Terror

Terror


Capitulo 15

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Bajo las circunstancias correctas, pensó Arkadi Bor, aquella loca caza del ganso a Nuevo México hubiera podido ser incluso agradable. Aunque le estaban haciendo esperar como un palurdo. De hecho, casi debido a que se veía obligado a esperar. La persona de «relaciones públicas» que le había sido asignada para convertirse en el perro cancerbero de Bor por toda la base de Sandia era joven, bien parecida, amistosa…, incluso sexy, porque allí estaba aquel aumento de tamaño de las pupilas que indicaba interés sexual y que Bor nunca dejaba de buscar. Hubiera podido sentirse decididamente interesado, pero tenía un inconveniente. Era del género femenino. Uno podía conseguir una cierta relajación física con una mujer, por supuesto. Pero había muchas probabilidades de que saltara inmediatamente de la cama, suponiendo que hubiera podido llevarla hasta allí, para llamar a alguna persona de Seguridad y contarle todo lo que Bor hubiera susurrado en su pasión, y que su interés sexual hacia él fuera tan fingido como sus improbables pechos. ¿Para qué correr el riesgo?

Así que convirtió aquel calor en escarcha. La escarcha era apropiada. Estaba temblando mientras dejaba que le mostraran las granjas fotovoltaicas y los molinos de viento de extraña forma en los que se especializaba aquella parte pública de Sandia. Aunque no le interesaba nada de aquello, había decidido mostrarse dócil…, hasta cierto punto. Dejó que le llevaran por el largo túnel bajo las hectáreas de espejos móviles de la Torre de Energía Termosolar, pero trazó la línea límite en subir a la torre en sí. Cuando ella le ofreció el enorme ascensor, lo bastante grande como para que cupiera un tanque en su interior, agitó negativamente la cabeza y declaró:

—Hace demasiado frío para subir ahí arriba, y además es una enorme pérdida de mi tiempo.

La mujer era profesionalmente diplomática.

—¿Le apetece un poco de café, doctor Bor? —ofreció.

¡Café! ¡La gran droga maravilla americana, que lo curaba todo y resolvía todos los problemas! No podía hacer nada por Arkadi Bor, el gigante intelectual mortificado por todos lados por pigmeos. Sospechoso de el cielo sabía qué por parte de aquellos zopencos de seguridad. Amenazado por la KGB. Y lo peor de todo, echado fuera del camino como un chiquillo buscaproblemas mientras el dispositivo que era su creación —bien, casi su creación— estaba siendo emplazado. Hizo chasquear los dedos.

—¿Cuánto tiempo más debo esperar al gener…?

—Chisss —dijo la mujer, mirando a su alrededor. Estaban en un lugar público en medio de Sandia, donde cualquiera podía acceder sin necesidad de autorizaciones especiales y escuchar; no era un lugar donde pronunciar nombres. Las grandes e invitadoras pupilas empezaron a contraerse—. Todavía falta al menos otra hora, señor. —Nada de nombres ni siquiera para él, observó Bor. Se apretó el impermeable a su alrededor, aquel impermeable que le había parecido ideal contra las inclemencias del tiempo desde la perspectiva de Hawai pero que había demostrado ser absolutamente inadecuado contra Nuevo México en enero.

—Un poco de café, entonces —se quejó—. ¡Y algún lugar caliente, por favor! —Porque todo aquel proyecto de captación de la energía solar había despertado el desdén de Bor. ¡Qué estúpidos eran los americanos! Dedicar todo aquel tiempo y esfuerzos al estúpido e idealista intento de capturar energía utilizable del sol —oh, tecnológicamente era algo interesante, concedió, con aquella afición de los americanos a los artilugios extravagantes que aún persistía pese a todo—, pero si uno deseaba realmente energía, bien, ¡había cantidades ilimitadas de ella en el átomo! ¿Riesgos? Uno aprendía a aceptar los riesgos…, lo hacía cuando estaba a cargo de grandes proyectos, y no se veía frenado por vagos temores de las masas no educadas. Aunque la especialidad de Bor era los usos explosivos de la energía nuclear, no la generación de energía, había visto suficientes centrales nucleares soviéticas como para saber que eran más baratas, mejor adaptadas al uso industrial, y por encima de todo más rápidas en amortizarse en la crónica falta de capitales de la no capitalista Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Por supuesto, había algunas penalizaciones. Había penalizaciones a cualquier uso de la energía nuclear…, testigo de ello era la zona devastada entre el Mar Negro y los Urales, donde una cantidad irritantemente grande de radionúclidos se habían dispersado por el sagrado suelo patrio…

Cortó en seco sus pensamientos. Qué extraño que los clichés de la infancia de uno volvieran recurrentemente a su mente adulta.

Si las investigaciones sobre la energía solar de la parte pública de Sandia le divirtieron, no se sintió en absoluta divertido —aunque sí igualmente desdeñoso— del museo de la guerra nuclear donde la mujer de relaciones públicas le llevó desesperadamente para ocupar en algo su tiempo. Allí había copias —no, eran auténticas—, allí había auténticas armas nucleares, vaciadas de su contenido fisionable como medida de seguridad, pero pese a todo los dispositivos reales que en su tiempo habían estado preparados para arrasar una ciudad japonesa, o una rusa. Allí estaba la segunda «Fat Boy», cuyo duplicado había matado a cien mil japoneses en Nagasaki una mañana de agosto de 1945; allí la bomba de Hiroshima, allí una primitiva ICBM, allí un misil aire-aire. Era un enorme almacén de armamento de segunda mano. Todo él obsoleto, por supuesto.

¡Pero no tan obsoleto como estaba a punto de convertirlo Arkadi Bor!

El general Macklin tenía toda la cortesía de West Point. Las tres estrellas sobre sus hombros no le absolvían de la necesidad de llamar «señor» a los civiles, incluso a los ciudadanos soviéticos emigrados. Aunque él no fumaba, encendió obsequiosamente el cigarrillo de la joven que estaba allí para tomar notas. Aunque tomaba su café solo y sin azúcar, se mostró un experto en las tenacillas de plata para echar cuatro terrones de azúcar en la taza de Bor, y verter cuidadosamente un chorrito tan delgado de crema de leche que Bor pudiera detenerle en el segundo ideal.

—Somos muy informales aquí, señor —dijo con benevolencia… a Bor, pero alzando lo suficiente la voz como para cubrir con ella a los tres senadores, los cuatro congresistas, el ayudante delegado del Secretario de Defensa y las otras seis personas que estaban en la habitación—. Esto no va a ser exactamente una asamblea, sino sólo una charla entre la gente que necesita saber qué está ocurriendo.

—Gracias, general —dijo Bor. No necesitaba que le dijeran aquello. Quedaba implícito en la forma casual en que los hombres, y la mujer, estaban sentados en la habitación, todos ellos con tazas de café o té o vasos de bebidas no alcohólicas. Ni siquiera se trataba de una sala de reuniones. Era más bien como la sala de estar de alguien…, la sala de estar de alguien rico, por supuesto. Desde donde se sentaba Arkadi Bor, en un mullido sillón de piel gris, con un extremo de la mesa a su derecha para poder depositar cómodamente su taza de café, aquella parte ultrasecreta de Sandia no parecía más amenazadora que la parte pública de sus investigaciones sobre la energía solar. Por supuesto, todo aquello era una ilusión. Aquella habitación no representaba la realidad de las funciones secretas de Sandia. En algún lugar no muy lejos de allí había lugares donde Arkadi Bor no iba a poder entrar nunca, y en donde estaban siendo estudiadas nuevas configuraciones y trazados nuevos planes. Incluso su propio Proyecto Vulcano era posible que no volviera completamente obsoletos varios de aquellos dispositivos, aunque era muy poco probable que tuviera alguna vez la posibilidad de comprobarlo personalmente.

La puerta se abrió, admitiendo a un coronel de pelo blanco, rostro rojizo, paso atlético, sí, pero con aquel pelo uno pensaba automáticamente que era demasiado mayor para su grado. También era dado a disculparse.

—Lo siento, general Macklin —dijo apresuradamente—. Mi avión llegó con retraso.

El general hizo un gesto cortés con la mano.

—No se preocupe, coronel Petterman. Eso nos ha dado la oportunidad de conocernos un poco mejor. —Ha dado esa oportunidad a algunos, pensó morosamente Bor, mientras el general Macklin presentaba al meteorólogo del Ala Meteorológica; otros hemos tenido que quedarnos en el frío y la intemperie. Pero entonces se animó un poco cuando el general ocupó su lugar bajo la pantalla en un extremo de la estancia y dijo—: Creo que será mejor que empecemos. Primero oiremos al nombre que más ha contribuido a este proyecto, el doctor Arkadi Bor.

La depresión se fundió con rapidez. Bor se puso en pie.

—Encantado, general —dijo alegremente, irradiando a toda la habitación—. Supongo que todos ustedes, caballeros, conocen la finalidad general del Proyecto Vulcano, ¿verdad? Así que me limitaré únicamente a los aspectos técnicos de los que estoy a cargo. ¿Luces, por favor? ¿Y la primera diapositiva? —El capitán a cargo del proyector de diapositivas se volvió todo dedos mientras intentaba enfocar el aparato, pero Bor se limitó a sonreír comprensivamente. ¿Quién podía mostrarse desagradable cuando acababa de oír que toda aquella gente importante le pedía que les contara lo significativo que era su trabajo? Cuando la imagen se definió al fin y el modelo realzado por ordenador del Loihi apareció claramente en la pantalla, empezó—. Esto es un volcán submarino —dijo—. He diseñado un dispositivo nuclear que está siendo implantado en su ladera precisamente aquí, donde ven ustedes el círculo naranja, como les señalo. —Mantuvo firmemente enfocado el pequeño haz de luz en el extremo del puntero en el círculo, y se sintió complacido al ver que su mano no temblaba—. Cuando el dispositivo sea detonado…, quizá debería decir si es detonado, una amplia sección de la corteza de esta montaña, Loihi, desaparecerá. Lo que ocurrirá después de eso es el objetivo del proyecto, pero dejaré que sean los expertos quienes lo describan; mi parte se centra únicamente en el dispositivo y su disparador.

»Debo añadir, sin embargo, que las cantidades y presiones implicadas han sido ya bien establecidas. Como algunos de ustedes saben, he dirigido grandes proyectos nucleares subterráneos en el Cáucaso, los Urales y otros lugares. Fueron empleadas otras variedades de dispositivos nucleares, porque era necesario minimizar los subsecuentes problemas de radiaciones, y los objetivos buscados eran mucho más pequeños. Sin embargo, se trata de una tecnología comprobada, y no hay la menor duda de que el dispositivo actuará como he descrito.

»El detonador es una cuestión ligeramente distinta. Con los anteriores proyectos de este tipo era muy simple, conectabas el detonador a un cable y a un conmutador de algún tipo; cuando accionabas el conmutador, por supuesto desde una distancia segura, el dispositivo era activado, del mismo modo que yo enciendo la pequeña linterna de este puntero con este botón. —Hizo la demostración, y pidió la siguiente diapositiva, una representación de la montaña subterránea con su bomba-H, y las olas sugeridas muy arriba—. El único medio adecuado es por radio. Desgraciadamente, las profundidades marinas son opacas a las señales de radio convencionales; podemos utilizar señales de onda muy larga, pero para ello sería necesario instalar las correspondientes antenas en una estación en tierra firme, y esa actividad sería muy claramente visible para los satélites de reconocimiento soviéticos. Así que hemos adoptado un procedimiento de disparo provisional. La siguiente diapositiva. —Era un dibujo de la flotilla de Vulcano flotando sobre el Loihi a un lado, la Gran Isla y las laderas del Mauna Loa y el Mauna Kea al otro—. Una boya con un receptor de radio, conectada al dispositivo por un cable de anclaje, estará permanentemente en posición. Como pueden ver —barrió la flecha roja desde el Mauna Kea hasta la flotilla—, hay una línea de visión directa desde la cima de esta montaña hasta el emplazamiento de la boya. Como primera medida, la señal para detonar el dispositivo, caso de que sea necesario, será enviada desde la cima de la montaña. Son posibles otras opciones, mencionaré solamente las señales desde un avión, o incluso desde un satélite, pero éste que hemos decidido es el más conveniente por el momento. ¿Alguna pregunta?

El viejo senador hundido en el más profundo de los sillones alzó la mano…, no mucho; tal vez sólo quisiera rascarse la mejilla en vez de llamar la atención. Pero Bor respondió rápidamente:

—¿Señor?

—¿Cómo sabe usted que ese tipo de detonador funcionará?

—Ha sido probado muy concienzudamente —le aseguró Bor— en el laboratorio. A mi regreso, por supuesto, realizaré una prueba completa…, sin conectarlo al dispositivo nuclear, evidentemente. —Sonrió.

Nadie respondió a su sonrisa. Otro hombre de edad avanzada, vestido de civil, quiso saber:

—¿Cuándo será instalada la bomba dentro de este volcán?

—Se está haciendo mientras nosotros celebramos esta reunión —le aseguró Bor.

—¿Sin usted? —interrumpió el senador—. Si es usted tan importante para el proyecto, ¿cómo es que no está allí para cumplir con su parte?

¡La oportunidad de airear su agravio a los cuatro vientos!

—En cuanto a eso, tengo intención de pro… —De protestar por haber sido alejado contra mi voluntad, estuvo a punto de decir, pero los ojos del general Macklin estaban fijos en él—. Tengo intención —rectificó— de realizar toda una serie de pruebas para asegurarme de que ha sido correctamente instalada. Después de todo —prosiguió, salvando lo posible—, se trata sólo de un proceso mecánico, mejor controlado por aquellos que tienen experiencia en manejar grúas y toda la demás maquinaria implicada. —Miró a su alrededor a la habitación, en busca de más preguntas. No hubo ninguna. Volvió a ocupar silenciosamente su asiento, sin apenas oír las palabras del siguiente orador, un consultor civil cuya especialidad era la tectónica, que aseguró a la concurrencia que las islas hawaianas no iban a sufrir un daño directo significativo.

—Gracias a Dios, el viejo Sparks no está aquí —sonrió el senador—, porque de otro modo nos despellejaría por meternos con sus islas. —Hubo risas generales, no compartidas por Bor, que ni siquiera sabía quién era el viejo senador Sparks Matanuga.

El último orador fue el meteorólogo de las Fuerzas Aéreas, el coronel Petterman, que llevaba consigo no sólo diapositivas sino un rollo de película.

—El efecto de todo esto —dijo— será la generación de una nube muy grande. Empezará en el punto de la explosión y avanzará tal como se muestra en esta simulación…, ¿por favor, capitán? —El oficial en el proyector había colocado el rollo de película en el otro aparato. Empezó a pasar lo que Bor reconoció de inmediato como una copia de la simulación por ordenador de Frank Morford, y los dignatarios reunidos contemplaron la dorada nube entrar en erupción en el Pacífico y esparcirse por el hemisferio norte—. Por razones de seguridad —dijo el meteorólogo—, esta simulación fue diseñada para ilustrar lo que puede haber sido un acontecimiento real en la historia de la Tierra. Por aquel tiempo, hace sesenta y cinco millones de años, se cree que una explosión causada por un meteorito muy grande que golpeó contra un volcán en actividad proyectó algo así como del orden de miles de millones de toneladas de polvo y aerosoles químicos en la atmósfera, haciendo que la luz del sol no pudiera alcanzar la superficie del planeta. El resultado de esto fue reducir la temperatura media de la Tierra tanto como diecisiete grados, al tiempo que interrumpía la fotosíntesis, de modo que las plantas no podían desarrollarse. Como consecuencia de ello, todos los grandes animales murieron durante los cinco años que el polvo permaneció suspendido en el aire.

»Nuestra aventura es mucho más pequeña, por un factor de uno a cien. No enfriará tanto la Tierra, no más de dos grados, según los cálculos. Su principal efecto será sobre la agricultura…, específicamente sobre las importantes cosechas de cereales que se cultivan en las latitudes septentrionales. Los Estados Unidos sufrirán considerables pérdidas en todas las tierras agrícolas a partir del paralelo cuarenta y dos grados norte, es decir, al norte de Omaha y Des Moines. Cuanto más al norte, más intenso será el efecto, por supuesto.

»De todos modos, la cantidad de polvo ha sido cuidadosamente calculada. Reducirá las cosechas de trigo, en particular, en aproximadamente un veinte por ciento durante un período de dos años, pero por supuesto los Estados Unidos tienen en general grandes excedentes. Esos excedentes no existirán durante estos dos años. Sin embargo, con apretarse un poco el cinturón, la producción restante será suficiente. El peor efecto será que tal vez sea necesario desviar los cereales empleados para la alimentación animal hacia la dieta humana, reduciendo así la cadena alimentaria. A ningún americano le faltará el pan, pero tal vez los bistecs se vuelvan escasos.

»La Unión Soviética, en cambio, es un asunto completamente distinto.

»Si miran ustedes el mapa, verán que gran parte de sus mejores cultivos de cereales se hallan muy por encima de los cuarenta y dos grados. Su estación de cultivo más corta, las temperaturas medias y todos los demás factores climáticos son ya semimarginales. En un año normal necesitan importar considerables toneladas de cereales. En los dos años mientras la nube de polvo permanezca efectiva, sufrirán lo que se calcula una reducción media de un setenta por ciento de sus cosechas. No podrán paliar eso desviando cereales de la alimentación animal. No podrán importar las cantidades necesarias del extranjero, porque los excedentes ya no existirán.

»El resultado será una hambruna a gran escala.

»Las consecuencias sociales, económicas y políticas de todo esto se hallan fuera de mi especialidad, así que no haré ningún comentario al respecto…, más allá de decir que los efectos sobre el estado soviético serán comparables a los efectos de la Segunda Guerra Mundial.

»¿Alguna pregunta?

Sólo hubo una.

—Sí, tan sólo una cuestión —dijo un grueso hombre de primera fila—. ¿Se verá Canadá afectado tanto como los soviéticos?

—En realidad, senador, incluso más, sí señor. De nuevo, ésta no es mi especialidad, pero, según tengo entendido, la más bien relativamente pequeña población canadiense ha sido considerada dentro de los cálculos totales para Norteamérica.

—¿Quiere decir eso que les alimentaremos de nuestras propias provisiones? La razón de que lo pregunte es que mis electores cultivan el mejor trigo de todo el mundo. No sé si les hará muy felices tener que embarcarlo fuera del país cuando nuestra propia gente lo necesite.

El director se puso en pie.

—Según tengo entendido, senador —interrumpió—, las conversaciones con Canadá se celebrarán en el momento apropiado, pero éste es un asunto que escapa de nuestra esfera. Si no hay más preguntas, el bar está abierto en la habitación de al lado.

Puesto que el comité ya había oído de él todo lo que deseaba oír, Bor fue excusado de asistir los restantes tres días. Eso alegró su corazón. Cuando acudió a la Oficina de Transportes descubrió allí —¡oh sorpresa!— una simpática y voluntariosa empleada, que admitió de inmediato que en realidad no sería más rápido cambiar de avión en Los Ángeles que tomar el vuelo directo a Honolulú y hacer noche allí antes de tomar el vuelo inter-islas a Hilo. La empleada no preguntó por qué Bor prefería la ruta de Honolulú. No necesitaba hacerlo. El brillo en los ojos del hombre era suficiente. Y así, a las once de aquella noche, hora de Hawai, Bor se inscribía en el hotel Ilikai. A las once y media estaba en la calle, recorriendo los bares de la avenida Kalakaua, lo más próximo que tenía Waikiki de Times Square.

Todo lo que quedaba allí eran clientes regulares. La mitad de los turistas se habían marchado con el final de las vacaciones de Año Nuevo; la otra mitad parecía haber huido a los clubs nocturnos y luaus de los grandes hoteles frente al mar. Diez días antes, la avenida Kalakaua estaba atestada durante toda la noche con los turistas navideños. Ahora los bares estaban casi vacíos, pero lo que quedaba era precisamente lo que Arkadi Bor buscaba.

En la vida secreta de Arkadi Bor, Waikiki era el único lugar donde se atrevía a ser él mismo. En el complejo de Vulcano siempre había gente de Seguridad cerca; cuando iba a tierra firme se le pegaban como hermanos siameses. Siempre estaban a la vista cuando comía, bebía o miraba, siempre en la cama de al lado cuando dormía. Había tenido una tormentosa sesión para conseguir que el hombre saliera de la habitación cuando se estaba divirtiendo con una de las encantadoras prostitutas de la costa de Kona, y luego había estado incómodamente seguro de que cerca de la cama un micrófono había seguido registrando todos sus sonidos. Y se trataba de una prostituta femenina. Aquella profunda y menos pública necesidad que Bor sentía fuertemente de tanto en tanto no podría ser satisfecha nunca mientras Seguridad estuviera cerca…, y sólo en Waikiki había conseguido siempre librarse de ella.

Antes de medianoche, en un disperso luau en la playa, Bor había establecido contacto con un muchacho realmente hermoso que se mostró completamente de acuerdo en subir a su habitación. Ésa era una de las cosas buenas del Ilikai. No era ni mejor ni peor que cualquiera de la otra docena de hoteles a lo largo de la avenida, pero sus ascensores no estaban cerca del mostrador de recepción. Ningún recepcionista tenía la posibilidad de ver qué tipo de compañía llevaban los huéspedes a sus habitaciones. Eso no significaba que los demás hoteles de Waikiki pusieran en peligro su volumen de negocio siendo demasiado estrictos en estos asuntos; pero Bor no estaba preocupado solo por los recepcionistas.

No se le ocurrió en aquel momento que debería haberse preocupado acerca de más cosas que de Seguridad, también.

No fue hasta después de que el atractivo muchacho del luau se hubiera ido, y Bor se disponía sonriente a dormir, que sonó el teléfono de su mesilla de noche.

Tenía que ser algún número equivocado, pensó furiosamente Bor mientras se arrancaba de su somnolencia y tendía la mano hacia el aparato. Pero no era un número equivocado. Era para él, y la persona que le habló lo hizo en georgiano.

Así que a la una y cuarto de la madrugada, cuando su cuerpo estaba saboreando todavía su reciente desahogo sexual y deseaba dormir un poco, Bor pagó su cuenta del hotel Ilikai, pidió un taxi, y permaneció lúgubremente hundido en su asiento durante el largo trayecto a través de Honolulú y en torno a la bahía. Sus órdenes eran registrarse en un motel cerca del aeropuerto y aguardar futuras instrucciones, y empezaba a dudar de la conveniencia de seguirlas. ¿Por qué no había llamado simplemente al oficial de seguridad de Vulcano? La respuesta era sencilla. Sí. Hubiera debido hacerlo. Pero Vulcano estaba a centenares de kilómetros de distancia, y la mujer al otro lado de la línea telefónica podía haber estado al otro lado de su puerta. No era la vida de su hija la que estaba en peligro ahora. Era la suya.

Pagó al conductor y le dejó una miserable propina y avanzó beligerante hacia la recepción del motel.

—Quiero una habitación sólo para esta noche. No tengo reserva —dijo con voz ácida, medio esperando que no hubiera vacantes; pero en aquel hotel en aquel lugar estaban llenos de habitaciones libres. Firmó en el registro con el nombre que le habían dicho que usara, William P. Johnson, y aunque ni su aspecto ni su habla eran los de un «Johnson» y no tenía ninguna tarjeta de crédito para confirmar su nombre, la soñolienta mujer en el mostrador le pidió únicamente que pagara por anticipado, en efectivo.

En la habitación, se sentó en el borde de la cama, mirando furioso a su alrededor. ¡Vaya cuchitril! El vestíbulo había sido casi pretencioso, pero aquella habitación era parecida a la celda de una cárcel, una jaula mínima de paredes blancas. El cuarto de baño tenía un dispensador de jabón líquido, como en los lavabos públicos…, ¡una gran distancia con la suite en el Ilikai! Pero aquí no podía divertirse con ningún apuesto joven, así que, ¿qué importaba?

Eran las tres antes de que sonara el teléfono, y las instrucciones que le llegaron eran simples. Tenía que salir por la entrada lateral. Caminar diez metros hasta la esquina. Pedir una taza de café, sentarse, aguardar.

Y en eso transcurrió casi otra hora. Bor comprendía las razones. Quienquiera que fuese el que estaba tirando de sus hilos, estaba siendo muy cauteloso a cada paso que daba para ver que no estaba siendo seguido, que de hecho no había hecho aquella llamada telefónica a Seguridad, que las tropas de asalto de la Inteligencia Naval no iban a saltar sobre él o ella tan pronto se hubiera establecido el contacto. Deseó que ése fuera el caso. Ahora que ya era demasiado tarde, decidió que debía haber hecho la llamada pidiendo ayuda. De todos modos, era muy improbable que hubiera podido llegar a tiempo, aunque había habido momentos, en el taxi, en que creyó que estaba siendo seguido. Inspeccionó a los demás clientes del Sam's All-Nite. ¿Eran algunos de ellos de la KGB? ¿De la CÍA? ¿Del FBI? ¿Y cómo podía decirlo, cuando no eran tan obsequiosos como para llevar brazaletes identificadores? Ocupó un lugar detrás de dos fornidos jóvenes, que se murmuraban entre sí en un idioma que no le era familiar o en aquella jerga que era la versión de las Islas del inglés y que era igualmente indescifrable para alguien que había aprendido su inglés en el politécnico de Tbilisi. El Sam's All-Nite Drive-Inn no era mucho más que un aparcamiento en una esquina, con una estructura de comida rápida en un rincón, unas cuantas mesas y bancos de madera en otro, y un menú que agrió aún más su humor. Sus placeres lo habían dejado un poco quisquilloso. Hubiera recibido con agrado una rodaja de papaya fresca, o quizá algo de esos huevos revueltos americanos con patatas fritas que sonaban tan horribles pero que en realidad eran completamente comestibles a las tres y media de la madrugada. Pero no aquí. Tacos. Hamburguesas. La «Especialidad de la casa» resultó ser pollo frito con un batido. Corrió el riesgo de una combinación de ternera al curry. Perdió. Cuando se sentó para abrir el contenedor de espuma de plástico, encontró dentro un grasiento estofado con dos cucharadas de arroz frío.

El café era igual de malo, ácido y espeso. Lo bebió de todos modos, para ahogar su sueño. Media hora más tarde, cuando los pocos que se sentaban a su alrededor se habían ido ya y habían sido reemplazados por otros, y seguía sin haber ningún signo de más instrucciones o un encuentro, dejó caer el contenedor con el curry sin tocar en un cubo de la basura y fue en busca de otra taza de café.

Era peor que el primero. ¿Qué había hecho de malo para ir a parar a aquel lugar?

Realmente, pensó, ¿qué alternativas había tenido? Toda su vida le había sido arrebatada de las manos desde su nacimiento. Apenas tenía dos años cuando su tío, el comandante de división, fue fusilado en las purgas de Tujaxchevski, diez cuando su primo, el capitán de tropas paracaidistas, fue fusilado por pasarse al ejército de Vlasov que luchaba al lado de los alemanes. Entre aquellos dos acontecimientos, todo lo que recordaba era guerra. A los siete años recibió entrenamiento de partisano. ¡Entrenamiento de partisano! ¡Para un muchacho que a veces aún se orinaba en la cama! Le fue ordenado que, en el caso de una victoria alemana en Georgia, se dirigiera a las montañas en torno a Tbilisi, y desde allí emboscara, hiciera incursiones, espiara, ¡matara! Para el Bor que tenía ahora más de cincuenta años todo aquello le parecía una horrible fantasía, pero por aquel entonces era simplemente horrible. No había fantasía en el mapa que mostraba a la Georgia soviética clavada entre dos mares, uno ya un lago alemán, con los turcos luchando contra los cuales había muerto su abuelo al sur, y los nazis al norte rodeando ya Stalingrado.

Pero Bor se había distinguido como un guerrillero infantil en el entrenamiento, y por fortuna los nazis nunca habían llegado hasta tan lejos. Así que sus familiares fueron rehabilitados. Se le dio la oportunidad de acudir a las escuelas preferidas, aquellas que conducían a las carreras. No carreras militares; el pequeño Arkadi tenía más buen sentido que eso, con el ejemplo de sus familiares ante él. Y cuando, como un boquiabierto quinceañero, desfiló delante del propio Gran Guía, él y otros veinte compañeros, para recibir condecoraciones por su firme activismo político y sus espléndidos logros escolares, fue Arkadi Bor quien recibió la palmada personal de Stalin en la cabeza. ¿Porque era un compañero georgiano? ¿Porque era muy pequeño para su edad, y Stalin prefería a la gente más baja que él? No importaba. La cabeza que la propia mano del Mariscal había tocado era sagrada para sus maestros y compañeros estudiantes, y Bor no tuvo problemas en graduarse el primero de su clase.

Por supuesto, le esperaban tiempos difíciles…, después de aquel maldito discurso «secreto» de Jruschov denunciando el stalinismo, y especialmente, mucho después, cuando el ayudante de laboratorio amenazó con contar lo que él y Bor habían hecho todas aquellas noches cuando los demás se habían ido… Bor estaba sudando en el impermeable que aquella mañana le había parecido demasiado ligero, y despertó para darse cuenta de que se había permitido adormilarse.

El Toyota que estaba aparcado junto al bordillo llevaba allí mucho tiempo. Se levantó, mirando hacia él.

La puerta del lado del conductor se abrió. La mujer que salió le resultó vagamente familiar a Bor; ¿la había visto en alguna otra parte antes, quizá? Alta, de piel oscura, con una nariz en forma de pico…, ¡por supuesto! ¡Hubiera debido llevar un traje de tarde rojo! Era la que el oficial de Seguridad le había descrito.

—Bien, Arkadi Semiavitch —dijo sonriendo, en un georgiano fluente—, ya has tenido bastante tiempo para ti mismo, ¿no crees?

Se dejó caer en el banco.

Durante toda su vida adulta no había dejado de preguntarse qué se debía sentir al oír la llamada de medianoche en la puerta, o sentir la mano en el hombro cuando abandonabas tu trabajo. Se había preguntado cómo era posible que el padre de su compañero de escuela, el director de la fábrica donde él había trabajado de joven, el centenar de otros que habían sido detenidos por la KGB —vecinos, padres de amigos, conocidos de la escuela o el trabajo—, cómo cada uno de ellos se había dejado llevar sin resistirse hacia lo que seguramente sabían que era su segura destrucción. Ahora lo supo. No podía ni alzar un dedo. Vio que la mujer llevaba una bolsa de costado, y que tenía un paraguas, meticulosamente doblado, apuntado directamente hacia él, como un arma. Sabía lo que podían ser aquellos paraguas. Pero no era el miedo a que le dispararan allí mismo lo que lo mantenía inmovilizado. Era casi como una anestesia. Ninguno de los músculos de su cuerpo deseaba moverse. Una camioneta psicodélica hizo chirriar los neumáticos y se detuvo bruscamente en una zona de no aparcamiento del lugar; salieron dos enormes muchachos, que se pusieron a bromear con la chica del mostrador. Bor los contempló envidiosamente; qué maravilloso debía ser no tener nada en tu mente excepto joder de tanto en tanto, y quizá robar dinero para conseguir algo de droga.

—Háblame, zek —ordenó la mujer.

—¡Yo nunca he sido un zek! —protestó.

—No, nunca fuiste tan elevado como eso —admitió ella—. Te metiste en dificultades a causa de tus desagradables prácticas sexuales, ¿no es así, Arkadi Semiavitch? ¿Y no sigues con ellas? —Agitó la cabeza, e hizo una seña a Bor para que se levantara. Lo acompañó hasta el mostrador, pidió una bebida no alcohólica para ella y una taza de café para Bor—. Ahora —dijo—, sentémonos y charlemos un poco, amigo.

—¡No soy su amigo!

—Oh, pero lo serás, Arkadi Semiavitch. La lógica de la situación lo exige. —Dio un sorbo a su vaso de papel, hizo una mueca, pescó el medio derretido cubito de hielo y lo arrojó al asfalto—. Por supuesto —dijo—, esos pederastas amigos tuyos no tienen lealtad. Nos telefonearon tan pronto como te vieron. Quizá también telefonearon a otros, ¿quién sabe?

—¡No lo hicieron! —protestó, pero su estómago era de otra opinión. El asqueroso y denso café era como plomo en él.

—Para los que son como tú —dijo ella seriamente—, no hay amigos en ninguna parte. Ni siquiera los americanos disfrutan con una basura como tú, Bor. Tus registros de hospitalización aún están disponibles. Pueden caer muy fácilmente en manos de la CÍA.

—¡Eso sería un acto sin sentido! —protestó.

—¡Por supuesto que no! Y por supuesto, sería muy malo para ti. Así que tengo una solución mejor. Ayudarás a tu madre patria, como se te requiere que hagas. ¿Crees que por el hecho de haber viajado unos cuantos miles de kilómetros ya no eres responsable ante el estado?

—¡Pero si espío para ustedes ellos me fusilarán!

Ella se encogió de hombros y dio otro sorbo a su 7-Up.

—Y si tu retorcida vida llega a su fin, ¿no será eso una bendición? Pero esto no ocurrirá. El estado tiene compasión hacia los que son como tú. No se te pedirá que te pongas en peligro. Ellos no te fusilarán. Simplemente me proporcionarás información. —Tendió un brazo y palmeó su mano—. Qué nervioso estás, Arkadi Semiavitch. ¿Quizá preferirías una inyección de haloperidol, para aliviar tus tensiones?

—¡No! ¿Qué es lo que quiere de mí? —croó.

—¿Yo? Yo no quiero nada. Es tu país el que quiere algo de ti, Arkadi Semiavitch. Y él sólo un poco. —Miró su reloj—. Dentro de unos momentos iremos a un lugar donde podremos hablar tranquilamente y sin que nos molesten. Hablaremos, tú y yo y algunas otras personas que están interesadas en ese Vulcano. Nada más. Sólo una charla entre amigos, y luego te llevaremos de vuelta al aeropuerto para que puedas coger tu avión a Hilo y aquí no ha pasado nada, ¿eh? —Hizo una pausa y le miró divertida, ¿o era despectiva?—. Veo que no me preguntas cómo se encuentra tu hija —comentó.

Él se encogió de hombros y evitó sus ojos. Había sido un día muy largo, lleno de acontecimientos agotadores, y se sentía físicamente exhausto. ¡Qué mal habían ido las cosas, para conducirle hasta aquel agujero infecto, con aquellos gamberros a su lado gritando y bromeando con la chica del mostrador y su vida en peligro!

—Oh —dijo la mujer, asintiendo—, un hombre como tú no puede sentirse preocupado por una sola vida, por supuesto. Comprendo. No cuando tiene en mente cosas tan grandes como la destrucción del país natal de la clase obrera, quizá de todo el mundo. ¡Qué vergüenza, Bor!

Se sintió espoleado por la estúpida incapacidad de comprender de la mujer.

—¡No, no! ¡Es exactamente lo opuesto! ¿No ve que lo que hacemos puede salvar el mundo? La guerra nuclear es algo obsoleto. El invierno nuclear matará a todo el mundo. Si tan sólo estallan unos cuantos misiles en…

—¡En consecuencia, has encontrado un sistema mejor! Para ello solo necesitas una bomba, y puedes matar a todo el mundo. ¡Mis felicitaciones, Bor!

—¡No! Nadie resultará muerto por Vulcano. Son los cereales los que serán destruidos. Las cosechas las que se verán arruinadas. Ni siquiera las ciudades, ni siquiera las fábricas o las bases de misiles.

La mirada de la mujer era puro desprecio ahora, quizá con algo de miedo.

—Y cuando fallen las cosechas, ¿no se morirá de hambre el pueblo soviético?

—¡Sólo si él insiste en ello! Hay enormes graneros en los Estados Unidos, Australia, Latinoamérica…, comida suficiente para todo el mundo durante un año. Por supuesto, deberán producirse algunos ajustes. No más derroche de grano para alimentar a los animales a fin de que los animales puedan ser consumidos; es un desperdicio demasiado grande. Durante uno o dos años, todo el mundo tendrá que comer pan en vez de bistecs, pero, ¿es eso tan horrible?

—¿Oh? ¿Y cómo obtendrá este grano nuestro pueblo soviético? ¿Simplemente les dirá a los americanos: «Oh, sí, ya habéis demostrado lo que queríais; vemos que vais en serio, así que alimentadnos, por favor»?

—Bien, por supuesto, siempre ha de haber algo a cambio —murmuró Bor.

—¿Qué? Habla, Bor. ¿Qué habrá a cambio?

Se encogió de nuevo de hombros, más malhumorado que nunca. La mujer simplemente se negaba a comprender. ¡Resultaba mucho más fácil explicar aquellas cosas a un equipo del Pentágono o a un comité del Congreso! ¡A gente que no te apuntaba con sus armas! En una habitación bien iluminada, con aire acondicionado y sillones de piel, en vez de en aquel grasiento y deprimente agujero.

—Acuerdos diplomáticos —dijo—. Acuerdos de desarme. Firma de tratados. Quizá cambios en la disposición de las tropas soviéticas en algunos lugares…

—¿Lugares como Afganistán y Polonia y Checoslovaquia, quizá? ¿Y el desarme todo de un lado, para que los americanos puedan conservar sus misiles de crucero y sus MX? ¡Oh, Bor! ¡Tú quieres decir que la Unión Soviética deberá rendirse!

—¿Y por qué no? —llameó—. ¿Por qué no rendirse a la libertad?

Ella se echó a reír, una risa que era casi una tos metálica.

—Tu precio es la libertad, por supuesto —dijo cruelmente—. Como la libertad de realizar tus grotescos actos sexuales en la boca o en el ano de otros hombres…, ¿o prefieres la parte de la mujer, Bor? ¿Son ellos quienes te hacen esas cosas a ti? ¡Me asqueas, Bor! ¡Sube al coche, ahora! —Hizo un gesto con su paraguas, luego lo empujó con la punta.

Sumiso, Bor se levantó. Había sido derrotado en todos los frentes.

Y sin embargo…

Y sin embargo, maquinó, algo podía recuperarse de todo aquello. Supongamos que hiciera todo lo que deseaban de él. Si era hábil y cauteloso, los americanos nunca necesitarían saberlo, y él insistiría en la cautela. Quizá pudiera insistir incluso en otras cosas, pensó, caminando sin verla junto a la camioneta psicodélica en su camino al Toyota de la mujer. ¿Dinero? ¿Por qué no? Ciertamente, para tenerle contento, los fondos secretos de la KGB podían permitirse gastar unos cuantos miles de dólares cada mes, que fueran a una cuenta bancaria quizás en Suiza…, y, oh sí, algunas garantías inquebrantables acerca del bienestar de su hija…

Se sorprendió cuando oyó un grito ahogado de la mujer a sus espaldas.

Se volvió, y lo que vio lo dejó alucinado. Los gamberros junto al mostrador habían interrumpido su charla con la muchacha y avanzaban hacia ellos. La portezuela de la camioneta se había abierto y un hombre robusto había salido de ella; había golpeado salvajemente a la mujer de la KGB en la nuca con lo que parecía ser un bate de béisbol. Y luego todo ocurrió en un parpadeo. El hombre robusto agarró a la mujer por los hombros y la arrastró al interior de la camioneta; la pareja del mostrador sujetó a Bor cada uno por un brazo y se sintió empujado tras ella. Antes de que hubiera podido darse cuenta de lo ocurrido estaba dentro, y la portezuela se cerró a sus espaldas.

Dentro de la camioneta había un par de colchonetas y un banco de madera fijado a lo largo de un lado. Los dos hombres ocuparon el banco, la mujer inconsciente fue arrojada sobre una de las colchonetas. El tercer hombre pasó al asiento del conductor y puso en marcha la camioneta. Bor fue dejado torpemente arrodillado en la otra colchoneta, y estuvo a punto de caer cuando la camioneta aceleró para salir del aparcamiento del Sam's All-Nite Drive-Inn.

Mientras la camioneta hacía chirriar los neumáticos al doblar las esquinas, luego subiendo una rampa, Bor intentó sujetarse y miró a su alrededor. La camioneta no tenía ventanillas a los lados, pero no estaba totalmente a oscuras. Entraba suficiente luz de la calle a través del compartimiento del conductor como para que Bor pudiera ver a los dos hombres que estaban con él. Eran robustos, de piel bronceada y aspecto oriental. Uno sujetaba todavía el bate de béisbol; el otro estaba examinando con curiosidad el mortífero paraguas de la mujer de la KGB. No parecían prestar atención a Bor.

De la sartén al fuego. Bor se dio cuenta desmayadamente que la persona que había telefoneado a la KGB respecto a él había llamado también a alguien más, y que estos hombres sólo podían ser los terroristas de los que hablaban todos los periódicos.

Intentó mantener la serenidad. Cuando consiguió controlar la respiración, preguntó:

—¿Son ustedes del Maui MauMau?

El hombre con el bate de béisbol se echó a reír.

—Del Kamehameha Korps, cerdo haole —corrigió.

Bor desechó la diferencia con un gesto de la mano.

—En cualquier caso, tienen que escucharme. ¡Esta mujer es una agente de la KGB! Debo darles las gracias por salvarme de ella.

—Cállate —dijo suavemente el hombre.

—¡Pero de veras! Les prometo que serán bien recompensados por esto; lo único que tienen que hacer es llevarme en seguida a un teléfono para que pueda llamar a un oficial de Seguridad.

El hombre no habló de nuevo. Se limitó a sonreír y alzó el bate, burlonamente amenazador. Bor suspiró y cerró los ojos. Ocurriría lo que tuviera que ocurrir, y él ya no tenía control sobre nada.

Era extraño, sin embargo, que el hombre hubiera sonreído.

Bor no comprendió aquella sonrisa hasta que, media hora más tarde, la camioneta frenó su marcha y se detuvo. Hubo una conversación murmurada entre el conductor y alguien de fuera.

La mujer de la KGB, roncando estertorosamente, había rodado hasta quedar junto a Bor. Éste se apartó frenéticamente de ella, inclinándose hacia delante para ver todo lo posible, tanto como el hombre con el bate de béisbol le dejara moverse. Pudo ver muy poco, y sólo por un momento; pero lo que vio fue sorprendente.

El hombre con quien hablaba el conductor estaba en alguna especie de garita, examinando un papel que el conductor le había entregado; y llevaba el casco blanco de la Policía Militar.

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