Terror

Terror


Capitulo 17

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David durmió muy mal…, se levantó media docena de veces por la noche para llamar a la jefatura de policía y preguntar si había alguna noticia de Rachel Chindler, y cada vez obtuvo la misma respuesta. Empezaba a clarear cuando al fin se durmió…, y la alarma del despertador sonó a las siete. Así que cuando sonó el timbre de la puerta, unos minutos más tarde, iba aún en bata y sostenía en la mano una taza con una cucharada de café instantáneo en el fondo.

Era la joven sargento de la policía, Nancy Chee.

—¿La han encontrado?

Chee agitó negativamente la cabeza, con pesar.

—Hay algo que nos puede conducir hasta su secuestro, sin embargo. ¿Conoce usted a una joven llamada Alicia Patterson?

Les llegó un sonido murmurante hecho de zumbidos y hums desde una de las puertas del comedor y entró Kushi, mayestática en un muumuu del tamaño de un globo de aire caliente.

—Por supuesto que la conocemos. Es la chica de nuestro chico más pequeño. Dame la taza, David. —Le echó agua de la tetera que llevaba en la mano mientras escuchaba a la sargento de la policía.

—Alicia Patterson fue arrestada ayer por intentar robar un coche.

—Lamento oír eso —dijo David, sorprendido—. ¿Está usted segura del caso?

—Oh, sí, doctor Yanami. Le hizo el puente a un Toyota en el aparcamiento de la Hertz del aeropuerto. Hizo un buen trabajo saltándose la llave del contacto, pero debía estar nerviosa. Sea como sea, chocó contra una camioneta de correos al salir a la carretera e intentó huir en el Toyota. Un coche de la policía lo vio todo. —Dudó—. El asunto es —le dijo a David— que ella y su sobrino, Albert, se hallan en nuestros archivos como nacionalistas hawaianos.

—No hay ninguna ley contra eso —dijo instintivamente David, y luego se encogió de hombros—. Disculpe. Es un reflejo. ¿Está sugiriendo usted que Lono está implicado en el secuestro?

—Eso es lo que he venido a preguntarle, doctor Yanami. Patterson dice que sólo quería dar una vuelta con el coche, pero eso no parece muy lógico. No hay nada en su personalidad que sugiera que puede hacer algo así.

—No —admitió David—. Es una chica encantadora. Seria.

—Y falta otro vehículo cerca de Waimea. Una camioneta agrícola. Concuerda con la descripción de una camioneta que fue vista en el aparcamiento de la universidad.

David estaba desconcertado.

—¿Cree que Alicia robó ambos coches?

—No… Podría haberlo hecho, supongo, pero no creemos que haya sido ella quien haya secuestrado a la señora Chindler. Fue arrestada más o menos a la misma hora del secuestro, y la señora Chindler no estaba con ella. Una suposición mejor es que el secuestrador se llevó a la señora Chindler con la camioneta, y luego abandonó el vehículo en alguna parte para tomar otro coche. Se supone que Patterson debía proporcionarle ese otro coche, pero fue arrestada. Por supuesto, hemos difundido alertas sobre la camioneta puesto que tenemos la descripción del aparcamiento de la universidad, pero hasta ahora no hay ninguna señal de ella. Parece probable que o bien hay un tercer grupo que ha proporcionado otro coche, o bien la señora Chindler y su secuestrador, o secuestradores, se hallan aún en la camioneta en alguna parte. Si es lo segundo, no van a poder ir muy lejos en ella.

—Y en cualquiera de los dos casos —dijo lentamente David—, usted cree que mi sobrino forma parte del secuestro. Y del robo de la camioneta también, supongo.

—Lo estamos investigando todo —se disculpó Chee—. Una cosa sí es segura, quienquiera que fuera el que secuestró a la señora Chindler, sabía dónde encontrarla. ¿Quién podía saber eso?

—Bien…, yo lo sabía, por supuesto. Frank, y su secretario. Usted también lo sabía… —Frunció el ceño—. Oh, y se lo dije al oficial de servicio en Lyman, creo. No, sé que lo hice, y a su secretaria también. Deseaba que aceleraran las cosas para que pudiera volver lo antes posible a la oficina de Frank y recoger a Rachel.

La sargento suspiró.

—Y cualquiera de ellos pudo habérselo dicho a cualquier otra persona. Bien, al menos no puso un anuncio en el periódico.

—No tenía ninguna razón para pensar que ninguno de ellos lo divulgara —dijo David, quisquilloso.

—Por supuesto que no. ¿A alguien más?

—No, creo que no —dijo David, pensativo—. Realmente no vi a nadie más.

—Me viste a mí, David —dijo su abuela, atacando el tabaco en su pipa. David la miró, alarmado. La sargento dijo rápidamente:

—¿Pero usted no se lo mencionó a nadie?

—Lo hice —dijo Kushi pesadamente—. Llamó Lono. Hablamos durante largo rato, muy amistosamente…, hacía mucho tiempo que no hablaba así con Lono. Le dije dónde estaba la wahine.

Mientras Nancy Chee iba a telefonear a la jefatura de policía, David permaneció sentado en silencio, mirando a su abuela. Ella se quitó la pipa de la boca y le devolvió la mirada.

—De acuerdo, David —hum—, tienes razón. Cometí un tremendo error.

—¡No me dijiste nada!

—¿Qué tenía que decirte? —murmuró Kushi—. Ayer por la noche intenté llamar a Lono, no respondió. De acuerdo, quizá había salido con la chica, pensé. Esta mañana llamé de nuevo, ninguna respuesta tampoco. Iba a decírtelo de todos modos. Pero entonces llegó la chica policía.

—Debiste decirme que él lo sabía.

—Tienes razón, David —dijo ella gravemente—. Pero es mi biznieto.

David miró a su abuela. ¿Lono? ¿El brillante muchachito que apenas ayer se sentía encantado con los medios dólares de Eisenhower y las monedas de Susan B. Anthony? Para el muchacho, tomar posición filosófica contra la destrucción europea de las islas era una cosa…, lo cual no era malo, porque en el fondo David compartía el resentimiento. El resentimiento filosófico. ¿Pero unirse a los terroristas? ¿Quizá ser uno de la pandilla de secuestradores que habían asesinado metódicamente a veintitantas personas?

—No quiero creerlo —dijo.

Su abuela musitó su simpatía —hummm— por unos instantes.

—Demasiado huhu —admitió al fin. Luego— ¡Tú, David! ¿Qué hacemos con el chico? —Se volvió hacia la puerta, donde los ligeros pasos de Nancy Chee anunciaban su regreso—. ¿Qué dice usted, sargento Nancy? ¿También lo cree así?

La mujer policía se detuvo para desentrañar el sentido de las palabras de Kushi.

—¿Acerca del chico? ¿Oh, se refiere usted al hijo de la señora Chindler?

—El chico de Rachel —hum—, sí. Se llama Stephen. Tendría que venir aquí.

Nancy Chee miró a David, que desvió la vista sin comprometerse.

—Bueno, no sé —dijo la mujer—. Ignoro si hay fondos para algo así, o si el capitán lo aprobaría.

—Puede arreglarlo fácilmente —dijo Kushi con tranquilidad—. Para usted es fácil. Traiga al chico aquí, puede quedarse en esta casa hasta que encontremos a mamá.

—De veras, no sé… —empezó a decir Chee, pero Kushi sacudió su enorme cabeza.

—Sí lo sabe, sargento Nancy —observó—. Sé que el chico —hum— no sabe las malas noticias acerca de mamá. Cuando las oiga, ¿cuánto huhu? ¡No! Llámele, dígaselo. Luego traiga al chico aquí. ¡Arréglelo!

La mujer policía se lo pensó durante unos instantes, luego asintió a regañadientes, suspiró y volvió al teléfono. David se dirigió a la ventana y miró fuera. Había estado lloviendo de forma intermitente. Se preguntó si Rachel y su sobrino habrían estado a cubierto o no, mientras se frotaba ausentemente la barbilla. De una forma irrelevante, dijo por encima del hombro:

—Creo que me voy a afeitar la barba.

Kushi rió quedamente.

—¡Buena idea! Si te la afeitas parecerás —hum— más joven. —David se volvió para ver a qué sonreía su abuela; pero en realidad no necesitaba adivinarlo. Todo era una cadena, afeitarse la barba blanca, parecer más joven…, lo bastante joven como para que aquella mujer de cuarenta y tres años no pensara en su padre cuando le mirara— Está bien David —le riñó su abuela, sorprendentemente gentil—. No hay ninguna razón por la que no deba gustarte esa Rachel. Conoce también a su muchacho.

—¿Su hijo?

—David, estoy segura de que, si conoces a su hijo, descubrirás que congeniáis muy bien. Aféitate también la barba, ve lo que pasa.

—¡Kushi, ella se encuentra en un problema tremendo!

Su abuela asintió.

—Pero no podemos hacer nada al respecto por ahora, David —afirmó. Musitó para sí misma por unos instantes, luego dijo—. Vete con la sargento Nancy, busca a Lono, ¿quieres?

David vaciló.

—Si realmente es uno de los terroristas…

—Entonces quizá las cosas estén mal, sí, David. Incluso terriblemente mal. Así que ve; quizá puedas hablar con él.

Pero, antes de que David pudiera contestar, Nancy Chee estaba de vuelta en la habitación.

—Intentarán conseguir que Stephen Chindler vuele hasta aquí —dijo—, pero hay algo más desde que llamé la última vez. Doctor Yanami, quieren que vayamos al parque. Han encontrado algo allí que desean que usted identifique para ellos.

El tubo de lava era una importante atracción turística debido a su forma y su historia. Cuando la lava fluyó colina abajo, era un río de movimiento lento, como chocolate deshecho resbalando por el costado de una lata. Mientras se enfriaba, las partes exteriores del flujo se fueron endureciendo. Al principio fue sobre la superficie de la montaña, por supuesto, pero luego el flujo de lava la cubrió; luego la erosión abrió uno de sus extremos, y lo dejó al descubierto para los seres humanos.

Más que a cualquier otra cosa se parecía a una corta sección de un túnel que fuera de ninguna parte a ninguna parte. El Servicio del parque había echado arcilla y arena dentro del tubo para formar un suelo nivelado, pero la forma de la vieja tubería de lava subsistía. Estaba iluminado. Era incluso espacioso, de varios metros de diámetro, avanzando unos ciento veinte a ciento cincuenta metros por debajo del suelo. Aunque David lo había visto docenas de veces, escoltando a unos niños o a unos visitantes de fuera de la isla, se estremeció ante la visión de lo que debía ser con las luces apagadas, si se veían atrapados con todo aquel peso de tierra sobre sus cabezas. En el exterior del tubo, un autobús lleno de turistas, mantenidos alejados por una serie de letreros y una pareja de policías uniformados, era un nido de murmullos y comentarios. La policía dejó pasar a David y a la sargento. A medio camino del tubo, exactamente en el centro, había un grupo de policías, uniformados y de civil; y cuando se acercaron, uno de ellos alzó una sandalia de mujer, de paja roja trenzada.

—¿Pueden identificar ustedes esto? —preguntó.

La sargento Chee miró primero al hombre que sujetaba en alto la sandalia —sin reconocerle—, luego a su capitán Fielding. No fue hasta que Fielding asintió con la cabeza que dijo:

—Creo que sí, señor. Rachel Chindler llevaba un calzado así ayer por la mañana.

David rebuscó en su memoria.

—Creo que sí —dijo, dubitativo—. No soy muy bueno identificando la forma en que van vestidas las mujeres.

—Creo que eso establece el hecho —dijo el capitán Fielding—. Uno de los vigilantes del parque encontró la zapatilla. Iba a echarla a la basura, no es infrecuente encontrar zapatos aquí por la mañana, sin mencionar algún sujetador ocasional, pero dentro de ella estaba el billete de regreso de las United Air Lines de la señora Chindler. El billete podía haber sido robado, pero nadie hubiera robado una zapatilla…, así que cabe suponer que ella estuvo aquí. Dé la descripción del coche por la radio —ordenó, y un patrullero asintió y se encaminó hacia la salida del tubo—. Creo que pasaron aquí la noche para resguardarse de la lluvia. Luego, antes del amanecer, robaron un coche en la Casa del Volcán. Si conducen de nuevo ese coche, los atraparemos.

David frunció el ceño, sin comprender.

—¿Por qué se refiere usted a «ellos»?

El capitán Fielding dudó, luego dijo:

—No sabemos exactamente qué papel juega la señora Chindler en esto. Admito que pudo subir en un vehículo desconocido en el aparcamiento sin discutir, especialmente si el conductor era realmente su sobrino, al que había conocido socialmente. Incluso admito que él pudo amenazarla con un arma y hacer que permaneciera a su lado durante un largo período de tiempo…, pero no tanto. Ya hace casi veinticuatro horas desde que fue secuestrada. El coche fue robado a no más de seis metros del hotel. Hubiera podido gritar pidiendo ayuda. No lo hizo. En algún momento en las últimas veinticuatro horas, en la oscuridad, aquí arriba en el parque, pudo tener fácilmente oportunidad de escapar, con bastantes posibilidades de librarse de su captor. No lo hizo. Y luego está el asunto de Kanaloa. Creo que ella le reconoció, doctor Yanami. Pero lo negó.

—Esto es una locura —hirvió David, pero cuando el capitán de la policía abría la boca para responder, el hombre de civil le interrumpió:

—Esperen un momento. Antes de que vaya usted más lejos, Fielding, tenemos algunas preguntas que formularle al doctor Yanami.

—Yo también, Murchison —dijo el capitán.

—Oh, puede hacerlas. Pero nosotros vamos primero. No aquí. Quiero que venga a nuestras oficinas y…

—En absoluto. Puede interrogarle perfectamente aquí.

—No. —Murchison frunció los labios, luego dijo, con un evidente esfuerzo por mostrarse amable—. En mi coche, a fin de poder grabar sus respuestas.

—¿Luego nos permitirá que nos lo llevemos?

Murchison se encogió de hombros.

—Eso depende, y usted lo sabe. Si no hay ninguna acusación en concreto, sí.

¡Ninguna acusación en concreto! En todos los sesenta y tantos años de la vida de David Kane Yanami, nunca se había visto enfrentado a la posibilidad de una acusación concreta contra él. No se utilizan esas palabras para las infracciones de tráfico. Y las infracciones de tráfico no son investigadas por el FBI. Cuando David examinó la tarjeta plastificada y vio, al lado de la fotografía en color del señor Murchison, las palabras Federal Bureau of Investigation, la perplejidad estalló en palabras.

—¿Me está acusando usted de secuestro?

—Espere un momento —dijo Murchison, atareado con su maletín. Extrajo una grabadora, comprobó metódicamente la cassette, la puso en marcha y dijo— Soy William F. Murchison, interrogando a David K. Yanami el tres de enero a las —miró su muñeca— nueve y veinte A.M. Doctor Yanami, ¿puede decirme dónde estaba usted el veintitrés de octubre pasado?

Fue bastante fácil para David responder a las preguntas del hombre del FBI. ¿Dónde había estado? Bebiendo café en el restaurante del aeropuerto Lyman. ¿Qué estaba haciendo allí? Acababa de dejar a la señora Rachel Chindler en el avión a Maui. ¿Por qué lo había hecho? Porque él había aceptado formar parte del comité de selección de una nueva bibliotecaria jefe para la universidad, y la señora Chindler había mostrado su interés por el trabajo. ¿Era posible que él estuviera implicado en el secuestro? ¡Por supuesto que no!… Pero esa última pregunta no fue formulada, y sin embargo la certeza de que estaba en la mente del hombre del FBI hizo que el pulso de David se acelerara. ¡Resultaba increíble que le estuvieran haciendo aquellas preguntas!

Se agitó nervioso en el estrecho asiento del Honda, demasiado pequeño para un hombre de su estatura. Murchison hizo una pausa y, en silencio para no confundir la grabación, señaló la ventana. Estaba una rendija abierta, y la manga derecha de David tenía una franja de humedad de la lluvia que entraba por ella…, ¡ni siquiera se había dado cuenta de que estaba lloviendo! Luego se inició la siguiente serie de preguntas, y fueron aún más inquietantes: ¿Cuál era su propósito cuando sobrevoló el grupo de barcos de Vulcano? Pero ya había respondido a aquello, exhaustiva y repetidamente, a la AAC, sólo lo había hecho para mostrárselo a la señora Chindler. Luego una descripción de la mujer que le había pasado una nota en el vestíbulo del hotel para su «esposo». Pero también había respondido a eso un cierto número de veces. ¿La había visto alguna vez antes? No. ¿La había vuelto a ver desde entonces? No. ¿Sabía lo que contenía el mensaje? No, estaba en algún idioma extranjero. ¡Ah! ¿Por qué lo había abierto? Maldita sea, él no lo había «abierto», simplemente estaba doblado en dos, y podía verse parte de lo que había escrito en él…, ¿y qué demonios tenían que ver aquellas cosas unas con otras, además?

Por supuesto, el hombre del FBI no respondió a aquello.

—Gracias, doctor Yanami —dijo formalmente, apagando la grabadora—. Eso es todo por ahora. Si vuelve usted al tubo de lava, estoy seguro de que la policía de Hilo lo llevará de vuelta a casa. —Y David Yanami, lleno de amargos pensamientos, se apresuró bajo la persistente lluvia hasta donde la sargento Chee estaba sentada en su coche, aguardándole.

La joven parecía tensa y cansada. Pensando en ello, David no se sorprendió. Aparte sus tareas regulares, y aparte cualquier implicación personal que sintiera hacia la víctima secuestrada, la sargento Chee había estado cumpliendo con sus turnos establecidos y dedicando una gran cantidad de su tiempo libre a intentar evitar lo que finalmente le había ocurrido a Rachel Chindler. No debía haber dormido mucho. No se mostró muy conversadora.

—Será mejor que le llevemos a su casa, doctor Yanami —dijo—. Pillará un resfriado con estas ropas mojadas. —Y no volvió a hablar hasta que giraron hacia la pequeña casa en Volcano, aunque debía saber que allí, aguardándoles en el lanai, estaba el capitán Fielding. Al otro lado de la ventana panorámica estaba Kushi, haciendo plácidamente un solitario, y sólo alzó la vista para indicar con un gesto a su nieto que entrara a cambiarse de ropa.

Cuando estuvo seco de nuevo la lluvia había cesado, el sol brillaba en el cielo, y todo el mundo estaba aguardándole. Incluso Kushi había dejado a un lado sus cartas y se había reunido con los demás en el lanai, con la cafetera que acababa de hacer.

Lo que David deseaba, movido por su indignación, era saber adonde conducían las preguntas del hombre del FBI. Lo que deseaba el capitán Fielding, movido por su obediencia a unas órdenes que implicaban a la seguridad nacional, era no decirle a David nada, sino simplemente descubrir lo que le había preguntado el hombre del FBI.

—Lo siento —dijo secamente—, pero no puedo hacer ningún comentario sobre una investigación del FBI en curso.

—¿Una investigación sobre ? —jadeó David, y Kushi musitó suavemente—. ¿Cree que tuve algo que ver con el secuestro de la señora Chindler?

—No —dijo obstinadamente el capitán—. No lo creo. No hay nada en sus antecedentes que lo sugiera.

—¿Han estado investigando ustedes mis antecedentes?

—Doctor Yanami, por supuesto que hemos investigado sus antecedentes. Están en los registros públicos. No hay nada que sugiera ninguna complicidad por su parte en ninguna actividad ilegal…, si no tenemos en cuenta el hecho de comprar alguna cantidad ocasional de marihuana para su abuela.

—Bueno, escuchen…

—No, doctor Yanami, escuche usted. No estamos intentando acusarle de nada. Pero ésta es una investigación importante. El secuestro es un crimen federal. Tanto el de un avión como el de una persona.

—¿Pero qué tiene que ver con todo esto esa mujer y su nota?

El capitán crispó la mandíbula.

—Si conociera la respuesta a eso, probablemente no podría decírsela tampoco. Quizá nada. Quizá el señor Murchison sepa algo que yo no sé.

—¿Y mi vuelo sobre Vulcano?

—¡La misma respuesta! Ésa es una zona delicada, todo el mundo lo sabe. Si ellos conocen por qué, no me lo han dicho.

Nancy Chee apoyó una mano en el brazo de David.

—Por favor, doctor Yanami —dijo. Él la miró hoscamente—. Nuestro principal interés reside en la señora Chindler. Parece que su sobrino está implicado en el asunto, así que necesitamos de usted toda la información que pueda darnos acerca de él y las personas con él relacionadas.

Así que durante los siguientes diez minutos, mientras el café que nadie estaba tomando se enfriaba, se les pidió tanto a David como a su abuela que bucearan en sus recuerdos. ¿Habían visto a alguna gente en particular con Lono? ¿Gente que él nunca les hubiera mencionado como amigos o asociados? ¿Lugares donde iba, o donde vivían esos amigos? ¿Algunos viajes fuera de la isla cuyos motivos ellos no supieran, y dónde?

David empezó a sospechar que las preguntas no iban a terminar nunca, y quizás así fuera. Al final, hubo un receso cuando el capitán cerró su bloc de notas, hizo un signo con la cabeza a la sargento Chee y se fue. David miró desconcertado a la joven, y ella dijo:

—¿Le importa si me quedo aquí unos momentos, doctor Yanami?

—¿Tengo alguna otra elección?

—Se supone —dijo ella formalmente— que debo mantener su casa bajo vigilancia hasta que sea relevada, doctor Yanami. Estoy segura de que comprenderá usted eso. Su sobrino puede venir aquí, o llamar. Si lo prefiere, puedo esperar en mi coche.

—Quédese aquí, sargento Nancy —ordenó Kushi—. ¿Qué es lo que pasa contigo, David?

—Por supuesto, ella tiene razón, sargento —dijo él, disculpándose—. ¿Van a arrestar a toda esa gente?

—A interrogarles —corrigió ella. Dudó—. ¿Ha escuchado usted la radio?

—¿Cuándo cree que he podido hacerlo?

—Según los noticiarios —indicó ella—, ha habido más de cuarenta arrestos en todas las islas esta mañana.

—¡Cuarenta! ¡Deben haber arrestado ustedes a cualquiera que haya oído hablar alguna vez del Maui MauMau!

—Desgraciadamente, no. Han estado muy ocupados. Han declarado kapu una cadena hotelera y un servicio de alquiler de coches, y también un par de compañías azucareras. No son sólo habladurías. Ha habido dos grandes incendios en los campos de azúcar, y alguien puso un par de libras de arsénico en un depósito de jarabe.

—¡Buen Dios!

—Así que no todos están bajo arresto, doctor Yanami. Y, por supuesto, esto es sólo lo que se ha dicho por la radio, y eso es sólo lo que ha comunicado la policía. Hay otras agencias implicadas.

—¿Agencias? ¿Más de una? ¿Más que el FBI?

Ella cerró los labios. David dijo, aturdido:

—No tenía idea de que hubiera tanta gente deseosa de tomar parte en el terrorismo. Y Lono…

Nancy Chee dudó, luego dijo:

—Supongo que no hago nada malo diciéndole que hemos establecido una cosa respecto a su sobrino. Definitivamente no estaba en el secuestro del avión; aquella mañana estaba en la costa de Kona, en su trabajo. No lo abandonó hasta el mediodía, y por aquel entonces el avión ya había despegado.

—Gracias a Dios —dijo David—. Al menos no ha matado a nadie. —Su mente avanzaba atropelladamente—. Y si la señora Chindler se fue con él voluntariamente, como dicen ustedes que hizo, entonces me pregunto si legalmente…

Nancy Chee agitó la cabeza.

—Sigue siendo secuestro. Lo siento.

—¿Aunque ella no pusiera objeciones?

—No sabemos si puso o no objeciones —dijo firmemente Nancy Chee—. Aunque no lo hiciera, una amenaza de fuerza implícita es suficiente…, ¿cuántas violaciones hay así? Por supuesto…, pero estamos yendo demasiado adelante en los hechos, doctor Yanami. Esto es en todo caso asunto de los tribunales.

Chindler contra él…, por ejemplo si fue liberada sin sufrir ningún daño. ¿Qué piensa usted de ella?

David se sorprendió ante la irrelevancia de la pregunta.

—Bien…, la considero una mujer perfectamente normal. Una mujer que ha pasado por una terrible experiencia, pero que parece haber salido bien de ella. Parecía completamente tranquila cuando hice un poco de guía turístico para ella.

—Tranquila, sí. Reía con facilidad. Hubiera podido confundirse con cualquier otro turista.

—Cierto.

—Pero no identificó a Murray Pereira. Una no ve muchos rostros como el suyo. Y estoy moralmente segura de que ella le reconoció.

—¡Vamos, eso es ridículo, sargento Chee! Después de todo, los secuestradores mataron a su amiga. La hubieran matado a ella también, excepto que se libró por la gracia de Dios. ¿Por qué debería mentir si realmente lo hubiera reconocido?

—¿Por qué se unió Patty Hearst al Ejército Simbiótico de Liberación?

—Porque…, porque…, realmente, no lo sé —confesó David—. Era una mujer joven, terriblemente asustada, sometida a unos terribles malos tratos. Naturalmente, estaba demasiado asustada y confusa para resistirse.

—Pero no se limitó a una actuación pasiva, doctor Yanami. Recuerde aquellas fotos de las cámaras del banco. Fue una participante activa en el atraco.

David agitó la cabeza.

—No veo dónde quiere ir a parar usted.

—Estoy intentando dilucidar por qué Rachel Chindler se está comportando de la forma que lo hace, doctor Yanami. ¿Ha oído hablar usted alguna vez del síndrome de Estocolmo?

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