Terror

Terror


Capitulo 11

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Aunque su cuerpo estaba en las islas, el reloj biológico de Rachel seguía aún en la hora central de los Estados Unidos. Las seis y media, decía el despertador digital junto a la cama. El reloj interno le decía que eran pasadas las once —demasiado tarde para seguir en la cama—, y no le permitía volver a dormirse.

Era una lástima. Había dormido profundamente, sin sueños…, y segura. Mientras estuviera encogida debajo de la ligera sábana estaba segura. O tenía esa ilusión; y cualquier ilusión valía la pena, cuando la realidad era tan desagradable. La parte más desagradable había sido ver aquel hombre, aquel Oscar Mariguchi o cual fuera su nombre, en el aeropuerto. O creer que lo había visto, porque cuando David le habló de ello al policía, nadie fue capaz de encontrar al hombre.

¿Quizá sólo era su imaginación?

El policía evidentemente lo creyó así…, bien, su credibilidad con la policía había perdido mucho desde el momento en que había fallado en identificar al que ellos esperaban fuera uno de los terroristas.

Echó la sábana a un lado y se levantó de la cama. Puesto que el hotel estaba pagado incluidos los servicios, llamó pidiendo que le subieran café a su habitación, luego se vistió rápidamente y salió a explorar un poco. David pensaría que aquello era muy imprudente por su parte, pensó abstraída, porque él no había creído que estuviera imaginando cosas. Pero David Yanami se estaba ocupando de su vida más de lo que a ella le gustaba realmente.

Veinte minutos más tarde estaba sentada en un despintado banco de un parque, con los nombres de un centenar de parejas grabados en él, de una pequeña isla en la bahía de Hilo. Tras ella estaba el pequeño puente que había cruzado, y más allá su hotel, con una hilera de otros a sus espaldas, cálidos al sol naciente. El sol calentaba su espalda. Era un lugar hermoso, con la aplastada masa del Mauna Loa y la más alta y escarpada del Mauna Kea al otro lado de un angosto estrecho de la bahía ante ella. Los contempló apreciativamente, pero lo que veía era el rostro de Oscar Mariguchi. Lo vio tres veces. Lo vio en aquel terrible momento congelado en el avión, cuando Esther arrancó el pasamontañas verde de su rostro y pudo contemplar el sobresaltado, casi adolescentemente asustado rostro del terrorista, justo antes de que le disparara a Esther. Lo vio de nuevo cuando apareció en el libro de la policía de criminales fichados. El mismo rostro, sin lugar a dudas. Y lo vio otra vez en aquel fugitivo atisbo en el aeropuerto.

¿Siempre el mismo rostro?

Se desperezó cansinamente y puso aquella pregunta, junto con todo lo demás referente a Oscar Mariguchi, firmemente, completamente, fuera de sus pensamientos.

Había una pregunta mucho más importante que debía hacerse.

¿Por qué no había identificado al otro terrorista allá en la policía? Cierto, no podía estar segura en un sentido técnico, puesto que nunca antes había visto su rostro. Pero aquella profunda y despectiva voz, aquella enorme cabeza…, ¡no podía haber muchos hombres así en Hawai! Al menos hubiera podido decirle al teniente lo que pensaba, y dejar que él tomara las decisiones que pudiera.

¿Por qué no lo había hecho?

¿Era porque sentía pena por él? ¡Ridículo! Aquel hombre era un multiasesino, sólo la más afortunada de las casualidades había hecho que no la matara también a ella. ¿Era porque temía la venganza de alguno de sus cómplices, aún en libertad? Por supuesto. Tenía que ser eso. Era, se dijo Rachel, la única explicación a su comportamiento que tenía algún sentido. Lo justificaba todo. O casi todo. Todo menos el hecho de por qué había aceptado venir aquí y exponerse a ese riesgo (pero podía explicar aquello también, porque realmente no había pensado en nada de aquello allá en St. Louis, porque un viaje gratis a Hawai le había parecido mucho mejor que saltar sobre charcos de barro en Missouri). Así que todo quedaba justificado…, o todo excepto el hecho de que ahora ella estaba sentada allí, completamente sola, un blanco ideal para cualquier cosa que desearan hacerle los terroristas, sin ningún testigo de ello.

Rachel cruzó las manos sobre su regazo y se reclinó contra los incómodos tablones del respaldo del banco. La otra pregunta —teniéndolo en cuenta todo— era, ¿por qué no estaba asustada?

Porque se dio cuenta de que no estaba asustada. La emoción dominante en la superficie de su mente era de hecho un cierto pesar por no haberse puesto sus shorts y la parte superior de su bikini para dar su paseo, a fin de broncearse un poco. Permaneció sentada allí con su mente siguiendo perezosamente su autointerrogatorio, no muy interesada en lo que podía descubrir, y siguió sentada allí mientras el tráfico empezaba a aumentar en el paseo que bordeaba la bahía y el sol se alzó a sus espaldas, y oyó unos pasos tras ella. Ni siquiera entonces se volvió. Aguardó hasta que estuvo segura de que los pasos se alejaban. Entonces se puso en pie y miró casualmente al hombre con el traje de inmersión aún húmedo y los pies de pato en la mano, alejándose de ella en dirección al otro extremo de la isla. Era interesante que no se hubiera tratado de un terrorista, registró su mente; y puesto que ya se había levantado del banco, echó a andar en dirección al puente y a su hotel.

Apenas había alcanzado el primer baniano del paseo cuando un coche aceleró alocadamente, hizo un giro en U chirriando espantosamente los neumáticos y cruzando la línea divisoria del paseo, y frenó brutalmente a su lado.

Rachel pensó que hubiera debido sorprenderse de que un disparo de una escopeta de cañones recortados no le volara en aquel instante la cabeza. En vez de ello, la persona que había en el coche era la mujer policía, Nancy Chee.

—¡Señora Chindler! —exclamó—. ¿Dónde se había metido? Realmente, no hubiera debido abandonar el hotel sola. El doctor Yanami acudió a recogerla y no la encontró, y me llamó inmediatamente. ¡Entre, por favor!

Rachel se sorprendió un poco al darse cuenta de que la muchacha estaba realmente preocupada.

—Sólo deseaba estar a solas unos instantes.

—Pero eso es terriblemente peligroso, señora Chindler —riñó la mujer policía—. ¡No debería salir sola! Ni siquiera estoy segura de que debiera permanecer en el hotel sola. Tenemos una habitación extra. Si usted estuviera dispuesta…

—Es muy amable por su parte —dijo Rachel, mientras Nancy Chee volvía a cruzar la línea divisoria central del paseo—. Realmente, estoy mejor en la habitación del hotel.

—Pero estaría usted mucho más…

—No —dijo Rachel de modo definitivo. La mujer policía la miró, luego metió el coche en el aparcamiento. Antes de que salieran dijo:

—No hemos conseguido encontrar a Oscar Mariguchi.

—Quizá sólo lo imaginé, Nancy.

—No lo creo. Estamos seguros de que fue visto ayer por la mañana por la parte de Kona. Podía estar muy bien en el aeropuerto cuando usted y el doctor Yanami aterrizaron. Pero no encontramos a nadie en Lyman que reconociera su foto.

—El sabe que lo vi…, si realmente era él, quiero decir, de modo que es probable que ahora se halle a mil kilómetros lejos —dijo Rachel, deseando creerlo.

—No en esta pequeña isla —respondió la mujer policía. Abrió camino hacia el vestíbulo del hotel, los ojos fijos en toda persona a la vista, mirando hacia todos los rincones.

Rachel se dio cuenta de que había preocupado a la sargento. Por ello se sorprendió menos al ver que David Yanami, que avanzó apresuradamente hacia ellas, estaba sudoroso y jadeante, recién llegado de dar una vuelta por los terrenos del hotel para asegurarse de que su cadáver no estaba flotando en la piscina u oculto detrás de unos matorrales.

—Lamento de veras haberles preocupado —les dijo a los dos—. ¿Les apetece desayunar algo?

Se miraron el uno al otro, luego ambos rechazaron la invitación.

—Debo volver a la jefatura —dijo Chee—. ¿No preferiría venir conmigo, señora Chindler? Me temo que el lugar no es muy lujoso, pero…

—La verdad es que no me gustan mucho las comisarías de policía —sonrió Rachel.

—Entonces vendrá conmigo —dijo firmemente David. Y a la sargento—: Me ocuparé de que esté acompañada todo el tiempo.

—Si está usted segura… —murmuró Chee, no muy convencida.

—Estoy segura —dijo Rachel—. Lo prefiero así. ¿Es su coche el que está en la zona de prohibido aparcar, David?

Lo era.

—Están haciendo un auténtico caso federal de eso que ocurrió ayer —gruñó mientras la ayudaba a subir a él—. Así que tengo que ir a hacer un informe. Había pensado en llevarla a usted a que pasara la mañana con Kushi, pero ella desea que vayamos a cenar esta noche, y quizás eso sea más tiempo del que usted desee pasar con ella. Además, Frank Morford está deseando mostrarle a usted algunos de sus proyectos…

—¿Es aquel hombre que conocí en su casa?

—El mismo, Rachel. Es una persona muy agradable, recién divorciado…

Rachel se encogió de hombros.

—De acuerdo. —Miró ociosamente por la ventanilla. Era desesperante tener a alguien a quien apenas conocías intentando unirte con alguien a quien no conocías en absoluto. Fue capaz de acumular una sensación de indignación al respecto que sumergió todas las demás preocupaciones que se agitaban bajo la superficie de su mente acerca de terroristas o una posible muerte o por qué había fallado en hacer la identificación para la sargento Chee.

La razón de que Frank Morford hubiera cambiado de las estrellas a los ordenadores no tenía nada que ver con sus esperanzas de progresar en su carrera. Ni siquiera reflejaba sus intereses. Seguían gustándole las estrellas. El universo solar y el sideral le gustaban más que los chips de silicio, pero eran mucho más remotos. Podías mirarlos, pero no los podías tocar. Especialmente no podías modelarlos, cambiarlos o mejorarlos, y Frank Morford era un tipo de hombre eminentemente manual.

Apreciaba a su antiguo maestro, David Yanami…, probablemente lo apreciaba más que a cualquier otra persona viva, puesto que no tenía familia a su alrededor. Había habido una esposa a la que había querido mucho, por supuesto. Pero le había abandonado. El amor no podía extenderse hasta Fargo, Dakota del Norte. Dakota del Norte, por el amor de Dios. Ya era bastante malo que ella le hubiera abandonado por un hombre mayor que él, más pobre que él, incluso, maldita sea, menos interesante aún que él…, pero por él había abandonado la isla paraíso del Pacífico por Dakota del Norte. ¿Podía un rechazo así ser más devastador?

De todos modos, su marcha no le había privado de su interés por las mujeres.

Ése era otro problema completamente distinto. Por mucho que apreciara a David, Morford había tenido unas cuantas palabras duras con él acerca de su nueva mujer malahini, Rachel Chindler. Lo peor…, no, la segunda cosa peor…, no, la tercera cosa peor acerca de ser abandonado, después de superadas esas otras dos cosas realmente horribles como la herida en tu vanidad y el vacío en tu cama, la tercera cosa peor era la forma en que te convertías en una presa. Sabías que eras un claro y brillante blip en los radares de las mujeres sin una relación estable que no deseaban seguir de este modo, y que tus mejores amigos cooperaban en empujarte hacia ellas. Aquella Rachel Chindler no estaba mal. Si la hubiera abordado por iniciativa propia, sin duda hubiera considerado interesante la perspectiva de llevársela a la cama al menos una o dos veces. Pero no con David y Kushi mirando, ciertamente en espíritu, por muy ausentes que estuvieran físicamente de su dormitorio.

Además, se había mostrado descortés con él en la fiesta de David.

Así que cuando David le despertó aquella mañana para pedirle que se ocupara de la mujer durante un par de horas mientras David se ocupaba de algún engorroso asunto de violación de espacio aéreo, Morford no pudo decir que no, pero se sintió agraviado por verse obligado a decir que sí. Aún estaba de mal humor mientras pedaleaba su bicicleta subiendo la colina hacia el campus, pero una vez allí se alegró. Le gustaba su universidad. Pese a todo, era una agradable perspectiva tener a alguien con quien vanagloriarse de ella.

Para una universidad que había empezado como una donación del gobierno, ocupada principalmente en instruir a la gente de las plantaciones acerca de lo que tenían que poner en la tierra para seguir arrancándole caña de azúcar, Hilo State había recorrido un largo camino. Los volcanes estaban directamente al otro lado de la ventana, así que era natural que enseñara ciencias de la tierra. El océano estaba allí, biología marina, hidrología y todas las disciplinas asociadas aparecieron fácilmente. El Mauna Kea se alzaba justo al otro lado de la carretera, una plataforma de 3.600 metros donde instalar telescopios. Canadá, Francia e Inglaterra, careciendo de buenas montañas propias, alquilaron parte de aquel espacio para levantar allí sus instrumentos. En consecuencia, añadirle una importante facultad de astronomía a la universidad resultaba barato y fácil. Había otras ventajas. No se trataba de la mera presencia de las montañas, el mar y los telescopios. Era el tipo de gente que acudía a trabajar con ellos lo que resultó, a la larga, lo más valioso de todo. Para sorpresa de todos, Hilo State salió de su capullo para desplegar sus alas como universidad científica de primera clase. Bien, quizá no de primera clase. Seguía siendo pequeña. Pero era en definitiva un lugar que mencionar inmediatamente después de Stanford y Cambridge y el M.I.T. El departamento de ordenadores fluyó de forma natural a partir de los demás, porque, ¿de qué otro modo podías digerir sus datos?

No todo eran rosas, sin embargo. La oficina de Frank Morford estaba en el borde mismo del campus porque había habido un plan para que la universidad iniciara su propio Silicon Gulch o Route 128, con una mejor vista que California y un mejor clima que Boston. Eso no había funcionado —todavía, al menos—, así que Morford tenía un largo camino desde el aparcamiento hasta su edificio. Encontró a David y la malihini Chindler entrando por la puerta delantera mientras él entraba por la puerta de atrás.

—Estaré de vuelta tan pronto como pueda, Frank. Al mediodía lo más tarde —prometió David Yanami.

¡Al mediodía! ¡Eso significaba tres horas! ¿Qué podías hacer con una mujer desconocida durante tres horas?

Bien, primero lo primero.

—Vamos a ver si todavía queda algo de café —le dijo a Rachel Chindler, mientras David se apresuraba hacia la puerta.

En realidad, no fue en absoluto doloroso. Rachel Chindler estaba en una edad razonable. Había tenido un marido, como Morford había tenido una mujer, y ambos matrimonios se habían podrido…, un lazo palpable. Ella estaba dispuesta a hablar de cualquier cosa que Morford tuviera en mente, y pasaron dos tazas de café discutiendo —no, Morford explicando, Rachel escuchando— la miríada de atracciones turísticas de la Gran Isla. No fue hasta después de que él se diera cuenta de que ella no sólo había oído sin la menor duda la misma retahíla de cosas antes, sino que de hecho él le había dicho exactamente las mismas cosas en la fiesta de Nochevieja, que se interrumpió. Se habían adentrado hasta tan lejos en las miserias domésticas del otro que ambos consideraron correcto dejar las cosas en el punto en que estaban. La siguiente cosa interesante para ambos eran los terroristas, pero, pensó él, seguro que era un tema doloroso para ella. Así lo creyó; y no quiso comprobar sus conclusiones preguntándole a Rachel cómo se sentía al respecto.

En vez de ello, decidió atacar por otro lado.

—Señora Chindler —dijo, sonriendo tímidamente—, ¿le gustaría ver cómo llegó el mundo a su fin?

Ella le miró como había esperado que lo hiciera, sorprendida.

—Quiero decir la extinción del cretáceo —explicó—. Fue la época, hará unos setenta millones de años, cuando se extinguieron todos los dinosaurios. He efectuado una simulación del acontecimiento por ordenador para, esto, una agencia del gobierno. ¿No le gustaría verlo?

O bien estaba realmente interesada, o se mostró agradablemente educada.

—Oh, ¿es posible?

—No hay ningún problema —le dijo, alargando un poco la verdad. Bueno, más que un poco. Había un problema. La simulación había sido clasificada Alto Secreto por la gente del gobierno que la había encargado, para utilizarla en su Proyecto Vulcano. Sin embargo, Frank Morford no era el tipo de persona que se sintiera intimidado por algún sello clasificador burocrático, y además, ¿quién iba a saberlo si le mostraba la cinta a su discreta visitante? Dijo—. La teoría es que un gran asteroide golpeó la Tierra allá por, digamos, el año 70.000.000 a.C. Su impacto arrojó tanto polvo a la atmósfera que oscureció el cielo durante varios años. Sin luz, todo murió. Hay un refinamiento en la historia que dice que el lugar donde golpeó el asteroide es hoy la isla de Islandia.

—¿Hubo dinosaurios en Islandia?

—No, por supuesto que no —dijo él, impaciente—. Es demasiado joven. Islandia surgió de una serie de volcanes submarinos, exactamente igual que Hawai. Y ahí está precisamente la cuestión. Se especula que había un volcán allá donde golpeó el asteroide, y que el impacto no sólo arrojó a la atmósfera restos de su impacto cinético, sino que desencadenó una enorme explosión del propio volcán. ¿Recuerda el monte Santa Helena? El gran estallido allí fue causado cuando un deslizamiento debilitó la ladera de la montaña, y todo el material comprimido en su interior estalló. Bien. La idea de Islandia es que se produjeron dos tipos de explosiones a la vez, ¿entiende?

—Creo que sí —dijo Rachel, mirando a Morford trabajar en el ordenador.

—De todos modos —dijo el hombre, inclinado sobre su teclado—, soy consultor de ese…, hum, programa del gobierno, y me pidieron que simulara el episodio teórico de Islandia, sólo que reescrito de modo que el punto de impacto fuera aquí, en Hawai.

—¿Por qué querrían eso? —Él alzó la vista y sacudió jocosamente la cabeza, ¿Por qué hacía algo cualquier agencia del gobierno?, decía el gesto—. ¿Puede llegar realmente a ocurrir? Quiero decir, ¿puede uno de esos volcanes entrar en erupción de este modo?

Morford dudó. Deseaba darle a la mujer una respuesta convincente a aquella pregunta —decirle lo estúpida que era la noción de que un volcán submarino pueda ser hecho estallar de ninguna forma—, pero, después de todo, él se estaba tomando libertades con material clasificado. La gente de Vulcano tenía mucho poder a sus espaldas. Llegó al compromiso de esbozar una sonrisa y decir un «Espero que no». Miró a su alrededor.

—Voy a mostrárselo en la pantalla grande para que pueda ver los detalles, señora Chindler, pero lo verá mejor si la habitación está un poco más a oscuras. ¿Le importa cerrar esas persianas?

Rachel se levantó obediente, luchando con los cordones de las persianas venecianas hasta que consiguió eliminar la vista de la bahía por un lado, del Mauna Loa por el otro.

—Esto es lo que llamamos un escenario de máximo riesgo —estaba diciendo el hombre—. He tomado los volúmenes y velocidades supuestos de la situación de Islandia, la misma proporción de sólidos pesados, polvo y gases, sólo que he situado los esquemas de vientos y constitución de la atmósfera superior locales. ¿Preparada? De acuerdo, ahí vamos.

La «pantalla grande» no era tan grande como eso; en realidad se parecía a la televisión de veinticuatro pulgadas que tenía Rachel Chindler en su sala de estar, sólo que quien apareció en ella no fue Johnny Carson. Mostró un mapa del mundo en proyección Mercator, excepto que estaba centrado en el Pacífico. Las islas hawaianas eran puntos rojos en medio del mar. A la derecha estaban las masas de Norteamérica y Sudamérica, a la izquierda la enorme masa terrestre eurasiática, con Australia y Nueva Zelanda colgando en la esquina inferior de las penínsulas y cadenas de islas de Indochina. Un punto blanco, con el fulgor de un diamante, apareció a la derecha de la pantalla, encaminándose hacia Hawai.

—Eso es el asteroide —dijo Morford—. Cuando golpee, veremos la nube de detritus en amarillo.

—Entiendo —dijo educadamente Rachel. Lo que hacía aquel programa más diferente de todos los que veía desde su sala de estar era el hecho de ser mudo. Sin el menor sonido, el brillante punto del asteroide cruzó el continente y el mar. Sin el menor sonido, el punto rojo de Hawai entró en erupción en un brillante destello dorado.

—Acabamos de ser pulverizados —explicó Morford. Aún sin ningún sonido, una creciente pincelada de oro borró las islas y se expandió.

La nube dorada se hizo más grande. Al principio, los vientos de baja altitud la empujaron inofensivamente hacia el gran Pacífico. Luego las corrientes de niveles superiores empezaron a empujarla firmemente hacia el continente norteamericano. Portland y Seattle se vieron cubiertos por ella, luego los estados montañosos. Butte y Omaha y Kansas City cayeron bajo el dosel, y Chicago y Detroit, y siguió expandiéndose a medida que avanzaba. Los Ángeles y Phoenix y Albuquerque alzaron la vista hacia un cielo inesperadamente nublado. Donde se instalaba, no se movía. Sus primeros zarcillos alcanzaron la Costa Este, cubriendo con una sábana Boston y Nueva York y Richmond. Luego salió fuera del mapa y reapareció al otro lado para cubrir Irlanda e Inglaterra y Escandinavia y Francia. No desapareció.

En el fondo del mapa, justo encima de la bahía Amundsen, en la Antártida, un contador digital del tiempo señalaba el paso de las horas y los días. En nueve días las nubes de las capas altas que se movían hacia el este habían alcanzado y se habían mezclado con las que cubrían el Pacifico, y Tahití y Bora Bora se veían empapadas por una no esperada lluvia. La lluvia se detuvo. Las nubes permanecieron.

Las nubes permanecieron, consolidando su conquista del cielo de la Tierra, y se derramaron por encima del ecuador hacia las tierras meridionales. El reloj marcó dos semanas, diez semanas, cincuenta semanas, cien semanas, doscientas semanas…

En ese punto, al final del cuarto año del acontecimiento simulado, empezaron a debilitarse. Aparecieron de nuevo manchas de cielo claro, a medida que las partículas se unían lentamente entre sí y empezaban a caer.

Pero por aquel entonces todas las plantas amantes del sol estaban ya muertas.

—Puede abrir las persianas —dijo Frank Morford.

—Fue muy interesante —dijo Rachel, haciendo que sonara como un cumplido. Cuando se dio la vuelta vio que Morford miraba su reloj—. ¿Señor Morford? Sé que tiene usted trabajo, y realmente puedo ocuparme de mí misma. ¿Por qué no voy a la sala de espera y simplemente me siento un poco hasta que vuelva David a recogerme?

Morford dudó.

—En realidad —admitió—, tengo que llamar por teléfono, una conferencia, acerca de un asunto de una subvención.

—Bien, entonces…

—Pero realmente me sentiría mucho mejor si permaneciera usted aquí, si no le importa. Hay revistas —Hizo un gesto hacia las estanterías—. Muchas de ellas son demasiado técnicas, pero está el Scientific American y Omni y un par de otras…

— Estaré bien —le tranquilizó Rachel.

Qué mujer notablemente obediente era, pensó Morford mientras llamaba por teléfono a las tres personas de la Universidad de Hawai con las que tenía que discutir el destino de una subvención de la Academia Nacional de Ciencias. ¿Cuántas mujeres adultas permitirían que se las manejara de aquel modo tan plácidamente como ella? Había tomado la revista que estaba encima del montón y estaba volviendo lentamente las páginas una por una…, era Nature, y pensó que iba a divertirse mucho leyéndola.

Luego se vio metido de lleno en la cuestión de si el beneficiario principal de la subvención tenía que ser Hilo State o la Universidad de Hawai, y apenas se dio cuenta de ello cuando una secretaria apareció en la puerta y le dijo algo a Rachel Chindler. La mujer se acercó a él. Alzó distraído la vista.

—David me aguarda en el aparcamiento —dijo ella—. Gracias por dejarme estar en su compañía. —Él agitó educadamente una mano, pero su mente estaba en los trescientos cincuenta mil dólares de la subvención. Y siguió allí hasta una hora más tarde, cuando David Yanami apareció y negó, primero irritadamente y luego presa del pánico, que hubiera llamado nunca para decir que Rachel bajara a reunirse con él en el aparcamiento.

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