Las bobinas de cinta estaban girando. ¿Cuántos miles de kilómetros de cinta consumía al año aquella gente? Bor se sentó sin aguardar a ser invitado, acercó su silla al aparato y repitió— Por supuesto que soy el doctor Arkadi Borboradzhvili, consultor técnico en el Proyecto Vulcano, y hoy estamos a tres de enero, y son aproximadamente las 2:15 P.M., hora de Hawai.

El hombre del jersey de cuello vuelto le miró inexpresivamente.

—Hace dos días recibió usted un mensaje escrito —dijo—. Describa las circunstancias.

Bor suspiró.

—Ya lo hice —gruñó—, pero, si usted quiere… Fui a echar una meada a los lavabos del vestíbulo del hotel. Mientras estaba orinando, un hombre muy alto, cuya identidad me es desconocida, me tendió un trozo de papel. Le eché una mirada, pero había estado bebiendo. No hice caso de lo que ponía. Más tarde lo encontré en mi bolsillo, me di cuenta de lo que era, e inmediatamente se lo entregué al capitán de corbeta aquí presente, señor Youngblood.

Youngblood alzó la cabeza al sonido de su nombre, pero inmediatamente volvió a fijar su atención en las cintas. El civil preguntó:

—¿Había visto alguna vez antes al hombre que le entregó el mensaje?

—No. Bueno, quizá sí, en el vestíbulo del hotel. No puedo estar seguro. Era un hombre de edad avanzada, robusto, oriental. Creo que me crucé con él camino de los lavabos.

—¿Vio a alguna otra persona que reconociera, aparte de las que forman su grupo en el Proyecto Vulcano?

—No.

El hombre del jersey de cuello vuelto guardó silencio unos instantes, estudiando sus notas. Dejó que la cinta siguiera funcionando sin grabar nada, y Bor frunció el ceño ante aquel derroche. Luego el hombre dijo:

—La identidad del hombre que le entregó la nota ha sido establecida. Es el profesor David Kane Yanami. Ha sido interrogado, y afirma que no sabe nada de la procedencia de la nota. Afirma que le fue entregada por una mujer que afirmó que era para su esposo, y que le describió a usted como su esposo. Esa mujer fue descrita como de unos cuarenta y cinco años, aproximadamente de metro sesenta, pelo oscuro, tez morena, más bien regordeta. ¿Puede identificarla por estos datos?

Bor abrió las manos.

—Cualquier mujer en la Unión Soviética tiene este aspecto.

—Entiendo —dijo el civil. Siguió hojeando sus notas mientras la cinta giraba—. El profesor Yanami —prosiguió— ha sido identificado como el piloto de una avioneta que entró ayer en el espacio aéreo prohibido encima del Proyecto Vulcano. Fue advertido de ello y alejado. Se están realizando más investigaciones al respecto. ¿Sigue afirmando usted que no le conoce?

—¿Yo? ¡Por supuesto que no! ¿Qué tengo que ver con algún profesor universitario rural? Admito —dijo razonablemente—, que resulta curioso el hecho de que la misma persona que me pasó la nota de la KGB demuestre un interés poco habitual en el proyecto. Cualquiera sospecharía alguna conexión. Sin embargo, no sé nada al respecto.

—Nadie ha mencionado la KGB —observó el hombre del jersey de cuello vuelto—. ¿Cómo sabe usted la procedencia del mensaje?

—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Bor—. ¿Cuál otra puede ser? Debo pedirle que formule preguntas más sensatas. ¿Es culpa mía que su seguridad se haya mostrado tan ineficiente que unos agentes soviéticos puedan acercarse sin problemas hasta mi persona? ¿Qué dirán ustedes si la próxima vez lo hacen no con una nota, sino con una pistola? —Miró a su alrededor, indignado, no fingiendo del todo—. ¿Y bien? —preguntó—. ¿Tengo que esperar meses y meses de incordio y sospechas?

El hombre del jersey de cuello vuelto no dijo nada, pero al cabo de un momento su boca se abrió ligeramente. Puede que estuviera queriendo decir «no». El otro hombre dijo apaciguadoramente:

—Por supuesto, no van a ser meses, doctor Bor. Una o dos semanas, quizá.

—¿Y luego qué? —preguntó Bor. El hombre del jersey de cuello vuelto le miró. Tal vez se encogió de hombros. ¡Aquellos mentecatos! ¡Eran peores que la KGB…, casi! Dijo, con dignidad—. Bien, si no tienen ninguna otra pregunta innecesaria que hacerme, debo acudir a mi reunión de las dos. Es decir, de las catorce —añadió, irritado consigo mismo por estropear el efecto.

No hubo respuesta, pero al menos, cuando se volvió para marcharse, ninguno de ellos hizo nada por impedírselo.

Siempre era mejor, se dijo a sí mismo mientras se encaminaba a la sala de conferencias, tomar la ofensiva con aquel tipo de personas. Si lo hubiera hecho así en Tbilisi, quién sabe, tal vez aún siguiera siendo un honrado científico en su país natal, y esas exasperaciones nunca hubieran ocurrido. Si se hubiera atrevido…

Pero si se hubiera atrevido demasiado quizás hubiera sido mucho peor que la psikushka a la que hubiera sido enviado. Aunque quizás era peor aquí, reflexionó, sintiendo que su humor se deprimía aún más, porque aquellos americanos no dejaban de ser desagradables en muchos aspectos. ¡Tantas preocupantes distracciones! ¡Qué injusto era el mundo, cuando todo lo que uno deseaba realmente era trabajar con eficacia en la práctica de sus habilidades científicas!

De todos modos, parecía haberse librado de aquello. Se sintió expandir mientras caminaba; creció en altura, su pecho se ensanchó, su paso fue más firme. Entró en la estancia donde aguardaba el equipo geológico para examinar con él las últimas fotografías y simulaciones de ordenador, y saludó con la cabeza a los reunidos.

—Caballeros —dijo, y, a la teniente negra del cuerpo auxiliar femenino de la Marina que controlaba la pantalla— y señora, por supuesto. Pueden empezar cuando quieran.

Se sentó, como correspondía, en la silla del centro de la primera fila, ligeramente irritado al ver que todavía no estaban completamente preparados. El consultor civil, el doctor Frank Morford, aún estaba trasteando con sus floppy disks, mientras la teniente Mannerley, la mujer negra, conferenciaba con él en tonos bajos. Nada podía decirse, por supuesto, mientras Morford estuviera en la estancia. Bor se sentó erguido, con las manos sobre las rodillas, el modelo de una persona importante cuya paciencia está siendo puesta un poco demasiado a prueba.

Finalmente, todo estuvo preparado. El civil se fue a alguna otra parte del barco, la teniente interpretó una silenciosa melodía en su teclado, y la pantalla de la pared de la estancia desplegó, sucesivamente, un conjunto de datos ininteligibles, un pulsante punto de color mientras la máquina los digería y, finalmente, la imagen que habían venido a estudiar, la simulación del volcán bajo el mar, Loihi, que se hallaba a ochocientos metros bajo sus pies.

La simulación mostró los flujos de lava y las bolsas de magma del volcán en color. Más que nada se parecía a una ancha y transparente bosta de vaca. La vaca no debía encontrarse muy bien. Había bolsas y coágulos de un oscuro color sangre dentro del montón. Mientras la teniente Mannerley hacía girar la imagen, la ilusión tridimensional mostró claramente dónde se hinchaban los depósitos de magma, y dónde nuevos flujos se tendían hacia la superficie. Allá donde la piel de Loihi era más delgada, el teniente detuvo la rotación. Tres brillantes cicatrices azules marcaban la superficie de Loihi. Incrementó los aumentos y dijo:

—Los tres lugares bajo consideración están señalados en azul.

—Sí, sí —dijo Bor enojadamente, mirando a su alrededor, al equipo geológico. Todo el mundo sabía aquello. El Emplazamiento A estaba en la base de la montaña, y medio kilómetro de roca muerta se extendía entre él y la bolsa más cercana. El Emplazamiento B, a media altura de la ladera, no estaba a más de cien metros del depósito más cercano. El Emplazamiento C, a una cuarta parte de distancia de la montaña de B, era un compromiso. La distancia al magma más cercano era de doscientos metros y un poco más, pero había fallas a todo su alrededor.

—El dispositivo está dispuesto para ser instalado en el Emplazamiento C —dijo el jefe del equipo perforador. La teniente, presente sólo para hablar cuando fuera preguntada, escuchaba con la cabeza inclinada hacia un lado. Bor asintió.

—He votado aprobarlo, sí, aunque la geología no es mi campo.

—Es el mejor emplazamiento según los criterios que dio usted —dijo el jefe de perforadores, cubriéndose las espaldas—. Además, es usted quien debe decirnos si sus cargas alterarán o no la geología. ¿Puede garantizar que no hay ningún riesgo de explosión prematura? ¿O de agitar la actividad volcánica a través del propio emplazamiento?

—De explosión prematura, positivamente ninguno —dijo Bor con desdén. Luego, devolviendo la pelota—. En cuanto a agitar alguna actividad volcánica, ¿cómo puedo decirlo? Se trata de nuevo de un riesgo sobre el que tiene que pronunciarse geología. Yo nunca he dicho que no hubiera ningún riesgo.

—Si me disculpan —dijo una nueva voz desde la puerta, una voz intensa y melosa. Bor dio un respingo y se volvió en su asiento, para ver al general Brandywine sonriendo persuasivamente al grupo.

—¿Sí, general? —dijo Bor—. ¿Qué iba a decir?

El general estaba normalmente en alguna parte de la flotilla, casi nunca visible. De qué era exactamente general nunca le había sido comunicado a Bor, pero lo que sí sabía era que cuando el general hablaba todos los demás en la línea de mando escuchaban atentamente. Bor hizo lo mismo.

—Oh —dijo el general—. Simplemente tenía una pregunta. ¿Qué ocurrirá si plantamos el dispositivo en el Emplazamiento C, y luego se forma allí un nuevo cráter? ¿No destruirá eso el dispositivo? ¿O algo peor?

Bor miró severamente al jefe de perforadores, que por supuesto miró hacia otro lado. Naturalmente. Todos deseaban que fuera Arkadi Bor quien cargara con toda la responsabilidad. Muy bien, pues.

—No creo que eso vaya a ocurrir, general —dijo, haciendo que su voz sonara tan segura como la del propio general—. No, lo diré de una forma más categórica. Hemos sometido esos datos a especialistas en reología, tectónica, sismología, todas las demás disciplinas que se relacionan de alguna manera con este tema. Hay un buen consenso acerca de que el Emplazamiento C es una elección adecuada. Por supuesto, monitorizaremos constantemente el lugar. Por supuesto, si la situación empeorara de alguna forma, disponemos de la capacidad de recuperar el dispositivo y volver a instalarlo en otro lugar. Por supuesto también, para que el dispositivo sea efectivo tiene que existir una distancia crítica hasta la bolsa de magma que no puede superarse, así que en cualquier caso siempre habrá algún mínimo inevitable de riesgo.

—Sólo quería asegurarme, Arkadi —sonrió el general Brandywine—. Lo único que le pregunto es si considera que se ha estudiado suficientemente el asunto desde todos sus aspectos.

—De lo que estoy seguro, general, es de que el dispositivo está preparado para ser plantado y, como usted sabe, la prueba del detonador está lista para ser efectuada. No deseo ser responsable de ningún retraso en estos momentos.

—Sí, por supuesto. —El general sonrió a toda la estancia, en especial a la teniente—. Me alegra volver a verles —dijo con una inclinación de cabeza, y volvió a mirar a toda la habitación para incluir a los miembros del equipo geológico. Luego, dirigiéndose de nuevo a Bor—. Si esta sesión ha terminado, quizá quisiera usted subir a cubierta conmigo para tomar un poco el sol.

—Por supuesto, general —dijo rápidamente Bor. No era una perspectiva que le atrajera demasiado. Si el general deseaba hablar con él en privado, lo que seguramente iba a decirle no debía ser agradable. La reunión en sí, pese a lo corta que había sido, había dejado un mal sabor en su boca. ¡Qué desesperados se sentían esos americanos de protegerse a sí mismos! ¡Pidiéndole seguridades que no le correspondía a él dar! Como si, en caso de producirse algún accidente grave, importara en absoluto de quién era la culpa. ¿Quién iba a quedar para señalar con un dedo acusador?

Arriba de la escalera —escalerilla, se corrigió furioso—, jadeó:

—¿Desea hablar conmigo en privado, general?

—Por supuesto, Arkadi —sonrió el general—. Les ha dado usted a nuestros amigos del departamento un buen quebradero de cabeza, ¿eh?

—¿Así que se han quejado? ¡Bien, general! No hacen más que formular preguntas estúpidas, para las cuales no puedo tener ninguna respuesta.

—Por supuesto que no —admitió amablemente el general, y el corazón de Bor se aligeró.

—¿Así que puede usted imponerse sobre ellos? ¿Por favor? No hay ninguna razón por la que yo tenga que estar en este barco, usted lo sabe bien. Lo que hago aquí puedo hacerlo con la misma eficiencia, y mucho más confortablemente, en una oficina en Honolulú, incluso mejor en San Francisco o Nueva York. —Y era cierto. La forma de la montaña submarina, las mediciones de su densidad, la dureza y composición química de sus rocas, las fallas y tensiones que los taladros de prueba habían revelado…, todas aquellas cosas se reducían sólo a números. Los números podían ser procesados en cualquier parte.

—Está la prueba del detonador —le recordó el general, con un parpadeo.

—¡Sí, por supuesto! Es cierto. Pero después de eso…

—Ah, después de eso —dijo el general, como lamentándolo—. Creo que no ve usted todo el cuadro, Arkadi. Ya sé que a usted le gustaría estar en Waikiki…, ¿quién puede culparle por ello? Pero hay actividades terroristas en las islas en estos días.

—¡Sí, sí! Las noticias lo han mencionado.

—Y no podemos estar seguros de que detrás de ellas no se escondan algunas actividades comunistas, ¿sabe? Usted es muy precioso para nosotros. Realmente, no podemos arriesgarnos a perderle.

El corazón de Arkadi Bor se hundió. Intentó al menos apuntarse un punto más pequeño:

—Por supuesto, la prueba del detonador debe realizarse. Supongo que al menos me permitirá usted visitar la Gran Isla para monitorizar la transmisión.

—Transmisión, recepción —sonrió el general—. ¿Qué importa en cuál de los dos extremos esté usted?

—¡General! ¡Debo protestar! ¡No puedo realizar mi trabajo si estoy confinado en este estúpido barco!

—Por supuesto que puede, Arkadi —le tranquilizó el general.

—¡Imposible! ¡La codificación del detonador es la prueba más importante que podemos realizar! —Y eso era cierto, pensó, aunque no lo dijo, porque era casi la única parte de Vulcano que podía ser probada. Para el resto del proyecto, la primera prueba sería la última, y también la única.

El general parecía tolerantemente divertido.

—No puede estar usted en dos lugares a la vez, ¿no cree? Así que su ayudante cubrirá el transmisor, y usted el receptor, en vez de a la inversa.

¿Qué hay de malo en ello? —añadió afablemente; pero cuando Bor abrió la boca para responder, el general lo hizo por él—. No hay nada de malo en ello —dijo de una manera definitiva. El tono seguía siendo amistoso. Los ojos no.

Bor apartó ligeramente la vista; luego, triste y resignado, se dio por vencido.

—Así que nunca voy a poder abandonar este barco —dijo.

El general volvía a ser todo amigabilidad.

—¿Quién ha dicho eso, Bor? ¡Ni lo piense! ¡Hay una asamblea en Sandia, y usted va a ir allí para explicar el proyecto!

—¿Sandia? —exclamó Bor—. ¿Qué es eso de Sandia?

—Una asamblea —reiteró el general—. Ya es hora de anunciar el Proyecto Vulcano a nuestros amos, Bor, ¿y quién mejor que usted para explicárselo?

—¡No se me dijo nada!

—Se lo estoy diciendo ahora —sonrió el general—. Me sorprende usted. ¡Creí que se alegraría! Después de todo, se pueden hacer muchas cosas en Albuquerque. No habrá probado usted la auténtica comida mexicana hasta que haya probado el guacamole y el pollo con chocolate en La Dueña. Se lo pasará bien, se lo prometo. Y luego, cuando vuelva, podrá comprobar el emplazamiento del dispositivo, y luego está esa prueba del detonador…, el tiempo va a pasar muy rápidamente para usted, Bor.

—Por supuesto, general Brandywine —dijo Bor con voz formal. Impotente—. Ahora, si me disculpa, me espera trabajo en mi oficina.

Era cierto que tenía trabajo que hacer, puesto que siempre había trabajo que hacer en su oficina, pero hoy el humor de Bor no era constructivo. ¡Con qué rapidez se habían puesto las cosas contra él!

¡Y hasta qué punto! Ser enviado como el chico de los recados era insultante, pero, ¿había algo detrás de aquel insulto? Se sentó delante de su pantalla y tecleó su programa Correo. Sí, como siempre había mucho, e incluso algún auténtico correo sobre papel, llegado aquella misma tarde. Nada de él sería importante, por supuesto.

Algo que había dicho el general golpeó la mente de Bor. Una pequeña incongruencia. ¿Había algo acerca del emplazamiento del dispositivo? Miró distraídamente la pantalla, con sus memorándums de actividades (de los que obtenía sólo copias para información; las actividades no estaban permitidas a Bor), las ristras de datos para simulación por ordenador (enviadas por el consultor civil, Morford, o si eran demasiado delicados para el civil quizá por la mujer negra…, seguramente no por él), los titulares y extractos que sus programas de búsqueda habían hallado para él en los periódicos. Sí, pensó lúgubremente, se lo pasaría bien en Albuquerque…, ¡con al menos dos agentes de seguridad nunca lejos de su vista, esta vez seguramente incluso cuando fuera a aliviar su vejiga! Oh, le permitirían algunas locuras, de eso no tenía la menor duda. Si se llevaba alguna prostituta del vestíbulo del hotel a su habitación, los agentes de seguridad sonreirían y harían chistes lascivos al respecto…, y, por supuesto, escucharían atentamente con estetoscopios a través de la puerta de la habitación contigua para asegurarse de que no revelaba información clasificada mientras aliviaba quirúrgicamente sus tensiones sexuales acumuladas. Pero incluso esa tolerancia estaría limitada. Si, por ejemplo, Bor encontraba algún joven apuesto en el bar…, ¡entonces no! No habría permisividad ahí. Ningún chiste. Ninguna sonrisa lasciva.

Bor suspiró. Ignorando el lento arrastrar de los datos electrónicos en la pantalla, empezó a abrir las cartas de su correo. Una nota de abono del banco…, al menos alguna satisfacción por aquel lado. Una factura de la American Express…, ninguna satisfacción por éste, ya que el importe era tan ridículo que lo único que hacia era señalarle burlonamente las pocas oportunidades que tenía de gastar dinero en cosas agradables. Una felicitación de Navidad…

¡Una felicitación de Navidad! ¿Quién demonios podía enviarle una felicitación de Navidad, especialmente una matasellada en Hilo el uno de enero? No había firma. La felicitación en sí era una de esas estúpidas felicitaciones cómicas americanas, con un Santa Claus cuyo rostro saltaba amenazadoramente del interior, ¡pop!, cuando la abrías, y un ridículo verso burlesco acerca de villancicos terminando siempre en sopapos en los hocicos…, ni siquiera una rima decente, pensó con desdén.

Entonces, de pronto, sintió un estremecimiento.

Abrió cuidadosamente la felicitación, buscando en el blanco interior de la hoja. Nada. Pensó por un momento, luego recuperó el arrugado sobre del cesto de los papeles. Lo alisó con cuidado, pasó un bolígrafo por debajo de los bordes engomados y alisó la pestaña; y sí, había algo escrito en su parte interior, pequeñas y retorcidas letras, casi invisibles en el doblez del papel.

Estaba escrito en georgiano, y decía:

«Ha cometido usted un estúpido error. No cometa otro».

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