Terror

Terror


Capitulo 13

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13

Pasado el vivero de orquídeas, más allá de la plantación de macadamias, fuera del tráfico y ascendiendo las laderas del Mauna Loa, el muchacho conducía fácil y hábilmente la camioneta de reparto Honda, con la mente a todas luces lejos de la conducción. La camioneta era pura chatarra. Desde donde estaba sentada Rachel podía ver que le faltaba el guardabarros de la derecha, y que la mitad de los indicadores del tablero de instrumentos habían desaparecido, dejando solo los agujeros. Era una camioneta agrícola, del tipo que utilizaban los trabajadores de las plantaciones de caña de azúcar para ir por sus caminos de tierra particulares y que nunca ponían en la carretera.

—¿No le preocupa la policía? —preguntó Rachel, iniciando una conversación del mismo modo que lo haría con uno de los estudiantes universitarios que estuviera aguardando un libro para redactar su composición para los exámenes trimestrales…, el humorístico reproche de una persona de más edad. El muchacho no volvió la cabeza, pero transcurrió un momento antes de que respondiera.

—No es la policía la que nos preocupa, señora Chindler.

—Me refiero a la inspección de vehículos —explicó ella—. ¿No la tienen aquí en Hawai?

Esta vez el muchacho sonrió.

—No patrullan mucho por aquí, señora Chindler. —Su forma de sonreír era curiosa. Era un muchacho apuesto, mucho más haole que hawaiano u oriental, pero con ese tono dorado de la piel y los ojos brillantes de los chicos de las playas. Pero cuando sonreía su expresión era lobuna—. Vamos a girar fuera de la carretera aquí —anunció, mirando por el espejo retrovisor. No se veía ningún otro coche. Entraron en un camino que al parecer no era muy usado, porque había matojos no aplastados por entre las grietas del asfalto. Se detuvieron en una plazoleta para dar la vuelta frente a una casa de madera, y el muchacho apagó el motor—. No le he dicho exactamente la verdad, señora Chindler —dijo—. El tío David me dijo que la recogiera, pero la parte relativa a llevarla con Kushi no es cierta. Ése será el primer lugar donde la buscarán.

Rachel asintió plácidamente. Miró a su alrededor. La primera cosa observable era la quietud, ningún sonido en absoluto excepto el débil agitar de las ramas y las hojas en el perpetuo viento. Parecía como si la casa hubiera sufrido un incendio, y las plantaciones a su alrededor llevaban meses desatendidas. Las hierbas estaban altas, y los cocoteros habían dejado caer sus vainas verdeamarillentas sobre el camino.

—Pensé que esa parte no era cierta —admitió—, porque David me dijo que íbamos a ir a su casa esta noche, no durante el día. Ni siquiera creo que Kushi esté en casa.

El muchacho pareció sobresaltarse.

—¿Y pese a todo ha subido a la camioneta conmigo? —preguntó—. ¡Realmente, señora Chindler, tiene que ser usted más cuidadosa! ¿Y si yo fuera uno de los secuestradores? ¡Hubiera podido ser el propio Kanaloa!

—¿Es ése su nombre? ¿El que estaba en la identificación? ¿El que se encuentra ahora en la cárcel?

—El que salió de la cárcel esta mañana —corrigió salvajemente el muchacho. Miró su reloj, luego se compuso—. No tenía intención de gritarle —se disculpó, sonriendo encantadoramente…, de una forma muy consciente—. Bien. ¿Le gusta Hawai hasta ahora?

Rachel arrancó un verde tallo del follaje.

—Es hermoso.

—No me refiero al paisaje, me refiero a nosotros, los locos hawaianos. Alguien como mi tatara-no-sé-cuántos-abuela debió ser una auténtica experiencia para usted.

Rachel retorció el verde tallo entre sus dedos. Su olor era tropical.

—Me gusta mucho Kushi —declaró, mirándole pensativamente.

—Claro que sí —sonrió él—. A todo el mundo le ocurre. Es prácticamente una atracción turística, con sus historias sobre el antiguo Hawai y los dioses y héroes.

Si el muchacho estaba decidido a darle conversación, ella estaba dispuesta a seguirle la corriente.

—No creo que me hablara de nada de eso.

—¿De veras? ¿Ni siquiera sobre mí? —El muchacho sonrió confiadamente—. Me llaman Lono, señora Chindler. Es una especie de apodo; era uno de los dioses supremos, junto con Kane y Ku. Era el que realmente hacía cosas, ¿sabe? Y cuando yo era pequeño estaban convencidos de que iba a hacer grandes cosas. Supongo que luego me convertí en una decepción para todos ellos.

—Oh, seguro que no —dijo educadamente Rachel.

El muchacho se encogió de hombros.

—El dios favorito de Kushi es Pele, por supuesto. Sospecho que Kushi fue una especie de feminista de avanzada, incluso en lo que a dioses respecta. Pele es una diosa.

Rachel adoptó una expresión conveniente de educado interés; animado, Lono prosiguió:

—Tiene que recordar, señora Chindler, que las leyendas es lo más cercano a la historia que tenemos los hawaianos. No disponíamos de un lenguaje escrito hasta que vinieron los misioneros. Nuestros historiadores fueron todos poetas…, como Homero. Los cantantes cantaban las meles, es decir, las canciones históricas tradicionales, y otros cantantes escuchaban, y luego se iban y las cantaban a otras personas. Tal como las recordaban. Con todos los añadidos creativos que consideraban conveniente añadir. Hay veinticinco historias distintas acerca de cómo Pele, la diosa de los volcanes, llegó a Hawai, y al menos un centenar más acerca de sus hermanas y sus amantes y sus enemigos…, todas ellas contradictorias.

—Pero todas interesantes —murmuró Rachel. Aunque el muchacho le estaba hablando directamente a ella, sus ojos estaban en todas partes excepto en su rostro…, observando la carretera, mirando al cielo, atisbando entre el verdor.

Lono rió suavemente, aún sin mirarla.

—Hubo un tiempo en que tuvimos aquí a un astrónomo haole —dijo—. Un tipo francés. Con el gran telescopio en Mauna Kea. Kushi se lo contó todo sobre astronomía al estilo hawaiano…, todo sobre la creación de la Tierra, y las estrellas, y los planetas…, ¡nada de esas tonterías del Big Bang, créame! ¿Sabe usted por qué el cielo es negro de noche? Porque en una ocasión cayó en desgracia, y fue empujado hacia atrás con un palo lleno de lodo. Y las estrellas, discúlpeme, señora Chindler, proceden de las salpicaduras de cuando el dios cielo se masturbó. —Ahora la estaba mirando directamente—. Y en una ocasión el dios tiburón hizo el amor con un cerdo, y así nació el famoso humahumanukanukaapuaa.

—Al parecer, estaban muy interesados en el sexo —comentó Rachel.

—Lo estaban. Y también Kushi, al menos teóricamente ahora…, creo que teóricamente.

Rachel dijo, muy cuidadosamente:

—Kanaloa, ¿es también el nombre de un dios?

El rostro de Lono se endureció.

—¿Quién?

—Kanaloa. El terrorista al que tenía que identificar. El que dijo hace un momento que acababa de salir de la cárcel. ¿También adoptó el nombre de un dios?

—No es exactamente el nombre de un dios —dijo hoscamente el muchacho—. Es el nombre de un par de antiguos príncipes de Hawai. Fueron muy valientes.

Rachel asintió.

—Eso parece encajar. Supongo que se necesita mucho valor para ser terrorista. —Se echó ligeramente hacia atrás, recreándose en el sol—. De hecho —dijo—, de eso fue de lo que hablamos Kushi y yo, más de antiguos dioses. Acerca del Maui MauMau y el Kamehameha Korps y todas esas cosas.

Los ojos que hasta hacía un momento habían sido amistosos y alegres estaban ahora ensombrecidos.

—De hecho —añadió Rachel—, creo que Kushi siente una cierta simpatía hacia algunos de ellos…, al menos, como usted dice, teóricamente.

El muchacho miró pensativo su reloj. Al cabo de un momento dijo:

—De una forma teórica, diría que todo hawaiano siente lo mismo. Hasta cierto punto —añadió cautelosamente.

—¿Qué hay acerca de usted, Lono? —preguntó Rachel.

—¿Yo? —Ella asintió. Lono frunció los labios—. De una forma teórica —dijo, pronunciando cada palabra como si formara parte de una invocación—, no estoy seguro de que pueda llamarles siquiera terroristas. El terrorismo es un asunto de fechas, ¿no? ¿Acaso no fue su George Washington una especie de terrorista? Y Menahem Begin…, lo fue, definitivamente. Incluso pusieron precio a su cabeza. Y luego se convirtió en un líder mundial, incluso ganó el premio Nobel de la Paz. No, señora Chindler —dijo seriamente—, «terrorista» es sólo la palabra sucia para lo que cualquier soldado u hombre de estado hace normalmente. No pretendo ofenderla, pero si Kanaloa hubiera derribado ese avión en el transcurso de una guerra, en vez de secuestrarlo en la pista, le hubieran dado una medalla por ello.

—Entiendo —dijo Rachel—. Entonces, fue él quien lo hizo.

El muchacho se envaró.

Dicen que lo hizo. Quizá lo hiciera. —Se detuvo a media inspiración y la miró. Luego, aquella encantadora sonrisa volvió a ocupar su rostro—. Pero todo esto también es teoría, señora Chindler. ¡Mire la hora que es! Me pregunto cuándo vendrá el tío David.

Rachel Chindler se reclinó en su asiento y entrecerró los ojos. Apoyó la mano en la abierta ventanilla para gozar del calor del sol antes de hablar.

—No creo que David venga aquí —dijo.

Lono giró la cabeza para mirarla, sus oscuros ojos medio cerrados.

—Cuénteme por qué dice eso —preguntó, metiéndose negligentemente la mano en el bolsillo.

—Bien —dijo Rachel, obediente—, en parte porque usted me ha estado mintiendo. Su tío no lo habría enviado a buscarme, porque es usted miembro de ese Kamehameha Korps. Así que no estamos esperando a David. ¿A quién, Lono?

La miró en silencio durante unos momentos. Tensa ante su mirada, Rachel se agitó y desvió la vista hacia la ventanilla. Realmente era un lugar hermoso para edificar una casa; lástima que hubiera ardido. Era una casa típica estadounidense suburbana, de tablas, pintada de blanco, con contraventanas verdes. Era el tipo de casa que ves en los libros infantiles, donde mamá hace pan de jengibre y papá viene de trabajar con el nudo de la corbata flojo, el rostro sonriente y siempre algo en los bolsillos para los niños.

—¿Por qué subió a la camioneta conmigo? —repitió Lono, su rostro tan cerca de la nuca de ella que pudo sentir su aliento.

—Usted me dijo que lo hiciera, Lono. ¿Quién es el que viene?

Una pausa.

—Un amigo —dijo él. Otra pausa—. Trae otro vehículo porque en estos momentos puede que ya estén buscando éste. —Otra pausa—. ¿No va a preguntarme qué pensamos hacer con usted?

Esta vez la pausa fue más larga. Rachel estaba observando la forma en que las hojas se movían al viento.

—No tengo nada contra usted, señora Chindler —dijo Lono—. Se trata de un asunto político. Simplemente haga lo que le digamos que debe hacer, y…

No terminó la frase.

Rachel asintió para sí misma, sin hablar. Él no había terminado la frase, porque la única forma en que hubiera podido hacerlo era diciendo: «… y no le haremos daño» y, aunque el muchacho era un terrorista, no era un mentiroso.

Pero el sol alcanzó su cénit y empezó a descender hacia la montaña. El muchacho arrastró con él a Rachel hasta la parte de atrás de la casa y una vieja bomba de agua que aún funcionaba porque ambos estaban sedientos. Rachel tuvo que suplicarle permiso para retirarse detrás de unos matorrales para orinar porque su vejiga estaba llena…, y aún seguía sin llegar nadie.

—No creo que venga, Lono —dijo la mujer cuando las sombras eran tan largas como altos los árboles—. Creo que algo debe haber ido mal.

—Cállese —ordenó él, y añadió— Por favor. —Era evidente que había llegado a la misma conclusión. Lono no reaccionaba bien al fracaso de sus planes…, fueran cuales fuesen; Rachel no se permitió especular sobre ellos. Estaba nervioso. Cada vez que el sonido del motor de un coche cambiaba de tono en la carretera, cada vez que aparecía un avión camino de Lyman, se tensaba—. Hubiera debido atarla —dijo—, pero no tiene ningún lugar donde ir. Si intenta echar a correr la atraparé, usted lo sabe. Si grita, nadie la oirá.

—Lo sé.

El muchacho asintió y le ordenó que se acercara a la casa. Había un garaje, cerrado, sin ningún coche dentro, lleno con lo que a través de la ventana parecían muebles dañados por el fuego. Lono la hizo sentarse a plena vista mientras forzaba la cerradura de la puerta y empezaba a apartar muebles, apilándolos contra una pared, dejando finalmente el espacio suficiente para meter a duras penas la destartalada camioneta. Luego cerró la puerta y lanzó una mirada al cielo, como si cualquier helicóptero que estuviera rondando en aquellos momentos por allí estuviera buscándoles exclusivamente a ellos.

—No se trata del Kamehameha Korps —dijo de pronto.

—¿Qué? —Rachel había perdido el hilo.

—El Kamehameha Korps está compuesto de chiflados —dijo salvajemente el muchacho—. La mitad de ellos delatan a la otra mitad a la policía. En realidad, no hacen más que asustar a los turistas.

—Entonces, usted está con los otros…

—El Maui MauMau, exacto. Nosotros somos serios. —La miró beligerante, como si aguardara a que ella lo negase—. Ustedes los haoles tienen que ser echados de Hawai.

Como si estuviera sosteniendo una conversación en la fiesta de Navidad de la biblioteca sobre un tema que realmente no le interesara demasiado, Rachel dijo:

—Pero si los Estados Unidos se marchan de aquí, ¿no ocurrirá que simplemente entrarán los rusos?

—¡Americanos y rusos! ¡Eso es todo lo que oyes! ¡Como si todo el mundo tuviera que pertenecer a los unos o a los otros!

—Bien, ¿no es así? —insistió ella.

—Podemos matar rusos con tanta facilidad como podemos matar americanos —dijo hoscamente Lono—. Todos los haoles son iguales.

Rachel se sentó sobre una piedra de lava aa, al parecer transportada hasta el césped delantero de la casa como decoración, y prosiguió educadamente con la discusión:

—Sé que se sienten ustedes agraviados —dijo—. He leído acerca de cómo llegaron los europeos a Hawai, transmitieron a todas las mujeres la sífilis y la viruela, robaron las tierras, todo eso…, no es muy distinto de la historia de los indios americanos, ¿sabe, Lono? Sé lo de los barcos americanos que hicieron que la casa real hawaiana abdicase porque los Estados Unidos iban a aceptarles como colonia o posesión o algo parecido…, y que luego el Congreso no lo hizo. Sé acerca de las compañías azucareras y las apropiaciones de tierras.

—¿Cómo sabe usted tanto? —preguntó él.

—Soy bibliotecaria —explicó ella. Una bibliotecaria que había sido secuestrada y casi asesinada por aquellos motivos, y que había efectuado una búsqueda exhaustiva en sus estanterías de todo aquello que hablara del tema—. Pero Lono, todo esto fue hace mucho tiempo. ¿Queda realmente algún hawaiano puro? Si pudiera hacerse alguna restitución, ¿quién quedaría para recibirla?

—¡Yo quedo!

—Su auténtico nombre es Albert —señaló ella— y, discúlpeme por decirlo, pero, ¿no es usted también un tanto mestizo?

Pero tenía preparada una respuesta para aquello. Empezó con una risa burlona.

—¡Haoles! Sólo porque la sangre original hawaiana se ha visto mezclada quieren pretender que ya no existe, para así poder olvidarlo todo. ¡Como los tasmanianos!

Ella se sobresaltó.

—No sé nada acerca de los tasmanianos.

—Si lo supiera, es muy probable que dijera que se han extinguido…, eso al menos es lo que dicen los libros de texto. Pero todavía quedan miles de tasmanianos aborígenes. Son en parte haole, porque los europeos violaron a sus mujeres, pero siguen estando allí, viven como los aborígenes, se consideran aborígenes…, ¡sólo el gobierno australiano pretende que nunca ha oído hablar de ellos! ¡Me atrevería a decir que dentro de otros diez años el gobierno americano pretenderá que ya no hay hawaianos tampoco! Su gente del continente no conoce la diferencia.

Todo lo que Rachel pudo pensar en decir fue:

—Lo siento, Lono. —Pero su entrenamiento como conversadora le hizo añadir—. De todos modos, no veo cómo el echar al gobierno americano de aquí hará que las cosas sean mejores para ustedes.

—No tiene por qué verlo —dijo fieramente Lono—. ¡Lo importante es que lo vemos nosotros, y tenemos los medios para echarles!

Rachel asintió seriamente.

—Se refiere al terrorismo —dijo—. Se refiere a disparar y asesinar.

—¡Si es necesario!

—Exactamente igual que cualquier otro terrorista en el mundo. ¡Disparándole a todo el mundo, Lono, incluso al Papa!

Ahora el muchacho estaba furioso.

—Usted no lo comprende —dijo con severidad—. No somos sólo terroristas. No somos la Coalición del 19 de Mayo o el Weather Underground; no somos revolucionarios. ¡Somos simplemente hawaianos, y deseamos que se nos devuelva nuestro país! Ahora —terminó, poniéndose en pie de un salto— nos vamos de aquí.

—Entonces, ¿su amigo no va a venir? —preguntó Rachel…, no para discutir, sino simplemente interesada.

—Eso no es asunto suyo. ¡Vamos! He hecho nuevos planes, y vamos a llevarlos a cabo.

—¿Pero adonde vamos?

—Lo descubrirá cuando lleguemos allí —dijo él secamente.

No parecía que fueran a llegar a ninguna parte. Rachel Chindler no estaba segura de que Lono tuviera en mente algún auténtico «lugar» donde ir. Evidentemente algo había fallado en sus planes, evidentemente estaba improvisando. Resultaba interesante observarle e intentar imaginar lo que pasaba por su cabeza, pero también era difícil. La casa incendiada estaba en los límites del parque del volcán; incluso Rachel se dio cuenta de cuándo salieron de terreno privado y entraron en el sector del parque, porque dejaron de ver casas. Tomaron senderos peatonales y a veces ningún sendero en absoluto. Lono parecía saber dónde iban. Y no parecía gustarle. Se mostraba tenso y errático en sus movimientos; hacía que Rachel se detuviera cada pocos minutos mientras escuchaba en busca de sonidos. La condujo hasta un declive e hizo que se sentara allí.

—Aguardaremos aquí un rato —dijo—. No hable.

Ella asintió y se reclinó contra el tronco de un árbol. Como la mayoría de las hondonadas que no habían sido holladas por un cierto tiempo, aquélla era una jungla tropical. Había tocones esparcidos por todo el suelo del bosque. De ellos surgían nuevos brotes que formarían los árboles del mañana…, rápidamente, en el húmedo aire vegetal. Aún era pleno día, pero no se veía el sol; sólo las copas de los árboles brillaban allá donde eran tocadas por los rayos solares.

A su lado, Lono escuchaba con atención, respirando afanosamente. Rachel se dio cuenta de que el muchacho estaba asustado. No asustado hasta el punto de hacerle desear olvidar lo que estaba haciendo; asustado ante el fracaso, inseguro de lo que debía hacer a continuación. Fuera lo que fuese lo que había ido mal en sus planes, fueran cuales fuesen esos planes, no había previsto la necesidad de una estrategia alternativa, y ahora la estaba elaborando sobre la marcha.

Se oyó el distante sonido de un coche. Rachel apenas se había dado cuenta de haberlo oído cuando Lono la sujetó y la hizo echarse en el húmedo y desigual suelo.

—Vigilantes del parque —susurró en su oído—. Estése quieta. —Y el brazo que permanecía en torno a su cuello estaba en la posición adecuada para ahogar cualquier intento de gritar pidiendo ayuda. Consideró filosóficamente las perspectivas. Cuando llegó a la conclusión de que ningún intento iba a funcionar, el coche, avanzando lentamente, ya se había alejado; pero por supuesto tampoco hubiera hecho nada.

—Están haciendo la última ronda en busca de turistas —murmuró Lono. Cuando acercó su boca a ella se dio cuenta de que le olía mal el aliento…, una lástima, en un joven tan bien parecido. De una forma simple y natural, volvió la cabeza hacia él y le besó.

Rachel no había pensado hacer aquello, y evidentemente Lono no lo esperaba tampoco. Pero una vez hecho pareció algo inevitable. El muchacho apartó instintivamente la cabeza, no muy lejos…, luego le devolvió el beso. Su mano se deslizó bajo la camiseta de ella, y la de Rachel bajo la chaquetilla de ante de él. Los músculos a lo largo de su espina dorsal estaban tensos y ardían, y cuando su exploradora mano descendió al interior de sus pantalones, su pene estaba rígido y más ardiente aun. Todavía besándose, empezaron a desvestirse el uno al otro y ellos mismos.

A lo largo de toda su vida Rachel había sido una aficionada al cine, y había contemplado cada año a las nuevas generaciones de estrellas hacer el amor al natural, entre los hibiscos y los cocoteros, desde Dorothy Lamour hasta Brooke Shields…, y, ¡oh, qué diferencia entre la fantasía y la realidad! La lujuriante jungla tenía ramas y púas. El suelo era irregular allá donde no era húmedo, y duro en todas partes. Aquellos hermosos helechos tenían bordes en dientes de sierra. Los árboles que les daban cobijo tenían raíces que avanzaban al nivel del suelo, duras como el hierro y rasposas. Debajo de Rachel. Debía estar llena de arañazos desde las caderas hasta los hombros; y el joven necesitaba urgentemente una visita al dentista. ¿Pero no decían que los hawaianos tenían dentaduras perfectas?, pensó.

Probablemente los hombres no se preocupaban tanto como las mujeres de cepillarse los dientes y mantener puro el aliento; Rachel había tenido lenguas desagradables dentro de su boca antes. Aquel muchacho era algo especial. Pero todo era cuestión de cultura, ¿no? Un olor era sólo un olor. La importancia que le atribuías estaba solo en tu cabeza, puesta probablemente allí por seis millones de anuncios de pastas dentífricas y diez millones de spots de productos para el aliento. Se hizo a la idea de aceptarlo, del mismo modo que aceptaba el duro, grueso y ardiente invasor en su vagina.

Y había dejado de tomar la píldora después de su último viaje a Hawai.

Desde el final de su matrimonio —en realidad, desde bastante tiempo antes del final de su matrimonio—, Rachel había hallado que las relaciones sexuales eran a veces ligeramente agradables, otras aburridas, nunca muy importantes de una u otra forma. Pese a todas las circunstancias, aquélla no fue diferente. Empujó contra los empujes de Lono, adelantó las manos para aferrar las nalgas de él y apretarlas contra ella a cada nuevo empuje; jadeó, pero fue más el mecánico aplastamiento del aire en sus pulmones que la excitación; hundió su lengua en la boca de él y aceptó la suya…, hasta que necesitó desesperadamente aire, y apartó a un lado la cabeza.

Cuando el pistoneo de él había durado ya lo suficiente para convencerla de que no iba a proporcionarle ningún placer extra, deslizó las yemas de sus dedos bajando por la hendidura de carne entre sus nalgas y muslos y hundió un dedo en su ano para hacerle eyacular. Funcionó. El muchacho dejó escapar una exclamación, un sonido estrangulado, y Rachel sintió el cálido chorro intermitente en su interior.

El muchacho se echó a un lado, mirándola, recuperando afanosamente el aliento.

Ella le devolvió de forma ausente la mirada, pensando en otras cosas. ¿Se estaría preocupando David por ella en aquellos momentos? ¿Qué pensaría Stephen si tenía un hermanito, con un padre no mayor que él? ¿Estaría lloviendo fuera del tubo de lava? No podías decirlo hasta sentirlo, puesto que la caída de las gotas y el cliquetear de las frondas producían el mismo sonido.

Lono dijo de pronto:

—Reconoció usted a Kanaloa en aquella identificación, ¿verdad?

Ella no respondió, sólo miró directamente al rostro del muchacho. Ahora era casi oscuro fuera del tubo, pero aún podía verle claramente.

El muchacho todavía no había conseguido controlar su respiración. Jadeó por unos breves momentos, luego dijo:

—Hubiera debido quedarse usted en St. Louis. —Rachel se encogió de hombros, y él añadió— Esto no significa que no la mate si tengo que hacerlo.

—Lo sé —dijo Rachel—. ¿Puedo salir un momento? Necesito orinar.

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